Doña Luz - 11

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El padre siguió inmóvil como estaba antes.
Don Anselmo, D. Acisclo y Ramón acudieron en seguida.
--¡Qué disparate!--dijo don Anselmo--. ¿Cómo hemos dejado aquí sola a
esta señora? Esta señora es muy vehemente, y no conviene que esté aquí.
Además, el enfermo necesita soledad.
Doña Luz se recobró a poco, y sin resistirse a las últimas palabras de
D. Anselmo, que pudo oír y entendió bien, salió del cuarto del Padre.
Tres horas después el P. Enrique había dejado de existir.
Raro es el ser humano cuya memoria sobrevive largos años a la muerte. El
tiempo acaba con el duelo, la tierra consume el cadáver y el olvido
devora los recuerdos. Pero siempre o casi siempre, a poco de morir,
sobreviene para todo hombre el momento de mayor indulgencia, afecto y
estimación que le concede el mundo. Los que no se percataban del vivo
por insignificante, piensan en él cuando muerto, pues con morir hace lo
más digno de conmemoración de su vida; _realiza su esencia_, como dicen
los filósofos a la moda: los que le envidiaban deponen la envidia; los
que le odiaban el odio; los que estaban hartos de verle se alegran
interiormente con que ya no le verán, y para desagraviarle de esta
alegría, y evitar que venga por la noche, en pena, a tirarles de los
pies, hacen de él los mayores encomios; todos sus defectos desaparecen
por lo pronto, como si se hundiesen en el sepulcro, y sólo se ven sus
perfecciones; en resolución, el muerto se reconcilia muriéndose con casi
todo el género humano, por lo mismo que se va y deja siempre algo que
heredar: cuando no quintas y palacios, un puesto al sol para pedir
limosna.
Sea como sea, con la muerte del Padre, de quien, salvo la tertulia,
nadie hacía ya caso en Villafría, hubo en todo el lugar una
recrudescencia de cariño y de entusiasmo hacia él. Se dieron a admirarle
y a celebrarle mil veces más que en el día de su llegada. Por lo mismo
que apenas le habían tratado, la imaginación vulgar pudo inventar y
fantasear a su antojo. Se ponderaron sus virtudes. Se sacaron a relucir
muchas obras de misericordia que en efecto había hecho. Se bordó la
sencilla historia de su muerte con mil pormenores que tocaban en lo
maravilloso. Hubo beatas que supusieron que el mismo Padre había
anunciado con exactitud el día y la hora de su glorioso tránsito, y no
pocas acreditaron que había muerto en olor de santidad y que don Acisclo
debía tratar de canonizarle, enviando a Roma con este fin un expediente
bien claveteado.
Algunas personas incrédulas del lugar querían dar a entender que todo
esto se decía para adular a don Acisclo, el cual lamentó de verdad la
muerte del sobrino y le elogió en todos los tonos que él podía emplear.
Por lo demás, incrédulos y crédulos, ora por hacer coro a D. Acisclo,
ora porque así lo sintiesen, todos convenían en que el muerto había sido
lo que se llama un bello sujeto, lleno de discreción y de bondad, y
hasta santo, entendiendo cada cual la santidad a su manera.
Nadie, sin embargo, lloró con más ternura, tuvo más honda pena por la
muerte del P. Enrique que la persona que tenía o creía tener indicios de
que él no había sido santo del todo. Doña Luz durante los primeros días
estuvo desolada.
Acrecentaban su pena singulares cavilaciones. Por una parte cierto
orgullo, cuando volvía a creer que ella le había infundido una pasión
homicida, y luego el horror que le causaba dicho orgullo; por otra parte
la confusa sospecha y el vago remordimiento de que ella por instinto
abominable, aunque sin reflexión, había provocado y hecho nacer aquel
extravío en alma antes tan tranquila y dichosa; y por último la duda de
que todo fuese sueño de su vanidad. ¿No podía doña Luz haberse forjado
una novela? ¿Qué le había dicho el Padre para que le creyese enamorado?
¿Se había muerto de amor o de apoplejía? La romántica, la sentimental
era ella, que le había besado locamente cuando expiraba.
«¿Si habré sido yo la liviana, la sandia y la extravagante? ¿Si habré
estado enamorada del fraile, que no pensaba en mí sino con inocente y
sencillo afecto paternal?».
Al cavilar así doña Luz se llenaba de vergüenza y temblaba como una
azogada y se enojaba contra sí misma, juzgándose delincuente, loca y
hasta infiel.
Mientras pasaba esto en el ánimo de doña Luz, don Acisclo repartió entre
sus hijos o guardó para sí los pocos y pobres objetos que el Padre había
dejado, y que más habían de conservar como sagrada memoria que por el
escaso valer que tuviesen.
En esta partición reservó D. Acisclo para doña Luz los pocos libros que
el fraile poseía.
No ignoraba D. Acisclo que el padre estaba escribiendo una obra y hasta
pensó en que podría él darla a la estampa, aunque hubiese quedado
incompleta. Buscó, pues, el manuscrito, le halló, y considerando que las
dos únicas personas capaces de entender en el lugar aquello que él
llamaba una _monserga_ eran D. Anselmo y doña Luz, y que D. Anselmo por
ser impío no apreciaría tan bien la _monserga_ como doña Luz, que era
creyente, no titubeó en llevar el manuscrito a doña Luz, sin abrir
siquiera sus páginas, porque le estorbaba lo negro, como no fuesen
cuentas en que él saliera ganando y con alcances a su favor.
Doña Luz recibió con veneración el manuscrito del Padre, y no bien D.
Acisclo la dejó sola, le abrió con ansiosa curiosidad y se puso a
leerle. En su impaciencia hojeaba y recorría todas las páginas,
devorando al vuelo su contenido, procurando comprender el conjunto, y
dejando para después el leerlo todo con detenimiento.
A poco de hojear, dio doña Luz con las hojas sueltas. Su vista se fijó
en ellas. El corazón le dijo que algo de muy interesante encerraban.
Entonces las leyó con pausa, con interrupciones, con muy frecuentes
interrupciones, porque el llanto se agolpaba en sus ojos y la cegaba y
no le consentía que leyese.
En cada una de estas inevitables interrupciones, en voz baja como si
temiera ser oída, con las palabras entrecortadas por los sollozos,
exclamaba doña Luz:
--Era cierto. Era cierto. ¡Me amaba, Dios mío! ¡Cuánto, cuánto me amaba!
A lo último, más allá y después de lo que conocemos, la víspera de su
muerte, el P. Enrique había escrito lo que sigue, que también leyó doña
Luz:
«Estas páginas, si no las rasgo o las quemo, irán indefectiblemente,
después de morir yo, a las hermosas manos de ella. Ya entonces no me
avergonzaré de que ella sepa mi amor. Perdona, Dios mío, mi nueva culpa.
Quiero que ella le sepa. ¿En qué el saberlo podrá turbar la dicha y la
paz de su noble vida? Ella me ha amado, ella me ama como un ángel ama a
un santo, y yo la he amado como un hombre ama a una mujer. Sería yo
hipócrita si no le revelase que no merezco su amor angelical; que yo la
amaba como ama un pecador. Es menester para mi eterno reposo que ella me
perdone por haber convertido en veneno el bálsamo y su afecto inocente
en incentivo vicioso; por haber alimentado con la purísima luz de sus
ojos este fuego del infierno que me abrasa y que mancha lo limpio de su
imagen que llevo grabada en el alma. A pesar tuyo, Dios mío, a pesar
tuyo y en contra tuya, la llevo grabada con rasgos indelebles. Todo el
brío de mi voluntad, toda la fuerza del cielo, todas las penas del
infierno no podrán arrancarla de allí. Doña Luz y el amor de doña Luz
viven vida inmortal en mi espíritu».
Al terminar la lectura, el dolor de doña Luz se hizo más agudo; las
lágrimas acudieron más abundantes a sus ojos; los sollozos parecía que
iban a ahogarla; pero, como luce el iris entre las nubes negras, una
dulce sonrisa de triunfo y de gratitud por aquel amor, que sólo perdón
solicitaba, brilló en los rojos y frescos labios de la gentil señora.


-XIX-
La embajada de D. Gregorio

La tristeza de doña Luz, pasados algunos días, tuvo más de dulce que de
amarga: aunque no dejaba de ser tristeza, estaba mitigada por la
satisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía;
por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sido
coqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacer
un examen de conciencia muy rigoroso.
Doña Luz no tenía la culpa de aquel amor que agradecía, ni de aquella
muerte que lamentaba.
Su amistad, admiración y veneración al Padre no podían haber sido
mayores.
Si el Padre le hubiera inspirado otro más vivo sentimiento, ella hubiera
pecado contra Dios, contra el mundo, contra su honra y contra su decoro.
En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a la
clase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menos
poéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito,
hubiera ella podido sentir.
A fin de fortalecer y magnificar las causas poéticas del amor que tenía
a D. Jaime, doña Luz estimó muy alto el de D. Jaime hacia ella. Su
desinterés era evidente. Él hubiera hallado a cientos los partidos
mejores en Madrid. Hubiera tenido con facilidad mujer con título y con
rentas, a poco que la hubiera buscado. Don Jaime había sin duda
desdeñado por ella las más brillantes bodas. Luego la adoraba don Jaime.
Y D. Jaime, elegantísimo, de noble familia, lleno de porvenir, honrado y
respetado ya como hábil capitán y soldado valeroso, podía enorgullecer a
cualquiera mujer a quien diese su nombre y su mano. D. Jaime, además,
era joven aún, gallardo y arrogante de figura, discreto y ameno. Las
cartas que escribía doña Luz desde Madrid mostraban bien su amor por lo
tiernas y cariñosas, y su ingenio y su chiste, por lo bien escritas y
por las gracias y lances que contenían.
Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma en
que estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo y
para haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre y
las lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le había
dado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban,
ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazo
amoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.
Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había él
tomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado el
título. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D.
Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.
Doña Luz estaba en su cuarto, acababa de volver de misa, y había rezado
con fervor por el alma del P. Enrique, en quien de continuo y tierna y
melancólicamente pensaba, cuando entró Juana, la doncella, y dijo:
--Señora, un forastero quiere hablar con usía.
--¿Su nombre?
--Don Gregorio Salinas.
--No le conozco. ¿Qué facha tiene?
--Más bien buena que mala. Viene muy decentemente vestido, aunque de
viaje. Se conoce que acaba de llegar. Es chiquitín, regordete, colorado
como una remolacha, y se sonríe como si estuviese contento. Está, sin
embargo, de luto.
--Mira, Juana, yo no tengo gana de recibir visitas. Dile que me duele la
cabeza, que vuelva otra vez si tiene algo importante que decirme, que
hoy no recibo.
Juana salió a dar el recado, y volvió en seguida con una carta que puso
en manos de doña Luz.
--Don Gregorio Salinas--dijo Juana--, me acaba de entregar esta carta,
asegurando que será admitido en cuanto usía la lea. Dice que la carta es
su credencial.
Doña Luz, no bien tomó la carta y miró el sobrescrito, se quedó
maravillada. Reconoció la letra de su padre.
La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también.
Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más de
quince años.
La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras:
«Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas,
escribano de Madrid, persona de toda mi confianza. Da entero crédito a
cuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menor
escrúpulo lo que te ofrezca y entregue».
--Que pase adelante ese caballero--dijo doña Luz.
Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luz
estaba.
Después de los cumplimientos de costumbre, sentados doña Luz y su hasta
entonces desconocido huésped en cómodas butacas, habló éste, con reposo
y como quien tiene mucho que decir, de la manera siguiente:
--Ya sabe usía que me llamo Gregorio Salinas. Ahora soy escribano y no
estoy mal de bienes de fortuna. Hace ventiocho años era yo un pobre
estudiante, sin una peseta en el bolsillo; pero, en cambio, ni estaba
gordo, ni tenía canas, ni calva, ni arrugas, y las gentes afirmaban,
perdone usía la inmodestia con que lo recuerdo, que era yo un bonito
muchacho, listo y gracioso. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que
se enamorase de mí una mujer del sobresaliente mérito de mi Joaquina.
Esta Joaquina es mi esposa, para servir a usía. Quiere mucho a usía y le
manda conmigo mil respetuosas y cariñosas expresiones.
--Mil gracias--dijo doña Luz, interrumpiendo a don Gregorio--. Deje V.
el tratamiento y llámeme de usted, y perdóneme además si le digo con
franqueza que aligere su cuento porque me muero de curiosidad.
--Tenga V. calma, señora marquesa; tenga V. calma. Yo le prometo no ser
prolijo ni enojoso. Iré al grano. No crea usted que nada de lo que digo
es a humo de pajas. Todo se necesita para que V. se entere.
--Vamos, siga V., y le repito que perdone mi interrupción.
--Pues, como iba diciendo--prosiguió D. Gregorio--, mi esposa es ahora
una matronaza fresca y guapetona todavía, si bien los años no pasan en
balde. Cinco hijos me ha dado como cinco soles. Todos están a las
órdenes de V., señora marquesa. En aquel entonces, cuando el noviazgo,
era mi Joaquina una moza de lo más selecto que se paseaba por Madrid, y
servía de doncella a cierta dama de las más encopetadas, cuya privanza
tenía por completo y todos cuyos secretos más íntimos poseía.
--¿Y cómo se llamaba esa dama?
--La Exma. Sra. Condesa de Fajalauza.
Doña Luz, como quien oye un nombre que por vez primera suena en sus
oídos, se encogió de hombros y se calló. D. Gregorio siguió hablando:
--Mucho debemos mi esposa y yo a esta señora. Ella nos casó, ella nos
protegió, y ella nos dio los medios conducentes para llegar al punto de
bienestar y prosperidad a que hemos llegado. Dios se lo pague y se lo
aumente de gloria. Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna falta
cometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estaba
casada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días.
Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lances
de los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridas
sobre su conciencia. Tenía fama de tan diestro, que se le creía capaz de
matar de un pistoletazo un mosquito que pasase volando a cincuenta varas
de distancia, y de atravesar de una estocada al propio diablo que se
pusiese a reñir con él. Añádase a esto que el Conde era celoso como un
turco, y no porque amase mucho a la Condesa, sino por otros motivos. La
pobrecita Condesa no le había dado ninguno durante ocho años de
matrimonio. Aquella señora era una santa; muy sufrida, muy prudente y
muy buena cristiana.
Doña Luz empezó a dar visibles muestras de interesarse en la narración.
Don Gregorio siguió diciendo:
--La Condesa aportó al matrimonio cuantiosos bienes. Malas lenguas han
dado en propalar que el Conde, al casarse con ella, no tuvo en cuenta
sino su negocio. Nada de amor. La condesa se casó casi niña, excitada a
ello por su madre, y sin comprender toda la trascendencia de aquel paso.
A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientes
próximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, que
más debiera llamarse tal que no esposo y compañero.
No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; pero
amaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptos
morales y religiosos. Nada, como he dicho, hubo que censurar en ella en
los primeros ocho años de matrimonio. Vivió resignada como una mártir.
Ni siquiera tuvo el consuelo y el refugio que tienen otras mujeres,
consagrando su corazón al amor maternal. El maldito enlace fue estéril.
Los condes de Fajalauza no tuvieron hijos.
Un asunto de grande interés reclamó por aquel tiempo la presencia del
Conde en Lima. No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía y
que importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muy
delicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larga
navegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo.
Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.
Durante la ausencia del Conde no se presentó la Condesa en reuniones ni
en teatros; vivió bastante retirada, pero no faltaron galanes y
pretendientes que procurasen hacerse amar de ella. La Condesa los
desdeñó a todos. Hubo uno, sin embargo, dotado de prendas tan raras y
brillantes, tan enamorado o fingiendo con tanto arte que lo estaba, tan
discreto, buen mozo y seductor, que acertó a cautivar el alma de la
desdichada Condesa. Contribuyó mucho a este resultado, como sucede
siempre, la fama de conquistador que ya tenía el galán. Nada puede tanto
con las mujeres como el considerar que aquel que las pretende desdeña
por su amor el de otras mujeres a la moda, jóvenes, hermosas, ricas y
distinguidas.
En suma, y como quiera que ello sea, la Condesa amó al galán, y fue tal
su pasión que se dejó vencer a pesar de sus severos principios.
Estas relaciones estuvieron envueltas en el misterio más impenetrable.
Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujer
singular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía a
solas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominaba
de sí misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperaba
hasta de que Dios la perdonase.
En esta refriega espiritual, entre la culpa y el arrepentimiento, estuvo
ella hasta que volvió su marido.
El secreto había sido tal, que nadie había dicho ni sospechado lo más
mínimo.
El Conde, a pesar de todo, era suspicaz y receloso, y sospechó algo
desde el día de su vuelta. Tal vez la agitación de su mujer; la
repugnancia en que ella trocó la frialdad con que antes le recibía;
algunas palabras, algunos suspiros, algún ¡ay! delator que le oyó en
sueños, bastaron a ponerle sobre la pista.
Una noche, mientras dormía la condesa, su marido se apoderó de la llave
del escritorio de su mujer y registró detenidamente cuanto en él
encerraba. La Condesa había cometido la imprudencia de conservar las
primeras cartas que le escribió su amante y el Conde pudo leerlas. Por
dicha, estas cartas no probaban la completa complicidad de la Condesa.
Hasta podía ella haberlas conservado, no por amor a quien las escribió,
sino por vanidad y como testimonio de haber sido tan amada. Las cartas
bastaron, no obstante, para que el Conde tuviera escenas espantosas con
su mujer. Si las cartas le hubiesen probado su culpa, el Conde la
hubiera asesinado. Como las cartas no eran más que un indicio, el Conde
se limitó a atormentar a su mujer y a desconfiar de ella y a vigilarla.
Con un pretexto plausible se trajo a vivir en su casa a una hermana
solterona que tenía, la cual era una furia del infierno. Esta mujer fue
desde entonces la espía, la acompañante, la dueña, la negra sombra de la
Condesa.
En cuanto al galán, cuyo nombre descubrió el conde por las cartas,
también las cartas le costaron caras. El Conde, a fin de que nadie se
enterase y procurase inquirir el motivo, buscó al galán y le obligó a
reñir con él a la espada, sin ninguno de los trámites y formalidades del
duelo. El galán quedó mortalmente herido en su propia casa, y sólo por
un milagro de la cirugía pudo salvar la existencia.
--Sabía ese lance de mi padre--dijo doña Luz--, pero ignoraba quien fue
su adversario y la causa del lance. Prosiga V., Sr. D. Gregorio.
--Ya que sabe V. que el galán era el señor Marqués, su padre de V.,
seguiré este relato designándole con su nombre. Si alguna frase se me
escapa que pueda lastimar, aunque sea levemente, la memoria del señor
Marqués, doy a V. desde luego un millón de excusas.
Doña Luz hizo un gesto y movió la cabeza como si quisiera indicar que
las excusas estaban aceptadas de antemano.
D. Gregorio continuó:
--El terror que le inspiraba su marido, la vigilancia del argos con
faldas que tenía en su cuñada y su propio arrepentimiento, hicieron que
la Condesa no volviese a ver en secreto al Marqués. Este desechó de su
alma, con el andar del tiempo, amor tan peligroso y ya imposible o casi
imposible de satisfacer, y se distrajo con más fáciles amores.
Todo lazo se hubiera roto, toda relación y comunicación entre el Marqués
y la Condesa hubieran dejado de ser para siempre, si el cielo no hubiera
dispuesto que quedase un recuerdo vivo del amor y de la culpa de ambos;
un ser que los unía y por cuyo destino y porvenir ambos debían velar
igualmente.
--Y mi madre--exclamó entonces doña Luz--, ¿no pudo nunca volver a verme
desde que volvió de Lima su marido?
--Pudo volver a ver a V. de lejos, pero nunca abrazarla ni besarla ni
hablarla. Su pensamiento, sin embargo, estaba siempre con V.
--¡Infeliz madre mía!
--La Condesa sabía de V. por mi Joaquina. Por mi Joaquina se entendía
también con el Conde en todo aquello que a V. importaba, único asunto
que ya se trataba entre el Marqués y la Condesa.
Usted, señora Marquesa, vivió primero en mi casa, cuidada por mi
Joaquina. Nuestra costurera, una tal Antonia Gutiérrez, que había tenido
un desliz y cuyo hijo había muerto, fue nodriza de V. Después murió
también la costurera, y yo arreglé de modo, con la venia de los
parientes de la chica, que V. pasase por su hija, a fin de hacer la
legitimación. En todo esto, por conducto de mi Joaquina, intervenía la
señora Condesa, que estaba hasta cierto punto contenta al considerar que
V. iba a llevar el nombre y el título del Marqués y a heredar sus
bienes.
A poco de volver el Conde a Madrid y después del duelo, nos entró a
todos mucho terror de que el Conde llegase a entender que existía V. y
quién V. era; y el Marqués, no bien se restableció de la herida, la sacó
a V. de mi casa con harto dolor nuestro y mayor aún de la Condesa, y
puso a V. en casa de una señora de situación algo equívoca. Mientras
estuvo V. en aquella casa, la Condesa estuvo muy incómoda. Sólo sosegó
cuando a puras súplicas suyas, interpuestas por Joaquina, el Marqués se
la llevó a V. a su casa, primero bajo el cuidado de una buena mujer, y
más tarde con un aya inglesa, la cual vino porque la condesa se empeñó
en que viniese.
El Marqués, entre tanto, lejos de sentar con los años, no hacía el menor
caso de aquellos sabios refranes que dicen: _--quien quisiere ser mucho
tiempo viejo, comiéncelo presto, y el viejo que se cura cien años dura_.
Lejos de rezar con él estos refranes, más bien podía aplicársele aquel
otro, y perdone V. señora Marquesa que se le aplique, pero casi lo pide
a voces la narración: _mientras más viejo más pellejo_. Pretendo
significar con esto que el señor Marqués, en vez de enmendarse con la
edad, se hizo más cortejante, jugador y amigo de jaleos de toda laya, lo
cual mortificaba mucho a la señora Condesa. El amor, por el cual ella
había sacrificado tanto, honra, reposo y bienestar, sólo había sido para
el Marqués un episodio, una aventura, un lance más o menos agradable o
divertido, entre los muchos de su vida. Esto dolía en extremo y
atormentaba a la Condesa. Pero había otra consideración que le dolía
más, que la tenía llena de sobresalto, y que, agravándose cada día,
llegó a ser para la Condesa un tormento continuo.
El Marqués caminaba precipitadamente a su total ruina: estaba empeñado
hasta los ojos; la usura consumía ya lo mejor de sus rentas. Era seguro
que el Marqués acabaría su vida en la miseria. ¿Qué sería entonces de su
hija doña Luz, huérfana, sin amparo y sin recursos?
Lo peor era que la Condesa no podía socorrer a su hija mientras su
marido viviese. Antes de que el Conde hubiese tenido el más leve indicio
de su culpa, la Condesa había gozado de un asomo de independencia y
libertad. Después la Condesa, más que esposa, vino a ser esclava. Un
grito, una palabra dura, un gesto amenazador de su marido bastaban a
aterrarla.
El Conde, a más de ser celoso, era avaro, y la Condesa no podía disponer
de un real sin dar estrecha cuenta de todo, justificando la inversión
hasta de la más pequeña suma.
La viveza cruel de su imaginación le representaba del modo más exagerado
el infortunio que presentía. Soñaba que su hija estaba en la desnudez,
sin hogar, humillada y empleada en los más viles menesteres, y ella
nadando en la opulencia y sin poder acudir en su auxilio.
¿Cómo darle algo sin que lo supiese el Conde? Y con saberlo el Conde,
sabría su delito y su oprobio, y se presentaría como juez severo e
irritado, y con una sola palabra de desprecio la mataría.
La Condesa, atormentada por su conciencia a par que anonadada por el
miedo que tenía al Conde, deseaba la muerte para descansar, y sin
embargo, ansiaba vivir, y singularmente sobrevivir a su marido.
Mientras él viviese, la Condesa conocía que no tendría valor para hacer
nada en favor de su hija. Ni por donación, ni por testamento, en la hora
de su muerte, hallaba medio para compartir con la que era su propia
sangre o para legarle al menos bienes que eran suyos y no del tirano que
la atormentaba.
La Condesa, pues, se sometió a la voluntad del Altísimo y esperó
tranquila, y esforzándose por no desearla, la muerte de su marido, antes
que la suya llegase. Para el caso de que así sucediera, formó la firme
resolución de dejar por testamento a los parientes de su marido, en
fincas y alhajas, todo aquello en cuya adquisición y dominio pudiera
suponer la conciencia más escrupulosa que el Conde había sido parte;
dejar algunas mandas importantes a personas que la hubiesen servido
bien, como, por ejemplo, a mi Joaquina; y el remanente de sus bienes, en
fondos públicos todos, cuyos títulos estaban y están aún en varios
Bancos y casas de comercio, dejárselo por entero a su hija.
El Marqués supo por Joaquina esta resolución de la Condesa; y, cuando
acosado por los acreedores, embargado y vendido cuanto poseía a fin de
pagar sus deudas, tuvo que retirarse a este lugar, me dejó escrita la
carta que he hecho entregar a V. para que me sirviera de introducción.
La carta, hasta que ocurriese el caso hipotético que se preveía, había
de estar en mi poder sin que nadie lo supiese. Y así ha estado la carta.
Muerto el Marqués, no existían en el mundo sino tres personas sabedoras
del propósito de la Condesa de dejar a V. por heredera.
--¿Y quiénes eran esas tres personas?--preguntó doña Luz con el mayor
interés.
--La misma Condesa, mi mujer, que es sigilosa hasta lo sumo, y un
servidor de V., señora Marquesa.
--¿Y nadie más?
--Nadie más.
--¿Está V. seguro?
--Lo estoy.
Don Gregorio continuó luego su narración en estos términos:
--El cielo quiso que se cumplieran, no diré los deseos, los planes de
nuestra bienhechora. El Conde murió hace poco más de mes y medio. Cosa
de milagro parece el que la Condesa, tan padecida y acabada como se
hallaba, pudiese sobrevivirle. La fuerza de voluntad vale mucho. La
Condesa sobrevivió, se diría que expresamente para cumplir su resolución
y morir también luego.
--¿Ha muerto mi madre?--exclamó doña Luz con lágrimas en los ojos.
--Ha muerto.
--¡Y sin llamarme a sí, sin verme, sin darme un abrazo!...
--La Condesa lo ansiaba, pero al propio tiempo lo temía. Se avergonzaba
de llamar a sí a quien al presentarse como madre tenía que declarar su
culpa, y, ella lo decía, su deshonra. Dudaba de que una hija, a quien,
fuese por lo que fuese, ni había criado, ni visto, ni acariciado nunca,
la pudiese querer. Recelaba hallar frialdad, tibieza al menos, en su
hija. No creía en la misteriosa fuerza de la sangre. En ella sí, porque
sabía que su Luz vivía, porque la había estado amando durante tantos
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