Doña Luz - 03

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Sobre su mesa de escribir se parecía el mejor cuadro, o al menos el que
doña Luz estimaba más. Figuraba varios atributos y emblemas de la
Pasión; clavos, corona de espinas, escalera, gallo y lanza de Longinos;
en el centro la cruz, y en torno de la cruz muchas flores lindamente
pintadas. No era, con todo, esta pintura lo que daba a los ojos de doña
Luz tanto precio a aquel objeto; era lo que la pintura encubría. Se
tocaba un resorte, se apartaba la pintura que hemos descrito, como si
fuese una puerta, y dejábase ver otro cuadro de muy superior mérito; un
cuadro horrible y bello a la vez. Era la figura de Cristo, de medio
cuerpo, de admirable beldad y de un trabajo delicadísimo y prolijo. Las
barbas y los cabellos se podían contar. La regularidad y noble simetría
de todas las facciones infundían amor y respeto; pero las angustias del
patíbulo, los horrores de la agonía, los tormentos todos estaban
marcados en aquella cara flaca y macilenta, y en aquel pecho y en aquel
costado herido por la lanza. Era un Cristo muerto: la hendidura lívida
del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho;
las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en
sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados
caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y
fijos. El pintor había acertado a unir, con inspiración monstruosa, la
imagen de una criatura próxima a disolverse, y la forma sobrehumana que
el mismo Dios había tomado.
Unos inteligentes atribuían aquel cuadro al divino Morales; otros habían
dicho que era de un discípulo de Morales y no del propio maestro. De
cualquier modo, el cuadro había estado vinculado en la casa y era una de
las pocas alhajas de algún valer que el marqués no había vendido.
El cuadro era tal que una mujer más delicada, menos briosa que doña Luz,
ni le tendría en su cuarto ni le miraría con tanta frecuencia. El amor a
la divina representación de Cristo se hubiera combinado con el miedo y
con una compasión tremenda que tal vez la hubieran hecho caer en
convulsiones, o producido en ella ataques de nervios y hasta delirio.
Pero doña Luz era muy singular y hallaba extraño deleite en la larga
contemplación de aquel cuadro, donde se cifraban el más alto misterio y
los dos más opuestos extremos de valer de la humana naturaleza: toda la
beatificación, toda la hermosura, todo el celeste resplandor de que es
capaz nuestra carne, unida a un alma pura, y siendo templo y morada del
Eterno, y los dolores, a la vez, y las miserias, y los padecimientos
lastimosos y la corrupción nauseabunda de esa carne misma.
Doña Luz halló este espantoso cuadro prudentemente cubierto por el otro,
y así le conservó, trayéndole de la casa solariega a su habitación en
casa de D. Acisclo. A casi nadie se le mostraba; pero ella, que tenía
muy rara condición y muy contrarias propensiones en el espíritu activo e
infatigable, tal vez después de trotar y galopar y dar saltos peligrosos
en su caballo negro, durante dos o tres horas; tal vez después de haber
limpiado, bañado y frotado con complacencia su hermoso cuerpo, que del
valiente ejercicio había vuelto cubierto de sudor; rebosando ella salud,
en todo el brío de la mocedad y en todo el florecimiento de la belleza
plástica, se sentía llena de ímpetus ascéticos, y abriendo su cuadro, le
contemplaba largo tiempo, y las lágrimas acudían a sus ojos, y acudían a
sus rojos labios plegarias inefables que ella murmuraba y apenas
articulaba.
Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos,
no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una linda
bata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil.
Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, de
dos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset. Doña
Luz andaba estudiando y comparando cómo aquellos dos autores habían
puesto en acción dramática la misma sentencia: _No hay burlas con el
amor_ y _On ne badine pas avec l'amour_.
No la impulsaba a este estudio la mera afición especulativa a la crítica
literaria, sino un caso práctico, que hacía poco más de dos meses que se
había presentado y que le interesaba bastante.
Pepe Güeto, hijo de un rico labrador de Villafría, de edad de treinta
años, era el hombre más grave, mesurado y formal que se conocía en toda
la provincia. Las locuras y regocijos algo descompuestos de doña
Manolita le chocaban de un modo atroz y siempre los estaba censurando.
Había llegado a decir que si doña Manolita fuese algo de él, mujer, por
ejemplo, le había de sacar del cuerpo los rabillos de lagartijas, aunque
fuese menester emplear una buena vara de mimbre. Doña Manolita, en
cambio, que lo había sabido todo, decía que Pepe Güeto tenía mucho
jarabe de pico; que era hombre culto hasta cierto punto y que jamás
emplearía la vara con las mujeres; y que, si llegase a ser marido de
ella, en vez de pegarle, se dejaría pegar y sería el modelo de los
gurruminos. Añadía la hija del médico que la exagerada gravedad, sobre
todo en los mozos, se confunde con la tontería, y que, o ella había de
poder poco, o había de sacarle a Pepe Güeto la gravedad, como quien saca
los diablos de un endemoniado, y que, si no era tonto, había de volverle
loco, obligándole a hacer mil locuras.
También estas amenazas llegaron a noticia de Pepe Güeto, de donde
resultó, que donde quiera que se veían él y ella, se amenazaban de
nuevo, y él la reprendía de desenvuelta y alborotada, y ella se reía de
la seriedad de él y le calificaba de tonto. El furor y el encono de
ambos crecieron de tal suerte, que ya no les bastaban para desahogarse
los encuentros casuales, y solían buscarse para mover disputa y reñir y
tratarse muy mal. Estas riñas terminaban, por lo común, con que dijese
Pepe Güeto:--Si yo tuviera la desgracia de ser marido de usted, ya la
metería en costura--, y con que doña Manolita respondiese:--Pues si yo
incurriese en el desatino de ser mujer de hombre tan fastidioso, o le
había de poner más alegre que unas sonajas, o me había de borrar el
nombre que tengo.
Tomaron Pepe Güeto y doña Manolita tal afición a los denuestos,
improperios y pendencias, que cada día las armaban tres o cuatro veces.
Esto había hecho pensar a doña Luz, porque quería bien a doña Manolita,
y con esta ocasión leía las citadas comedias, después de haber releído
otra de Shakespeare, donde se trataba el mismo asunto de manera más
magistral.
Absorta en dicha lectura se hallaba doña Luz, cuando, como ya hemos
dicho, entró a verla doña Manolita.
Se besaron, se abrazaron, se dieron los más cordiales buenos días, y
luego habló la hija del médico:
--Hija mía, tú eres la primera que ha de saberlo. Lo sabrás antes que mi
padre. ¡Gran novedad! Mis peleas con Pepe Güeto han dejado de ser
escaramuzas. La ira de ambos ha llegado a su colmo. Nos hemos
comprometido en un duelo a muerte.
--¿Qué me quieres significar?--dijo doña Luz.
--Quiero significar--replicó su amiga--, que para ver si yo le vuelvo
loco o si él me vuelve juiciosa, hemos resuelto casarnos. Verdad es que
él se da por vencido por el momento, y dice que, pues se casa conmigo,
no debe de estar en su juicio cabal, y que ya, sin casarnos, le he
ganado la partida y la apuesta; pero, por lo mismo, añade que desea
casarse para vengarse y desquitarse. Yo le contesto aquello de _no
siento que mi hijo pierda, sino que se quiera desquitar_, y le aseguro
que saldrá con las manos en la cabeza si sigue jugando, y le amenazo con
que su derrota será mayor cuando esté casado; pero el insolente,
atrevido, no me cobra miedo, y cierra los ojos, y arremete, y se casa.
Hoy mismo, con más denuedo que el Cid Campeador, irá a pedir a mi señor
padre esta blanca mano, que tomará la rienda y le obligará a salir de su
paso de mula de canónigo y a brincar y a estar más avispado que tu
hermoso caballo negro.
Doña Luz, que no podía disimular sus sentimientos, los cuales se
mostraban en su rostro como las blancas piedrecillas a través del agua
transparente y mansa de un lago, más bien dejó ver pesar que alegría, al
saber la nueva, ya prevista por ella, del casamiento de su amiga.
--¿Cómo es eso?--prosiguió esta última--. ¿Te aflige que yo me case?
¿Sientes el modo informal? ¿No lo comprendes bien, inocentona? ¿No caes
en que ese bárbaro, egoistón, de Pepe Güeto, presume, y no sin razón, de
ser un real mozo, y todo el furor que ha tenido y tiene aún contra mí,
estriba en que anhelaba que yo me hubiese enamorado de él por lo triste
y por lo serio, y me hubiese puesto a suspirar y a llorar, sin pensar
más que en él y no en divertirme? ¿No ves que él se ha enamorado y que
su rabia es que no me cree tan enamorada ni tan capaz de enamorarme,
porque no hago pucheros y no aburro con lágrimas y sublimidades? ¿Y no
calculas, por último, que yo le quiero también? Si no, ¿me casaría? Ya
casada, vencido el natural encogimiento que debo guardar, le demostraré
mi ternura, y le haré ver que hay un tesoro de ella en mi alma, aunque
escondido entre burlas y alegrías; y cuando vea el tesoro, y le goce, y
conozca que es suyo, y mejor que cuanto podía él soñar, ha de conocer
que no es mi corazón de corcho sino de almíbar y jalea, y se ha de poner
como jalea y como almíbar, y ha de bailar y reír de gusto, declarando y
confesando que se compaginan bien los regocijos con el verdadero amor, y
las risas con la ventura más seria y más grave en el fondo.
Doña Luz, sonriendo y suspirando a la vez, contestó entonces:
--No era la preocupación por tu suerte la causa de mi tristeza: era mi
egoísmo que al cabo lograré vencer. Presiento que vas a ser dichosa y
esto me alegra; pero tengo celos por tu amistad. ¿Por qué no confesarlo?
La única persona a quien poco a poco he ido confiando mi corazón y dando
todo mi cariño, eres tú. Tú, lo reconozco, me pagabas con usura; pero
ahora vas a tener marido; pronto, quizá, tendrás hijos, y toda tu alma
será para ellos. Esta pobre huérfana, sola en el mundo, quedará
abandonada y sin un alma que la comprenda y que la ame.
Doña Manolita, abrazando tiernamente a doña Luz, contestó con estas
palabras:
--Aunque no tuviese yo mil razones para alegrarme de mi boda, me
alegraría, porque te ha excitado a declararme hoy tu amistad del modo
más explícito y como nunca lo habías hecho. Estoy contenta y llena de
orgullo de que tanto me estimes para amiga. No temas tú que ni Pepe
Güeto, ni los Güetillos que puedan salir a relucir en lo venidero, te
roben aquella gran parte del alma con que te amo. Pues qué, ¿imaginas tú
que el compartimiento, rincón o sitio de mi alma donde está el amor de
esposa y madre, se ha llenado o se va llenando ahora y que antes estaba
vacío? ¿Crees tú que este amor no existía en mí antes de amar a Pepe
Güeto? Vaya si existía. Lo que tiene es que entonces el novio o el
marido, a quien yo le consagraba, era soñado, hecho a pedir de boca,
relleno de perfecciones. Los chiquillos, que me fingía y me finjo aún,
son unos querubines. Por mucho que valga Pepe Güeto, pierde cuidado que
no valdrá, ni con cien leguas de distancia, el marido que yo soñé. Y en
cuanto a los chiquillos, será más notable la diferencia, porque los que
tenga, si los tengo, como espero y deseo, no han de ser impecables y
celestiales como los imaginados, sino llorones, traviesos, sucios y
tercos, y me han de armar al día mil perreras, y han de tener entre
ellos mil cachetinas; todo lo cual me hará no quererlos tanto. Infiero
yo de lo dicho que, casada ya y con hijos, te he de querer más que de
soltera, si sigues queriéndome tú. Aunque tú te cases, ¿dejarás de
quererme?
--Nunca dejaré de quererte--respondió doña Luz--. Yo no me casaré nunca.
Esta última afirmación excitó mucho la curiosidad y el interés de doña
Manolita, y como la intimidad y la confianza habían llegado a su apogeo,
produjeron varias confidencias y revelaciones por parte de doña Luz, en
un coloquio que por su importancia merece capítulo aparte.


-VI-
Confidencias de doña Luz

La hija del médico provocó las confidencias, diciendo a doña Luz:
--¿Y por qué no has de casarte nunca? No te lo niego: yo conozco que es
difícil, pero no imposible. Es difícil porque no hay en estos pueblos
novio para ti, y porque tú no has de ir en busca de novio a las grandes
ciudades. No está en tu condición ni en tu carácter ir a buscar
colocación, bajo el amparo de alguna tía, que ya has desdeñado, o sola e
independiente, ahora que eres mayor de edad.
--Inútil es que yo te conteste--dijo doña Luz--: tú misma contestas a la
pregunta. Nuestra amistad, con todo, debe quedar hoy completa. Deseo
poner en ella el sello de la verdad, no teniendo secretos para ti y
abriéndote mi corazón. No he de recelar ni que me tengas por vana, ni
que me rebajes en tu concepto: he de mostrarme a ti tal como soy. Te
confesaré lo que a nadie he confesado. Ese rincón, ese pedazo de alma,
donde dices tú que tenías amor para marido e hijos, aun antes de
tenerlos, le tengo yo también en el alma mía; pero un orgullo que no se
funda en razones, una repugnancia nacida de la manera con que he sido
educada, se opone a que yo me case....
--Con otro Pepe Güeto, por ejemplo--interrumpió doña Manolita.
--Pepe Güeto es honrado, bueno, inteligente, es más rico que yo--replicó
doña Luz--. Yo sería una necia si le desdeñase, fundando en algo mi
desdén: pero esto no se razona, se siente, y es lo cierto que nadie, en
las condiciones de Pepe Güeto, y estando en su juicio, me querrá para
mujer propia, así como yo no le querré a él para marido. Entiéndase que
hablo dentro de la vida ordinaria, sin nada de novela. Tal podría ser
esta, que, no ya un hombre como Pepe Güeto, sino el último gañán pusiese
los ojos en mí con razonable esperanza de lograrme, y yo cediese y fuese
suya, no ya siendo hija de un marqués arruinado, sino siendo millonaria
y princesa. Por dicha o por desgracia mía, o no hay de esos seres con
prendas y excelencias superiores a su clase, lo cual probaría, en suma,
que los hombres, por naturaleza, son más iguales de lo que se cree, y
que tales prendas y excelencias son creadas por artificio, o, si hay de
esos seres, no están reservados para mí, o yo carezco de imaginación
para fingir en alguien, aunque no existan, todos aquellos primores que
habrían de enamorarme. Así, pues, la energía de amor está en mí como
dormida; pero no ha muerto. No permita Dios que mate yo en mí facultad
alguna de las que el mismo Dios me ha dado. Duerma el amor en mi seno. A
mi razón serena y fría toca velar para que no le despierte sino quien
deba. Pero, hija mía, nadie acude a despertarle, y me temo que sea
eterno su sueño.
--Vamos, yo me arrepiento de una tontería que he dicho--exclamó doña
Manolita--. ¿Qué tendría de feo ni de malo que tú fueses y te mostrases
donde conviene para que haya quien con títulos bastantes acuda a
despertar a ese precioso amor dormido? Casi se me antoja que no sólo
tienes derecho, sino que estás en la obligación de hacerlo. No es justo
que tanta hermosura (¡cuidado si eres bonita!), no es lícito que tanta
distinción y elegancia queden sepultadas en este lugar. Es cruel que tan
lindo amor se consuma durmiendo, envejezca, y acaso, acaso, tenga el
infortunio de que se le apolillen las alas. De seguro que hay mil
galanes por ahí, por esos mundos, que caerían rendidos a tus plantas, si
llegasen a verte. De seguro que habrá uno entre ellos a quien tú debes
amar. Pero ¿cómo han de adivinar que estás aquí? ¿Por qué has de jugar
con ellos al escondite?
--En primer lugar, porque, a fin de buscar poesía, no he de empezar yo
destruyendo la poesía. El amor no ha de buscarse; ha de aparecer, ha de
surgir de un modo providencial. Se busca fortuna, se buscan aventuras,
se buscan negocios, y tú lo has dicho, se busca colocación; pero amor no
se busca. Además, ¿adónde iré yo que no esté más fuera de mi sitio, más
aislada que en Villafría? ¿Dónde me presentaré que no sea mirada como
una aventurera? Casi estoy fuera de toda clase social. Mis parientes me
humillarían si me fuese con ellos. Si me fuese sola, dirían todos como
D. Acisclo, que yo era una _vaca sin cencerro_. Pudiera ser marquesa y
no lo soy ni quiero serlo, porque es ridículo el título sin las rentas
convenientes. Aquí, donde todos me conocen, soy la señorita doña Luz, la
marquesita que conserva aún su casa solariega, y que se ha ganado la
estimación y el respeto, porque nadie ignora su vida desde hace doce
años. Por esos mundos sería yo una doña Luz algo misteriosa, de quien
cada cual imaginaría mil horrores. Empezarían por afirmar una verdad,
para inventar y poner sobre ella millón y medio de embustes. La verdad
sería que soy hija de un marqués calavera y arruinado, y de una tal
Antonia Gutiérrez, soltera y costurera, con quien mi padre tuvo amores.
Créeme: en parte alguna estoy mejor que aquí, aunque no me enamore ni me
case nunca. ¿Y por qué no enamorarme? ¿Por qué el amor ha de estar
siempre dormido? Yo me inclino a creer que no hay varios amores, cada
cual para su objeto, sino que el amor es uno; y aunque cambie el objeto,
no cambia el amor. Si es así, como yo lo deseo, mi amor despertará y se
empleará todo en la hermosura del cielo, en Dios que le ha criado, en
las flores, en la poesía, y quién sabe si hasta en la ciencia, dado que
en mi estrecho cerebro de mujer quepan sus grandes verdades, sus oscuros
misterios y sus temerosos problemas.
--Nada sé contestarte--dijo doña Manolita--. Veo que en mucho de lo que
dices tienes razón; pero ya que te confías en mí y me haces ver lo más
escondido del alma, sácame de una curiosidad: explícame, si puedes,
ciertas cosas que me parecen rarísimas en tu existencia. Por imprevisor,
por descuidado que fuese tu padre, por pocos amigos y relaciones que
tuviese en el mundo, ¿no tuvo a nadie a quien dejarte confiada sino a D.
Acisclo? ¿Tú misma, habiendo vivido en Madrid hasta la edad de catorce
años, no dejaste allí alguna amiga? ¿No dejaste allí a nadie que se
interesara por ti?
--El descuido y la imprevisión de mi padre no podían ser mayores. Harto
lo ha probado su ruina; pero además, bastará con que yo, enlazando los
rotos recuerdos de mi niñez, te cuente mi modo de vivir en Madrid, para
que entiendas que lo mejor, quizá lo único que pudo hacer mi padre, fue
dejarme confiada a D. Acisclo. Hasta que cumplí cinco años, viví en casa
de una señora, que parecía medianamente acomodada, y que se llamaba doña
Francisca. He cavilado después si aquella señora sería mi verdadera
madre; pero, sí me trataba bien y hasta con mimo y regalo, se conocía o
se debía conocer, juzgando yo por el confuso recuerdo, que yo le era
extraña. Me tenía en su casa por favor. No era casada. Iba a visitarla
con frecuencia un caballero guapo, amigo de mi padre. Mi padre iba a
verme; a veces solo, a veces con el caballero. La señora murió, y mi
padre entonces me llevó consigo a su casa, y ya no me confió a nadie. A
los pocos meses de estar con mi padre, donde me cuidaba una criada
anciana, vino de Inglaterra el aya que mi padre encargó para mí y que ha
estado conmigo hasta pocos días antes de que mi padre y yo viniésemos a
Villafría.
Doña Manolita, que era la mejor muchacha del mundo, y que amaba y
admiraba a doña Luz, muy satisfecha de las confidencias que le hacía, y
muy curiosa de saberlo todo, escuchaba sin pestañear, sentada enfrente
de su amiga.
Esta prosiguió:
--Mi aya era el deber personificado; pero, como el deber, sin calor, sin
entusiasmo y sin afecto. Casi estoy por afirmar que no me besó nunca,
que nunca me hizo una caricia. En cambio me enseñó cuanto ella sabía, y
mi padre me consideraba como un portento precoz, como una sabia
pequeñuela.
La vida de mi padre, aunque yo entonces no lo comprendía, comprendo
ahora que era disipadísima, y todo lo contrario de ejemplar. Jugaba,
cortejaba, estaba fuera de casa hasta las tres o las cuatro de la
mañana. Yo era como su refugio, como el medio de su purificación, como
su consuelo santo en los momentos de abatimiento y de tristeza. Me
llamaba a su cuarto, y ya solo conmigo, me decía ternuras, me besaba y
lloraba a veces. Como yo era tan niña, ni podía averiguar por mí, ni
tratar de saber de él la causa de sus pesares.
Varias veces me hizo también ir a su cuarto en ocasión en que no estaba
solo, sino con una mujer hermosa y elegante, aunque vestida con
descuido, y esta mujer me celebraba de bonita y graciosa, y me hacía mil
cariños.
--Esa mujer sería tu madre--interrumpió doña Manolita.
--Así lo hubiera pensado yo también--prosiguió doña Luz--, si esa mujer
hubiera sido siempre la misma; pero fueron varias. Todas se recataban de
la gente; estaban allí con cierto misterio, y nunca el aya las vio. A mí
misma cuando fui grandecita, cuando cumplí nueve años, jamás volvió mi
padre a enseñarme a ninguna de dichas mujeres, que, por la impresión que
me dejaron, se me figuraba que habían de ser señoras y no gente vulgar.
Mi padre era un galán caballero y agradaba mucho a las damas. Entonces
nada infería yo de esto; pero más tarde he inferido la inverosimilitud
de que fuese yo en realidad hija de una Antonia Gutiérrez, costurera.
¿No podría mi padre haber procurado esta madre postiza para legitimarme,
sin comprometer a alguna dama? Aun en vida de mi padre, a pesar de mi
corta edad, pensé alguna vez en esto; pero jamás me atreví, ni
indirectamente, a preguntar nada a mi padre sobre el particular. Él
esquivaba la conversación, si por acaso recaía sobre mi supuesta o
verdadera madre Antonia Gutiérrez. Después de muerto, y después de haber
cumplido yo veinte años, he buscado con empeño algo que me dé luz entre
sus papeles. Él rasgaba todas las cartas de cierto interés, porque era
descuidado y temía dejarlas en cualquier parte y que las leyesen. Lo que
he encontrado, pues, era insignificante: ni un retrato ni una palabra
escrita. Sólo, sobre su mismo cuerpo, se halló este medallón de oro, sin
cifra ni signo alguno.
Doña Luz sacó de su propio seno el medallón de que hablaba.
--Desde entonces llevo el medallón en mi seno, como memoria de mi padre.
Dentro, mira (y abriéndole, enseñó el contenido a doña Manolita), mira a
través de este cristal; hay un rizo de pelo más rubio aún que el mío.
¿Será de Antonia Gutiérrez, será de cualquiera otra mujer que fuese mi
madre, o será de alguna enamorada de mi padre, que nada tiene que ver
conmigo? ¿Quién ha de saberlo? Los dos criados antiguos que conservo son
listos ambos; pero ambos entraron en casa con mucha posterioridad a mi
nacimiento, y de fijo no saben nada. Juana vino a servirme cuando tenía
yo diez años. Tres años después entró Tomás de ayuda de cámara de mi
padre.
--¿Y no sabes de ningún lance singular de la vida del marqués--preguntó
doña Manolita--, por donde se aclare algo el misterio de tu nacimiento?
--Hay, en efecto, en la vida de mi padre un lance singular; lance
ocurrido a los dos años de haber nacido yo: pero lance tan misterioso
que por él nada se aclara. Podría o no podría tener dicho lance alguna
relación con la culpa a que debo el ser.
--¿Y qué fue ese lance, si puedo saberlo?
--Mi padre recibió una mañana una visita, a quien nadie vio, porque mi
padre mismo abrió la puerta. Los criados no podían extrañar esto. Él
solía recibir visitas así, abriendo él mismo, y encerrándose con ellas.
Aquella mañana, a la media hora de haber recibido la visita, llamaron
desde el cuarto de mi padre con fuertes campanillazos. La puerta del
cuarto estaba abierta. La visita había desaparecido. Y los criados
hallaron sobre la alfombra una espada sangrienta, y a mi padre tendido
también, con otra espada empuñada, y el pecho atravesado por una herida
mortal. Dicen que fue milagro de la ciencia el que se librase de la
muerte. Jamás se pudo averiguar quién, ni por qué le había herido. Mi
padre se limitó siempre a decir que no buscasen al culpado, que la
herida había sido en buena lid. Raro duelo, en verdad, sin padrinos, sin
testigos, sin nadie que haya sabido jamás de él sino aquel doloroso
resultado.
--Todo esto me hace presumir--dijo doña Manolita--que eres hija de una
gran señora.
--No sé--contestó doña Luz--. Legalmente soy hija de Antonia Gutiérrez,
libre cuando se unió con mi padre. Más vale esto que deber la vida a un
adulterio. ¡Ah! mejor es que mi padre no me haya revelado nada. ¿Cómo
había de haber manchado mi mente limpia, a los quince años, con
impurezas y delitos? Harto perturbada estaba ya mi mente con la
vergonzosa catástrofe de Madrid antes de refugiarnos en este lugar. Hubo
que vender los muebles que allí teníamos para acabar de pagar a los
usureros y acreedores. Mi padre se vino aquí humillado y melancólico, y
a poco murió. ¿Con quién querías que hubiese vuelto yo a Madrid? ¿Qué
papel iba a hacer en Madrid la marquesita arruinada y bastarda? Lo mejor
que pude hacer es lo que he hecho, quedarme aquí para siempre.
De este modo confió doña Luz todos sus secretos a la hija del médico.
La amistad de ambas jóvenes se estrechó desde entonces, y en adelante
todo se lo confiaron.
El casamiento de doña Manolita se hizo por la posta. Un mes después de
haber dado parte a su amiga estaba ya casada.
Su pronóstico de que su casamiento no enfriaría la amistad con doña Luz
se cumplió a la letra. Doña Manolita era gran profetisa.
También se cumplió cuanto con relación a Pepe Güeto había ella
pronosticado. Ni hubo vara de mimbre, ni ella entró más en costura que
cuando estaba soltera; pero en cambio, Pepe Güeto se reía como un loco,
sobre todo con los chistes de su mujer, que le hacían mucha gracia, y
con sus risas que tenían para él mucho de agradablemente contagioso.
Para doña Luz pasaron entre tanto los meses, sin otra novedad que el
cambio alternado y regular de las estaciones. Pasó la primavera, pasó el
verano, y llegó el mes de Octubre, estación de la vendimia.
Algo muy importante tendría que decir D. Acisclo a doña Luz, cuando una
mañana, estando ya vendimiando, entró a verla y a hablarla no menos
matinalmente que doña Manolita había entrado meses antes.
El correo llegaba a Villafría a altas horas de la noche y se repartía al
amanecer.
Don Acisclo traía una carta ya abierta en la mano, y la agitaba con
vivas muestras de satisfacción y de júbilo.


-VII-
El Padre Enrique

--¿Qué hay? ¿Qué dice esa carta? ¿Qué grata novedad contiene? D.
Acisclo, ¿le ha caído a V. la lotería?--preguntó doña Luz.
--Mejor que eso, hija, mejor que eso--contestó el interrogado--. Lee tú
misma y entérate--y entregó la carta a doña Luz.
Esta, antes de leer, conoció la letra y vio la firma que decía:
«Enrique». Era de un sobrino, hijo de una hermana que D. Acisclo había
tenido, el cual sobrino era fraile dominico, residente en Filipinas.
Casi todos los que se hacen ricos niegan el acaso, la fortuna, el hado o
la suerte: éstos les parecen vanos nombres, detrás de los cuales
procuran ocultarse la pereza, el despilfarro, el desorden y la tontería.
De aquí que se tengan por las personas más prudentes, más razonables,
más ingeniosas y más sabias de la tierra. Y puede que les sobre razón.
Yo no lo niego ni lo afirmo. Digo sólo que D. Acisclo era así. Estaba
muy contento de sí propio e imaginaba que no había merecimiento mayor
que el suyo. Toda otra gloria se le antojaba inferior y de menos
quilates. Sin embargo, una gloria con algo de sobrenatural y de
ultramundano, si no en los medios en el fin, y adquirida por individuo
de su familia, no parecía a D. Acisclo de corto valer tampoco; y tal era
la gloria de su sobrino el P. Enrique; gloria que en cierto modo se
reflejaba en él y en toda la parentela. Era, casi a par de los dineros
adquiridos, timbre de nobleza para su casa.
Don Acisclo idolatraba, pues, al P. Enrique, y hablaba de él con
complaciente jactancia, diciendo:
--Aquí servimos para todo; lo mismo para un fregado que para un barrido;
yo quise ser millonario y lo soy; a Enrique le dio por la santidad y aún
le hemos de ver en los altares--. Para demostrarlo y hacer probable el
cumplimiento de su vaticinio, D. Acisclo refería a menudo las andanzas
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