Doña Luz - 12

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años; pero en su Luz, a quien se le revelase de repente que tenía madre
en Madrid, ¿qué cariño súbito, qué ternura podía esperar? Esto, al
menos, pensaba la señora Condesa. Y sobre todo, por lo mismo que amaba a
su hija, tenía vergüenza, le causaba sonrojo la idea sólo de presentarse
a ella. El qué dirán, el temor de que la gente se enterase, era también
rémora de su deseo. Por último, la Condesa, a poco de muerto su esposo,
cayó en cama con una grave enfermedad, y apenas tuvo tiempo para tomar
sus disposiciones y cumplir lo prometido. Después vivió algunas semanas,
pero trastornada, sin pleno conocimiento ni memoria de las cosas y de
las personas. Luego murió.
Doña Luz dio muestras de verdadero dolor y de emoción profunda. Don
Gregorio permaneció algunos minutos en silencio religioso, y respetando
aquel tributo de pena dado por una hija a la memoria de una mujer, a la
cual (si bien no la había conocido) debía la vida.
Después dijo D. Gregorio, tomando ya la entonación fría del hombre de
negocios:
--Señora Marquesa, yo soy albacea de la difunta y fideicomisario con
expreso fideicomiso en favor de usted. Todo está ya en regla, porque yo
no me duermo. Todo se va ordenando del modo más a propósito para que se
hable, se comente y se murmure lo menos posible. Las mandas están
repartidas; mi mujer ha tomado una linda suma: los parientes del Marqués
han recibido joyas, dinero y fincas. Queda aún por entregar lo mejor de
la herencia. Tengo en mi poder los papeles y documentos que acreditarán
a V. como propietaria de los fondos públicos que tenía la Condesa en
diferentes casas de banco de París, Londres y Francfort. Todo ello
importa no recuerdo cuánto en valor nominal, pero en efectivo asciende a
la friolera de diez y siete millones de reales vellón y un piquillo.
Cuando la señora Marquesa guste, le haré la entrega y se enterará de
todo por menudo.
--Señor D. Gregorio, ya V. sabrá que estoy casada. Aguardaremos a que
venga mi marido para aceptar la herencia. Él se entregará de todo como
dueño y señor. Dentro de tres o cuatro días vendrá de Madrid. Entre
tanto, esta casa es bastante grande para que V. se hospede en ella.
El Sr. D. Gregorio Salinas aceptó la invitación, juzgándose muy honrado,
y trasladó a un cuarto, que le prepararon en el caserón de doña Luz, la
maleta que había dejado en la detestable posada del lugar.
Doña Luz, en tanto, aunque triste por la muerte de su madre y por la
historia melancólica que había oído contar, cedía a la flaca condición
humana, y se alegraba de verse tan rica. Y lo que más la complacía era
pensar en todos aquellos millones como en un espléndido presente, poco
menos que llovido del cielo, que ella iba a hacer a su D. Jaime, cual
merecido premio del amor desinteresadísimo con que él le había dado su
mano y su nombre.


-XX-
La carta misteriosa

La llegada de un forastero, con especialidad si el forastero gasta
levita y _colmena_, esto es, sombrero de copa alta, es siempre un
acontecimiento extraordinario en todo lugar de tierra adentro en
Andalucía. La curiosidad se excita vivamente, y no hay nadie que no
pregunte: «¿A qué habrá venido por aquí este señor?».
Esto preguntaban los _villafrianos_ o _villafriescos_ apenas vieron a D.
Gregorio. Y la curiosidad se decupló, o poco menos, cuando se supo que
el tal don Gregorio había ido a albergarse en casa de doña Luz.
A más de la curiosidad, siempre se despiertan en las poblaciones
pequeñas otros sentimientos más nobles con la llegada de cualquier
forastero: el de la sociabilidad y el de la cortesía.
Los señores del pueblo se apresuran a visitar al forastero y a ponerse a
sus órdenes; y así lo hicieron con D. Gregorio los principales magnates
o próceres de Villafría.
Claro está que la visita, aunque por cortesía se haga, no es menester
que se encierre dentro de los límites de la mera cortesía. _Lo cortés no
quita lo valiente_; y, por lo tanto, se dirigen al recién venido cuantas
preguntas importan para indagar quién es, a qué viene y qué se propone.
En cambio, se suele informar al forastero, aunque nada pregunte, de
cuanto ocurre en el lugar, exagerando por fachenda la riqueza y
prosperidad de sus habitantes.
De esto último estaban muy curados y escarmentados en Villafría, porque
hacía poco tiempo que habían recibido una durísima lección.
Vino al pueblo cierto forastero, que en el camino trabó conocimiento con
el hijo de uno de los más pudientes hacendados, el cual también venía de
viaje. Este señorito llevó al forastero de visita en casa de su padre,
que era el que más escupía por el colmillo en Villafría en punto a
hablar de onzas de oro, y a ponderar la abundancia y grandeza con que
vivía. A las pocas preguntas del forastero, el hacendado le dijo todo lo
rico que era, triplicando sus facultades. Tenía un alambique que andaba
durante cuatro meses, y le dijo que tenía dos que andaban todo el año, y
con frecuencia de día y de noche. Tenía un molino aceitero con una
prensa hidráulica, y le aseguró que tenía tres con otras tantas prensas.
Había cogido cinco mil arrobas de vino, y le dijo que había cogido doce
mil. Había molido dos mil fanegas de aceituna, y le aseguró que eran
seis mil y pico las que había molido. No queriendo quedarse muy atrás,
los otros hacendados ponderaron también al forastero sus provechos,
cosechas e industrias. El forastero se llegó a persuadir de que estaba
en Jauja, y entonces descubrió que era un inspector del Gobierno, que
venía a ver las ocultaciones de riqueza que había en los pueblos, sobre
todo en lo tocante a subsidio industrial.
El pánico en Villafría fue espantoso. El comisionado dijo que se veía en
la dura necesidad de poner en noticia de la superioridad los tesoros que
allí se ocultaban; y aterrados los mayores contribuyentes, se reunieron
al punto en las Casas Consistoriales, y, llamando al comisionado, le
rogaron que no los perdiese; que eran pobrísimos, y mentira y vanidad
las tres quintas partes de lo que habían confesado poseer. El
comisionado contestó que tal vez habría alguna exageración jactanciosa,
pero que, en verdad, eran más ricos e industriosos que lo que constaba
de una manera oficial, y que él tenía que enterarse bien de todo para
dar su informe, cumpliendo religiosamente con su deber. Los señores
contribuyentes le suplicaron que no se metiese en tales barahúndas, que
se iba a calentar demasiado la cabeza, y nadie se lo había de agradecer;
y, al fin, para acabar de convencerle, echaron entre todos una manga y
le dieron ocho mil realetes, como ayuda de costas y consuelo en los
trabajos de su peregrinación, con lo cual se fue bendito de Dios con la
música o dígase con la estadística a otra parte.
Desde que tuvo lugar esta ocurrencia, la gente de Villafría había
depuesto la jactancia y se complacía en ser humilde. La franqueza y la
sinceridad les parecían asimismo prendas muy necias y que nunca deben
emplearse con los curiosos, comprendiendo toda la práctica sabiduría del
proverbio que dice: _A quien quiere saber, mentiras en él_.
Procedía de aquí la prudente desconfianza y el hábil disimulo con que
los villafriescos hablaban con todo forastero; mas esto no impedía que
procurasen saber de él cuanto había que saber.
No fue necesario mucho ingenio para mover a don Gregorio a que dijese el
objeto de su viaje. Ya no había en esto secreto alguno, y D. Gregorio lo
dijo todo.
El pasmo y la estupefacción se extendieron al instante por todos los
ámbitos de Villafría, con la nueva de que doña Luz era millonaria:
heredera de una fortuna enorme.
Para D. Acisclo fue la sorpresa no inferior a la de todos su
compatricios.
Nada distaba más de su mente que la herencia de doña Luz; pero D.
Acisclo sabía y aguardaba la venida de D. Gregorio, aunque ignorando a
qué venía.
Poco antes de morir el Marqués, teniendo aún a la cabecera de la cama al
cura D. Miguel, con quien acababa de confesarse, había hecho venir a su
presencia al bueno de don Acisclo; y a solas con él y con el cura,
exigió de D. Acisclo, bajo juramento de guardar el más profundo secreto,
que cumpliría a su tiempo una comisión que iba a darle.
Don Acisclo prometió y juró ser muy sigiloso, y el Marqués dijo al cura
que abriese un cajón de su bufete, donde encontraría una carta cerrada y
sellada, que decía en el sobrescrito: _A mi hija Luz_.
El cura encontró luego la carta, y entonces, exigiendo también del cura
que no hablase de aquella carta con nadie, considerándola como secreto
de confesión, el Marqués le recomendó que la custodiase y no la
entregase sino a D. Acisclo, el cual no había de pedírsela hasta que
viniese a Villafría un señor llamado D. Gregorio Salinas, o hasta que
pasasen dos meses de la muerte de una señora que vivía en Madrid,
llamada la Condesa de Fajalauza. Para esto, D. Acisclo debía tener con
cautela y discreción a algún sujeto en Madrid encargado de avisarle
cuando muriese la Condesa, y no bien cumplida cualquiera de las dos
condiciones, D. Acisclo había de tomar la carta y llevársela a doña Luz.
Caso del fallecimiento del cura, la carta debía pasar a poder de D.
Acisclo, y caso de fallecer éste, él mismo debía designar a persona que
le sustituyera en el encargo de entregar la carta misteriosa.
Don Acisclo tenía, aunque envuelta en el debido respeto, tan mala
opinión del juicio de su pobre y arruinado amo, que, a pesar de toda la
solemnidad de lo que le encargaba, no quiso darle importancia alguna, y
lo que menos le pasó por la cabeza fue que aquella carta pudiese tener
relación con algo que se pareciese a dinero. Don Acisclo dio por
evidente que tal carta sería una nueva tontería del Marqués.
Sin embargo, según queda dicho ya varias veces, don Acisclo era un varón
recto y temeroso de Dios; jamás faltaba a la probidad ni a la justicia,
tratando de conciliarlas con su medro; y cumplía fielmente los encargos
cuando el cumplirlos costaba poco o nada.
Así fue que guardó el secreto de la carta durante años y años, y tuvo
siempre encomendado a un amigo de Madrid que le notificase la muerte de
la Condesa.
Ya hacía más de dos semanas que D. Acisclo había recibido noticia de
dicha muerte, y estaba aguardando el término de los dos meses o la
venida de don Gregorio.
Esta, como hemos visto, ocurrió mucho antes de que dicho término se
cumpliera.
Don Acisclo fue, pues, a pedir la carta al cura don Miguel, quien se la
entregó sin dificultad, visto que las condiciones se habían cumplido.
Don Acisclo, sabedor ya de los muchos millones que heredaba doña Luz, y
comprendiendo a las claras que la carta había de tener relación con los
tales millones, lejos de despreciarla, la consideró como importantísima
y trascendente, y se apresuró a llevarla a la persona a quien iba
dirigida.
Mientras la carta permaneció cerrada en manos ya de D. Acisclo, y sin
llegar a las de doña Luz, aunque transcurrió poquísimo tiempo, D.
Acisclo le tuvo de sobra para cavilar y forjar una risueña hipótesis
acerca de su contenido.
El Marqués, aunque al morir dejaba a su hija muy niña aún, no lo
bastante para que no conociese su soberbia, y como también conocía que
la dejaba pobrísima, había de haber presumido que su hija se quedaría
soltera. ¿Cómo, pues, iba doña Luz a manejarse con tantos millones, sin
tener a su lado a un hombre entendido y de toda confianza? ¿Y quién, en
la mente del Marqués, podía ser este hombre sino el propio D. Acisclo,
que con tanta habilidad y lealtad había administrado sus bienes? D.
Acisclo tuvo, pues, por cierto que el contenido de la carta era
recomendar a doña Luz con el mayor encarecimiento que hiciese de él su
nuevo administrador.
Ya sabía D. Acisclo, por boca de D. Gregorio, que los millones de doña
Luz estaban en fondos públicos extranjeros, y que ganaban a lo más un
seis o un siete por ciento anual. Esto le tenía indignado. Como buen
español y buen católico, se dolía de que explotasen aquel hermoso
capital, pagando tan mezquinos réditos, gentes de _extranjis_, herejes o
judíos de seguro. ¿Cuánto mejor empleado no estaría aquel dinero en
España, y sobre todo en Villafría y los pueblos cercanos? Era
indispensable traer a España aquel dinero. Don Acisclo, con arreglo a
sus doctrinas de hacer ganar a su amo ganando él, trazaba ya el plan
económico para el manejo de los millones. En vez del seis o del siete,
haría ganar a doña Luz el nueve o el diez por ciento sobre el capital;
tres por ciento de ventaja; pero, como él hallaría modo de colocar el
dinero al doce y hasta al quince, sobre buenas hipotecas o con escritura
de depósito o con otros medios conminatorios para la seguridad, por
aquello de que _el miedo guarda la viña_, D. Acisclo se veía ya
convertido en algo como director de un banco hipotecario, de un
artilugio ingenioso, de una bomba absorbente, para quedarse con todas
las tierras y ochavos de la provincia, haciendo ganar a doña Luz
muchísimo más de lo que su capital antes ganaba.
Don Jaime era desprendido, se ocupaba en cosas de ambición y de política
y no en negocios de dinero; el dinero le importaba poco, pues se había
casado con doña Luz siendo ella pobre; y sin duda encontraría muy
razonable que D. Acisclo administrase los millones e hiciese con ellos
la felicidad de Villafría, fomentando su industria y su agricultura.
Revolviendo en su mente estos alegres pensamientos, llegó D. Acisclo a
casa de doña Luz, entró en su cuarto y acertó a encontrarla sola como
deseaba.
Después de felicitar a doña Luz porque Dios había mejorado sus horas de
modo tan estupendo e imprevisto, refirió el encargo que tenía y las
circunstancias y solemnidades que hubo cuando se le hicieron.
--Venga esa carta de mi padre--dijo doña Luz con visible emoción.
Don Acisclo entregó la carta.
Ella rompió el sello, la sacó del sobre, y sin decir una palabra más se
puso a leer.
No iría mediada aún la lectura, cuando doña Luz, que comenzó a leer
sentada, se puso de pie manifestando intranquilidad.
Don Acisclo, que lo observaba todo, receló algo malo al ver aquello, y
dijo para sí:
«¡Diantre! Este marqués tenía el don de errar. ¿Si se habrá compuesto de
suerte que todo lo de la herencia venga a deshacerse como la sal en el
agua? ¿Si encargará a su hija que traspase los millones a otro sujeto?».
Mientras que D. Acisclo cavilaba, doña Luz, suspendida por un instante
la lectura, cavilaba también.
Una sonrisa arqueó suavemente los labios de doña Luz. Era el resultado
de sus cavilaciones. Don Acisclo lo tuvo por buen agüero.
Después doña Luz siguió leyendo la carta.
La sonrisa se fue acentuando cada vez más. Al cabo vino a convertirse en
risa algo burlona.
«Es curioso--pensó don Acisclo--. ¿Con qué chistes se descolgará ahora
su papá, a los doce o trece años de muerto, para que ella se ría tan
fuera de sazón?».
En esto, doña Luz acabó de leer la carta. Volvió a cavilar en silencio,
que D. Acisclo no se atrevió a interrumpir, y volvió a reírse un si es
no es descompuestamente.
Como doña Luz era la compostura personificada, D. Acisclo se aturdió con
tan insólita risa.
Hubo un instante en que cruzó por el pensamiento de D. Acisclo que doña
Luz se reía sin duda de que su padre le recomendase que le tomara a él
por administrador. Don Acisclo se enojó y se enfurruñó un poco.
Doña Luz, sin embargo, en vez de enmendarse, siguió riendo, y terminó
por prorrumpir en sonoras carcajadas.
--¿Qué pasa? ¿Qué hay de tan gracioso para reír así?--dijo D. Acisclo.
Doña Luz no contestó, y rió con más violencia.
Su risa vino a tener muy alarmantes condiciones. Se conocía que era ya
independiente de su voluntad: nerviosa, insana.
Ella se había guardado la carta en el seno.
Lo que pensaba, lo que infería de la carta era lo que la hacía reír.
Por último, D. Acisclo, viendo que la risa continuaba, empezó a
asustarse.
El rostro de doña Luz se trastornó. Un paroxismo histérico bien marcado
se apoderó de ella.
Los sollozos se mezclaron pronto con la risa, y por último, doña Luz
cayó al suelo como desplomada, y allí se agitó en fuertes convulsiones.
Don Acisclo tocó entonces la campanilla, llamó a voces a la gente de
casa, y acudieron D. Gregorio, Juana, Tomás y otros criados.
Todos se aterraron.
Las convulsiones seguían.
Juana mandó llamar al médico D. Anselmo.
Este, con los recursos de su arte, y obrando también la naturaleza,
logró volver la calma a doña Luz, la cual quedó muy postrada.
Don Acisclo y todos los allí presentes se quedaron con el deseo de
averiguar la causa moral, como sin duda la hubo, de aquel ataque
repentino, tan ajeno a la robustez y condición sana de la marquesa de
Villafría.
Doña Manolita vino a ver a la enferma, y doña Luz tampoco le confió
nada.


Conclusión
Habían pasado cuatro meses desde que ocurrió el ya referido ataque.

En este tiempo habían sucedido cosas singularísimas, que nadie acertaba
a explicar en Villafría.
Al día siguiente del ataque había llegado D. Jaime, a quien llamaremos
el Marqués, pues ya lo era.
El Marqués aceptó y recogió la magnífica herencia de doña Luz.
Don Gregorio se volvió a Madrid en seguida.
Todo esto era naturalísimo. Lo que no lo era, porque venía a contrariar
planes anteriores, conocidos ya de todos, era que el Marqués, en vez de
llevarse a doña Luz a la corte, se volvió solo a los cuatro días de
estar en el lugar, y se dejó en él a doña Luz, bastante delicada e
indispuesta.
Los que vieron partir al Marqués aseguraban que llevaba el rostro muy
fosco, y que parecía estar de un humor de todos los diablos.
Doña Luz, desde la partida del Marqués, había estado encerrada siempre.
Ni para ir a misa salía a la calle. Estaba enferma o pretextaba estarlo.
Así se pasaron, según queda dicho, cuatro largos meses.
No había ya tertulia.
Doña Luz sólo recibía a D. Anselmo, a quien ni como a médico consultaba
cosa alguna, y a doña Manolita, con quien esquivaba toda conversación
sobre su marido, sobre su herencia y sobre la repentina enfermedad que
ella había padecido.
La índole de doña Luz parecía muy cambiada.
Andaba siempre melancólica y taciturna.
Doña Manolita notaba, cuando iba a verla, que tenía los ojos fatigados y
rojos de llorar. A veces, doña Luz no podía reprimir el llanto, y en
presencia de doña Manolita lloraba.
Durante algún tiempo, la tristeza de doña Luz había sido sombría,
reconcentrada y feroz. Su amiga íntima no se había atrevido a
preguntarle la menor cosa ni a quejarse de su silencio.
En los días, no obstante, a que hemos traído nuestra narración, la
tristeza de doña Luz se modificó visiblemente. Se hizo más tierna y más
expansiva.
Doña Luz no se limitaba a recibir a su amiga cuando ésta iba a verla,
sino que a menudo la mandaba llamar.
Lloraba, suspiraba más, pero estaba menos sombría. A veces cruzaba una
dulce sonrisa por entre sus lágrimas, como rayo de sol entre nubes.
Una mañana, por último, doña Luz escribió a doña Manolita el siguiente
billete:
«Querida amiga mía: No puedo callar más tiempo. Mi infortunio me ahoga,
me mata, y quiero vivir. Soy muy desgraciada y hay una esperanza que me
sonríe. Necesito conservar la vida. Temo que este oculto dolor me
asesine. Es menester que te le confiese; que me desahogue contigo; que
tu compasión y tu amistad me salven. Ven a verme al punto. Te quiere tu
Luz».
No hay que decir que doña Manolita estuvo a los pocos minutos en el
cuarto de doña Luz, la cual se echó en sus brazos, llorando con mucha
ternura y besándola y llamándola su único consuelo.
--Todo lo vas a saber--le dijo--. Me moriría si no me consolase
diciéndotelo. Tú eres buena y sigilosa. ¿Prometes callarte?
--Lo prometo--contestó la hija del médico.
--Ni a Pepe Güeto, ¿entiendes? Ni a Pepe Güeto dirás nada.
--No diré nada ni a Pepe Güeto.
--Pues bien--exclamó doña Luz en voz muy baja, pero con extraordinaria
vehemencia--, la causa de mi mal es que he descubierto, a los quince
días de casada, que el hombre que yo imaginé tan noble, tan generoso,
tan enamorado de mí, tan digno en todos conceptos de que yo le amara, y
a quien di mi corazón y mi mano, y a quien entregué mi ser y mi vida, es
un miserable sin alma.
--¿Estás loca, Luz? ¿Qué motivos tienes para decir palabras tan
espantosas?
--¿Qué motivos tengo? Mi padre, sin querer, me lo ha revelado todo en la
carta que me entregó D. Acisclo. ¡Fue notable exceso de precaución!
Y doña Luz empezó a reír con la risa nerviosa que tuvo cuando el ataque.
--Vamos, cálmate, vida mía. Cálmate y habla con reposo--dijo doña
Manolita.
Doña Luz logró tranquilizarse y continuó hablando:
--Por temor de que, en el caso de que la condesa de Fajalauza me dejase
por heredera, D. Gregorio no cumpliese bien su comisión, mi padre, que
toda su vida fue descuidadísimo, quiso en esta sola ocasión pecar de
cuidadoso. Mi padre confió, quizá también por vanidad, toda la historia
de sus amores a un antiguo amigo suyo, le entregó papeles que podían
obligar y comprometer a D. Gregorio, si éste no se conducía bien como
fideicomisario, y le encargó que lo callase y reservase todo como no
fuera menester descubrirlo en su día. Para el caso de que muriese este
amigo de mi padre antes de la muerte de la Condesa, tuvo autorización
dicho amigo de confiar a su hijo el secreto y de transmitirle la
comisión. Dicho amigo se llamaba D. Diego Pimentel. Su hijo es mi marido
D. Jaime. Muchos años hacía que él sabía que yo podía ser poderosa, pero
no le bastó conocer la posibilidad. Necesitó de la certidumbre para
enamorarse de mí. Sin la certidumbre, jamás le hubiera yo dado
_flechazo_. ¿Te acuerdas cuando tú me decías que le había yo dado
_flechazo_? Ya sabes cuál fue la flecha de oro de que se valió amor para
hacer tamaño prodigio. Don Jaime no tuvo necesidad de verme para
sentirse atravesado de la flecha. Ya la traía en el corazón cuando vino
de Madrid, con pretexto de visitar a sus electores. Ya sabía él la
muerte del Conde y que la Condesa estaba moribunda. Mientras vivía el
Conde, mientras la condesa pudo morir antes de que el Conde muriese, se
guardó bien don Jaime de enamorarse de mí. Mira, pues, en lo que viene a
parar todo el poema de amor que yo había compuesto. El amor
desinteresadísimo que en don Jaime me enamoró, fue un cálculo seguro de
alzarse sin trabajo con diez y siete millones. Don Jaime calculó bien, y
no quiso aventurar nada. Me ha engañado vilmente, porque tampoco creyó
tan precavido a mi padre para que me hubiese escrito la carta que me
entregó D. Acisclo. Don Jaime presumía ¿qué digo presumía? juzgaba tener
seguridad de que yo no sabría jamás que él estaba en el secreto de mi
herencia. Ahora mi amor se ha convertido en odio y en desprecio. Y no le
desprecio y le odio a él sólo, sino también al amor liviano que logró
inspirarme. ¿Por qué me enamoré de él? ¿Por qué cedí tan pronto? Por
vanidad de creerme amada; por ligereza; por deslumbrarme como una
rústica lugareña de sus cortesanas elegancias. Apenas vale el amor que
le tuve un quilate más que el amor que él fingía tenerme. No; no se
fundó mi amor en la estimación de las prendas de su alma que yo
desconocía, sino en vana soberbia satisfecha, y en ciegos instintos, en
groseros estímulos acaso, al verle gallardo y bello de cuerpo. Me
avergüenzo de haber sido suya, y de la inclinación que me llevó a ser
suya. La estancia en que le recibí en mis brazos, después de las
bendiciones nupciales, me causa ahora rubor, como al afrentado le causa
rubor el sitio en que sufrió la afrenta. La explicación que tuve con él,
cuando él volvió de Madrid y yo le rechacé al ir él a abrazarme, fue
horrible... horrible.... Sus infames disculpas, sus burlas cínicas
cuando le arranqué la máscara, el desdén con que me dijo que yo no sabía
vivir y que me había forjado del mundo una idea fantástica, y la
insolencia con que acabó por calificarme de loca y de insensata, me han
afirmado en mi decidido propósito de una eterna separación. Al morir a
manos del desengaño este amor efímero, al convertirse en hiel esta
liviandad legalizada y consagrada que me echó en brazos de D. Jaime, ha
revivido en mí otro amor espiritual y con objeto digno; otro amor, de
que yo neciamente me sonrojaba; otro amor que he querido ahogar, que he
querido ocultarme a mí propia, y que ahora reaparece inmaculado y puro,
aunque sin esperanza en esta vida. Por esto he deseado la muerte. ¡Qué
diferencia, Manuela! Aquél... ¿no lo sabes?... aquél murió de amor por
mí. Para éste soy un juguete, medio de poseer una fortuna. Este no
comprende siquiera el amor. Le escarnece. Me ha llamado necia y
disparatada porque me pesaba de que no me amase de amor cuando se casó
conmigo; porque le dije que ha profanado y envilecido mi amor
haciéndomele sentir sin él sentirle. ¿Te parece todo esto pequeño motivo
para mi desesperación?
Doña Manolita estaba atolondrada, llena de dolor al ver tan infeliz a su
amiga, pero sin saber qué decirle.
Doña Manolita suspiraba, acariciaba a doña Luz, la miraba compasiva, la
escuchaba muy atenta, y se callaba.
Por último, se le ocurrió decir:
--Pero ¿qué desesperación es la tuya? ¿No ponías en tu billete que
deseabas la vida? ¿No me hablabas de una esperanza?
--Sí: la tengo--contestó doña Luz--. Por ella, sólo por ella no me he
muerto.
Y asiendo doña Luz ambas manos de doña Manolita, las puso sobre su
regazo, reteniéndolas allí por algunos instantes.
--¿Lo has sentido? ¿Lo has sentido?--exclamó entonces doña Luz--. Salta
en mi seno. Vive en mis entrañas. Yo viviré por él y para él. No quiero
creer que una material impresión haya dejado aquí la imagen del hombre
que desprecio. Mi espíritu concibe este ser. Mi pensamiento y mi
voluntad, durante largos meses, le han prestado y le prestarán forma, y
le han dado y le darán alma semejante a la de aquel que me la dio toda.
En los besos que estampé en su noble rostro, cuando moría, hubo más
verdadero amor que en todos los abrazos que al otro prodigué alucinada.
De esta suerte, doña Luz hizo a su amiga sus más íntimas confidencias.
Hasta hoy, doña Luz cumple su propósito.
No ha vuelto, y bien se puede afirmar que no volverá nunca, a reunirse
con D. Jaime.
Doña Luz sigue viviendo en Villafría, muy retirada de todo trato y
conversación.
Mientras su marido brilla sobremanera en la corte, ella cuida de un hijo
muy hermoso y muy inteligente que Dios le ha dado, y cuyo nombre de pila
es Enrique.


FIN
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