Doña Luz - 07

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Don Jaime, entre tanto, no sólo no venía, sino que apenas sí se dignaba
escribir, salvo a D. Acisclo, y esto de tarde en tarde y por estilo
lacónico y seco.
Pero fuese como fuese, el lance estaba ya empeñado; para D. Acisclo era
cuestión de amor propio; y aunque D. Jaime hubiera sido el mismo diablo,
D. Acisclo hubiera echado el resto por sacarle triunfante.
En suma, para no cansar más a mis lectores, acabaré por decir que don
Acisclo recogió al fin el premio de sus fatigas.
Las elecciones llegaron, y D. Acisclo venció en las elecciones. Don
Jaime Pimentel salió diputado por una gran mayoría.
Algunos quieren dar a entender que D. Acisclo hizo mil tramoyas y
falsedades; pero nada se pudo probar, y por consiguiente no debemos
creerlo.
Don Jaime Pimentel, sin abandonar la corte, sin escribir apenas carta
alguna, con el mayor sosiego, tuvo el gusto de recibir su acta, casi
limpia, pues sólo llevaba dos protestas insignificantes y mal fundadas.
El júbilo de D. Acisclo fue grande después de la victoria. ¡Qué lauro el
suyo! ¡Qué muestra de poder la que acababa de dar! Con un candidato
invisible, descuidado, flojo; con un enemigo tan fuerte, tan único, tan
modelo y tan fénix entre los representantes del pueblo, había logrado
vencer, y vencer por una gran mayoría. Después de admirarse de su propia
capacidad para la política, sólo se reconocía deudor a D. Juan Fresco y
a la copiosa turba de bermejinos que le siguieron en el día de la
elección como a caudillo respetado.
Durante todo este largo período electoral, las relaciones amistosas de
doña Luz y del P. Enrique se fueron estrechando más cada día. Hasta doña
Manolita, dejándose llevar del entusiasmo de su marido, o bien
compartiéndole, no había pensado más que en las elecciones.
Doña Luz y el padre eran sin duda las dos únicas personas de cierta
posición en todo el distrito, que no habían pensado en éste ni en el
otro candidato, y que no se habían afanado por el triunfo de cualquiera
de ellos.
En medio de aquella agitación política, habían hallado retraimiento
dulcísimo en la misma casa de quien la promovía; y allí eran las
pláticas suaves y encumbradas, y las conversaciones amenas, en que
siempre aprendía algo doña Luz, en que siempre hallaba nuevas
excelencias en el entendimiento y en el corazón del padre, y en que el
padre, a su vez, no dejaba nunca de pasmarse del despejo, de la agudeza,
de la notable discreción, de la fantasía poética y de la sensibilidad
exquisita de su bella interlocutora.
Don Anselmo había terciado en los debates, aunque ya no tanto, por
haberle tenido también D. Acisclo muy interesado en las elecciones. Y el
cura don Miguel había seguido yendo con constancia a la tertulia, si
bien los diálogos sabios del Padre y de doña Luz le magnetizaban y
embelesaban de tal suerte, que a los pocos minutos de empezar a oírlos,
solía quedarse profundamente dormido, acompañándolos y animándolos a
veces con una música de ronquidos interminables y sonoros.
Resultaba de todo ello que la única persona, que era en verdad constante
e inteligente testigo del mutuo afecto y de los íntimos coloquios de
doña Luz y del Padre, era doña Manolita. Yo no quiero hacer a ésta, ni a
ninguno de mis héroes, mejor de lo que son o de lo que fueron. Doña
Manolita no era una paloma sin hiel; y no porque odiase a alguien, sino
porque no dejaba de tener malicia. Más bien se podía tildar a doña
Manolita de tenerla. Más bien se la podía acusar de que, sin envidia ni
encono, y sólo por amor al arte, gustaba algo de la murmuración, y
seguía demasiado, como regla para sus juicios, aquella terrible
sentencia de _piensa mal y acertarás_. Sin embargo, merced a la
veneración cariñosa que doña Luz le infundía, ella interpretaba siempre
por el lado más benévolo todos sus actos y discursos. Por esto, aunque a
la perspicacia de doña Manolita no pudo ocultarse largo tiempo aquella
inclinación irresistible de dos almas, doña Manolita no dejó nunca de
hacer justicia a doña Luz, y reconoció y declaró, allá en el fondo de su
pecho, que en el de su amiga no había la más leve intención de perturbar
el ánimo del Padre ni de atraerle con coqueterías culpadas.
El respeto y el cariño de la hija del médico al P. Enrique eran grandes
también; pero no tanto que le impidiesen por completo todo fallo algo
contrario sobre su conducta. Doña Manolita, pues, sin pensar que doña
Luz hubiese dado para ello ni ocasión ni motivo, empezó a sospechar que
el Padre, más o menos confusa y vagamente, estaba enamorado. Por respeto
a su amiga, y porque en los lugares no anda la gente con sutilezas
etéreas o pasadas por alambique, y porque con decir ella algo hubiera
dado pie para que se añadiese mucho, doña Manolita ni a su padre confió
el resultado de sus observaciones. Sólo le confió a Pepe Güeto, a quien
nada ocultaba; pero exigiéndole el más profundo sigilo.
La gravedad de doña Luz y del Padre cortaba los vuelos a todas las
audacias de doña Manolita, quien jamás se propasó a dirigir al Padre, ni
en broma y con rodeos y perífrasis, la indirecta más oscura sobre la
pasión que en él imaginaba. Doña Manolita siguió, no obstante,
observando. Pepe Güeto observó también. Ambos esposos se comunicaban
luego lo que habían observado. De esta suerte venían los dos a
corroborarse en la idea de que el Padre, quizá sin saberlo, amaba a doña
Luz por estilo místico y sutil, y que doña Luz se dejaba adorar sin
presumir ningún término disgustoso, sin reflexionar en toda la
trascendencia que aquella adoración podría tener, y sin ver en ella más
que una amistad tierna, sencilla e impecable, como la que ella profesaba
al convaleciente y poético misionero.
Ocurrió en esto un suceso que no se esperaba ya. De pronto, y cuando D.
Acisclo se había resignado a que su diputado fuese invisible para el
distrito, éste le escribió anunciándole que inmediatamente venía a
visitarle. El primer pueblo en que se presentaría había de ser
Villafría, desde donde, a caballo, y con la pompa correspondiente, había
de pasar a recorrer y visitar los otros pueblos.
Don Acisclo se alegró mucho de esta venida, que iba a darle la mayor
importancia; pero tuvo que afanarse para disponer bien las cosas, a fin
de hacer a D. Jaime Pimentel una brillante recepción. Para hospedarle
con decoro y hasta con lujo, acudió a doña Luz pidiéndole las mejores
habitaciones de su casa solariega, no ocupadas por su sobrino; y para
ofrecer a D. Jaime un buen caballo en que montar e ir de pueblo en
pueblo, acudió asimismo a doña Luz, pidiéndole prestado su hermoso
caballo negro. Doña Luz tuvo que acceder a todo.
La víspera del día en que debía llegar D. Jaime, todos estaban
alborotados en el lugar con la gran fiesta de la recepción que iba a
haber. Hasta doña Manolita estaba más alegre que lo de costumbre y muy
parlanchina. En la tertulia diaria sólo asistían ella, doña Luz y el
Padre, porque los demás andaban aún ocupados en los preparativos de la
fiesta, o descansando del ajetreo de aquel día.
Entonces tuvo doña Manolita una ocurrencia algo maliciosa, y que, en su
sentir, había de darle mucha luz en sus investigaciones. ¿Por qué no
había de embromar a doña Luz, pronosticando que D. Jaime, de quien la
fama decía maravillosos encomios, y que era libre y soltero, iba a
enamorarse de ella, apenas la viese, con el gustoso asombro de hallar en
una villa pequeña tan completo dechado de elegancia, distinción y
hermosura? ¿Por qué, al embromar así a doña Luz, con algo que la
halagaría, no había de dar solapadamente una broma bastante pesada al
Padre, cuyo amor, enmarañado y turbio en el centro de la conciencia, se
vendría a aclarar con el reactivo de los celos? Doña Manolita, al dar la
broma, miraría al Padre, a ver si se inmutaba o si permanecía impasible,
en apariencia al menos.
Como lo pensó, lo hizo. Doña Manolita dijo a doña Luz que D. Jaime iba a
prendarse de ella, apenas la viese; que D. Jaime no podía sospechar que,
en un lugar tan arrinconado como Villafría, estuviese oculto tanto
tesoro; y que, a su ver, era evidente el amor futuro de D. Jaime.
--¿Qué forastero--prosiguió--, no se ha enamorado de ti, de cuantos han
venido a Villafría, jóvenes, libres y en estado de merecer? Prepara,
pues, el almíbar con que sueles propinar las calabazas, si es que
también piensas dárselas a éste. Pero, ¿quién sabe? El pretendiente, que
ya columbro, no es rústico, ni lugareño, como los que has tenido hasta
ahora. Dicen que es la flor y nata de los elegantes de Madrid, y además
un bizarro militar y un hombre de gran porvenir y de extraordinario
talento. ¿Serás tan fiera que también le desdeñes?
Doña Luz, sin enojarse, antes bien algo lisonjeada, contestó negando la
validez del pronóstico, y asegurando, con modestia un poco fingida, que
don Jaime, acostumbrado a ver en la corte tantas bellas mujeres, no
repararía en ella ni le haría caso.
--Además--dijo doña Luz--, no haya miedo de que me pretenda ese
caballero. Yo no soy lo que se llama un buen partido. Para él se
necesita una rica heredera, que dé alas a su ambición, y no una señorita
pobre que le encadene y le sirva de rémora y estorbo. Créeme, Manuela;
ya te lo he dicho mil veces: yo no me casaré nunca... ni quiero casarme.
No hablemos de esas tonterías, ni en broma.
Doña Manolita, durante estas frases que entre su amiga y ella se
cruzaban, miró de soslayo al Padre y creyó ver que se había puesto más
pálido que de costumbre. Por lo demás el Padre permaneció silencioso, y
no dio su parecer ni sobre el enamoramiento posible de D. Jaime, ni
sobre el constante propósito de doña Luz de permanecer soltera.
A las diez se retiró a su casa, y las dos amigas quedaron solas.
Alentada entonces doña Manolita con lo bien que su primera broma había
sido tolerada, y tal vez agradecida como lisonja, en el fondo del alma
de la hija del marqués, cayó en la tentación de aventurarse a dar otra
broma bastante menos ligera.
Sin reflexionarlo mucho, dijo, pues, de este modo:
--¡Ay! ¡Hija! Me arrepiento de haberte dicho lo de D. Jaime.
--¿Y por qué te arrepientes?--preguntó con sencillez doña Luz--. Yo no
creo probable que ese caballero cortesano se enamore de mí, en tres o
cuatro días que ha de estar por aquí; pero como ni eso es imposible, ni
me ofende el que tú, estimándome en más de lo que merezco, me vaticines
tal triunfo, no tienes para qué arrepentirte, a no ser por el temor de
exaltar demasiado mi amor propio.
--No es ese temor--replicó la hija del médico--, lo que me induce al
arrepentimiento, sino el temor de haber lastimado un corazón sensible,
de haberle hecho una profunda herida.
--No te comprendo--dijo doña Luz--; ¿qué quieres dar a entender? ¿Qué
corazón sensible es ese?
--El del P. Enrique--respondió en mala hora doña Manolita.
Doña Luz se puso roja como la grana. Toda la sangre de su cuerpo se
diría que se le subió a la cabeza. Todo el orgullo de su casta se agolpó
y amontonó en su corazón. No vio más que ridiculez indigna en que la
creyesen objeto de la pasión de un fraile. Ella creía que un fraile la
podía admirar por su talento, estimar por sus virtudes, venerar por su
conducta intachable, y gustar de su trato y conversación, y complacerse
en ser su amigo; pero enamorarse de ella le parecía tan absurdo, tan
contrario a todas las conveniencias y leyes sociales y religiosas, tan
monstruosamente feo y chocante, que no quería, ni podía, ni debía
sospecharlo en persona del juicio, de la circunspección y hasta de la
santidad que en el P. Enrique notaba. Doña Luz miró, pues, como una
malicia villana y ruin el pensamiento de doña Manolita, y como una
insolencia la expresión de dicho pensamiento por medio de la palabra.
--Lo que acabas de proferir--exclamó con la voz balbuciente de cólera--,
es un insulto, es una dura acusación contra el P. Enrique y contra mí.
Ni el padre delira, ni yo le he dado ocasión para que delire. A fin de
que mi limpia fama esté al abrigo de la maledicencia, me he encerrado en
este lugar, me he apartado casi de todo trato humano, he huido de la
juventud, mientras he sido joven; siéndolo todavía, como lo soy, no he
admitido en mi intimidad sino a viejos de sesenta años como tu padre, el
cura y don Acisclo, y nada de esto me ha valido. Porque yo, de cerca de
treinta años, me he abandonado, me he confiado con gusto, lo declaro
francamente, en la amistad honrada de un siervo de Dios, probado en mil
fatigas, quebrantado por ellas, lleno de ciencia y de virtud, no se
concibe esta amistad, no se explica este trato, sino por motivos viles e
impuros. Y no son los rústicos del lugar, no son los que no me conocen,
sino mi mejor amiga la que me sospecha y me injuria.
La pobre doña Manolita se quedó aterrada: se compungió, y al cabo se le
saltaron las lágrimas.
--Pero, mujer--dijo--; no te enojes por amor de Dios. Yo, sin duda, me
he explicado mal. Yo no digo que sea impuro el amor del Padre....
--¿Qué disparates son los tuyos?--interrumpió doña Luz--. ¿Qué extravío
de ideas? ¿Qué necias distinciones pretendes hacer? ¿Cómo cohonestar el
amor de un fraile a una doncella honrada? Tal amor es impuro siempre; es
infame; es sacrílego.
Viendo doña Manolita que no había manera de remediar su torpeza, y
apuradísima de haber irritado tanto a doña Luz, a quien quería de todo
corazón, no pronunció una sola palabra más; pero lloró y sollozó como si
le hubiese sobrevenido la más cruel desgracia.
Entonces doña Luz, que tenía buen fondo, a pesar de su soberbia, sintió
que había estado dura y áspera en demasía, y pidió perdón a doña
Manolita, besándola y poco menos que llorando también.
Las dos amigas vinieron a quedar de resultas mucho más amigas que antes.
Doña Luz se convenció de que doña Manolita no había tenido intención de
deslustrar en lo más mínimo la pureza de sus relaciones amistosas con el
P. Enrique; y doña Manolita hizo por convencerse y hasta se convenció
por el momento de que el P. Enrique, ni siquiera como Dante amó a
Beatriz, como Petrarca amó a Laura, o como don Quijote amó a Dulcinea,
era capaz de amar a doña Luz; porque, siendo él un fraile y ella una
señorita muy bien educada y honestísima, tal amor, por alambicado,
espiritual e incorpóreo que fuese, tenía un no sé qué de indecorosamente
plebeyo y de grotescamente pecaminoso que con la condición de su bella y
soberbia amiga se ajustaba muy mal.
No bien acabadas de hacer las paces, llegó don Acisclo con Pepe Güeto,
quienes no advirtieron las huellas de la pasada tempestad. Cenaron los
cuatro en amistosa compañía, y con buen apetito, y se fueron luego a
dormir.
Al día siguiente se celebró con pompa y estruendo la entrada triunfal de
D. Jaime en Villafría. Cuantos tenían caballo, y no pocos que sólo
tenían mulo o burro, fueron de madrugada a recibirle en la estación, con
D. Acisclo al frente, y a eso de las once volvieron todos con el
diputado, caballero éste en el hermoso caballo negro de doña Luz.
A las puertas del lugar salieron los muchachos y los hombres de a pie a
recibir la lucida cabalgata, y todos entraron por aquellas calles al son
de las campanas que se habían echado a vuelo, entre vivas y
aclamaciones, y atronando el aire a tiros de cuantas escopetas estaban
servibles en Villafría.


-XIII-
Crisis

Después de haber rechazado con tan cruel desabrimiento las palabras de
doña Manolita y después de hechas las paces, doña Luz pensó a sus solas
en el valor y motivo de aquellas palabras; y, como si una claridad nueva
y extraña iluminase los más oscuros laberintos de su cerebro, creyó
percibir la verdad de todo y reconoció que su amiga tenía algunos visos
de razón al decir lo que dijo.
Doña Luz se había enojado quizá porque su propia conciencia,
aprovechándose de las palabras de doña Manolita, había formulado una
acusación mucho más severa. ¿Qué diferencia radical e importante se da
entre la amistad más tierna y exclusiva, entre la predilección más
marcada de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, ninguno
de los dos viejo aún, y el amor más puro, más platónico y más sublime?
Doña Luz se ponía a sí misma esta cuestión; y, no acertando a resolverla
sino en el sentido de que no se da diferencia, o que, si se da, apenas
es perceptible y se quiebra de puro sutil, decidía que no era absurdo ni
insolencia suponer y afirmar que estuviese enamorado de ella el P.
Enrique. El Padre, encadenado por el respeto, teniendo en cuenta su
estado, sus votos y su posición, se había guardado bien de manifestar su
cariño de un modo que hiciese sospechar ni remotamente que no era
legítimo y sin tacha; pero, sin duda, que en el fondo de su alma le
sentía.
Luego que doña Luz dejaba esto como sentado y evidente, se preguntaba
también: «¿Y yo qué he hecho para inspirar esta pasión? ¿Qué culpa
adquiero de que él me ame? ¿Hasta qué punto he dado y sigo dando pábulo
a su afecto?». La contestación que doña Luz se daba era contradictoria y
confusa. Ora se condenaba; ora se absolvía. Se condenaba al reconocer
que ella había disimulado mucho menos que él la complacencia con que le
oía, el contento que su vista le causaba, el deleite que su conversación
le traía siempre, y que ella por instinto irreflexivo, pero depravado,
gustaba de parecer hermosa y elegante a todos, y particularmente a las
personas a quienes quería, entre las cuales no podía menos de incluir al
Padre.
Otra serie de consideraciones acudía luego a su mente para absolverla.
Pues qué, ¿no era lícito amar la ciencia, la virtud y el ingenio que en
el Padre resplandecían? ¿Qué mal había en mostrarlo? Y en cuanto al
esmero en el adorno de su persona, ¿qué ley divina ni humana podía
imponerle la obligación de ocultar las prendas que el cielo le había
dado y de no lucirlas hasta donde esto es compatible con el más rígido
decoro? De esta suerte se absolvía doña Luz; pero, prosiguiendo en sus
cavilaciones, añadía en su pensamiento: «Y si yo supongo que él me ama,
¿por qué no ha de suponer él que le amo yo? Si yo no tengo motivo para
suponerlo, si es mi vanidad quien lo supone, bien puede él ser tan
vanidoso como yo y suponerlo del mismo modo. Y si yo lo supongo con
motivo ¿el motivo que yo le he dado para que haga suposición idéntica es
menor acaso?». Doña Luz tenía entonces que confesarse que, atendidas la
natural reserva que deben tener las mujeres, y la modestia y timidez con
que deben velar y mitigar los movimientos e inclinaciones del corazón,
ella había dado mayor motivo al Padre para que él la creyese enamorada
que el que él le había dado a ella para que de su parte lo creyese.
El proverbio dice que _quien prueba mucho no prueba nada_, y esto
ocurría a doña Luz no bien demostraba que, no sólo el Padre estaba
enamorado de ella, sino que ella estaba enamorada del Padre. Se
examinaba el alma, se interrogaba el corazón, y como le respondían que
no amaban al Padre, volvía a creer que sólo su presunción podía hacerle
imaginar que el Padre la amase a ella. Lo único que, después de tantos
rodeos, sacaba en claro doña Luz era que en aquella convivencia e
intimidad afectuosa y en aquellos coloquios tan sabios de ella con él,
había algo de ocasionado a perversas interpretaciones, algo de mal
gusto, algo de pedantesco y lugareño a la vez, que la parecía cómico, y
cuya ridiculez se atenuaba sólo pensando que su vida en un lugar no
podía llevarla a menos necio extravío.
Doña Luz resolvió, pues, ser más cauta y menos expansiva en lo venidero,
y no menudear tanto las discusiones filosóficas y teológicas, y las
confianzas y el trato con el venerable sobrino del antiguo administrador
de su casa.
«Si no hay--concluía ella--mutua y peligrosa inclinación en nuestras
almas, pudiera suponerse, y esto me ofendería, y si la hay, como la
inclinación sería por todos estilos abominable, conviene cortarla de
raíz».
En cualquiera de ambos supuestos, reconoció doña Luz la necesidad de
cambiar de conducta; la conveniencia, valiéndonos de una frase española,
algo anticuada, pero gráfica, de _poner su descuido en reparo_.
La llegada a Villafría del triunfante y flamante diputado D. Jaime
Pimentel y Moncada coincidió casi con esta prudentísima, aunque algo
tardía resolución.
Doña Luz, acompañada de su benigna amiga, estaba en una ventana baja,
aguardando la aparición de la pompa y del triunfo, que se anunciaba ya
por el resonar de los tiros y de los vivas.
Don Jaime, cabalgando en medio de D. Acisclo y Pepe Güeto, precedido de
una turba de muchachos y de hombres a pie, y seguido de buen golpe de
gente a caballo y aun de más gente pedestre, se mostró al cabo a los
ojos de nuestra heroína.
La fama no había mentido. Era D. Jaime todo un galán caballero. Montaba
con gracia y firmeza. Aunque tenía cerca de cuarenta años, parecía que
apenas tenía treinta. Su traje sencillo dejaba ver, en los pormenores
todos, la elegancia y el buen gusto.
La cabalgata se paró a la puerta de D. Acisclo, y éste, seguido de su
ahijado y huésped, se halló pronto en la sala, donde aguardaban doña Luz
y doña Manolita.
--Aquí tiene V. a nuestro diputado el Sr. D. Jaime--dijo D. Acisclo,
presentándole a doña Luz--; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime:
--La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.
El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luz
no había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de un
medio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados de
damas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cuales
ella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar,
obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todo
acudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D. Jaime Pimentel,
al notar la soltura y naturalidad de sus distinguidos modales, y al oír
su acento y las pocas y atinadas palabras que le dirigió, las cuales ni
pecaron de frías y secas, ni se extremaron por lo galantes, sino que se
encerraron dentro de los límites de la más respetuosa discreción. Porque
no era el inferior quien sintió doña Luz que le hablaba, ni el cortesano
insolente tampoco, cuya superioridad se revela al través de su fingida
cortesía, sino el hombre de la misma clase que ella, que habla como
igual, pero con las atenciones delicadas que a una señora principal se
deben siempre. Doña Luz lo comprendió así, se complació en ello, y lo
agradeció todo. Harto advirtió el tono diverso que empleó don Jaime, al
hablar con doña Manolita, no bien a ella también le presentaron.
Dos días estuvo D. Jaime en Villafría, al cabo de los cuales fue
menester proseguir la comenzada tarea de visitar todos los lugares del
distrito.
Durante estos dos días, D. Acisclo desplegó la más prodigiosa
magnificencia. Tuvo, por decirlo así, mesa de Estado. Toda su parentela,
el médico, su hija y su yerno, y el cura D. Miguel, almorzaron, comieron
y hasta cenaron con él y con el agasajado D. Jaime. Éste se sentó
siempre a la derecha de doña Luz, y tuvo siempre a doña Manolita del
otro lado.
Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos dos días. ¿Qué pavos
rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones, qué
tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitoria, qué
menestras de cardos, morrillas y guisantes, qué jamón con huevos
hilados, qué tortas maimones, y qué deliciosas alboronías, picantes
salmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes y
almíbares, no condimentó o presentó en la mesa de su amo?
Los cinco mejores músicos del lugar vinieron por la noche con sus
acordes y sonoros instrumentos, y se bailó en la cuadra alta, porque la
baja estaba como santificada por la Santa Cena.
Don Jaime bailó rigodón con doña Manolita y con una de las hijas de D.
Acisclo; y con doña Luz, no sólo bailó rigodón, sino también valsó.
Con doña Luz estuvo muy fino y amable, y doña Luz asimismo lo estuvo con
él.
Los chistes urbanos, las anecdotillas picantes, sin rayar en libres, las
pinturas de las intrigas y lances de Madrid, referidos con ligereza y
primor por don Jaime, divirtieron mucho a doña Luz y la hicieron reír;
cosa que le agradó y pasmó, porque no era fácil para la risa. Siempre
que la conversación era general, cuanto decía D. Jaime encantaba al
auditorio, y todos le aplaudían. Y doña Luz notaba que D. Jaime, sin ser
vulgar, tenía el arte de hacerse comprender de los que lo eran, y que
con sus discursos nadie se quedaba en ayunas, como con las reconditeces
y los encumbramientos del Padre, el cual no dejó de asistir a todo esto,
pero muy eclipsado y confundido entre la turba multa.
En los apartes, D. Jaime hizo mil cumplimientos a doña Luz. Como
vulgarmente se dice, le echó muchísimas flores; pero, con tal arte, que
la más presumida no hubiera creído al oírlas que eran nacidas de amor,
ni negado tampoco resueltamente que de amor naciesen, porque iban
enlazadas con miramientos tales que acaso se hubiera podido interpretar
por temor de ofender lo que las contenía dentro de ciertos límites. La
franqueza graciosa con que don Jaime decía piropos a doña Manolita,
hacía resaltar todo el mérito y todo el lisonjero significado de aquella
circunspección con que celebraba la hermosura y demás excelencias de la
aristocrática hija del marqués de Villafría. En suma, los dos días
pasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D.
Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes,
acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P.
Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.
Cuando doña Manolita se vio a solas con su amiga, recordando que la
broma de unos supuestos amores con D. Jaime no la había ofendido, no
pudo resistir a embromarla de nuevo sobre el mismo tema. Y así,
hallándose las dos, con todo sosiego, en la salita de doña Luz, la
mañana misma de la partida de D. Jaime, dijo la hija del médico a la
hija del marqués:
--Vamos, confiesa que nuestro diputado no te parece saco de paja.
--No me parece sino muy bien--respondió doña Luz--. Decir otra cosa
sería hipócrita falsedad. Es elegante, discreto, buen mozo y muy amable.
--Si tan buena es la impresión que en ti ha hecho--repuso doña
Manolita--, creo que debes lisonjearte y estar muy contenta, porque él
no apartaba un punto los ojos de ti y se conocía que te miraba y
admiraba con entusiasmo.
--No te burles, Manuela.
--No me burlo. Tengo por cierto lo que te digo.
--Tu deseo de que yo haga conquistas y la buena opinión que de mí tienes
te llevan a soñar con todo eso.
--Y las dulzuras y los requiebros que te ha dicho en voz baja, pues por
el gesto y el ademán y el brillo de los ojos se mostraba que te los
decía, ¿son sueños míos también?
--No; no son sueños. ¿Cómo negarte que D. Jaime me ha requebrado? Pero,
si bien lo ha hecho con un respeto y un tino que le honran (y no de otra
suerte lo hubiera sufrido yo), no ha dejado ver verdadero interés por
mí, ni un solo momento. Sus palabras expresaban estimación, denotaban
ingenio cortesano, estaban llenas de lisonja, pero no había en ellas un
átomo de sentimiento. Ni podía haberle. Pues qué, ¿el amor brota de
repente, en la vida real? Eso se queda para los dramas, donde es
menester que la acción corra a todo correr y que los hechos se condensen
y acumulen en pocas horas y palabras.
--Hija mía, en la vida real, lo mismo que en los dramas, no es tan
inverosímil _dar flechazo_. En mujer de tus rarísimas prendas es menos
inverosímil todavía. Yo estoy segura de ello: tú has dado flechazo a D.
Jaime.
--_Dar flechazo_ tiene tan indeterminada significación que no sé qué
responderte. Si por _dar flechazo_ quieres significar que he parecido
bien a D. Jaime, y que hasta se ha sorprendido un poco (y perdona que
haga patente contigo mi vanidad) de hallar en esta villa a una mujer
que, trasladada de súbito a un salón de la corte, estaría en él como en
su centro, no disto mucho de creer que le he dado flechazo. Pero desde
esto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y ni
me alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas mil
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