Doña Luz - 06

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doña Luz.
--Mis convicciones políticas--respondió don Acisclo con suma gravedad.
--¿Sus convicciones políticas? Me pasma lo que le oigo decir. Pues ¿de
dónde provienen esas convicciones? Yo creía que usted no había pensado
en política en todos los días de su vida.
--Entendámonos--replicó D. Acisclo--: en la política que sirve de
pretexto o apariencia, es cierto que jamás he pensado; pero en la
política-verdad pienso siempre.
--¿Y qué es la política-verdad?
--La política-verdad es que todos los que formamos la nación española
damos al Gobierno cada año, por diferentes maneras, más de la mitad de
lo que la tierra, nuestro trabajo y nuestro caletre producen. El
Gobierno luego, ya en forma de pagas, ya en forma de subvenciones, ya en
otras formas, reparte todo esto entre sus amigos. De esta suerte, lo que
absorbe el Gobierno como contribución, se derrama de nuevo como benéfica
lluvia. ¿No es necedad que yo pague y no cobre? ¿No es bobada que yo
contribuya y no distribuya? ¿No sería más discreto que yo imitase a Don
Paco, el grande elector de este distrito, que paga diez y saca ochenta?
Pues qué, ¿no tengo yo sobrinos, hijos y ahijados a quienes dar turrón?
¿Una gran cruz, no me vendría que ni de molde? ¿El tratamiento de
excelencia se me despegaría? En vez de pagar mucho, como pago ahora, y
de no recibir nada, como no recibo, ¿no me sentaría divinamente pagar
menos, y recibir con usura lo pagado y más de lo pagado? Pues esto es la
política, y por esto quiero meterme en la política. ¿Qué digo _quiero
meterme_? Metido estoy ya en ella hasta los codos.
Doña Luz distaba mucho de creer que la política fuese lo que por
política entendía D. Acisclo: pero, viendo lo convencido que él estaba
de que no era otra cosa, y notando además que Pepe Güeto y su mujer no
distaban mucho de pensar como don Acisclo, no quiso predicar en desierto
ni tratar de convencerlos de que el verdadero concepto de la política
era muy diferente. También le chocó sobremanera el tortuoso giro de
pensamientos y discursos, por donde la mente de D. Acisclo, partiendo de
las homilías, disertaciones filosófico-cristianas y demás sublimidades
del Padre, había venido a parar en que debía él ser hombre político, a
fin de pagar menos contribución y de tomar mucha distribución.
Sobre este último punto no pudo menos de decir doña Luz:
--Aun concediendo, que ya es harto conceder, que la política sea como V.
la entiende, todavía me pasmo, Sr. D. Acisclo, de que, en virtud de los
razonamientos de su sobrino de V., haya venido V. a sacar como
consecuencia la resolución de ser político y de derrotar a D. Paco,
poniéndose en lugar suyo.
--Pues mire V., señorita doña Luz--respondió don Acisclo--, no hay nada
más llano que el camino de discurrir que yo he seguido. Enrique me ha
dado ánimos sin él saberlo. Por él he comprendido que en mi familia hay
brío para todo. Él es santo y sabio: hombre teórico: yo soy rico. ¿Por
qué no he de ser también influyente, a fin de ser el hombre práctico por
completo? ¿No hubo en lo antiguo, en una sola familia, Marta y María?
Pues ¿por qué ahora, en otra familia, salvo la diferencia de sexo, no
hemos de ser él María y yo Marta; él el contemplativo y yo el activo?
--Bien por D. Acisclo--dijo Pepe Güeto.
--Y vaya si tiene razón: ya sabe él dónde le aprieta el zapato--añadió
doña Manolita.
--No, sino pónganme el dedo en la boca--exclamó don Acisclo--, y verán
si muerdo o no muerdo. Pues qué, ¿un hombre de mis millones, y con un
sobrino tan notable, ha de estar toda su pícara vida humillado por ese
tunante de D. Paco, a quien da el diputado cuanto pide y más?
--Nada de eso, Sr. don Acisclo--dijo Pepe Güeto, dejándose arrebatar del
entusiasmo--. Es menester sacudir el yugo.
--¡Muera D. Paco el tirano!--gritó doña Manolita riendo.
--Ya se entiende que la muerte ha de ser meramente política y no civil
ni natural--interpuso doña Luz.
--¿Y cómo se va V. a componer para matarle políticamente?--preguntó Pepe
Güeto.
--¿Cómo me voy a componer? ¿Cómo me he compuesto? es lo que debieras
preguntar. Pues qué, ¿me duermo yo en las pajas? Ya lo tengo todo
concertado. El ministro cuenta conmigo. Yo les he probado que no es
natural, sino artificial, el diputado que de aquí enviamos, y, como
ahora está en la oposición, el Gobierno le derrotará con mi auxilio en
las nuevas elecciones, que serán pronto.
--¿Y quién es el nuevo candidato del Gobierno?--preguntó doña Manolita.
--Un candidato ilustre, un sujeto de inmenso porvenir, un héroe de la
guerra de África--dijo don Acisclo muy orondo--. Yo le protejo, yo haré
por él prodigios, yo me atraeré a los parciales de D. Paco, que se
quedará solo, y mi hombre saldrá por inmensa mayoría.
--¿Y cómo se llama su hombre de V.?--dijo Pepe Güeto.
--Se llama el brigadier de caballería D. Jaime Pimentel y Moncada,
valiente como el Cid, de noble prosapia, joven y gallardo. Ya le verán
ustedes, ya le verán ustedes, porque pronto vendrá a visitar el
distrito.
Con este notición se puso término a la charla, así porque era ya tarde,
como porque los aplausos y vivas de doña Manolita y de Pepe Güeto no
consintieron que siguiera adelante aquella noche.


-XI-
Preparativos electorales

El plan de D. Acisclo había sido meditado pausadamente y en secreto, y
estaba tan bien trazado, combinado y preparado, que no escaseaban las
probabilidades de que se lograse.
La empresa, no obstante, era difícil; casi imposible para cualquiera
otro que no tuviese en aquel distrito la actividad, el poder, el influjo
y el dinero que don Acisclo poseía.
Don Paco, el grande elector, era pájaro de cuenta, y contaba con un
diputado-modelo; con un diputado tal, que no es dable que haya como él
una docena al mismo tiempo en toda España.
Según cálculos estadísticos de la mayor exactitud, los sueldos, adehalas
y favores de varias clases, evaluados en metálico, que el diputado
prodigaba a sus fieles del distrito, sacándolo todo del Gobierno,
importaban veinte veces más que lo que el distrito pagaba de
contribución directa e indirecta. Suponiendo, por un instante, que todos
los demás diputados fuesen tan hábiles, tan mañosos, tan felices y tan
píos como el de que hablamos, el Gobierno tendría que hacer el milagro
de pan y peces, en inmensa escala, o tendría que producir un déficit, al
cabo del año, de diecinueve veces el valor de todos los recursos y
rentas del Estado, en el año mismo.
De aquí que haya tan pocos diputados en España como el que don Acisclo
se proponía vencer. Era, por excelencia, lo que se llama un diputado
natural.
El diputado, en virtud de continuos desvelos y de un arte maravilloso,
se gana la _naturaleza_ en un distrito, repartiendo a manos llenas los
empleos; y cerca del Gobierno, a más de su talento y de su importancia
personal, se apoya para sacar los empleos en esa misma devoción que
asegura y prueba que los electores le tienen y en cuya virtud es
diputado natural y goza de distrito suyo y re-suyo.
Aunque el diputado natural esté en la oposición, conserva el distrito
por dos razones. Es la primera porque, si bien los electores le ven
caído, guardan la esperanza de que pronto volverá a encumbrarse,
mandarán él y los de su partido, y lloverán entonces los favores. Es la
segunda razón, porque, el diputado natural, aun cuando no esté en el
poder, logra que muchos de sus ahijados se sostengan en sus empleos, y
hasta suele darlos flamantes, ya porque los fueros de diputado natural
le habilitan para todo, ya porque le sobran amigos en los Ministerios, y
ya porque los mismos ministros, sus contrarios, le atienden y
consideran, esperando la reciprocidad para cuando estén ellos caídos.
El diputado, contra quien iba a sublevarse don Acisclo, estaba caído en
aquel momento; pero nadie dudaba de que pronto se volvería a encaramar
en el poder. Habíanle dejado cesantes a no pocos de sus ahijados; pero
aún quedaban muchos en plena posesión de sus empleos y sueldos. La fama
que el diputado tenía de servicial, complaciente y poderoso para _sacar
turrones_, era tan firme que hasta su mismo temporal decaimiento
aumentaba su clientela en vez de mermarla. Los más astutos y previsores
conocían cuán propicia ocasión de ponerse bien con él era servirle
mientras estaba lejos del mando, lo cual da ciertos visos de desinterés
a los servicios y es lo que llaman por allá, con frase hecha, elegante y
propia de la poesía bucólica, _llevar pajitas al nido_. El que no lleva
pajitas al nido rara vez moja la barba en cáliz, he oído decir con
frecuencia al personaje más sentencioso de aquellos lugares.
Presentadas así las cosas, parece una temeridad, un delirio, algo
semejante al propósito que tuvo la serpiente de la fábula de morder la
lima, el plan de D. Acisclo de derrotar a D. Paco y de suplantarle.
Mas no hay que acoquinarse por eso ni por mucho más. D. Acisclo no se
acoquinaba; tenía confianza en su energía propia, y estaba resuelto a
pelear contra D. Paco, cuya tiranía se le había hecho insufrible. Lo que
sí había considerado bien D. Acisclo, como prudente capitán, era lo
colosal y comprometido de su empeño; y a fin de salir airoso, había
tomado las convenientes precauciones, acumulado medios, buscado alianzas
y allegado fuerzas y recursos de toda laya.
Cada vez que un diputado o el grande elector en su nombre da un empleo,
el agradecimiento no es seguro en quien le recibe, pues éste puede creer
que harto ganado le tiene. En cambio los envidiosos, quejosos y
descontentos, parece como que brotan del seno de la tierra, lo cual es
difícil de evitar, porque por muchos empleos que saque el diputado, no
ha de sacar uno para cada elector. Entre los empleados y agraciados
suele haber también quejas y envidias. Fulanito se llevó un _turrón_ más
dulce y suculento que el mío, dice Menganito; y Perenganito exclama que
el destino de Menganito es de mucho _manejo_ y el suyo no lo es, de
donde nace también no pequeño encono. El uno, que no es más que
estanquero, entiende que debía ser _vista_; y el otro, que está de
oficial ambulante de correos, siempre metido en un wagon, suspira por el
alfolí de la sal que se dio a un tercero, que disponía en la elección de
menos votos que él; y el que tiene como _fiel_ el alfolí se juzga
desairado porque no le nombraron guarda-almacén, que esto y mucho más se
merecía. El puesto de alcalde suele ser muy disputado, y casi siempre se
pican dos o tres porque no lo son. En suma, aunque el diputado y su
_alter-ego_ D. Paco eran casi tan avisados y prudentes como Ulises, a
quien la propia Minerva, descendiendo _ad-hoc_ del Olimpo, inspiraba la
más severa justicia distributiva para repartir pedazos de buey asado en
los banquetes a los héroes de la _Ilíada_, o ya porque repartir
_turrón_es más arduo que repartir _roastbeef_, o ya porque los electores
de España son más descontentadizos que los semi-dioses y guerreros
aqueos, ello es que el disgusto cundía y que había mar de fondo hasta en
la misma capital del distrito.
Nada de esto hubiera valido, todo se hubiera disipado como una nube de
verano, si D. Acisclo, con artes maquiavélicas, no hubiera atizado la
discordia, dándole pábulo con ingeniosos chismes, diestramente
divulgados, y no hubiera en sazón oportuna levantado bandera de
enganche, a cuya sombra se fueron acogiendo y alistando los que se
creían desairados o mal pagados de sus afanes.
De esta suerte vino a formar D. Acisclo una poderosa minoría electoral,
cuyo centro y núcleo era Villafría.
Entonces negoció con el Gobierno, y luego que el Gobierno le ofreció su
apoyo, a fin de derrotar al diputado de D. Paco y elegir en lugar suyo
al ya nombrado D. Jaime Pimentel, D. Acisclo se afanó por convertir su
minoría en mayoría, trayendo a sí a los neutrales y vacilantes, y
procurando, sobre todo, sacar de sus casillas y lanzar en la lucha a no
pocos que jamás quieren votar ni mezclarse en política, tal vez porque
no ambicionan empleos.
Entre estos desdeñosos, dignos en nuestro sentir de reprobación, porque
dejan el campo libre a los explotadores, había en el distrito un hombre
a quien, vencida su inercia, seguiría toda una población. La población
era la que ya conocen mis lectores con el nombre de Villabermeja. El
Cincinato electoral, a quien anhelaba mover D. Acisclo, porque con él
daba por indudable el triunfo, era el famoso amigo mío D. Juan Fresco,
de cuyos labios sé esta historia, así como otras muchas no menos
ejemplares, que contaré en lo venidero, si Dios me concede vida y salud.
Don Juan Fresco estaba en buenas relaciones con D. Acisclo, el cual le
había sido útil y le había servido en algunos negocios; pero D. Juan
Fresco no se dejaba llevar con facilidad. Don Acisclo había montado a
caballo e ido a verle a su lugar dos o tres veces. Le había escrito
además cuatro o cinco cartas, tratando de convencerle. Nada había
bastado a quebrantar su resolución ni a cambiar su inveterada conducta
de no mezclarse en elecciones ni en política para nada.
Don Acisclo rabiaba, se entristecía y se desesperaba de esta terquedad.
Con D. Juan Fresco de su lado, su empresa era llana. Sin D. Juan Fresco,
a pesar del auxilio del Gobierno, distaba muchísimo de estar asegurada
la victoria.
Entre tanto, preparado ya todo lo demás y próximas las elecciones, sólo
faltaba echar a volar el nombre del candidato, guardado hasta entonces
con el mayor sigilo por D. Acisclo y el Gobierno; pero antes quiso D.
Acisclo probar por última vez sus fuerzas persuasivas cerca de D. Juan,
revelándole el nombre del candidato y ponderándole sus prendas y
merecimientos. A este fin le escribió nueva carta, lo más elocuente que
supo. La contestación de D. Juan no se hizo aguardar más de un día, y
fue tan impensadamente satisfactoria para D. Acisclo, que de ella
provino el contento que mostraba cuando se animó doña Manolita a
preguntarle la causa de él, y la facilidad y buen talante con que lo
declaró todo a doña Luz, a Pepe Güeto y a la mencionada hija del médico.
La carta de D. Juan Fresco es un documento importante que conservamos en
nuestro poder, y del cual no estará de más dar aquí traslado.
La carta es como sigue:
«Apreciable amigo y dueño: Hasta ahora me he resistido a todas las
súplicas de V., por más que le quiero bien, sin poder remediarlo. Y me
he resistido porque mi modo de ver las cosas es contrario al de V. en
mucho. Ambos somos más liberales que Riego; ambos somos más
despreocupados que el autor del _Citador_, libro que V. habrá leído;
ambos somos progresistones de lo más fino y neto, y a ambos nos hechiza
la igualdad, con tal de que no sea más que ante la ley, y salvas las
desigualdades, merecidas o arrebatadas por naturaleza, por gracia, por
habilidad o por acaso, de ser unos tontos y otros listos, unos ricos y
otros pobres. Pero por cima de esta consonancia perfecta en que estamos
V. y yo, hay entre nosotros radicales diferencias, las cuales consisten
en que nos hemos forjado muy distinto _ideal_. Entiéndese por _ideal_,
palabrilla que está muy a la moda, el término de las aspiraciones de
cada uno. Su ideal de V. es que haya un gobierno que distribuya cuanto
hay que distribuir, que todo lo arregle, que en todo se entrometa, que
nos enseñe lo que hemos de aprender, que nos señale lo que hemos de
adorar, que nos haga caminos, que nos lleve las cartas, que cuide de
nuestra salud temporal y eterna, y hasta que nos mate la langosta y la
filoxera, nos conjure las tempestades, pedriscos, epidemias, epizootias
y sequías, y nos ordene y suministre lluvias a tiempo y cosechas
abundantes. A un Gobierno, a quien tales y tan múltiples encargos se le
confían, es menester habilitarle de muchísimo dinero, que él reparte
después entre los que han de hacernos felices, dándonos salvación,
ciencia, riqueza, sanidad, larga vida, agua, medios de locomoción y
cuanto constituye nuestro bienestar y conveniencia. Pero V. dice, y dice
muy bien, desde su punto de vista, ¿por qué no he de ser yo, que no soy
más bobo que otro cualquiera, quien, si no en todo, en parte, se
encargue de hacer esos prodigios benéficos y providenciales, y quien
reciba y reparta a su gusto los ochavos que para hacerlos hay que
largar? De aquí que V. anhele, como quien no dice nada, producir un
diputado, y sobre todo un diputado que influya, que valga y que _saque
turrones_. Yo, en cambio, lo confieso, tengo un ideal, que, al paso que
vamos, no se realizará, si se realiza, hasta dentro de diez o doce
siglos; pero, amigo, es menester ir encaminándose hacia él, aunque sea a
paso de tortuga. Mi ideal es el menos Gobierno posible; casi la negación
del Gobierno; una anarquía mansa y compatible con el orden; un orden
nacido armónicamente del seno de la sociedad y no de los mandones. No
quiero que nadie me enseñe; yo aprenderé lo que mejor me parezca y me
buscaré maestros; ni que nadie me cuide, que yo me cuidaré; ni que nadie
me abra caminos, que yo me asociaré para abrirlos con quien se me
antoje. Sé que esto hoy no es posible, pues dicen que no hay iniciativa
individual y que es necesario que el Gobierno tome en todo la
iniciativa, como si el Gobierno no estuviese compuesto de individuos. En
suma, yo no tengo que presentar aquí todas las razones que contra mi
_ideal_ se alegan. De sobra las saben V. y todo el mundo. Lo que deseo
que conste es que, a pesar de todas estas razones, yo estoy enamorado de
mi irrealizable sistema, y considero apostasía trabajar en este otro
archi-gubernamental que hoy priva, sin duda por aquel dicho profundo de
un sabio: «La humanidad, considerada en su vida colectiva, no ha nacido
aún». Mientras sigue la humanidad nonata, si hemos de mirar las cosas
por el haz y sin penetrar en el fondo, usted tiene razón que le sobra.
Ya que se trata de contribuir y de distribuir, y ya que la contribución
es forzosa, bueno es apoderarse de ella para hacer la distribución
luego, máxime si se considera que, según canta el refrán, quien parte y
reparte se lleva la mejor parte.
»Pero cuando se hunde bien la mirada en el centro de este negocio,
concretándonos a un distrito electoral, créame usted, Sr. D. Acisclo,
hasta para lo práctico, y de hoy, sin pensar en mañana, vale más mi
sistema que el de V. ¿Qué se logra con dar empleos a trochi-moche? El
distrito no se enriquece por eso. Los naturales de él que salen
empleados se gastan fuera lo que cobran. Raro es el que vuelve al
distrito a gastarse en él lo que ahorra o garbea. A menudo los tales
ahorros no lucen ni parecen. Se disipan y evaporan como no pocas otras
riquezas mal y fácilmente adquiridas. Los dineros del sacristán cantando
se vienen y cantando se van. El empleado así, por favor electoral,
adquiere hábitos de lujo, desdeña la manera rústica y sencilla con que
antes vivió, y se acostumbra a que el reloj gane por él el dinero,
pasando y pasando horas y días. El mal ejemplo inficiona a todos. El
hijo del menestral, el criado de servicio, todo el que sabe leer y
escribir, repugna el trabajo manual, y dice para sí: ¿por qué no he de
estar yo también empleado? ¿Por qué el diputado no me proporcionará una
bonita colocación? El que no tiene la menor esperanza de que el diputado
le coloque se llena de envidia y de ira, y se hace flojo y perezoso para
no ser menos que el empleado, de cuya holganza y vida regalona se forja
un concepto exagerado y fantástico. Imagina, sin que nadie se lo quite
de la cabeza, por no conocer sin duda lo de tiempo que se gasta, lo de
papel que se embadurna y lo de afanes que se producen con nuestro
complicado expedienteo, que las horas de oficina transcurren en amenas
pláticas, fumando los oficinistas exquisitos puros y regalándose con
frecuentes piscolabis. Y entiende además que a cada instante se ofrecen
_negocios de mi flor_ a todo oficinista no lerdo, el cual a menudo tiene
algo de que incautarse y al cual no falta de vez en cuando quien le unte
bien la mano. Con tales imaginaciones ¿cómo irá nadie con gusto a cavar
en el tajo y cómo no ha de querer convertir el tajo en un remedo de la
soñada, deliciosa y sibarítica oficina? Resulta de todo ello que como el
diputado da empleos a los más activos, ágiles y despejados, quienes
naturalmente emigran del distrito, sólo quedan en él los más tontos,
torpes y para poco, y éstos, agraviados, lastimados en su amor propio, o
desanimados y con poquísimas ganas de trabajar. No hay, por lo tanto, ni
industria ni arte, ni adelantamiento, ni mejora posible. Gracias a la
milagrosa y pródiga protección del diputado, el distrito se empobrece,
en vez en enriquecerse, y se transforma en una nidada de holgazanes y de
ineptos. Vea V. por lo que yo, de puro amor al distrito, no quiero darle
diputado hábil, como el que tenemos ahora; no quiero darle diputado que
tanto turrón busque y reparta.
»Por dicha, el nombre de su candidato de V. me ha hecho pensar en que,
favoreciéndole y dando a V. gusto, hago el bien del distrito, según lo
entiendo yo: le quito de encima la secadora protección del diputado
actual, que parece un fabricante de turrones, y le propino y administro
uno que dirá a ustedes, en cuanto le elijan, si os vi no me acuerdo, y
no les dará turrón, con lo cual quizá renazca la actividad agrícola, se
creen industrias sanas, y desaparezca la corrupción que hoy nos pudre.
Sí, amigo D. Acisclo, yo conozco a D. Jaime Pimentel desde que estuve en
Madrid con mi pobre sobrina María y con aquel estrafalario de doctor
Faustino, con quien ella se casó. D. Jaime era amigo de Faustinito. Dios
los cría y ellos se juntan. Aunque en mucho se diferenciaban, en
bastante se parecían. D. Jaime, muy joven entonces, era un verdadero
ninfo. Acicalado, perfumado y siempre de veinticinco alfileres, aunque
bizarro militar, tenía más trazas de Cupido que de Marte. No creo que
tuviese ilusiones, ni que soñase, como su amigo el doctor. Don Jaime iba
al grano. Buen mozo, audaz y discreto, había tenido ya varios éxitos
ruidosos con damas elegantes, y tres o cuatro desafíos, en los que
siempre había quedado vencedor. Entonces se pronosticaba a D. Jaime un
brillante porvenir. El pronóstico se va cumpliendo. Aún no debe tener
cuarenta años y ya es brigadier. Por su cuna y por sus prendas es muy
estimado y querido. Además de su sueldo, tiene alguna rentilla, que le
da independencia y desahogo. D. Jaime tendrá sobre dos mil duros al año.
Para nada necesita de este distrito. No me explico qué antojo será el
suyo de salir diputado por aquí, pudiendo salir por donde quiera. Cerca
de este lugar posee unas sesenta aranzadas de olivar, que su padre,
militar como él, compró con dinero ganado al juego. Este es el único
lazo, que yo sepa, que a este distrito le une. Repito, pues, que no me
explico su empeño en ser nuestro diputado; pero doy por evidente que,
una vez logrado su empeño, nos volverá la espalda, nos mandará a paseo,
y no nos dará ni pizca de turrón. Como en esto precisamente consiste mi
sueño dorado, callándome la razón para no espantar a los secuaces de V.,
me decido a ser uno de ellos. Cuente V., pues, conmigo para elegir
diputado a D. Jaime Pimentel, y créame su afectísimo amigo».
Tal era la carta de D. Juan Fresco que tanto alegró el corazón de D.
Acisclo. Lo esencial era que D. Juan apoyase su empresa, fuese por lo
que fuese. Lo que don Acisclo quería era aquella alianza, y poco le
asustaban las enrevesadas razones y fatídicos pronósticos en que se
fundaba y que él se guardó bien de confiar a nadie. Sólo de cuando en
cuando, si bien haciendo desmedidos encomios de la entereza, discreción,
honradez y sabiduría de D. Juan Fresco, afirmaba D. Acisclo que era un
_ente_.
--¿Y por qué dice V. que ese D. Juan es un _ente_?--le preguntó una vez
doña Manolita.
--¿Por qué lo he de decir?--contestó don Acisclo--; porque es un _ente_;
porque es el bicho más raro que he conocido en mi vida.


-XII-
El triunfo

Ente o no _ente_, D. Juan Fresco valió de mucho a D. Acisclo, el cual,
mientras más esperanzas tenía, más se afanaba y desvelaba porque no se
frustrasen.
Los informes que le había dado D. Juan acerca de la condición poco
servicial de D. Jaime Pimentel, no dejaban de mortificarle. Ya, sin
embargo, no había modo de retroceder, y lo que convenía por lo pronto
era derrotar a D. Paco, aunque para ello fuese menester valerse del
candidato menos buscador de _turrones_, más distraído y peor cultivador
de distritos que hubiese en todo el reino.
Don Acisclo solía echar cálculos alegres, y este mismo descuido de su
futuro diputado, que para cualquiera otro hubiera sido un mal, se
mostraba a veces con colores risueños y brillantes a los ojos de su
esperanza ambiciosa.
«Si el diputado no hace nada--decía don Acisclo para sí--, si no cumple
sus promesas, si no recompensa los afanes de los electores, yo tendré
que volver por ellos, lo cual me dará motivo para entenderme por mí
mismo con el Gobernador de la provincia y hasta con el Ministro, y ser
yo aquí real y directamente el amo, sin ese intermedio enojoso del
diputadito. Lo esencial, pues, es lograr la victoria con gran mayoría, y
hacer ver que D. Paco es un trasto a mi lado».
A este fin no quedó medio que D. Acisclo no emplease.
Las elecciones debían ser en el otoño, y durante el verano vivió D.
Acisclo en una fiebre de actividad. Recorrió a caballo todos los pueblos
del distrito, que eran siete, ganando votos para su protegido y quitando
parciales a D. Paco. Hasta a la capital del distrito fue varias veces, y
no sin éxito, con el referido objeto.
A no pocos electores de influjo, a quienes D. Paco tenía _amarrados_,
los desamarró D. Acisclo, exponiendo gallardamente sus capitales. Por
estar _amarrados_, se entiende en lenguaje electoral de por allí, deber
dinero al grande elector. D. Acisclo estuvo rumboso. Lo menos repartió
ocho mil duros al diez por ciento, sin más garantías que pagarés
sencillos, libertando así a gentes amarradas por D. Paco, con escritura
pública y dinero prestado al quince.
Todo elector de Villafría iba antes a votar a un lugar cercano, porque
en Villafría no había _mesa_. Don Acisclo consiguió que se quitase la
_mesa_ de dicho lugar y que se diese a Villafría, población más céntrica
y cómoda, según él demostró.
En Villafría estaba seguro don Acisclo de que _volcaría el puchero_ en
favor de D. Jaime.
_Volcar el puchero_ significa poner o colgar todos los votos posibles al
candidato a quien se quiere favorecer. Los votos posibles son los de
cuantos electores están en las listas, a no hallarse a mil leguas de
distancia o en la sepultura. Y aun ha habido ocasiones en que los
ausentes y hasta los difuntos han votado.
Cuentan las crónicas electorales de aquel distrito que, no bien supo D.
Paco la que D. Acisclo le estaba urdiendo, empezó a trabajar en contra,
saliendo del letargo, o mejor diremos del tranquilo y descuidado reposo
en que su confianza y seguridad hasta allí le habían tenido. Esto,
naturalmente, hizo que don Acisclo tuviese que redoblar cada vez más su
actividad. Así es que no paraba. Su vida era un tejido incesante de
conferencias, excursiones a este o al otro pueblo, tratos y cartas que
escribir y que leer. Pepe Güeto se hizo el ayudante y el secretario de
D. Acisclo, y también escribía, viajaba y conferenciaba.
Doña Luz y doña Manolita se hacían compañía mutuamente, abandonadas por
D. Acisclo y Pepe Güeto. Y a las dos servía también de acompañante el P.
Enrique, único varón quizá de todo el distrito que no intervenía en el
asunto electoral.
El padre había intervenido sólo en los primeros días para tratar de
disuadir a D. Acisclo de que se mezclase en elecciones; pero D. Acisclo
no se dejaba convencer por nadie, y cuando lo reconoció así su sobrino,
se retrajo, se calló, y no volvió a dar a entender ni siquiera que sabía
en qué maremágnum andaba engolfado su tío.
A éste le molestaba ya bastante la flojera y falta de formalidad del
candidato. El candidato había prometido visitar el distrito; las
elecciones se venían encima, y el tal D. Jaime no llegaba. Su contrario
estaba, ya instalado en casa de D. Paco, prometiendo empleos para cuando
volviese al poder, que sería pronto, vendiendo protección, y
conquistando voluntades.
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