Doña Luz - 02

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festividades, y singularmente en Semana Santa. El número de estas
imágenes suele hacer que no quepan bien en los templos, por lo cual
muchas están depositadas en casas particulares hasta el único día del
año en que han de salir en procesión. D. Acisclo tenía en la cuadra baja
una de estas imágenes, de cuya cofradía era hermano mayor; pero no era
una imagen de tres al cuarto, sino la más complicada que se conocía y la
de mayor empeño y coste, ya que en realidad no rezaba con ella aquel
decir proverbial de:
Santirulitos bonitos, baratos, Ni comen, ni beben, ni gastan zapatos.
Aquella imagen o representación comía y bebía, o mejor dicho, cenaba:
era nada menos que la _Cena_.
Cristo y los doce apóstoles de bulto estaban sentados a la mesa; Cristo
echaba la bendición, San Juan se dormía sobre el hombro de su Divino
Maestro, y el feísimo y traicionero Judas, con enmarañado pelo rojo,
metía la mano en el plato del centro, porque es sabido que no tenía
pizca de educación.
El Jueves Santo salía en procesión la Cena, y el Miércoles Santo por la
noche estaba expuesta en la cuadra a la veneración de los fieles,
quienes con tal motivo tenían entrada franca en la casa, lo cual se
llamaba y se llama aún _visitar las insignias_, y apenas quedaba en el
lugar quien no las visitase en la víspera de la respectiva procesión. Y
esto si contar con los forasteros.
La mesa en que Cristo y los apóstoles estaban sentados, era bastante
capaz, y, en tan solemnes días, se cubría con preciosos manteles
alemaniscos y se adornaba con mil lindezas, flores, viandas, dulces y
frutas. Aunque no había en la mesa _de cuanto Dios crió_, como afirmaba
la gente del pueblo con encarecimiento desmedido, era innegable que
había objetos raros y costosos: uvas de corazón de cabrito como acabadas
de coger y que por milagro se habían conservado, claveles y tempranas
rosas de olor en grandes piñas, ramos de violetas y camelias, etc., etc.
Las paredes de la sala donde estaba la Cena se tapizaban de damasco
carmesí; sobre el damasco se colgaban lindas y antiguas cornucopias con
muchas velas de cera ardiendo, y también en la sala había verdes
plantas, y canarios en jaulas, y una enorme cruz negra de madera, con
adornos y remates de plata fina, asida a la pared por fuertes alcayatas.
Era la cruz que D. Acisclo, cuando mozo, había llevado al hombro en las
procesiones durante muchos años, porque había sido y era aún _hermano de
cruz_, aunque jubilado, y aún se vestía de _nazareno_, para ir en la
procesión como hermano mayor delante de la Cena, con una túnica de rica
seda morada que había costado un dineral; pero entonces no llevaba la
cruz, sino una pértiga reluciente, signo de autoridad y mando. Su hijo
primogénito iba delante con el estandarte de la cofradía.
El gasto de la fiesta era grande, porque D. Acisclo costeaba toda la
cera que llevaban ardiendo los que con sendas velas seguían su insignia,
y en la noche del Jueves Santo, terminada ya la procesión, daba de cenar
a todos los cofrades, que eran muchos, agasajándolos y hartándolos con
potaje de habas, cornetillas picantes, cazón en ajo de pollo, bacalao
con tomates o en albóndigas, a veces hasta _serafines_ fritos, pues,
aunque parezca extraño, _serafines_ se llaman en aquel país los
boquerones, y de postres deliciosos pestiños y vino añejo. Pagaba además
con rumbo generoso a los cuarenta o cincuenta ganapanes que habían
llevado en hombros las andas, y en las andas la mesa, con Cristo,
Apóstoles y _cuanto Dios crió_; empresa titánica, de la cual no pocos
quedaban derrengados y con feroces ampollas, a pesar de las
almohadillas.
Aquella noche echaba D. Acisclo el bodegón por la ventana.
La gente menuda fumaba a su costa los mejores _coraceros_ que había en
el estanco, y el señorío tomaba chocolate con hojaldres, empanadas,
hornazos, tortas de varias clases, como por ejemplo, de polvorón y de
aceite, y roscos de vino y de huevo.
En cualquier día y a cualquier hora se mostraba en todo que D. Acisclo
era espléndido y acaudalado.
El patio de la casa era anchuroso y enlosado de mármol. En su centro
lucía una taza de mármol también, donde caía el agua clara de un copioso
y alto surtidor. En torno de la fuente se veían muchas macetas con
flores y hierbas olorosas, y alrededor arriates con bojes, que formaban
bolas y pirámides, y rosales de enredadera, jazmines y naranjos, que
revestían el muro y trepaban por cima de los balcones del piso
principal, tejiendo una capa o manto de flores, frutos y verdura, y
embalsamando el ambiente, ya con el olor del azahar, ya con el más leve
aroma de jazmines y de mosquetas.
De este patio, así como de un jardín más extenso, con honores de huerta,
que había a espaldas de la casa, cuidaba doña Luz con esmero. Hasta
hacía venir flores y plantas, que jamás se habían conocido en Villafría,
y solía aclimatarlas.
De nada más cuidaba doña Luz, no por desidia, sino porque, según decía
D. Acisclo, se obstinaba en sostener que estaba como de huésped, y no
quería meterse en camisón de once varas.
Quien lo gobernaba todo, la verdadera directora y ama de llaves, era la
Sra. Petra, de edad de cincuenta años muy cumplidos. Ella entendía en el
gasto diario, vigilaba la cocina y tenía las llaves de la despensa, de
la repostería, de la candiotera, de las cuatro bodegas de vino, aceite,
aguardiente y vinagre, y de los desvanes o graneros, donde siempre había
trigo, cebada, arvejones, yeros, matalahúga y otras semillas.
A las inmediatas órdenes de la Sra. Petra había cuatro criadas: dos,
zagalonas aún, duras en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de
acero, las cuales eran de las que llaman por allá _de cuerpo de casa_,
esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo todo
_saltandito_ de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que
cosía, zurcía y planchaba la ropa, y otra que guisaba los más castizos y
sabrosos guisotes de la tierra, y que sabía hacer almíbares, cuajados,
pastelillos, arrope y gachas de mosto.
Toda esta tropa femenina habitaba y dormía en el piso principal de la
casa de campo, donde también tenían habitación el aperador, su mujer y
sus cuatro chiquillos; pero éstos, tan apartados, que no se veían ni se
entendían sino cuando el amo llamaba.
Había, por último un mozo, que dormía junto a la caballeriza y cuidaba
de ella, de los patios y corrales.
Tal era la servidumbre doméstica, por decirlo así. Pero ya se entiende
que los jornaleros, el mulero, los caseros, los viñadores, los
pisadores, los del molino y la demás gente que se empleaba en las faenas
agrícolas, iban y venían y hacía estancia en la casa de campo, donde
había anchura sobrada, y alambique, lagar, alfarje y prensas para la
aceituna y la uva.
Resultaba, pues, como ya queda apuntado, que en la casa de los amos sólo
vivían D. Acisclo, doña Luz y su criada Juana.
Tomás, el antiguo criado del marqués, vivía en la casa solariega con un
mozuelo que le ayudaba a cuidarla y a cuidar también el hermoso caballo
negro de la señorita.
En la casa había dos mesas: una a la que se sentaban D. Acisclo y doña
Luz y algún convidado si le había; otra para la _familia_ (en los
pueblos andaluces se sigue llamando _familia_ a los criados), y en dicha
mesa se sentaban la señora Petra presidiendo, las dos mozas de _cuerpo
de casa_, la costurera y planchadora, la cocinera, el mozo de la
caballeriza, Tomás y su ayudante, y la Juana, doncella de la señorita
doña Luz.
El aperador y los suyos hacían rancho aparte y tenían una cocinilla
moruna donde guisaba la aperadora.
Esto no impedía que ella, o alguno de sus hijos, o todos, incluso el
aperador, aunque no hijo, sino padre, estuviesen convidados con
frecuencia a la mesa de la familia, a la cual se sentaban asimismo el
mulero y otros cuando estaban en el lugar, y a la cual la señora Petra y
la Juana se atribuían el derecho, y no se descuidaban en ejercerle, de
hacer las invitaciones que se les antojaban.
Tal era la casa en que durante doce años había vivido doña Luz, y tal la
gente de que estaba rodeada en mayo de 1860.


-IV-
Los amigos íntimos de doña Luz

Doña Luz, dadas las circunstancias en que se hallaba y las condiciones
de su carácter, no podía menos de vivir como vivía.
El orgullo es malo sin duda.
¿Cuánto mejor y más cristiana no es la humildad? En el orgullo hay mucho
de egoísmo, mientras que la humildad es toda devoción y abandono. Y sin
embargo, ¿cómo negar que un orgullo bien dirigido es causa a veces de
altas virtudes y de honrada conducta?
Sea como sea, no debemos ocultar que nuestra heroína era muy orgullosa.
Quien esto escribe no tiene manías o predilecciones aristocráticas. Al
contrario, siempre se ha obstinado en creer que no vale menos la gente
de los lugares que la más encopetada de la corte. _Mutatis mutandis_,
todo le parece lo mismo: la mujer del alcalde es igual a una emperatriz
o reina, la del escribano equivale a la duquesa más en moda en Madrid, y
el majo Fulanito se le antoja más brioso, y gallardo, buen jinete,
seductor, afable y ameno, que el más perfecto _dandy_ de cuantos ha
conocido.
Pero, mirándolo bien, esto no es espíritu democrático discreto, sino
negro y desconsolador pesimismo. La democracia optimista y sana
consiste, sin duda, en creer que la mejor educación desde la primera
infancia, el buen ejemplo y nombre de padres y abuelos, la obligación de
no deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio más
urbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuosos
o discretos, o seductores, o dignos o todo a la vez. En igualdad de
índole y de luces intelectuales debe, por consiguiente, valer mucho más
quien posee los dichos exteriores requisitos que aquel que no los posee:
en igualdad de condiciones internas, la hija de un marqués, por ejemplo,
aun cuando sea bastarda, debe conducirse mejor que la hija de un
pelafustán. De entender lo contrario por espíritu democrático, se
seguiría que lo que debemos desear es la igualdad bajando y no subiendo:
la nivelación en la ignorancia, la abyección y la miseria, y no la
nivelación y elevación posibles, en todos aquellos medios, en toda
aquella acumulación de recursos hecha por las pasadas generaciones, a
fin de que con su auxilio sigamos ascendiendo hacia el bien, hacia la
luz y hacia la belleza.
Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya por
caminos extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hasta
socialista, que pugne por dar a todos los hombres educación liberal,
recursos y cuantos elementos gozan los llamados aristócratas, si es que
estos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores; pero
si sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no me
explico la democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, que
procura retrotraer a la humanidad al estado salvaje.
De cualquier modo que sea, conste que yo no defiendo aquí esta o aquella
opinión. No es lo que escribo un tratado de filosofía política. No
intento tampoco presentar a doña Luz como un dechado de excelencias,
sino presentarla tal como ella fue.
Doña Luz sentía profundamente la dignidad humana, pero suponía que lo
claro y distinto de este sentimiento, que había en ella más que en otras
personas, no dependía sólo de un don natural y gratuito, sino de una
educación superior a la de la generalidad, y mucho más esmerada. Esto,
más bien que orgullo, parece modestia. Ella creía tener un ideal de sí
propia que había ido realizando y como trayendo fuera, merced sin duda a
su misma energía, pero auxiliada de circunstancias dichosas e iniciales
que debía a la Providencia, y en que no todos, sino pocos, se hallan. Se
juzgaba, pues, como favorecida por Dios, y por lo mismo con más
obligaciones que cumplir. Por cada favor divino, una obligación sagrada.
Tenía talento, estaba obligada a cultivarle; era bella y fuerte,
necesitaba conservar su fuerza y su hermosura; había recibido un nombre
ilustre, y, ya que no acertase a ilustrarle más, no debía mancharle.
Aunque ella se considerara igual por naturaleza a los demás seres
humanos, los juzgaba a todos marchando en busca de mayor bien y de
superior altura más luminosa y serena. Si ella, aun cuando fuese por un
capricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de la cumbre,
su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los que
estuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no a
aquellos que estaban tan bajos o tan hundidos en el lodo, que en vez de
alzarlos, se dejaría ella arrastrar cayendo en el lodo también.
Ya hemos indicado que el orgullo de doña Luz se velaba y envolvía en el
más discreto disimulo; y esto no sólo por prudencia y por interés
propio, sino por vivo sentimiento de caridad. Nada le dolía tanto como
humillar al prójimo. Si tal vez se complacía en lucir alguna habilidad,
alguna buena prenda de su espíritu, algún primor o elegancia de su
persona, era con los capaces de sentir el estímulo de imitarla o alzarse
hasta ella; no por el prurito de excitar estéril admiración o envidia
dolorosa.
Doña Luz, por lo mismo que tenía tanto orgullo, no tenía chispa de
vanidad. Gustaba en todo de pagar con usura lo que recibía. No anhelaba
que la amasen más de lo que podía amar ella. La coquetería era, pues,
para doña Luz un vicio ignorado y casi incomprensible. Su fallo, la
propia sentencia que ella dictaba acerca de cualquiera calidad, acto o
virtud de su persona, la lisonjeaba y complacía mil veces más que todo
el aplauso de cuantos la rodeaban. Así es que sólo quería agradar de
puro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, una
modestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban y
pasmaban.
Otras mujeres están anhelando siempre inspirar pasiones; doña Luz huía
de inspirarlas; y, aplicando un pronto desengaño, las mataba en todo
corazón antes de que naciesen. ¿Para qué ser amada si no había de amar a
quien la amase? En amor, lo mismo que en amistad, doña Luz deseaba dar
el doble. Y no pudiendo amar en Villafría, había poco a poco apartado de
sí a todos los mozos del lugar, y había elegido sus amigos íntimos entre
los viejos.
Si era dulce en su trato con todos, usaba tan estudiada cortesía, que
sin que la tildasen de soberbia, evitaba la intimidad con todos, menos
con cuatro sujetos.
El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunque
de cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quien
daba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a los
necesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mente
de doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos. En
esta oscuridad, y siendo además D. Miguel poco entusiasta, quería con
moderación a doña Luz; pero la quería con toda la fuerza de alma de que
él podía disponer para el cariño, que era poquísima. Doña Luz, en
cambio, idolatraba al cura de cierta manera. Se complacía en aquella
transparencia, en aquella nitidez, en aquella bendita vaciedad de su
espíritu, y le mimaba y agasajaba como a un niño pequeñuelo. Por medio
de un contrabandista que iba y venía con telas de algodón, hacía traer
de Lisboa para D. Miguel el rapé más selecto; y, procurando que no le
hiciesen mal, le enviaba confites, bizcochos y otras golosinas, a que el
cura era muy aficionado.
Otro íntimo de más importancia, era el médico D. Anselmo. Y digo de más
importancia, por lo que él valía, no porque doña Luz le necesitase. La
salud de doña Luz era insolente de buena. Ni un dolor de cabeza nunca.
D. Anselmo era un hombre despejadísimo, y no sólo hábil e instruido en
su profesión, sino de variada lectura y de singular facilidad de
palabra. No se extrañe que con tales dotes fuese médico en un lugar. O
la fortuna no le había sonreído, o su genio indómito y arisco se había
opuesto a que se encumbrase. Lo cierto es que, siendo persona de valer,
se había resignado a vivir y ejercer su facultad en Villafría.
Doña Luz tenía encantado a D. Anselmo y D. Anselmo a doña Luz. Para esto
había diversas causas. Ahora que están en moda los _schemas_, podremos
representar los espíritus del médico y de la señorita, como dos esferas
muy excéntricas, pero tocándose y compenetrándose por un lado, donde
formaban sendos casquetes unidos por la base; algo idéntico a la
humanidad en el _schema_ del ser, a la _lenteja_ que los krausistas han
hecho tan famosa. D. Anselmo y doña Luz tenían, pues, una lenteja
espiritual mancomunada, donde se entendían a maravilla, quedando el
resto de la esfera de cada uno desconocida e inexplorada por el otro.
Así es que jamás llegaban a saberse de memoria; escollo en que suelen
dar los entendimientos afines, y que a la larga engendra fastidio y
desvío.
Siempre tenían estos dos amigos campo en que hacer incursiones y
descubrimientos, tratando de penetrar o penetrando el uno en la mente
del otro. Nunca se hartaban de hablar, y su conversación era una eterna
disputa. Doña Luz era creyente y espiritualista con su poco de
misticismo; D. Anselmo, positivista feroz. D. Anselmo era además un
parlanchín de siete suelas, y nada le encantaba más que el que le
oyesen. Sólo se reposaban ambos en sus discusiones cuando jugaban al
ajedrez. Solían jugar uno o dos juegos diarios.
Don Anselmo, contaría ya sesenta años de edad. Estaba viudo como D.
Acisclo, y tenía una hija de veinte, morenilla muy agraciada, pequeña de
cuerpo, soltera aún, y llamada doña Manolita, alias _la culebrosa_. La
llamaban así por su extraordinaria viveza y movilidad. Afirmaban en el
pueblo que estaba hecha y como amasada de rabillos de lagartijas. Decía
y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos
inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también _el
trueno_; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de
bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera
que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más
excelente. Era leal, afectuosa sin malicia y sin envidia, de agudo
ingenio, y más juiciosa y reflexiva en lo importante de lo que prometía
su exterior y superficial aturdimiento.
Como doña Luz era grave y mesurada, doña Manolita le servía como para
completar sus modos de ser. Por esto, sin duda, y por las otras
cualidades de que hemos hablado, doña Luz hizo de ella su compañera.
Doña Manolita era la única persona a quien doña Luz tuteaba en
Villafría. Aún no se confiaba en ella con total abandono, porque doña
Luz era muy reservada; pero de día en día iba ganando más doña Manolita
en su corazón. Juntas salían a pie de paseo, juntas iban a la iglesia, y
juntas tenían costumbre de sentarse en las tertulias. Doña Manolita
remedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde la
llamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para los
galanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; y
recordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamaba
Polilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».
Respecto a D. Acisclo, pensaba doña Luz como su padre, y no guardaba al
antiguo administrador la más ligera inquinia, porque se hubiese alzado
con casi todo el caudal de sus mayores. Si el marqués se había empeñado
en arruinarse, ¿qué pecaba en ello D. Acisclo? Con cierta moral
alambicada, que don Acisclo no podía conocer, acaso hubiera salvado los
intereses del marqués, acaso hubiera hecho durar otros cuantos años más
el esplendor de la casa; pero pedir esto por aquellos lugares era pedir
cotufas en el golfo. Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamente
agradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que con
otro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubiera
sido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una dama
elegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos los
cuidados debidos. Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sido
de ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándola
huérfana de edad de cinco años y no de quince.
Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, con
su amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.
Por el buen parecer, doña Luz había vivido, sin el menor conato de irse
a su casa, en la casa de don Acisclo, hasta que cumplió veintidós años.
Desde entonces en adelante, intentó varias veces irse a vivir sola a su
casa; pero D. Acisclo la retenía suave y cariñosamente. Dábale a
entender que sería una tristeza quedar solo, después de haberse
acostumbrado a su compañía, y apelaba también, algo grotescamente, a qué
dirán, sosteniendo que doña Luz era muchacha y que no debía campar por
sus respetos como vieja solterona, que buena y severa que fuese, si
vivía sola, habían de decir que era _una vaca sin cencerro_.
Doña Luz, lejos de ofenderse, se reía de esta comparación poco galante,
y seguía viviendo en la casa del antiguo administrador.
Por otra parte, la independencia de doña Luz era perfecta.
Tres o cuatro cuartos le pertenecían exclusivamente en la casa, y
estaban amueblados con el gusto más primoroso. En ellos no entraban de
diario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; una
de las de _cuerpo de casa_, que hacía la limpieza bajo la inspección de
Juana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado;
y, por último, otros tres seres, que eran también semi--íntimos de doña
Luz, y que completaban o cerraban su círculo familiar. Eran estos tres
seres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuando
ella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien se
entendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que iban
mejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs. en
algunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco en
su clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él que
molestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad y
mansedumbre.
A más de esta sociedad cotidiana, no se negaba doña Luz a asistir a
otras de más ancha base. Los hijos, hijas, nueras y yernos de D.
Acisclo, con crecida y numerosa prole, sus consuegros y consuegras,
compadres y comadres, formaban una caterva con quien era menester
alternar. Todos ellos eran insignificantes y poco divertidos; no eran ni
malos ni buenos, y doña Luz hacía milagros de diplomacia para no
tratarlos mucho y no enojarlos tampoco.
En los días de cumpleaños y del santo de cada individuo de la familia de
D. Acisclo, había comida patriarcal en la casa, y mucho jaleo de baile.
Doña Luz no se excusaba de asistir a tales funciones, y casi siempre
acertaba a dejar prendados a todos de su amabilidad y alegría.


-V-
La amistad de doña Manolita

La vida de doña Luz era, no obstante, tan regular, tan monótona, tan sin
accidentes que diferenciasen unos días de otros días, que habían pasado
los años, y en la memoria de ella eran como sueño fugaz, donde todo
estaba confundido.
Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún tenía
mayor hechizo.
Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos o
pasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundo
ideal, donde no hay espacio ni tiempo. Así es que, si bien doña Luz, no
distinguiéndose en esto de los demás mortales, no pensaba ni sentía todo
a la vez, como las causas de su pensar y de su sentir más hondo no
tenían punto señalado en nuestro planeta, ni momento marcado en la
cronología, los efectos se sustraían también a las leyes de la sucesión
y del lugar y parecía que se daban en una eternidad inmóvil.
Me pesará de no ser claro y trataré de explicarme con más llaneza,
aunque peque de difuso. Doña Luz no era una soñadora mística; distaba
infinito de vivir en continuo arrobo; veía, comprendía y apreciaba
cuanto ocurría en torno de ella en el mundo real; pero los lances y
sucesos de Villafría la interesaban menos, aunque los veía de cerca, que
los lances y sucesos que las historias y novelas relataban, que la
poesía acertaba a presentarle o que ella misma fantaseaba en ocasiones.
No tenía tampoco doña Luz un corazón de cal y canto, sino un corazón muy
compasivo y afectuoso; se dolía de los males y desgracias del prójimo,
procuraba remediarlos, los consolaba a veces, y en esto consumía parte
de su actividad. Pero como su actividad era grande, y se dilataba muy
más allá de los límites de Villafría y aun se prolongaba de un modo
infinito, venía a resultar que lo más íntimo y esencial de su vida, lo
que más la afectaba no estaba en Villafría, y, por consiguiente, no
estaba en ninguna parte. Por esto, sin ser ella soñadora, vivía como
soñando.
Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hasta
afirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por el
día en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por la
noche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se ha
conversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia. Para
marcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente a
nuestro propio ser. Para doña Luz no había época de este orden desde la
muerte de su padre. Verdad es que, muy al contrario de la generalidad de
las mujeres, daba ella poco valer a multitud de cosas con que otras
llenan la memoria, sin descuidar ni borrar los pormenores al parecer más
insignificantes.
En nada, en mi sentir, se señala más que en esto el espíritu femenino.
Yo confieso que me quedo embobado oyendo referir a las mujeres sucesos,
lances o conversaciones. No hay menudencia que echen en olvido. Y dijo
éste... y relatan todo lo que dijo. Y contestó el otro... y no olvidan
palabra de lo que contestó. Y luego replicó el de más allá... y tampoco
se queda traspapelada una letra sola de la réplica. Imagina el oyente
que levantan acta circunstanciada y fiel de cuanto presencian y oyen. No
así doña Luz. Doña Luz hacía caso de muy pocos sucesos.
Lo que más la entusiasmaba, deleitaba o conmovía, lo mismo era de hoy
que de ayer, lo mismo de un año más tarde que de un año más temprano: la
vuelta de la primavera, un cielo lleno de estrellas, la luz de la luna,
el alba, el olor y la belleza de las flores, la música, los versos y
cosas así que son de siempre.
Hasta las relaciones amistosas de doña Luz con el médico, con el cura y
con D. Acisclo, eran invariables: estaban siempre en el mismo ser, sin
crecer ni menguar.
Sólo en las relaciones con doña Manolita hubo variación, aumentando la
intensidad en el afecto.
Partamos, pues, del instante en que crece y llega a su colmo esta
amistad entre doña Luz y doña Manolita.
Era una mañana de mayo. Ya hemos dicho que doña Luz madrugaba. También
madrugaba la hija del médico. A las siete de la mañana vino a ver a su
amiga, y penetró en su saloncito, donde tenía entrada libre.
Si cualquier hombre del mundo, conocedor de la vida de Madrid o de otra
capital de Europa, y conocedor del modo de vivir de nuestros lugares de
Andalucía, hubiera entrado allí, se hubiera sorprendido agradablemente y
hubiera dudado de lo que veían sus ojos.
El saloncito de doña Luz tenía todo el _confort_, toda la elegancia de
un saloncito de una dama madrileña de las más _comm'il faut_, a par de
ciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea.
Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros,
flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura.
Dentro del saloncito había asimismo plantas y flores en vasos de
porcelana. Una jaula grande encerraba multitud de pájaros que alegraban
la estancia con sus trinos y gorjeos. Tenía doña Luz dos primorosos
escritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos de
incrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; una
chimenea _francesa_ mejor construida que las otras que había en la casa;
espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamente
encuadernados.
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