Doña Luz - 04

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del P. Enrique: de modo que doña Luz le tenía por conocido y amigo,
aunque hacía cerca de veinte años que él faltaba del lugar y de Europa.
Todo este tiempo no le había vivido sólo en Manila. Había estado en
diversas tierras de gentiles, difundiendo la luz del Evangelio; había
pasado apenas creíbles trabajos; había arrostrado graves peligros, y aun
había estado dos veces a punto de alcanzar una muerte tan cruel como
gloriosa, no salvando la vida sino después de sufrir prolongado
martirio.
Referidas estas historias por D. Acisclo, fuerza es confesarlo,
aparecían grotescas en los pormenores. Por dicha, el P. Enrique escribía
a su tío tres o cuatro veces al año, y el tío se deleitaba en que doña
Luz le leyese las cartas en alta voz. Así conoció doña Luz que el P.
Enrique, a más de ser valiente hasta el heroísmo, y entusiasta y
fervoroso en todos sus actos y misiones apostólicas, era sujeto de claro
ingenio y de singular discreción y prudencia.
Su constitución física distaba mucho de corresponder a sus bríos
espirituales, y, aunque no tenía aún cuarenta años, ya en sus últimas
cartas se quejaba dulcemente de lo quebrantado de su salud, que le
impedía trabajar en empresas activas, y le estorbaba algo en sus
estudios.
La carta recién llegada era muy corta y traía fecha de Cádiz. Doña Luz
leyó, y decía así:
«Mi querido tío: Mis males se agravaron hasta tal extremo en Manila, que
los médicos decidieron que yo debía venir a Europa a pasar una larga
temporada. Con los aires del país natal aseguraban que me repondría. Mis
compañeros me echaron de allí: hasta el mismo Sr. Arzobispo me mandó que
me viniese. No hubo, pues, más remedio. Salí de Manila y, a Dios
gracias, hice una dichosa navegación. Tres días ha que estoy en Cádiz,
bastante más fuerte ya. Pasado mañana salgo de aquí en el ferro-carril
para esa villa. Expresiones cariñosas a los primos, primas, amigos y
demás parientes, y a su huéspeda de V. la señorita doña Luz. Le quiere a
V. mucho y desea abrazarle, su afectísimo sobrino».
Tal era la causa del júbilo de D. Acisclo; iba a abrazar al sobrino
santo, iba a vivir con él, iba a tener el gusto de lucirle en el lugar.
Doña Luz quiso en seguida mudarse a su casa y dejar su habitación en
casa de D. Acisclo, para que el padre habitase en ella.
Don Acisclo dijo:
--Nada de eso, hija mía. Tú por nada del mundo te vas de mi casa a vivir
sola en aquel caserón. Además, una mudanza tan precipitada sería un
trastorno. Yo tengo mi plan, y, con tu permiso, le hemos de llevar a
cabo. Enrique sé yo que gusta de la soledad para sus estudios y
meditaciones. Permite que vaya a vivir en tu casa. En un momento le
arreglaremos allí habitación conveniente. Tu casa está cerca. Iremos a
cuidarle si cae enfermo en cama, y cuando no, vendrá él a almorzar, a
comer y a charlar con nosotros todos los días.
Doña Luz insistió en irse a su casa; pero D. Acisclo siguió oponiéndose,
y fue menester que doña Luz cediera, ofreciendo gustosísima su casa para
que en ella viviese el Padre.
La estación del ferro-carril está a dos leguas muy largas de Villafría,
y D. Acisclo dispuso que saliesen todos los parientes y amigos a recibir
al Padre con mucha pompa. En efecto, no quedó vehículo de que no se
dispusiese. Se emplearon tres calesas, una tartana, propiedad de D.
Acisclo, y dos carros. Fueron de la expedición los hijos, yernos, hijas,
nueras y nietos de D. Acisclo, el cura, el médico, doña Luz, doña
Manolita y Pepe Güeto, y otras varias personas. Los que no cupieron en
los vehículos de ruedas, fueron a caballo o en burro.
El P. Enrique llegó bien y fue recibido con vivas por aquella turba, en
el andén de la estación.
En el lugar fue un triunfo su entrada.
Para todos los primos y primas trajo regalos: para ellos puros filipinos
en abundancia; para ellas, o pañolones bordados, que llaman en mi tierra
de _espumilla_ y de Manila en Madrid, o abanicos chinescos de los más
primorosos. Para D. Acisclo trajo armas japonesas, y para doña Luz un
juego de ajedrez de marfil, prolijamente labrado.
El P. Enrique se instaló muy cómoda y holgadamente en casa de los
Marqueses de Villafría, donde Tomás se ofreció para cuidarle; pero el P.
Enrique traía consigo un criado chino, llamado Ramón, que le cuidaba con
el mayor esmero.


-VIII-
Vida del Padre en el lugar

Pasado el gran acontecimiento de la venida del P. Enrique; luego que no
quedó en el pueblo nadie que no le viese, satisfaciendo así la
curiosidad; luego que le oyeron predicar en la parroquia y no hallaron
que sus sermones fuesen más bonitos que los de otro Padre, sino más
fáciles, más pedestres, más sencillos y con menos latines; y luego que
vieron que el P. Enrique ni contaba chascarrillos ni jugaba al billar ni
a la malilla, ni era más entretenido que otro cualquiera, todo Villafría
entró de nuevo en su estado normal.
Como piedra que cae en estanque profundo, la cual hace muchos círculos y
turba el haz del agua, y luego se desvanecen los círculos y vuelve todo
a su primer reposo sin que nadie se acuerde de la piedra, así sucedió
con el P. Enrique a los tres meses de estar en Villafría.
Verdad es que él procuraba eclipsarse. Si hacía obras de caridad hasta
donde sus cortos medios lo consentían, era tan sin estruendo, que nadie
se enteraba; si, movido a ello por compasión o porque lo juzgaba
absolutamente necesario, daba algún consejo, le daba con tal llaneza y
con tan pocos textos y autoridades, que nadie hacía caso, y aun había
quien supusiese que no sabía aconsejar por lo fino, acostumbrado a vivir
entre los salvajes allá en las Indias.
En suma, el P. Enrique, o no supo o no quiso hacerse popular. También en
él se cumplió la sentencia evangélica: _Nadie es profeta en su patria_;
también por él, si es lícito comparar lo pequeño con lo grande, pudo
decirse que _estuvo entre los suyos y los suyos no le conocieron_.
No iba al casino, no frecuentaba la tertulia del boticario, no sabía
palabra de política, no visitaba a las señoras devotas del lugar, en
fin, se aseguraba ya que no servía para nada.
Decía su misa diaria, y casi siempre estaba encerrado en el caserón del
marqués, que así le llamaban, donde andaba de continuo papeleando; esto
es, bregando con libros y papeles, ora escribiendo, ora leyendo cosas
que a nadie le importaban por allí.
Como Villafría era pueblo muy liberal y avanzado en ideas, acusaban
muchos al P. Enrique de hipócrita, de carlistón y de _neo_, y en cambio,
los verdaderos _neos_ y carlistones, que tampoco allí faltaban, miraban
con desdén al Padre, porque de nada les valía ni con ellos se
espontaneaba, o más bien, no tenía de qué ni sobre qué espontanearse.
Por fortuna era tan dulce el Padre que no podía mover a odio, y tan
silencioso y modesto que no excitaba la envidia. Todo se redujo a que le
olvidasen, viéndole; género de olvido que ocurre con frecuencia.
Sólo en la mayor intimidad, en medio de pocas almas escogidas, y de
alguna que si no lo era se dejaba llevar por el entusiasmo de las otras,
se desanudaba suavemente la lengua del P. Enrique; y las narraciones
amenas, los discursos elevados, los bellos pensamientos y nobles
sentimientos brotaban de sus afluentes labios y penetraban en los
corazones y en la mente del poco numeroso auditorio, aunque mejor sería
decir de sus pocos interlocutores, porque el Padre evitaba, cuanto
podía, monopolizar la palabra y prefería el diálogo en que todos
hablasen.
Sus interlocutores eran doña Luz, doña Manolita, el médico, Pepe Güeto,
el cura alguna vez y don Acisclo siempre.
Cuando venía más gente en casa de D. Acisclo, aquella franqueza
desaparecía, y la conversación, como por ensalmo y sin poder evitarlo,
bajaba al nivel villafriesco.
Las condiciones de entendimiento y de carácter movían a esto al P.
Enrique, no por altivez, sino por timidez. Con el humilde vulgo, allá en
los pueblos más cercanos a la naturaleza, en donde había vivido, había
acertado a explicarse por tan llano y persuasivo estilo que sus palabras
sin arte, santas y sinceras, habían quedado grabadas en los corazones,
llevando el convencimiento a las almas. Con sujetos de letras y
doctrina, o que por gracia, por entusiasmo, por hondo sentir poético y
por elevación de miras y de ideas, le infundían confianza y le
inspiraban simpatías, su discurso le arrebataba fácil e insensiblemente
a las más altas regiones; pero con ciertas gentes medianas, que presumen
de cultas, el Padre Enrique se recogía por instinto, sentía su carencia
de poder y de influjo, y ni era sencillo, ni era elevado, ni conmovía
por la candorosa expresión de los afectos, ni alzaba en pos de sí las
inteligencias, tendiendo el vuelo de águila la suya.
Villafría, población muy adelantada, producía este efecto en el P.
Enrique. Nada amilanaba su corazón, ni allí tenía que temer nada; pero
su entendimiento estaba amilanado y reconocía su carencia de influjo.
No afirmo yo que se establezcan corrientes magnéticas; pero, sin decirlo
como verdad, puedo decirlo como imagen; entre sus paisanos y él no había
corriente magnética alguna. La corriente magnética sólo existía entre el
Padre y las pocas personas que hemos nombrado ya, y que, durante todo el
invierno de 1860 a 1861, se reunían, sin faltar apenas una noche, en
torno del hogar de D. Acisclo, en la _cocina de los señores_, que
dejamos descrita.
En esta reunión se charlaba por los codos, y nadie hacía tanto gasto de
palabras como doña Manolita, cuyos graciosos disparates movían a risa
hasta al Padre, a pesar de su gravedad. A veces, no obstante, sin buscar
tema, sin el propósito preconcebido de enredar alguna discusión sobre
las más arduas materias, la discusión venía a enredarse, y entonces don
Acisclo, el cura, Pepe Güeto y hasta doña Manolita, callaban y oían, y
hablaban sólo el P. Enrique, doña Luz y el médico D. Anselmo.
Reinaba allí la más amplia libertad de pensamiento; y el médico, que era
el constante impugnador del P. Enrique, decía cuanto se le antojaba;
pero como todo corazón generoso lleva ingénitamente en su centro la
buena crianza, aunque no se la hayan dado, D. Anselmo, ni aun en la fuga
del más ardiente disputar, ni en la mayor violencia de sus ataques, se
olvidaba de velar y de mitigar su rudeza con la dulzura de la forma.
A través de esta forma dulce se mostraba, no obstante, la negación
radical de toda verdad que no venga a nosotros por la experiencia
sensible. Con fe se puede creer en lo sobrenatural; con imaginación se
puede crear un mundo trascendente de ideas metafísicas y religiosas. La
razón, en tanto, sólo puede saber lo que ella, en virtud de sus propias
leyes, induce del estudio y observación de los fenómenos que llegan a su
conocimiento por los sentidos. Esto sólo es la ciencia: lo demás será
poesía, o como quiera llamarse. Y el principio de la ciencia para D.
Anselmo era que hay una sustancia infinita, la cual, en virtud de la
inexplicable agitación y del prurito, que constituye su esencia, produce
variedad de seres, cuya perfección relativa, dentro del período en que
vivimos, y hasta donde la memoria puede penetrar en lo pasado, y la
prudente previsión en lo porvenir, va siendo cada vez mayor, merced a
cierto proceso ascendente y a cierto desarrollo que nos parece que no
termina. Cómo ello empezó y cómo habrá de acabar, sostenía D. Anselmo
que se ignora y que se ignorará siempre. Era vano, en su sentir,
obstinarse en ver más allá: si antes del principio de esta evolución
hubo otra; si después volverán las cosas al reposo y a la muerte, y si
luego se despertarán nuevo prurito y voluntad de los átomos, que los
lleven a agruparse y a crear otro universo, y vidas nuevas, y progreso,
y consciencia, y lo que llaman espíritu, y por último, muerte otra vez.
Sobre todo esto, sólo podían forjarse teorías y ensueños, lanzándose en
especulaciones aventuradas, más allá de los términos y linderos hasta
donde la razón nos sigue.
Y lo que D. Anselmo afirmaba de la vida total del mundo, lo afirmaba tan
bien de la vida de cada individuo. Durante dicha vida podía observarse
el desenvolvimiento gradual, hasta que la vida acababa. Pero antes del
nacer y después del morir, D. Anselmo sostenía que no atinaba a ver
nada: eran dos profundidades tenebrosas, dos insondables abismos, en
medio de los cuales se manifestaba la vida. Y las profundidades y los
abismos se hallaban como cubiertos de la sustancia, de la materia, de
esto que afecta nuestros sentidos, que no podemos concebir sin
accidentes y sin formas, que no podemos concebir mudando formas y
accidentes; pero que en lo esencial no puede ser aniquilado por la mente
humana. La única metafísica ineludible de aquel enemigo de la metafísica
era la eternidad de ese ser indefinido y vago. Él era el único
inmutable. Todo lo demás, esto es, sus apariencias y cambios, pues fuera
de él nada hay, era perpetua mudanza y fluctuación sin sosiego. Claro
está que de tal ciencia no podía nacer moral alguna, ni deber, ni
responsabilidad, ni libertad de nuestros actos; pero D. Anselmo, que era
excelente sujeto, apenas se atrevía a confesar semejante diablura, ni a
sí propio, y mucho menos a los demás; y armaba un caramillo de sutilezas
para probar que éramos libres y que debíamos ser buenos, y que había
algo de determinado en que la bondad consistía. De aquí que, si sobre
las cuestiones primeras reñía con el P. Enrique bravas batallas, en
estos puntos prácticos quedaba siempre derrotado, y se hacía un lío, con
aplauso general de todos, y más aún de su hija doña Manolita, quien
terminó una vez exclamando:
--Vamos, papá, perdona mi desvergüenza filial, pero tú no sabes lo que
te pescas.
Verdad es que doña Manolita dio a su padre un par de cariñosos besos
para endulzar aquella mortificación de amor propio.
Hasta hubo ocasión en que D. Anselmo se sintió más mortificado y vejado.
Entonces el propio P. Enrique tuvo que volver por él, afirmando que el
asunto era difícil y que no merece censura, sino aplauso, el que le
estudia con ahínco y con amor a la verdad, aunque se equivoque: que no
deben reírse los que no saben nadar, ni se echan al agua, de los que por
nadar se aventuran y se ahogan; y que sólo yerra el que aspira, y que
sólo da caídas mortales el que tiene arranque y valor para encumbrarse y
subir.
De esta suerte, encontró doña Luz un poderoso aliado para sus perpetuas
disputas con el médico, cuyo inveterado positivismo no cedía jamás ni
daba lugar a una conversión, pero cuyo concepto del saber, de la elevada
inteligencia y de la bondad del Padre, era mayor cada día.
Si esto pensaba el adversario y el incrédulo, ¿qué no pensarían los
creyentes, los que profesaban las mismas ideas, aquellos en cuyo favor
el P. Enrique tan hábil y cortésmente peleaba? La veneración, el
entusiasmo, la admiración por el P. Enrique, fueron subiendo en todas
aquellas almas, y más que en ninguna en el alma entusiasta, solitaria y
aislada de doña Luz.
Creíale un tesoro de santidad, un dechado de todas las virtudes, y un
pozo inagotable de ciencia. Cuando el Padre hablaba, quedábase ella
suspensa oyéndole, y se apartaba de todo y se reconcentraba a fin de no
perder ni un acento y de comprender el más hondo sentido de su discurso.
Su afán de saber se despertó como nunca, comparándose con el Padre y
notando cuán ignorante ella era: y, aunque el Padre no hacía ostentación
de su ciencia, ella le excitaba a que hablase, con mil preguntas, a las
que el Padre, por más que por modestia lo repugnara, tenía al fin que
responder.
La vida de las plantas, el movimiento de los astros, el sistema del
mundo, la historia de los pueblos, de sus emigraciones, lenguas,
creencias y leyes, todo era objeto de las preguntas de doña Luz, y a
todo se veía obligado a responder el P. Enrique.
A veces salía doña Luz de paseo con Pepe Güeto y doña Manolita, cuya
luna de miel se prolongaba de un modo poco común, y mientras los esposos
iban de burla o de risa, delante o detrás, y en interminable cuchicheo,
el Padre, que los acompañaba, sostenía con doña Luz un coloquio grave,
que a ella le parecía amenísimo, instructivo y sublime.
Los médicos habían amenazado al P. Enrique hasta con la muerte si volvía
a Filipinas antes de hallarse completamente repuesto. La permanencia,
pues, del P. Enrique en Villafría, había de ser de dos o tres años.
Él se había repuesto mucho, pero estaba aún delicado. Aunque era hombre
de cuarenta años, sus facciones finas y algo aniñadas le hacían parecer
más mozo. Era blanco, si bien tostado el cutis por el sol; los ojos y el
pelo negro; delgado, de mediana estatura, y de hermosa y despejada
frente. Su vida de peregrino y de misionero, haciéndole vencer la
debilidad de su constitución con la energía del alma, había prestado a
su cuerpo extraordinaria agilidad y soltura.
Las mujeres son curiosísimas, y doña Luz lo era más que las otras
mujeres. Nada excita tanto la curiosidad como cualquier merecimiento o
habilidad que se oculta. Y como el Padre, sin afectación, por no ser
propio de su estado, porque no gustaba de hacer alarde de cosa alguna,
no se había mostrado nunca a sus ojos como jinete, doña Luz, sin
malicia, empezó primero por cerciorarse de que lo era, de que había
viajado mucho a caballo en Cochinchina y en la India, y no paró luego
hasta que logró salir con él de paseo a caballo en compañía de D.
Acisclo. Doña Luz se compuso de suerte que hizo galopar al Padre y hasta
correr a todo escape, y el Padre galopó y corrió sin vanagloria de
hacerlo bien, haciéndolo perfectamente, y sin dar el menor indicio de
que lo hacía por complacencia galante, ni por lucirse, sino cumpliendo
con un deber. Doña Luz se aventuró demasiado y estuvo a punto de dar una
peligrosa caída al saltar una zanja. Su caballo no llevaba ímpetu
bastante y hubiera caído en ella, si el Padre, conociéndolo, no hubiera
llegado en sazón, excitando el caballo con el látigo, y con el ejemplo,
porque saltó primero.
El Padre, después del salto, con tanta dulzura y cortesía como firmeza,
reprendió por sus locuras a doña Luz; dijo que podría ser motivo de
escándalo el verle correr y saltar de aquel modo; prometió no volver a
salir nunca más a caballo, y cumplió la promesa.
Esta misma firmeza de voluntad encantó a doña Luz, aunque iba contra sus
gustos y caprichos. La paz y serenidad de espíritu del Padre la tenía
maravillada, y más aún su perspicacia. Juzgábale zahorí de corazones.
Todos los defectillos de ella, todas las faltas, conocía doña Luz que el
Padre las notaba, y que se las censuraba con rodeos delicadísimos; sin
dejar por eso de advertir también cuanto en el alma de ella había de
noble y de bueno, elogiándolo sin el menor empeño de serle grato por
medio de la lisonja.
Ella, entretanto, miraba en el alma del P. Enrique, y quería verla toda,
como él veía la suya. Y notaba que era clara y transparente, como la mar
que circunda a Andalucía, pero con un fondo de tal hondura, que a pesar
de lo diáfano del agua y de la mucha luz del cielo que en ella penetra,
iluminándola toda, la vista se desvanecía y se cegaba, y quedaba a
inmensa distancia de los últimos senos y capas de ondas, hasta donde se
fatigaba por sumergirse y calar.


-IX-
Homilía

En vida tan apacible llegó, para doña Luz y para sus compañeros de
tertulia, la primavera de 1861.
Durante la Cuaresma, el P. Enrique predicó varias veces, con mediano
éxito, no sobrepujando la fama de los otros predicadores con quienes
alternaba. El número de los fervientes admiradores del padre apenas se
aumentaba con alguien que no fuese de la intimidad de D. Acisclo.
Aquel año, por lo mismo que su sobrino estaba en el lugar, D. Acisclo
quiso echar el resto, en el Jueves Santo, y la cena algo profana, a que
dio ocasión la salida en procesión de la Santa Cena, fue opípara y
estruendosa.
Doña Luz estuvo amabilísima con todos, y doña Manolita muy alegre y
chistosa.
No eran éstas, sin embargo, las reuniones que agradaban a doña Luz y a
su amiga, sino las poco numerosas, familiares y frecuentes, donde ellas
mismas incitaban a D. Anselmo para que provocase y contradijese al
Padre, obligándole así a hablar sobre puntos de religión o de filosofía.
En no pocas ocasiones, el P. Enrique había lucido, en sentir de sus
oyentes, una elocuencia conmovedora; pero jamás produjo tan honda
impresión en los ánimos como la noche del Domingo de Resurrección.
Incitado D. Anselmo, después de otros menos importantes ataques, llegó a
decir lo que sigue:
--Todo es hablar de caridad y devoción, pero, bien mirado, no se ve en
vosotros sino egoísmo. No es la piedad, no es el amor a vuestros
semejantes quien os mueve, sino el anhelo de la salvación propia y el
miedo del infierno.
--Alambicando de esa suerte--contestó el padre Enrique--, no hay amor,
por desinteresado que sea, cuya raíz no esté en el amor propio. Las
palabras mismas lo declaran. ¿Qué es la compasión? No es más que cierta
cualidad, en cuya virtud padece el alma cuando ve padecer a otra como si
ella misma padeciera. Todo sacrificio, por consiguiente, que haga el
alma compasiva, ya del reposo, ya de la vida corporal, ya de la
hacienda, será considerado como egoísmo. El alma compasiva le hace para
librarse de un padecimiento; para que el ajeno dolor no le duela como
propio; para hallar para sí la paz y el bien que apetece. Todo acto de
filantropía proviene de compasión: luego proviene del amor propio; luego
nace del egoísmo. Lo más que los filántropos podréis decir en vuestro
abono es que vuestro egoísmo es un egoísmo bien entendido, un egoísmo
provechoso para todos.
--Ya lo ven ustedes, señores--replicó D. Anselmo--, el Padre, como no
puede ni sabe defenderse, ataca; pero sus razones no tienen fuerza
contra mí. Yo no vacilo en concederle que la virtud humana de la
filantropía proviene de la compasión y es por lo tanto egoísmo; pero ¿la
virtud divina de la caridad es menos egoísmo en su raíz y fundamento? A
fin de no padecer viendo padecer a otro, hago yo, por ejemplo, un acto
de filantropía: le hago para ponerme bien conmigo: soy, pues, egoísta;
pero el que hace una obra de caridad, por amor de Dios, para ponerse
bien con Dios, de quien toda su dicha depende ¿se muestra acaso menos
interesado? Todavía se me antoja que vale más el filántropo que el
caritativo, porque al cabo es más noble y más bella la condición natural
del alma descreída que siente como propias las penas extrañas, y con el
propósito de libertarse de estas penas obra el bien, que la condición
algo sobrenatural del alma creyente que obra el bien por temor de
castigo o con esperanza de galardón y de premio; y no ya por amor del
ser miserable a quien socorre y ampara, sino por amor del ser poderoso
de quien todo lo espera.
--Censurar que el alma busque siempre su bien, dijo entonces el Padre,
sería tan absurdo como censurar que busquen los graves su centro. Ley es
ésta indefectible, donde no hay libertad, donde no cabe ni mérito ni
demérito. La voluntad va derecha a la beatitud, donde sólo puede
aquietarse, como la piedra, desprendida de lo alto de la torre, cae sin
detenerse hasta dar en el suelo; como la bala, disparada por certero
tirador, vuela a clavarse en el blanco. Lo importante, lo libre, lo
meritorio está en poner bien la mira, en buscar el supremo bien donde en
realidad reside. Una vez señalado el bien, verdadero o engañoso, ¿quién
no va a él por acto tan voluntario como necesario, ya que amar y
apetecer el bien es la esencia misma de toda voluntad? El amor de sí
propio es de necesidad; necesidad de quien ni el mismo Dios se sustrae.
--No niego yo que sea así. Convengo en todo, Padre. Pero ¿dónde está
entonces la libertad, la responsabilidad de nuestros actos? No habrá
pecados ni crímenes, sino errores. La inteligencia se engañará y
presentará a la voluntad lo que es malo como bueno.
--Así sería, dijo el Padre, si fuese necesario todo error; pero el error
no es necesario siempre. En el error puede haber libertad, y por
consiguiente pecado. A veces las pasiones, que no queremos dominar,
ofuscan el entendimiento y le llevan a que yerre; a veces el don
sobrenatural de la gracia no acude a nosotros porque nos hacemos
indignos de él, y entonces también se turba y se engaña el
entendimiento. Pero no creo que disputamos hoy sobre el libre albedrío y
la fatalidad, sino sobre si el alma al amar es desinteresada, porque
busca su propio bien, aunque este propio bien estribe en el amor mismo.
--Así es--dijo doña Luz.
--Esa es la cuestión de hoy--añadió doña Manolita.
--Figurémonos--prosiguió el padre Enrique--, a un enamorado, a un
caballero a la antigua, que por complacer a su dama, y para darle gloria
y contento, padece insufribles trabajos, se expone a los mayores
peligros y lleva a feliz término las más dificultosas aventuras.
Figurémonos que todo esto lo hace por una dama de quien recela con razón
que jamás será amado. Y figurémonos, por último, que todo lo hace por
servirla y sin esperanza de recompensa. Todavía según el modo de
discurrir de D. Anselmo, podremos tildar este amor de interesado, ya que
el alma de aquel caballero halla deleite grandísimo en hacer cuanto hace
por la dama, aunque la dama sea ingrata; o ya que, si no halla deleite,
halla consolación, considerándose mil veces más infeliz si nada hiciese
de lo que hace y si no diese de su amor tan valientes y generosas
pruebas. Pero ¿qué mucho si el mismo amor mal pagado suele ser causa de
ventura y de gozo íntimo para el amante que prefiere amar, aun sin
correspondencia, a que se desprenda y aparte el amor de su alma,
dejándola solitaria, seca y vacía? Queda, pues, demostrado así que todo
es egoísmo, si bien es fuerza convenir en que hay egoísmos sublimes y
merecedores de perpetua alabanza.
--Acepto--replicó don Anselmo--, el ejemplo de esa dama y de ese
caballero andante de los buenos tiempos antiguos que el P. Enrique nos
presenta; pero dudo mucho de que el caballero haga sus proezas con la
esperanza de galardón ya perdida. La misma alta opinión en que tiene a
la señora de sus pensamientos le persuade de que no ha de ser ingrata.
El caballero se aventura, pues, y se afana interesadamente, esperando
galardón; pero, supuesto el caso extraño de que no le esperase, ya no
podría equipararse con el cristiano caritativo, en quien jamás ha de
suponerse que la esperanza fallezca. En el concepto que tiene de su Dios
va implícita la idea de su bondad, de su omnipotencia y de su justicia,
y en ellas libra la seguridad de la paga. Vuelvo, pues, a mi tema. Toda
virtud mundana será egoísmo; pero lo es más la caridad, ya que se funda
en firme creencia y en esperanza clara y evidente de que será
recompensada. A pesar de todo, no desdeñaría yo esta virtud, y juzgaría
soberanamente benéficas la esperanza y la fe de que procede, si no
dejara nunca de ser, aunque por fines interesados y egoístas, causa de
buenas obras; pero la caridad tiene un camino, cuando se extrema, para
lograr su objeto, no ya sirviendo, sino olvidando, desdeñando y
menospreciando al prójimo y a cuantos seres hay en este universo
visible. El alma que se retira dentro de sí, que se hunde en el abismo
insondable de su propia esencia, donde se une o cree unirse con su Dios,
¿qué vale a los hombres? ¿Qué amor les consagra? ¿Qué criatura terrenal
podrá existir por cuya suerte se interese? El alma que así se endiosa,
encastillada en su recogimiento soberano, lo desdeña todo, menos su
propio centro, donde vive identificada con el eterno amante a quien
adora y de quien recibe bienaventuranza completa.
Con dulzura insinuante y con el reposo debido, a fin de hacerse entender
bien y de poner en sus ideas orden y claridad, contestó entonces el P.
Enrique a los argumentos de D. Anselmo; mas, a pesar del dominio que
tenía sobre sí y sobre su palabra, la emoción que embargaba su ánimo
venía a revelarse en su acento, en el brillo de sus ojos y en el
encendido color de sus mejillas, pálidas de ordinario. Todo ello
contribuía a infundir en el razonamiento que hizo aquella singular
persuasión que cautiva los corazones y somete a blando yugo las más
soberbias y rebeldes inteligencias.
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