Doña Luz - 09

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Luz había de ir a Madrid con él; pero doña Luz lo repugnaba con tamaña
obstinación, que D. Jaime tuvo que transigir, concertando que por lo
pronto, esto es, mientras no fuesen ambos mucho más ricos, doña Luz
continuaría residiendo en Villafría.
Todo esto era tan poético que de fijo que el lector, pues lo sabe, no ha
de censurar a doña Luz como la censuraban las gentes de su lugar, sino,
en todo caso, por lo contrario: por sobrado rara y soberbia; porque
prefería vivir muchos meses del año separada de su marido a ser en
Madrid causa perpetua de dificultades prosaicas y económicas, bastantes
a dar muerte al amor más robusto.
Doña Luz, trazado así con firmeza y por su propia mano el porvenir de su
vida, no veía en su alma sino motivos de satisfacción y de contento. Su
ser íntimo florecía. El dulce anhelo de ser esposa y madre la conmovía
con presentimientos de inefable ternura. Una claridad interior iluminaba
su mente, beatificándola; y parecía que, trasminando a lo exterior,
irradiaba en su semblante y prestaba a su hermosísimo cuerpo mayor
beldad que nunca. Así como los campos se cubren de lozanía al llegar la
primavera, así como el cielo se tiñe de púrpura y oro cuando el sol va a
salir, así doña Luz se mostraba entonces más gallarda y refulgente.
Su alegría era tan noble, tan generosa y tan confiada, y la expresión
divina que esta alegría prestaba a su figura gentil era de tal suerte
simpática, que la censura quedaba desarmada al cabo, y al mirarla,
tenían que bendecirla todos los hombres.
En su ánimo era casi todo luminoso y alegre. Sólo quedaba, allá en lo
más hondo, un pequeño rincón, donde no penetraba bien la luz, y donde,
de cierta manera confusa, había como un germen, como una semilla apenas
perceptible de disgusto y de intranquilidad. Doña Luz, sin darse bien
cuenta de ello, por instinto salvador, trataba de arrancar aquella
semilla, de ahogar aquel germen, a fin de que no brotase de él la hierba
ponzoñosa.
Doña Luz pensaba en sus anómalas relaciones con el P. Enrique; en
aquella amistad vivísima, en aquel afecto que siempre le había mostrado.
Claro está que para doña Luz aquello no podía tener ni remotamente nada
de común con el amor. Mas, por lo mismo, su afecto hacia el Padre debía
permanecer, y las demostraciones de este afecto no debían cesar ni
mitigarse, so pena de que ella se inclinara a creer que eran de la
propia esencia que lo que daba de su alma al esposo futuro; que había
procedido como veleidosa e inconstante; que había puesto en uno, no lo
libre, lo intacto, lo jamás dado a nadie, que atesoraba solícito su
corazón, sino algo o mucho de lo que había antes dado a otro y
quitádoselo luego.
Así, pues, doña Luz se esforzó, aunque en balde, por estar como siempre
de afable y cariñosa con el P. Enrique. Y, como viese que no podía, como
viese que del tocarse su alma con la del Padre, ya por la palabra, ya
por la mirada, cuando antes parecía que brotaban calor y magnética
lumbre, entonces se formaba hielo, se lo explicó suponiendo que no hay
brío ni vigor en los corazones humanos para varios afectos, y que, donde
uno impera, los otros caen y desmayan, aunque sean de muy distinta
condición y naturaleza.
El alma del Padre continuaba siempre para doña Luz clara, diáfana e
impenetrable, como la mar profunda que ciñe y abraza las costas
andaluzas. El sol atraviesa muchas capas de agua y todo lo llena de
claridad; pero, allá en lo más hondo, se pierde y ofusca la mirada,
entre iris, reflejos, tornasoles y relámpagos argentinos, y nada se
distingue con exactitud y fijeza. El Padre no había cambiado, en
apariencia al menos. La misma serenidad, la misma dulzura de siempre. No
se alteraba su voz al hablar de D. Jaime ni con D. Jaime. Al hablar con
doña Luz, mostraba el Padre la antigua afectuosa benevolencia. Ni una
palabra donde ni remotamente se sintiese una punta de ironía, de pique o
de despecho.
«O el Padre tiene sobre sí propio un dominio inverosímil--pensaba doña
Luz--, o no me ha amado jamás. Sería de ver que la sospecha de Manuela,
que yo oí como injuria llena de maliciosa villanía, hubiese sido en el
fondo una creación ridícula de mi vanidad, que, profundizando bien el
asunto, me halagaba en vez de enojarme. No; no cabe duda: el bueno del
P. Enrique me estima; me tiene en alto concepto, merced a su mucha
indulgencia; me quiere como a prójimo predilecto; pero todo lo demás es
sueño absurdo; es presumida imaginación mía. Y más vale así».
Y al terminar doña Luz con estas palabras, suspiraba para desahogarse,
como quien se quita grave peso de encima.
En otras ocasiones, ansiosa de descargar más aún su conciencia, de
declinar toda responsabilidad, aunque por los raciocinios anteriores se
había demostrado a sí propia que no tenía nada de disgustoso de que
salir responsable, doña Luz iba esfumando en su memoria todos los
favores que había hecho al Padre; iba quitando todo valer y
significación a las muestras de afecto que le había dado; y lo iba
reduciendo todo a las mezquinas proporciones de una amistad fría y
severa, como la que puede y debe mediar entre un discípulo y un maestro,
ahuyentando de sí o borrando cualquier enojoso recuerdo, falso en su
sentir, hasta de la menor coquetería inconsciente, por parte de ella.
Entre tanto, pasaban los días y se aproximaba el de la boda, que había
de ser sin ningún aparato.
Don Acisclo y Pepe Güeto, no obstante, habían hecho un corto viaje a
Sevilla para comprar regalos a la novia, cada cual según sus facultades.
El de D. Acisclo fue magnífico. Consistía en unos pendientes y en un
broche de brillantes, que le costaron dos mil duros. El de Pepe Güeto
fue un brazalete que le costó diez mil reales.
Don Jaime había encargado a Madrid algunas galas y joyas, que debían
llegar de un día a otro.
Don Jaime mostraba viva impaciencia; parecía enamoradísimo, y trataba de
apresurar la boda.
Mientras más se acercaba el suspirado día, más tiernos estaban los
novios; sus coloquios íntimos eran interminables: juntos salían a
caballo, doña Luz en el suyo, y D. Jaime en otro bastante bueno y
bonito, de la propiedad de D. Acisclo; y también iban de paseo a pie, en
compañía de doña Manolita, muy ufana de haber sido la mediadora en
aquella feliz alianza.
El P. Enrique iba siempre a comer en casa de D. Acisclo, pero alegando
que tenía que escribir o que estudiar, se quedaba a almorzar en su casa,
donde su criado Ramón le preparaba y servía un frugal desayuno.
También de la tertulia de por la noche, o ya se retiraba más temprano
que de costumbre, o ya se retraía el Padre: pero esto no era de
extrañar.
Don Acisclo y Pepe Güeto le dieron el ejemplo. Ciertamente que la
conversación en voz baja de los novios y su involuntaria abstracción de
todos los circunstantes no convidaban a otra cosa.
El médico D. Anselmo iba y venía, permaneciendo poco tiempo en la
reunión. Ya no disputaba ni sacaba a relucir sus filosofías, porque doña
Luz no prestaba atención a nada que no fuese D. Jaime.
Resultaba, pues, que la tertulia, tan bulliciosa antes, se hallaba casi
siempre en cuadro.
Don Acisclo, D. Anselmo, Pepe Güeto y el Padre se escabullían; y
quedaban solos los novios, en su eterno palique, como decía doña
Manolita; ésta, que se resignaba con gusto a hacer el papel de dueña; el
galgo Palomo, que se echaba a los pies de D. Jaime, a quien había tomado
mucho cariño por conocer instintivamente el mucho que le tenía su ama; y
a veces el cura D. Miguel, a quien los cuchicheos de los amantes
producían idéntico efecto que los gritos y discursos de los filósofos,
dejándole gratamente dormido, y soñando quizá en el gran papel que le
tocaba hacer en aquel drama regocijado, cuando echase a los novios las
bendiciones.
Huérfanos ambos novios de padre y madre, y decididos a que la boda se
celebrase sin dar parte a nadie y sin ruido, lo concertaron todo tan
deprisa que ya no les faltaba sino cuatro días para verse casados,
exentos del cuidado de convidar a nadie de Madrid, y de llamar a amigos
o a parientes para que asistiesen a la boda en aquel lugar.
Al mismo D. Acisclo, agradeciéndole mucho su regalo suntuoso, y las
intenciones que tenía de convidar a toda su parentela, y de dar una
comilona y un baile, le suplicó doña Luz que no hiciese nada; que ella
quería casarse, ya que no en secreto, en silencio.
--A cencerros tapados--dijo D. Acisclo, que era muy aficionado a usar en
sentido metafórico la palabra _cencerro_.
--Eso es: a cencerros tapados--contestó doña Luz.


-XVI-
Meditaciones

El P. Enrique, según hemos apuntado anteriormente, no estaba ocioso: no
limitaba la actividad de su vida a hablar en la tertulia de D. Acisclo.
En la soledad de su cuarto se pasaba horas y horas leyendo y
escribiendo.
Como era modestísimo, no esperaba hacer algo que, dado al público, fuese
de gran utilidad, y sin embargo escribía una obra extensa de la que no
levantaba mano. Era una apología o nueva defensa del Cristianismo contra
los ataques de los más flamantes filosóficos panteístas, positivistas y
materialistas.
El singular y simpático candor del Padre se revelaba en cada frase de
este notable escrito. Se diría que todo él era, más que un libro de
polémica, un monólogo, o mejor dicho un diálogo, en que alternaban dos
voces de la misma alma. Su entendimiento frío, calculador, apartado de
la fe, proponía cuantos argumentos, ya metafísicos, ya históricos, ya
tomados de las ciencias de observación, pueden presentarse contra la
revelación sobrenatural, contra la vida inmortal del espíritu y aun
contra Dios mismo. Y su entendimiento también, ilustrado de mayor luz y
acompañado y fortalecido por la fe, respondía a los argumentos
susodichos, aquietándose con la victoria.
Allí nada había de afectado ni de convencional. Era el ser del Padre,
que se retrataba fielmente. Se diría que su fe, encerrada en interior y
fuerte alcázar, peleaba contra el humano discurso, que no quería
destruirla, pero que hacía cuantos esfuerzos son conducentes para ello,
a fin de verla salir vencedora y triunfante de estos esfuerzos mismos.
Desde la venida del diputado D. Jaime, el Padre iba cada día
deteniéndose menos en casa de su tío, y por consiguiente quedando más
tiempo en su estancia solitaria.
La obra, con todo, no cundía ni adelantaba por eso. Antes bien, el padre
escribía en ella menos que nunca. Se sentaba en su bufete; se colocaba
delante el libro en blanco, donde iba vertiendo sus ideas conforme se le
ocurrían, salvo el ponerlas más tarde en orden según un plan sabio y
bien meditado; tomaba la pluma por último; pero todo era en balde. No se
presentaba nada claro y concreto que decir. Un mar de pensamientos y de
sentimientos se agitaba en su espíritu, como si viniese sobre ellos el
más violento huracán, barajándolo y revolviéndolo todo, por donde, en
vez de una creación armónica, brotaba el caos tenebroso.
De esta suerte, después de soltar la pluma, los codos sobre la mesa, la
diestra en la mejilla, se pasaba el Padre largas horas sin escribir y
sin hacer nada. Otras veces andaba por el cuarto a largos pasos. Otras
se echaba en un sillón y se cubría el rostro con las manos. Jamás se
había sentido tan inactivo, tan incapaz y tan infecundo.
Un día cerró con despecho el volumen en que iba escribiendo sus apuntes,
y se puso a escribir en hojas sueltas. La inspiración entonces vino sin
duda en su auxilio. La pluma corrió precipitada como si el torrente de
ideas que tenía que verter le imprimiera un movimiento extraordinario.
¿Por qué raro hechizo hallaba el Padre esta facilidad para escribir en
hojas sueltas, cuando tan premioso estaba para escribir en el libro? El
hechizo no estaba en el libro ni en las hojas sueltas, sino en el
asunto.
El Padre se acababa de decidir a escribir sobre otro, que singularmente
le importaba, que le preocupaba hacía tiempo, que pesaba sobre él, y del
que era menester desahogarse. Por esto la pluma corría.
El padre estaba fijando en el papel lo más recóndito de su alma.
«No basta--escribía--, ¡oh mi Dios!, que yo me confiese contigo. ¿Qué
tinieblas no penetras Tú con tu claridad? ¿En qué abismo no se hunde tu
mirada? Tú lo sabes todo. Nada tengo que decirte. Sólo debo pedirte
perdón. Pero el peso de este misterio de mi alma me abruma, mientras sin
tomar forma, sin revestirse de la palabra, vive en mi centro,
conociéndole tú solo. Es indudable: aun prescindiendo de la virtud
sagrada del sacramento, la confesión es un manantial de consuelos; es,
cuando menos, un alivio. Confesar a alguien nuestra pena, nuestra
humillación o nuestro pecado, es compartirlo todo con él. Pero ¿a qué
semejante mío podría yo confesarme? Los amigos, los sabios directores de
mi conciencia, aquellos en quienes yo me confiaba, están muy lejos, allá
en los mares e islas del extremo Oriente. Es verdad que todo sacerdote
sentado en el tribunal de la penitencia, investido por Dios mismo de la
facultad de sentenciar y de absolver, recibe por gracia lo que a veces
por naturaleza no ha recibido: bastante lucidez de espíritu para
comprenderlo todo. Y sin embargo, yo no me decido a confesarme con este
excelente y benigno D. Miguel. ¿Qué le voy a decir? ¿Tengo algo de
terminante y de bien calificado? ¿Hay infracción clara de los
mandamientos divinos que constituya mi culpa? Mi culpa es grave,
gravísima, y no obstante, yo no puedo declarársela a D. Miguel sin
referir pormenores, sin aludir a personas, sin comprometer a alguien a
quien no tengo derecho a comprometer. Yo puedo echarme a los pies de
este buen sacerdote, y decirle que soy soberbio, envidioso, impuro, y
pedirle que me castigue y luego me perdone; pero lo íntimo de mi falta
quedará por confesar: es por mil razones inenarrable para él.
»¿Es por esto mi confesión imposible? En cierto modo, yo puedo aliviarme
del peso que me fatiga, sacándole fuera de mi alma, encadenándole en la
palabra escrita, aunque nadie la lea. La palabra es don divino, y posee,
entre mil otras virtudes, una admirable energía consoladora. Lo que se
fija y encierra en letras, queda allí como preso y atado, y no lastima y
destroza tanto el corazón como lo que persiste en él inefable e informe.
Además, para conocerme mejor, para ver mi mal, conviene presentármele de
una manera distinta. El aspecto exterior, nuestro semblante, ¿cómo verle
sin que en un espejo se refleje? Así el alma, así las heridas que en
ella hay, aunque duelan, aunque aflijan, no se comprenden, no se
perciben por completo, cuando quedan confusas en el fondo del alma
misma, y no se expresan y declaran en el lenguaje humano. Quiero, pues,
estudiarme con valor, romper o desatar la venda o compresa que las
cubre, y catar yo mismo mis heridas.
»Obra de Dios es la hermosura. Mas no acusemos a Dios del uso que puede
darse a su obra. Fabrica el alfarero un vaso primoroso, y no es
responsable del veneno que luego se deposita en él y que tal vez apura
hasta las heces nuestro sediento labio.
»Ella es hermosa de alma y de cuerpo. Sus ojos, azules como el cielo, no
revelan sino ideas y sentimientos llenos de limpia honestidad. No puedo
acusarla de la menor provocación, ni siquiera instintiva y por ella
ignorada. Ni reflección traidora, ni ciego instinto hubo jamás en ella
de perderme. Y esto fue la causa de mi perdición. Contra los efectos de
aquella reflección o de aquel instinto de sobra hubiera yo acertado a
precaverme. Ni siquiera hubiera yo tenido que tomar precaución alguna.
Conocido el intento, patente a mis ojos el engaño, me hubiera disgustado
en lugar de atraerme. Su propia inocencia, su candidez purísima ha sido,
pues, como agudo puñal con que ella ha traspasado mi corazón. Creyéndome
ella todo de Dios, poseedor de sus favores, vidente de sus perfecciones,
regalado y deleitado con sus dulzuras, ni pudo recelar extravío, ni
quiso presumir con soberbia que por ella hubiera yo de olvidarme de
Dios. Por eso me mostró la beldad interior de su alma en toda la
desnudez inocente y casta de quien nada teme. Me abrió su corazón, y me
dejó entrar en lo íntimo de su conciencia, y yo me embriagué con su
aroma.
»Un plan astuto, hábilmente forjado por mi pasión, maduró en mi
pensamiento, mostrándose como exento de pecado. Para forjar este plan,
me apoyé en las condiciones de su carácter y en las circunstancias de
que la rodeaba la ciega fortuna. ¿A quién había de amar ella en estos
lugares? Si hasta los veintiocho años había vivido sin prendarse de
hombre alguno ¿no era probable, casi evidente, que viviría ya de la
misma manera el resto de su vida? Todo aquel brío de voluntad, todo
aquel tesoro de amor que yo descubría en su pecho, todos aquellos
pensamientos elevados y generosos que agitaban su mente, todas aquellas
aspiraciones sin nombre, infinitas, divinas, que germinaban en su
espíritu, en perenne primavera ideal, todas aquellas flores celestiales,
nacidas en el huerto sellado de su fantasía y cultivadas con esmero por
su recto juicio, propenso por naturaleza, educación y gracia, a lo santo
y puro ¿a quién había ella de dedicarlos y consagrarlos? A Dios, y nada
más que a Dios, pensé yo. Pero, con intención egoísta, confesándola
apenas, concerté luego conmigo mismo en ser yo el medio por donde tanto
bien volviese a Dios, de donde había provenido.
»¿Quién sino yo podía comprenderla en este lugar, entre gente zafia y
villana? ¿Quién ordenar y aclarar sus vagos ensueños? ¿Quién interpretar
los enigmas? ¿Quién señalarle el blanco adonde importaba dirigir
oraciones y suspiros, para que no fuesen como mal disparadas saetas que
se pierden en el aire y acaban por dar en tierra, sin llegar a herir
dicho blanco? ¿Quién acabar de abrir a su razón, ansiosa de verdad, el
recinto misterioso de las más sublimes doctrinas? ¿Quién declararla el
por qué y el cómo de las cosas, hasta donde es posible saberlo? ¿Quién
servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces, cuando subía por
cima de todo lo natural y creado, anhelante de tocar a la inaccesible,
eterna e inexhausta fuente de donde mana? En suma, yo me lisonjeé de ser
su maestro, su amigo, el depositario de sus ideas, el que oyese,
moderase y avivase o templase a su placer las palpitaciones profundas de
su corazón entusiasta. Todo el raudal de amor que de él brotaba y que
iba a ti, Dios mío, no, jamás pensé en robártele y guardarle para mí;
pero pensé con egoísmo en abrir cauce en mi espíritu a aquel claro,
impetuoso y cristalino torrente, a fin de que llegara por él a su
centro. Nunca soñé con ser el término de la carrera del raudal, sino con
ser el camino por donde sus limpias ondas se fueran derivando,
hermoseando el camino al paso, y reflejando en él el cielo sereno y
todas las galas de la tierra, con más primor en el reflejo y con mil
veces mayor hechizo que en la realidad misma.
»¡Qué bien me has castigado, Dios mío! ¡Qué bien me has castigado! Pero
si en el castigo venero y acato tu justicia, te doy gracias por tu
misericordia. ¿Qué no merecía yo por mi delito? Mi indigno cálculo ha
sido desbaratado; mi insano sofisma se ha vuelto contra mí: yo mismo he
quedado envuelto en la red cautelosa que había tendido.
»Harto lo reconozco ahora. La concupiscencia del espíritu es la peor de
las concupiscencias. Repugna por anti-natural. No la atenúa la
consideración de que nuestra sangre está viciada. No es vicio, en quien
el vigor y la salud del cuerpo, si no hermosean, mitigan la fealdad. Es
pecado pasado por alambique: extracto, esencia, refinamiento espantoso
de lascivia.
»¿Y cómo estaba yo tan ciego para no verlo y horrorizarme? Yo lo creía
todo etéreo, santísimo, limpísimo. Hasta ha habido instantes de
obcecación, en que la he culpado, en que la he tildado de inconsecuente,
de falsa, de perjura, de infiel.... ¡Cielos santos! ¡Qué frenesí fue el
mío! Ella no me prometió nada; ella no se ligó conmigo por lazo alguno.
Ella me amaba antes como ahora me ama. No, no ha habido mudanza en ella.
Si ella hubiera visto antes lo que yo tenía en el pecho, no hubiera sido
menester que llegase D. Jaime para que se apartase de mí con horror. Yo
mismo no lo veía antes. Ahora lo veo y me horrorizo. Abominables
sentencias, infames propósitos, conjuros del infierno, estaban grabados
en mi pecho, como en lámina de bronce, pero con tinta invisible, que
sólo el reactivo de los celos ha hecho patente para mi vergüenza.
»El cielo ha humillado mi soberbia. Yo me estimaba en más, en muchísimo
más de lo que soy. Mis trabajos, mis penitencias, mis largas y
peligrosas peregrinaciones y misiones se me figuraba que habían ganado
para mí el favor del cielo; que habían revestido este pecho mortal de un
escudo, de una coraza diamantina, que me había hecho invulnerable. Yo
soñé que había ahogado en el inmenso piélago del amor divino todos los
otros amores terrenales y caducos. Yo me figuré que ya no podría amar
nada, ni a nadie, sino por el amor de Dios. Creí que toda beldad
perecedera, que toda bondad de las criaturas, que toda gracia, que toda
luz, no sería a mis ojos sino reflejo débil y frío de la beldad, de la
bondad, de la gracia y de la luz eternas, cuyos fulgores imaginaba
entrever, en cuyas llamas me complacía en sentir ardiendo mi corazón.
¡Cómo me adulaba el espíritu tentador a fin de hacerme caer! ¡Cuán
astutamente me engañaba! ¡Cuán ciega confianza fue la mía al principio!
Así como hábil jardinero, si descubre entre malezas una planta
nobilísima, la lleva a su jardín y la cultiva con afán para que todo
vicio contraído entre las malezas acabe, y para que, merced a su cuidado
prospere la planta y dé al fin lindas y aromáticas flores y sabrosos
frutos; así yo, al hallar la bella alma de esta mujer, henchido de
fatuidad, me propuse mejorarla, hermosearla más, purificarla de todo
defecto y hacerla florecer y fructificar abundosamente en virtudes,
conocimientos y perfecciones. Esto es lo que a las claras me sugería el
infierno; esto es lo que sólo me confesaba yo a mí propio; pero, allá en
el fondo de mi contaminado espíritu bullían otras ideas, hervían otros
propósitos, como nido de víboras cubierto de hierbas medicinales. Hoy
sólo me incumbe alabar a Dios por el desengaño, y agradecer a don Jaime
que, apartando esas hierbas, haya inquietado a las víboras en su nido y
haya hecho que yo las vea y las sienta y procure arrojarlas de mi pecho,
aunque para ello sea menester hacerle pedazos.
»Dios mío, Dios mío, si estás en mi alma, si no la has abandonado, acude
a mi voz y consuélame y perdóname. ¿Qué vale ella, qué vale toda su
hermosura, toda la lozanía de su mocedad, toda la noble altivez de su
mirada, todo el ritmo de su forma, toda la gracia de sus movimientos, si
acierto a volver de nuevo mi mente y mi voluntad hacia ti, en quien no
hay excelencia, beldad y gracia que no se cifren y resuman?
»¿Por qué pusiste, Dios mío, esta sed inextinguible de amor en el centro
del alma? Sin duda para que en lo divino se hartara. Pero, bien lo sabes
tú: yo te he buscado en el centro del alma, y, si por dicha te hallé,
fue sólo entre tinieblas, vago, indeterminado, confuso. Así te he amado
sobre todas las cosas. Así me he abrazado estrechamente contigo. Yo he
creído ver la gloria y esplendor de tus atributos, y te he amado y
alabado.... ¿Por qué, pues, no me mostraste con nitidez tu beldad, en la
pura idea, allá en lo hondo del pensamiento mío? ¿Por qué esta beldad,
reflejo tuyo, ha hecho su aparición deslumbradora, lejos de ti y fuera
de mí, hiriendo lo profundo de mi ser, no de un modo inmediato y
espiritual, sino por medio de los sentidos groseros?
»Perdóname, Señor. Mil blasfemias brotan de mi pluma. El pecador
indigno, que debe dar estrecha cuenta de sus acciones, quiere mover
pleito a tu bondad y apelar de tu justicia. Pero tú sabes cuánto
padezco, y me compadeces y tal vez me perdonas. Tú llenabas antes mi
alma. La vi, me aluciné, y ella llenó mi alma en el lugar tuyo. Hoy,
cuando ella me abandona, el vacío, el abismo y la soledad que siento me
aterran.
»Pensamientos impíos nacen en mí. Veo patente la inmensidad, la
omnipotencia del amor, único fin de la vida. A ti mismo, sólo con amor y
por amor se llega; pero la duda me desespera y atribula. Dudo de que
pueda mi ser finito satisfacer su amor enlazándose a un ser infinito,
que ni cabe en su entendimiento ni su razón comprende. El amor aspira a
Dios; pero ¿cómo alcanzarle? La fe me da alas para llegar hasta ti; pero
tengo perdida la esperanza, y las alas se rompen. Dejé de tender el
vuelo hacia ti. Quise confundir mi alma con la de ella, para que unidas
fuésemos ambas almas en busca tuya. Y ella me ha dejado. Mi alma está
sola, en la tenebrosa región del éter, en el vacío insondable y frío,
sin astro que le dé luz ni calor, lejos de todos los soles, más lejos
aún de donde tú moras. Dios mío, Dios mío, ¿qué será de mi alma?
»Hubo en mi afecto por esta mujer una serenidad y una limpieza harto
engañosas. Me la fingí etérea, fantástica; intangible, como deben ser
los ángeles; inasequible, durante la vida mortal, como es el cielo. Hoy,
cuando pienso que va a caer en brazos de un hombre, en balde lucho por
apartar de mí las imágenes que mi fantasía me traza y presenta. Antes
creía admirarla con un sentimiento a manera del sentimiento del arte,
desinteresado, exento de fin y de utilidad y de deleite, que en él no
estuviera. Y hoy veo que sus labios piden besos y los van a dar, y que
todo su gallardo cuerpo no está sólo destinado a la especulativa
contemplación, con la inmóvil e impasible tranquilidad de la estatua,
sino a que el alma enamorada palpite y se estremezca en todo él
haciéndole mil veces más bello y deseable.
»¡Dios mío! ¡Qué envidia! ¡Qué ira! ¡Qué tempestad de malas pasiones
conmueve mi corazón! ¿Por qué no acabas con mi infame y miserable vida?
¡Ay!... la muerte... la muerte... antes de que llegue el día en que se
casen».
El escritor tranquilo y crítico procura poner y cuando tiene habilidad
pone en sus escritos lo mejor de su alma.
Allí se mira él luego, y se deleita mirando su interior belleza. Por el
contrario, el escritor apasionado se alivia escribiendo, como si lanzase
fuera de sí la ponzoña que le corroe y mata.
Escritor de esta última clase, en la presente ocasión, el P. Enrique
depositó en el papel, con el desorden que hemos visto, sus más negros y
envenenados pensamientos. Hizo luego un violento esfuerzo sobre sí, y se
quedó relativa y aparentemente tranquilo.
Tenía colgado de la pared un Cristo de marfil, clavado en una cruz de
ébano, y de rodillas ante él, rezó y pidió perdón de sus pecados y de
las blasfemias y maldades que acababa de escribir a fin de libertarse de
ellas y de no volver a pensar en ellas, si era posible. El Padre pedía a
Dios un milagro: olvidarla, dejar de amarla, que Dios hiciese de suerte
que él viniese a entender que no era a doña Luz a quien había amado,
sino a un fantasma parecido a doña Luz, cuyo bulto nebuloso se sustraía
a todo abrazo corporal, cuyo corazón no latía más vivo al sentirse
estrechado por otro, cuyos labios no besaban ni cedían comprimidos por
los besos de otros labios, y cuyos pies, en suma, no tocaban este bajo
suelo.
Como quiera que fuese, o ya por dolor de que no cupiera en lo probable
tan raro milagro, o ya por fervor religioso que suavizaba sus amargas
penas, el P. Enrique vertió dos lágrimas que bajaron con lentitud por
sus mejillas descarnadas.
Después, como hombre acostumbrado a vencerse, con gran dominio sobre sí,
y en extremo vergonzoso de todo acto que ofendiese la dignidad de su
persona, el Padre se calmó, compuso su semblante, procuró darle la
expresión habitual, y empezó desde entonces a trabajar para aparecer
impasible y sereno hasta el mismo instante en que doña Luz y D. Jaime se
diesen el sí al pie del altar y recibiesen la bendición del sacramento
que para siempre había de unirlos.
Lo escrito en las hojas sueltas lo guardó el Padre dentro del libro de
la nueva apología, y lo encerró bajo llave en el cajón de su bufete.


-XVII-
La boda

Don Jaime, entre tanto, había traído para la novia un hermoso traje, y
collar y pendientes y broche muy ricos de diamantes y perlas. Doña Luz
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