Doña Luz - 10

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no pudo menos de reprenderle por esto. Tildó su excesiva generosidad de
desatino, de imprevisión y de censurable despilfarro. Ella misma sintió
como remordimientos de ser causa de aquel gasto ruinoso; pero los
remordimientos de doña Luz iban mezclados con una dulzura grandísima, al
reconocer ella en aquel gasto la más irrefragable prueba de amor. Las
censuras severas, que su buen juicio le dictaba, salían de sus labios
neutralizadas ya por la sonrisa y por la blanda languidez del acento con
que las profería, y acababan de perder todo su valor, convirtiéndose en
apasionadas muestras de gratitud, merced a las miradas cariñosas con que
las acompañaban sus ojos.
Doña Luz distaba mucho de ser vana, y distaba más aún de ser codiciosa.
No la movía el interés; no la deslumbraba el brillo del oro y de la
pedrería. Lo que la encantaba era la locura misma que D. Jaime hacía por
ella, el desprendimiento generoso y el sacrificio desmedido que
representaba aquel regalo, en proporción a la fortuna de D. Jaime.
El regalo, pues, si ya no hubiese estado doña Luz tan prendada, hubiera
acabado de enamorar y seducir su corazón.
Doña Luz, que se creía dotada de un instinto infalible para adivinar por
el rostro la índole de las personas, había fallado desde luego que D.
Jaime era franco y generoso. El regalo la corroboró en su buen concepto.
Don Acisclo, cauteloso y prudente, no bien había sabido que doña Luz
trataba de casarse, aunque conocía con certeza el nacimiento, la
posición y los bienes de D. Jaime, propuso a doña Luz que él pediría
informes acerca de la conducta del novio. En sentir de D. Acisclo, era
menester saber si en Madrid había dejado relaciones amorosas, si era
jugador o calavera, si tenía algún hijo natural y otros pormenores por
el estilo.
Doña Luz contestó que le indignaba tal espionaje; que su amor a don
Jaime era la mayor garantía del valor de D. Jaime: que si ella dudase de
él no le amaría; y que amándole, ella misma se ultrajaba, dudando de él.
Don Acisclo oyó estas y otras razones que le parecieron enrevesados y
absurdos tiquis-miquis; no hizo de ellos el menor caso; y escribió y
pidió informes a varios sujetos muy conocedores de todo en Madrid. Los
sujetos respondieron concordes que D. Jaime era un varón discreta y
altamente morigerado; que no tenía ni había tenido relaciones que le
comprometiesen; que no jugaba, o que si jugaba, no perdía; y, en cuanto
a los hijos, que lo único que podían asegurar es que no habría ninguno
que pidiese a don Jaime que le reconociera por tal, dándole su nombre,
pues ya ellos, si existían, tendrían el suyo cada uno.
Se guardó muy bien D. Acisclo, aunque palurdo, de referir a doña Luz, en
todas sus cínicas menudencias, el resultado de sus investigaciones; pero
no quiso ocultarle que las había hecho, y, lleno de júbilo, se complació
en declarar a doña Luz que casi había venido a averiguar que D. Jaime
era un dechado de virtudes.
Llegó, por fin, el día en que se celebró la boda sin el menor aparato.
El cura D. Miguel casó a doña Luz y a D. Jaime. Sólo fueron testigos o
se hallaron presentes D. Anselmo, Pepe Güeto y su mujer, don Acisclo y
dos de sus hijos, un íntimo amigo de don Jaime, venido para ello de la
corte, coronel de caballería, y llamado D. Antonio Miranda, y los
criados de la casa de D. Acisclo.
El P. Enrique fue también testigo de la boda. Su fuerza de voluntad
triunfó de todos los obstáculos. Estuvo impenetrable. Nadie hubiera
podido sospechar que aquel tranquilo y alegre testigo de la boda era el
mismo que había escrito, pocos días antes, las apasionadas palabras que
ya hemos leído.
El P. Enrique no se olvidó de nada. Habló a doña Luz con el mismo afecto
de siempre y a D. Jaime con la más amable cordialidad.
No quiso tampoco ser menos que Pepe Güeto y doña Manolita, dejando de
hacer un presente. Sus medios no alcanzaban para comprar joyas, ni él
las poseía; pero conservaba aún, a pesar del regalo hecho a D. Acisclo
cuando vino de Filipinas, varias armas japonesas, chinescas e indias,
con las cuales se podía formar una bella panoplia, y un extraño ídolo de
bronce que representaba al dios Siva. Este fue el presente que hizo el
padre Enrique a don Jaime para que adornase su despacho.
El P. Enrique se había venido a vivir en casa de su tío la víspera de la
boda, dejando libre la casa de doña Luz, donde ésta se fue a vivir con
su marido en cuanto se casó.
La luna de miel empezó entonces para doña Luz, no menos dulce y más por
lo sublime que la de su amiga doña Manolita. Con el trato y la
convivencia, lejos de menguar la estimación que tenía ella a don Jaime,
se aumentó de continuo, descubriendo doña Luz en su marido o creyendo
descubrir nuevas prendas de entendimiento y de carácter.
Sea efecto de la educación o de la naturaleza, lo cierto es que mientras
al hombre, por lo general, le enoja saber que su mujer, su novia o su
querida ha tenido otros amores, a la mujer le encanta y enamora más
saber que su marido o su amante los tuvo. Y esto por recatada que ella
sea y por celosa que se muestre. En una mujer son las prendas que más
las honran la honestidad y el recato; en un hombre el entendimiento y el
valor. De aquí que hasta la doncella más religiosa y moral, lejos de
mostrar repugnancia por su futuro cuando entrevé que ha sido hombre de
las que llaman ahora _buenas fortunas_, se entusiasma, se encapricha o
se apasiona más por él.
Las tales _buenas fortunas_ dan testimonio para ella del mérito del
galán que tan amado ha sido; prestan mayor valor a que el galán se haya
enamorado de ella, pues que la ha preferido entre muchas a quienes podía
rendir o tenía ya rendidas; y hasta parece como que da a ella una misión
alta y moralizadora y lisonjera, a saber: la de apartar a su amante, en
virtud de superiores y más puros atractivos, de la senda algo extraviada
que antes seguía, de darle la jubilación en su empleo de seductor y de
travieso, y de convertirle en inofensivo, sosegado y juicioso padre de
familia.
La buena educación, las leyes rígidas del decoro, las que se designan
con el nombre o frase francesa de _conveniencias sociales_, no
consienten que un galán se jacte de sus pasadas conquistas ante la mujer
honrada a quien pretende o a quien ya enamora y posee; pero estas
conquistas, no reveladas por él y sabidas por ella, contribuyen
extraordinariamente a que el amor de ella suba de punto. El haber sido
feliz en amores es y ha sido siempre para el hombre el medio más eficaz
de seducción. Y esto desde los tiempos heroicos y primitivos hasta
nuestros días.
Cuando las citadas conveniencias sociales no lo vedaban, los galanes
empleaban siempre, como recurso para rendir y cautivar corazones, el
recuento de sus felices amoríos ya pasados. Homero, que lo sabía o lo
adivinaba todo, nos refiere que hallándose Júpiter en el Gárgaro, que es
el más alto pico del Ida, Juno fue a verle con el cinturón de Venus
oculto, en el cual cinturón están los hechizos todos del amor, que roban
la prudencia a los varones más circunspectos y razonables. Júpiter,
pues, al ver a Juno, se dejó vencer por la fuerza de aquellos hechizos;
la requirió de amores con la mayor vehemencia; y no encontró modo mejor
de someterla a su propósito y deseo que el de citarle todas sus
travesuras y lances galantes, asegurando que en ninguno de ellos, ni con
Dánae, ni con Leda, ni con Europa, ni con las demás princesas y ninfas
que había seducido, se había sentido nunca tan _emocionado_, permítaseme
la palabrota, como en aquella ocasión. Nada, en efecto, podía lisonjear
más a Juno que el que Júpiter la dijese que ella tenía mayor poder que
las otras para _emocionarle_.
Algo de esto, ya que el corazón es el mismo siempre, se realizaba en el
de doña Luz, sin necesidad de que D. Jaime trajese a cuento sus pasadas
conquistas, imitando la desvergüenza patriarcal del hijo de Saturno.
Doña Luz sabía que D. Jaime había sido adorado en Madrid; y, al verle
tan prendado, tan rendido y tan amoroso y humilde, se llenaba de
orgullosa complacencia, juzgándose mil veces más amada que todas sus
antiguas rivales. Para completar su satisfacción, hacía además doña Luz
un deslinde crítico, acerca de este negocio, que rara vez dejan de hacer
las mujeres de su condición y en sus circunstancias. El amor de D. Jaime
por las otras mujeres había sido profano y pecaminoso; el que a ella
tenía era virtuoso y santo; para las otras había nacido de capricho, de
vanidad, de extravío juvenil o de otras pasiones ilegítimas; para ella
nacía el amor de D. Jaime del manantial más elevado y puro del alma, el
cual, con su benéfica corriente, iba purificando el corazón de su amigo,
borrando de él toda huella y toda mancha de las pasadas culpas y
dejándole más limpio que el oro. Toda esta santificación y limpieza
íntima era obra poco menos que milagrosa y sobrehumana del amor de doña
Luz y del fuego purificante de sus ojos.
Apenas hay mujer, por cándida que sea, que se atreva a decir a nadie
esto que aquí se apunta; pero las más de ellas, cuando se encuentran en
la posición de doña Luz, lo sienten y lo creen a pies-juntillas, aunque
se lo callan por temor de las burlas irreverentes de incrédulos y
bellacos.
Dimanaba de todo algo como embriaguez de felicidad para doña Luz. Su D.
Jaime parecíale un Dios; pero un Dios que la adoraba a ella y que había
de vivir siempre rendido a sus plantas.
De aquí que doña Luz aniquilase y como embebiese su voluntad en la de D.
Jaime, cediendo a todo lo que él deseaba.
Doña Luz cedió en el empeño de quedarse a vivir en Villafría y consintió
al cabo en seguir a Madrid a su amigo.
Lisonjeada además y avergonzada de los ricos presentes que él le había
hecho, quiso también hacerle uno, y entregó a su marido 30.000 reales
que había ahorrado, a pesar de las muchas limosnas y obras de caridad
que hacía. Con estos 30.000 rs. que D. Jaime, por más que se resistió,
tuvo que aceptar para no ofenderla, a más de gastar parte en amueblar la
casa, dispuso doña Luz que le sacase D. Jaime en Madrid su título de
marquesa. Lo que nunca había querido cuando soltera lo quiso ahora para
que su marido fuese marqués, y ella como que le sellase con su propio
título y sello, juzgando que así le haría más suyo.
Don Jaime, que hasta entonces había vivido en Madrid modestamente en un
cuartito de soltero, no quería llevar a su mujer a una fonda, ni
alojarla mal al principio; y, de acuerdo con doña Luz, resolvió ir a
Madrid solo, pues además le llamaban del Congreso con urgencia; poner
casa, si bien con economía, como doña Luz llena de juicio se lo
recomendaba; y, luego que la tuviese puesta, volver por doña Luz a
Villafría.
Este plan era más de doña Luz que de D. Jaime. Mucho le pesaba tener que
separarse de su marido, aunque fuese por muy breve tiempo; pero tenía
grande encanto para ella el que D. Jaime mismo preparase a su gusto la
casa en que había de recibirla, y donde ella se proponía vivir con
modestia y sin frecuentar paseos, teatros y tertulias, para no ser
gravosa gastando. Y no menos la encantaba, no por ella, que en esto no
tenía vanidad, sino por su marido, el que, cuando ella apareciese en
Madrid, estuviese el título sacado, y la pudiesen llamar señora
marquesa.
En suma, a los doce días de casados, durante los cuales, ciega doña Luz
para cuanto la rodeaba, apenas vio ni habló más que a D. Jaime, éste,
colmado de abrazos y de caricias, tratando de enjugar las tiernas
lágrimas que derramaba doña Luz, y mostrándose él mismo muy conmovido,
salió de Villafría para Madrid, dejando a doña Luz sola en su vetusto y
noble caserón, donde, según queda ya indicado, había ella hecho
trasladar todos los muebles, primores y libros, que en casa de D.
Acisclo habían adornado su habitación antes de la boda.


-XVIII-
Glorioso tránsito

Con la ausencia de D. Jaime, que no debía prolongarse más de un mes,
quedó doña Luz algo melancólica, si bien de dulce melancolía; pero con
el espíritu más libre y sereno para volver a sus antiguos amigos, en los
ratos en que a solas no se recreaba con el recuerdo del dueño ausente.
Doña Luz había vivido como en éxtasis, y ahora volvía en sí, y no sólo
pensaba en su amor y saboreaba toda su ventura, retrotrayéndola
reposadamente a la imaginación, sino que sentía, según suelen sentir las
personas todas que se juzgan felices, la necesidad de expansión y el
prurito de estar amable, como si quisiera hacerse perdonar el bien que
poseía; bien, que, por ser tan poco y tan raro en la tierra, siempre
parece que a costa de alguien se disfruta.
Ello es que la tertulia de casa de D. Acisclo volvió a renacer,
trasladándose a casa de doña Luz.
Los íntimos asistían a ella todas las noches; a saber, don Acisclo, D.
Anselmo, el cura, Pepe Güeto, su mujer y el P. Enrique.
La pasada animación renació también con la tertulia. Don Anselmo,
excitado, volvió a desenvolver sus doctrinas de positivismo, y el Padre,
cediendo a las instancias de doña Luz y de su amiga, volvió a discutir
con su acostumbrada dulzura, tranquilidad y sosiego.
El P. Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco, ni más caído que
antes. En su voz no se notaba jamás la menor alteración; nada de
violento ni de atormentado en sus ademanes ni en su gesto.
Doña Luz solía mirarle, y aun examinarle, con inquietud y disimulo; y no
descubriendo el menor síntoma de la pasión que algunas veces había
supuesto en él, se sosegaba y alegraba, desechando todo recelo, si bien
con una sutilísima y apenas perceptible mortificación de amor propio. Se
diría que doña Luz procuraba taparse los oídos interiores del alma, y
que, a pesar de esto, oía a veces una voz honda, delgada y penetrante,
que la zahería, diciendo:
«¿Es posible que hayas sido tan vana que hayas imaginado que te amaba
este bendito siervo de Dios? ¿No es ridículo que te hayas atormentado de
puro presuntuosa, calculando los estragos de un mal involuntario que
suponías haber hecho? ¿No temes que el diablo se ría de ti, y que Dios
también se ría, si en Dios cabe risa, cuando miren en lo interior de tu
conciencia y vean cuánto te halagaba, a la par que te asustaba, la fatua
invención de que ibas a matar de amor y de celos a este pobre fraile?
Mira qué impasible está. Desengáñate: él piensa en sus devociones, en
sus libros, en sus estudios, en las obras que escribe, y nada se le
importa de que estés casada o de que estés soltera. ¡Buen castillo de
humo levantó tu orgullo! ¡Curiosa leyenda de amores románticos y
desesperados forjaste allá en tus adentros!».
Doña Luz, al oír esta malvada voz, que era sin duda voz del infierno,
tenía miedo a que le pesara de que el amor del P. Enrique y sus celos y
su desesperación fuesen ilusorios.
Por dicha, doña Luz era buena, y era además enérgica y briosa de
voluntad, y pronto imponía silencio a la voz y apaciguaba en su pecho la
turbación y alboroto que la voz causaba.
Lo más sano y lo más razonable era dar por seguro que el Padre no había
pensado en ella jamás sino como se piensa en un prójimo predilecto, y
que de esto debía ella alegrarse de corazón, y que de esto se alegraba.
Doña Luz, pues, quiso que en lo exterior, en sus relaciones con el
Padre, en sus conversaciones y trato con él, no se introdujese novedad.
Toda novedad le parecía acusadora de que antes había habido un
sentimiento ilícito que ella había extirpado de su alma, y que, si aún
existía en la del padre, era más ilícito y feo.
Pudo tanto en doña Luz esta idea, que casi extremó más que nunca sus
muestras de cariño y predilección hacia el P. Enrique. Le tomaba la
mano, le miraba con indecible ternura, le sonreía embelesada, le
aplaudía como sentencias punto menos que divinas todas sus frases, y
buscaba su conversación y se hechizaba con ella.
El Padre tenía el don raro y funesto de ver en el fondo de los
corazones, y veía en el de doña Luz, y ya, advertido por el desengaño,
conocía el ningún valor amoroso que todas aquellas demostraciones
tenían. Pero así la dulzura de las demostraciones como el pensamiento de
su pertinaz y mal pagado amor le destrozaban el pecho.
¿Qué sabemos si esto procedía de soberbia o de virtud cristiana o de
ambas cosas a la vez, ya que en el espíritu del hombre se mezclan y
combinan a veces los buenos y los malos instintos, y combaten ángeles
buenos y malos, movidos por encontradas razones, y conspirando, no
obstante, al mismo fin? Lo cierto es, que ni en una queja, ni en un
suspiro, ni en una mirada, ni en una palabra, por sutilmente que
quisiera interpretarse, reveló jamás el Padre Enrique, ni dejó entrever
a los curiosos y ávidos ojos de doña Luz la tempestad oculta en el
centro de su alma.
No acudir a la tertulia como hasta allí había acudido, e irse del lugar
o a Filipinas o a otro país cualquiera, apenas doña Luz casada,
parecíale al padre mísera flaqueza y confesión pública de su pasión
criminal. Imaginaba que, retrayéndose de todo o fugándose, iba a dar
escándalo, iba a hacer creer lo que hasta allí nadie tal vez había
creído. El padre tenía vergüenza de que nadie, vivo él, llegase a
adivinar su profano amor; pero de nadie tenía más vergüenza que de doña
Luz.
«Muera yo, Dios mío, muera yo--decía--, antes de que ella sepa que la he
amado, que todavía la amo».
Para lograr esto, el Padre empeñó consigo mismo la lucha más atroz. Era
menester más dominio sobre la natural condición para vencer en esta
lucha que el del esparciata que sin verter una lágrima y sin lanzar un
quejido se dejó desgarrar el cuerpo por las uñas de una fiera. Ni enojo,
ni envidia, ni celos, ni amor se propuso mostrar el P. Enrique, sino
amistad finísima e inalterable como siempre. Y lo consiguió de tal modo,
que doña Luz acabó por desechar toda sospecha de que el Padre la hubiese
amado nunca. Entonces le juzgó muerto para cuantos afectos vienen a
nuestro ser por los sentidos; le creyó inaccesible a cuanto no pasa
directamente de Dios al espíritu. Así explicaba mejor, dejando a salvo
su vanidad, que el Padre no la hubiese amado.
Entendía también doña Luz que allá en su pensamiento había ofendido al
Padre, imaginándosele enamorado. Y así por desagravio, como por la
superior admiración que su impasibilidad le causaba, como por el
convencimiento más firme cada vez de que no habría de enamorarle,
hiciera lo que hiciera, se dejó llevar de su afición a prodigarle
finezas y a darle las pruebas más lisonjeras de amistad profundísima.
El espíritu es fuerte y lo sufre todo; pero nuestro cuerpo es débil, y
el espíritu que encerrado en él acomete empresas inhumanas, superiores a
las fuerzas del cuerpo, acaba por matarle.
Allá en su mocedad, cuando estaba sano y robusto, el Padre había hecho
grandes penitencias y había sido duro y terrible con su pobre cuerpo.
Más tarde, fatigado y quebrantadísimo por sus trabajos, cedió al consejo
y mandato de médicos y confesores, y se cuidó y no abusó. La idea de que
los excesos de la vida ascética eran como un lento y doloroso suicidio y
de que rayaba en perversión el deformar y destruir en nosotros la más
hermosa obra del Todopoderoso, este ser y esta forma de que el alma se
reviste en la tierra, y que las mismas Sagradas Escrituras llaman templo
del Espíritu Santo, había acudido a la mente del Padre, moviéndole a
desistir de materiales mortificaciones.
El Padre desde entonces cuidaba de su cuerpo como cuida el esclavo de
una prenda, de una máquina que su señor le confía, a fin de que
sirviéndose de ella haga que la hacienda prospere. Lo que este modo de
pensar pudiese tener de orgulloso lo disipaba el Padre, concediendo en
su mente que en absoluto Dios no necesitaba de él para nada; que su ser
no valía más que el de otro hombre cualquiera; pero que Dios le había
creado para algo y no para que se destruyese, ya que destruirse era
infringir una ley divina, turbar o querer turbar el armónico conjunto de
las cosas, y distraer violentamente una fuerza viva del punto de acción
que la naturaleza le ha marcado.
Cediendo a todas estas consideraciones, el P. Enrique miraba por su
salud y por su vida, sujetándose a un régimen ordenado y bueno.
No se hería materialmente, no se atormentaba largo tiempo hacía con
ayunos, con cilicios y con vigilias forzadas; pero en este combate
misterioso en que se aventuró, en este silencio y disimulo, en esta
aparente impasibilidad que adoptó, en esta dominación tiránica con que
su espíritu angustiado quiso imponer e impuso al cuerpo que no dejase
traslucir su dolor ni en ayes, ni en llanto, ni en una contracción
siquiera de los músculos del rostro, ideó el padre, tal vez sin querer,
el más espantoso de los martirios, verdadera venganza, rudo castigo de
su culpa, si culpa hubo.
El atleta en la fuga de los más briosos ejercicios, el guerrero mientras
riñe la más brava batalla, sostenidos por el entusiasmo y por la
excitación nerviosa, no sienten su cansancio ni llegan a postrarse. La
postración no sobreviene sino después del triunfo. El soldado de Maratón
no cayó muerto hasta que dio a los atenienses la nueva de la victoria.
No de otra suerte el P. Enrique sostenía maravillosamente su papel,
mientras que estaba en presencia de doña Luz o en presencia de otra
persona cualquiera. Pero en el retiro de su cuarto, como si se aflojasen
los resortes que tenían sus nervios en perpetua tensión, solía caer
desfallecido. Mal ahogados suspiros brotaban de su pecho, en el cual
sentía opresión dolorosa; tenía vértigos, la vista se le nublaba, se le
dormían los dedos o notaba en ellos calambres e insólito frío; las
imágenes y especies que guardaba su memoria se revolvían en confusión;
le dolía la cabeza y hasta se le trababa la lengua y tartamudeaba cuando
hablaba con Ramón, su criado.
Repetidos ataques de este género tuvo el P. Enrique, siempre en la
soledad de su estancia. El Padre tenía algunos conocimientos médicos, y
él mismo se curaba con auxilio de su criado. Ya se hacía poner
sinapismos, ya dar fuertes fricciones, ya se aplicaba a la nariz cierta
hierba, por cuya virtud provocaba una ligera emisión de sangre, ya se
cubría la cabeza con un lienzo mojado en agua fría.
Cuando se aliviaba de su mal no dejaba nunca de decir a Ramón:
--Esto no ha sido nada. Cállate y no digas a nadie que he estado
enfermo.
--Bien está, mi amo; contestaba el criado.
Así las cosas, en una mañana, que era la del día décimo después de la
partida de D. Jaime, el Padre Enrique tuvo un ataque más fuerte que los
anteriores.
Aquella noche, según contó después Ramón, el padre no había podido
dormir: había estado agitadísimo. Ramón le había sentido andar a grandes
pasos por el cuarto. Había acudido de puntillas para que no se enojase
de que le espiara, y le había visto escribir. Después había vuelto a
notar que andaba en el cuarto. El padre se durmió, por último, pero con
un sueño que asustó bastante a su fiel criado; sueño fatigoso,
acompañado de un ronquido o silbo a manera de estertor. Su rostro estaba
demudado y más pálido y ojeroso que ordinariamente.
Ramón, con todo, tal respeto tenía a las órdenes que su amo le daba, que
no se atrevió a llamar al médico. Tampoco se atrevió a despertar al
Padre.
Este despertó por sí, pero su despertar fue tremendo. Tenía inmóviles
los músculos de la cara; paralizada la lengua que no podía pronunciar
palabra alguna; la mirada incierta, y las extremidades del cuerpo
rígidas y frías como el mármol.
Ramón, desolado y lleno de terror, acudió en busca de D. Anselmo y llamó
a D. Acisclo para que acompañase a su sobrino.
Don Anselmo vino pronto, y apenas vio e inspeccionó al enfermo, mostró
en su semblante consternado el cuidado que le inspiraba.
--Sea V. franco, D. Anselmo--dijo don Acisclo--: ¿qué tiene mi sobrino?
--Es un caso muy grave--contestó tristemente el doctor.
--¿Cómo es posible? ¿Quién lo creyera--replicó don Acisclo--, cuando
ayer estaba tan bueno?
--Usted no lo creyó porque no veía el mal que interiormente le mataba.
Su sobrino de V. es harto sufrido y sabe disimular. ¡Ojalá no hubiera
disimulado tanto y hubiéramos podido llegar a tiempo!
--¿Qué, entiende V. que no es tiempo ya?
--Señor D. Acisclo, usted quiere de corazón a su sobrino; pero usted es
valeroso y entero de alma. ¿Para qué rodeos? Menester es que lo sepa V.
todo. El Padre se halla en el mayor peligro.
--¿Qué enfermedad es la suya?
--Una enfermedad más rara que en los robustos y sanguíneos, en los
flacos y entecos, y, por lo mismo, en éstos mucho más peligrosa. Quizás
asiduos trabajos intelectuales, atroces disgustos, prolongadas vigilias,
la agitación del alma duramente refrenada y el fuego comprimido de las
pasiones, obran misteriosamente en nuestro organismo y promueven esta
explosión: el corazón se hincha, adquiere una fuerza enfermiza e
irregular, y de repente inunda el cerebro de sangre.
--¿Qué quiere V. significar con todo eso?
--Quiero significar que su sobrino de usted tiene una apoplegía
fulminante.
Don Acisclo, que amaba a su sobrino, que le consideraba como el
complemento de la gloria de su familia, de la que él era el otro
complemento, tuvo un sincero y hondo dolor, y estimuló con súplicas y
lamentos el celo del médico.
No necesitaba éste de estímulos. Deseaba volver la salud al Padre; pero
conocía que su situación era desesperada, que sólo un milagro podía
salvarle, y él no creía en milagros. Humanamente, entre tanto, hizo
cuanto pudo y supo. No quiso sangrar al enfermo porque le encontraba
débil en demasía, pero le dio los medicamentos más enérgicos y conocidos
para estos casos.
A fin de evitar o hacer que cediese la inflamación de las membranas de
la cabeza, le puso un cáustico en la espalda junto a la nuca, y se valió
de revulsivos para llamar la sangre y el calor a las extremidades.
Todo, no obstante, fue en vano.
La noticia de la enfermedad del Padre corrió en seguida por el lugar y
llegó a los oídos de doña Luz, quien vino al instante a verle.
¿Quién sabe los extraños y tristes pensamientos que atormentaban a doña
Luz, cuando entró en el cuarto donde el padre estaba en cama; en el
cuarto mismo que ella había ocupado hasta que se casó y donde había
dormido durante más de doce años?
Silenciosa y grave llegó doña Luz hasta la cabecera. Allí, con la cabeza
levantada y sostenida por varias almohadas, estaba el Padre sin dar
señal alguna de conocimiento. Los ojos como dormidos, entornados los
párpados, muda la lengua. Tal vez sentía, veía y comprendía aún; pero no
tenía medio de comunicar sus impresiones por carencia de fuerza
muscular.
Largo rato le miró doña Luz sin pronunciar palabra. Al fin rompió en
amargo lloro. Se sentó luego en una silla en el más oscuro rincón de la
alcoba, y permaneció callada y llorando, y procuró que olvidasen su
presencia allí.
Con la agitación de los tres asistentes del enfermo, hubo un momento en
que dejaron sola con él a doña Luz.
Ella se alzó entonces de su asiento, y volvió a mirarle con fijeza, con
obstinación, con atracción invencible, como el viajero cuando va por el
borde de un precipicio mira el abismo que le atrae, y ansía ver lo que
hay en lo más hondo y tenebroso de su seno.
Las lágrimas de doña Luz brotaron con mayor abundancia entonces. Creyó,
como nunca, con más vehemencia que nunca, que aquel hombre y su Cristo
muerto se parecían. Imaginó, o vio en efecto, que el Padre, inmóvil,
sentía y comprendía allá en su interior, y que la miraba haciendo un
esfuerzo para dominar aún, con el brío de la voluntad, los nervios y
músculos inertes que ya no le obedecían. Entendió, por último, que la
mirada del enfermo era suplicante, amorosa, tristemente dulce. Por un
impulso irresistible, hondamente conmovida, casi sin darse cuenta, sin
reflexionar y sin vacilar también, como no vacila ni reflexiona lo que
se mueve impulsado por una fuerza fatal, doña Luz acercó suavemente el
rostro al del Padre, y puso los labios en su frente macilenta, y luego
en sus dormidos párpados, y luego en su boca, ya contraída, y los besó
con devoción fervorosa, como quien besa reliquias.
No pudo más doña Luz. Exhaló un ¡ay! agudo y cayó desmayada en el suelo.
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