Doña Luz - 01

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Doña Luz
Por
Juan Valera
Biblioteca Perojo
Paris
1897


A la señora condesa de Gomar

Estando en casa de V., en una noche del verano pasado, conté la sencilla
historia de Doña Luz. Hallola V. bien, gracias sin duda a la indulgencia
con que me mira, y me animó para que la escribiese. Prometí escribirla y
dedicársela a V.; aceptó V. la promesa, y hoy con el mayor gusto la
cumplo. Lo que me desazona es el corto valer del don en sí o su ningún
valer, si se atiende al de la persona a quien le dedico, por su talento
y belleza tan general y justamente encomiada. Sea, con todo, mi
dedicatoria muestra, aunque pobre, del respetuoso cariño que V. me
inspira.
Por lo demás, aunque la novela no divierta, creo yo que vale algo por
las muy graves y severas lecciones que contiene.
Pongo a un lado las mil y quinientas que cualquier agudo crítico puede
sacar si se empeña en elogiarme y lucirse, y me limito a la lección que
se da, no ya sólo a los frailes, que al fin pocos hay en España ahora,
sino por extensión a todo caballero cortesano, viejo o algo machucho,
que se enamora con amor vicioso.
El desastrado caso del P. Enrique deberá servir de escarmiento y grabar
en la mente del cortesano viejo, como moraleja principal, aquellas
advertencias divinas con que el ilustre Micer Pietro Bembo hermosea y
corona el libro de _El cortesano_.
Estas advertencias dicen en resumen que el cortesano «enderece su deseo
a la hermosura sola, y cuanto más pueda la contemple en ella misma
simple y pura, y dentro en la imaginación la forme separada de toda
materia, y formándola así la haga amiga y familiar de su alma, y allí la
goce, y consigo la tenga días y noches en todo tiempo y lugar sin miedo
de jamás perdella, acordándose siempre de que el cuerpo es cosa muy
diferente de la hermosura, y que, no solamente no la acrecienta, mas que
le apoca su perdición. Desta manera será nuestro cortesano viejo fuera
de todas aquellas miserias y fatigas que suelen casi siempre sentir los
mozos, y así no sentirá celos, ni sospechas, ni desabrimientos, ni iras,
ni desesperaciones, ni otras mil locuras llenas de rabia, con las cuales
muchas veces llegan los enamorados locos a tanto desatino que aun a sí
mismos quitan la vida»: como sucedió al P. Enrique, volviendo a mi
cuento. Al cual Padre le hubiera estado mejor valerse de este amor como
de escala para subir a más alto grado. Porque, considerando la
estrecheza de estar siempre ocupado en contemplar la hermosura de un
cuerpo solo, debió sentir deseo de ensancharse algo y de salir de
término tan angosto, y para ello debió también juntar en su mente muchas
hermosuras, y, reduciéndolas a una sola, formar aquella que sobre toda
la naturaleza se extiende y derrama.
Sabido es, por último, que, por cima de este concepto universal de la
hermosura, hay otra excelsa, increada y de la que todas proceden. Si el
amor llega a columbrarla, ¿de qué no se olvida? Y entonces (y toda ésta
es doctrina de micer Pietro Bembo), se abrasa el alma en aquella llama,
simbolizada y prefigurada en la enorme pira, donde se quemó Hércules,
después de todos sus trabajos, allá en la cumbre del monte Oeta, o se
remonta y traspone en el ardiente carro, en que Elías abandonó la tierra
y se fue volando a los cielos.
Yo, señora, con el peso de los años, que ya me molesta bastante, y con
no pocas saludables desilusiones, voy propendiendo, aunque pecador, a
subir por este último camino. Y si bien en mis novelas se notan aún
resabios y aficiones de hombre mundano, ya hay en ellas como señales de
que me llaman a sí otras voces muy distintas de las del mundo.
Con esto, acaso perderá en amenidad lo que escribo, pero ganará en
utilidad. Ahora que está en moda lo docente, dígame V. con franqueza si
mi novela no enseña algo cuando esto enseña.
Dele V., pues, su aprobación; acéptela y defiéndala ya que le pertenece;
y créame su devoto servidor y amigo,
JUAN VALERA.


-I-
El Marqués y su administrador

No todas las historias que yo refiero han de ocurrir en Villabermeja.
Hoy he de contar una muy interesante ocurrida, pocos años ha, en otro
lugar cercano, que llamaremos Villafría, reservando para mayores cosas
su verdadero nombre. Por lo demás, entre Villabermeja y Villafría no se
da diferencia muy notable; pues, si bien Villabermeja posee un santo
patrono más milagroso, Villafría goza de término más rico, de más
población, de mejores casas, y de más pudientes hacendados.
Entre éstos descollaba el Sr. D. Acisclo, así llamado desde que cumplió
cuarenta y cinco años, y que sucesivamente había sido antes, hasta la
edad de veintiocho a treinta, Acisclillo y tío Acisclo después. El don
vino y se antepuso, por último, al Acisclo, en virtud del tono y de la
importancia que aquel señor acertó a darse con los muchos dineros que
honrada y laboriosamente había sabido adquirir.
Su buena fama trascendía por toda la provincia. No le estimaban sólo
como a persona que tiene el riñón bien cubierto, y que no se dejaría
ahorcar por dos o tres milloncejos de reales, sino que era preconizado
como sujeto muy cabal, formalísimo en sus tratos y seguro hasta la pared
de enfrente, y como tan recto, devoto de María Santísima y temeroso de
Dios, que casi, casi estaba en olor de santidad, a pesar de las malas
lenguas, que no faltan nunca.
Lo cierto es que D. Acisclo había sabido conciliar su medro con la
probidad y la justicia. Había sido administrador del marqués de
Villafría, durante veinte años lo menos, y se había compuesto de manera
que todos los bienes del marquesado habían ido poco a poco pasando de
las manos de su señoría a sus manos más ágiles y guardosas.
Este pase o dislocación se había realizado natural y legítimamente. Don
Acisclo no tenía culpa ninguna de que el marqués hubiese sido
despilfarrado y perdulario; y más que por culpa podía y debía contarse
por mérito que él fuese ingenioso, ahorrativo y aprovechadísimo.
Siempre se condujo con la mayor lealtad en la administración. El marqués
de Villafría habitaba en Madrid, donde gastaba mucho. Tenía necesidad de
dinero. Enviaba a pedir. No había. Y entonces se apelaba a varios
recursos, de algunos de los cuales hablaré aquí en breves palabras.
Mandaba el marqués, que, para reunirle dos mil duros, se vendiese vino,
aunque fuese malbaratándole: dando, por ejemplo, el fino y potable como
de quema.
Don Acisclo era muy estrecho y escrupuloso de conciencia, y se ponía a
buscar con afán a alguien que se llevase el vino por su justo valor;
pero no le hallaba. Nadie daba por cada arroba sino seis o siete reales
menos de lo que valía. Entonces D. Acisclo se sacrificaba; allegaba el
dinero, se le enviaba al marqués, y tomaba el vino para sí por una
peseta menos en cada arroba. De esta suerte ganaba él, haciendo ganar al
marqués tres reales en arroba por la parte más corta. Luego echaba D.
Acisclo en madera el mencionado vino, y al cabo de un año, le ponía tan
exquisito, que vendía cada arroba por siete u ocho pesetas más de lo que
le había costado.
En otras ocasiones, pedía el marqués, corriendo, mil duritos para salir
de un apuro. «Tómalos de un comerciante de Málaga--escribía a D.
Acisclo--, prometiendo pagarlos en aceite dentro de dos meses, que será
la cosecha».
Don Acisclo buscaba al punto en Málaga comerciante que se allanase a dar
el dinero, y resultaba que nadie quería darle sino cobrándose en aceite,
dos meses o poco más después, y tomando la arroba de dicho líquido a dos
reales menos del precio corriente. Ésta era una usura monstruosa; era
una usura de más del 30 por 100 al año. Don Acisclo se afligía, ponía el
grito en el cielo, caía enfermo por la pesadumbre que le daban los
apuros del marqués, y al fin reincidía en sacrificarse, tomando él mismo
el líquido por un real menos de su precio corriente, y aprontando el
dinero, del cual no venía a sacar sino a razón de 20 por 100 al año. Así
hacía ganar al marqués otro 10 por 100.
Con el trigo sucedía lo propio. El marqués mandaba que le vendiesen el
trigo dos o tres meses antes de la cosecha. No se hallaba quien le
pagase con anticipación sino con tres reales de descuento por fanega.
Entonces D. Acisclo proporcionaba el dinero, y se quedaba con el trigo
por dos reales menos, pero haciendo ganar al marqués un real en fanega.
El marqués gustaba de tener una reata de ocho hermosos mulos, los cuales
se hubieran comido una barbaridad de cebada, sin trabajar para el
marqués sino cuatro meses a lo más cada año; pero D. Acisclo se servía
de los mulos para los acarreos y tráficos, y así se ahorraba él de pagar
mulero y mulos, y hacía que el marqués ahorrase sobre seis meses de
piensos.
Las tierras del marqués estaban muy necesitadas de abono. Don Acisclo
adquirió para sí no pocas ovejas y cabras, las cuales, a trueque de
algunas hierbas inútiles y tal vez nocivas y de algunos retoños bajos y
viciosos, abonaban bien los mejores olivares del marqués.
Necesitaba el marqués más dinero; era menester tomarle prestado; no
había quien le diese a menos del 15 por 100. Don Acisclo hallaba a un
pariente o a un amigo suyo que le daba al 12. Así hacía ganar al marqués
un tres por ciento anual sobre la cantidad recibida.
En resolución, y por el estilo mencionado, rindiendo cuentas
exactísimas, y demostrando matemáticamente que hacía ganar al marqués
tres o cuatro mil duros al año con administrar tan fiel y celosamente
sus bienes, D. Acisclo vino a quedarse con casi todos ellos.
Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y
se retiró a hacer penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar,
de unas calenturas malignas, que infundieron en su sangre la falta de
metales y la sobra de bilis.
Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo,
16.000 rs. al año.
Estoy tan escamado con los críticos profundos que no atino a resolver y
declarar si el marqués era tonto o discreto. En Madrid había sido el
marqués el encanto de la sociedad, y había pasado por la discreción en
persona. Y, sin embargo, el marqués se había quedado pobre. Tal vez
consista esto en que haya dos géneros de tontería: la tontería de acción
y la tontería de palabra, las cuales están en razón inversa en cada ser
humano. El que no dice tonterías las hace: el que no las hace las dice.
Cuando alguien hace y dice siempre tonterías, ya es tonto de capirote y
goza de tontería absoluta, total, una y toda, como se expresarían los
filósofos.
Por dicha no es esto lo común: lo común es ser tonto a medias. Cuando
alguien gasta en palabras su discreción, enamora a las gentes y hace las
delicias de las tertulias; pero, consumida toda su discreción en objetos
de lujo, sólo tontería le queda para los negocios que debieran
importarle. Y, por el contrario, todos o casi todos los que consumen su
discreción en hacer su negocio, son insufribles de tontos o de zafios
hasta que le hacen, si bien, luego que le han hecho, vuelven a brillar
con su discreción en los discursos y conversaciones, o bien porque ya no
tienen que emplearla en lo útil y la derivan hacia lo agradable, o bien
por el prestigio seductor de que los circundan su éxito y su buena
fortuna.
Así me explico yo que el marqués, que buen poso haya, pasase siempre por
discreto en la corte, y en su lugar por incapaz de sacramento.
Razón tenían en su lugar, dirá quien me lea. Si el marqués no hubiera
sido tonto, hubiera conocido que D. Acisclo le saqueaba y hubiera mudado
de administrador. A esto importa contestar lo que el marqués contestaba,
pues no faltó nunca quien le hiciese dichas reflexiones. Yo no trato
aquí de sostener que el marqués tenía razón: me limito a repetir lo que
él decía. Decía, pues, que en veinte leguas a la redonda, tomando a
Villafría por centro del círculo o redondel, no había más honrado y
virtuoso varón que su administrador: que el ahorro de cuatro mil duros
al año que D. Acisclo se jactaba de haberle hecho era de la más rigurosa
exactitud; y que por consiguiente todavía le salía deudor, en los veinte
años que había administrado sus bienes, de algo más de 80.000 duros.
Otro administrador cualquiera hubiera acabado con el marqués en diez
años. El marqués, por lo tanto, creía deber a D. Acisclo diez años de
buena y alegre vida. Otro administrador cualquiera no hubiera hecho los
adelantos por la mitad menos, y se hubiera enriquecido más pronto, y no
hubiera arruinado a su señor con tantos miramientos, con tanta suavidad
y pausa, y con tan severa conciencia. El propio D. Acisclo creía, allá
en el fondo de su alma, aunque rara vez se jactaba de ello por su
extremada modestia, que había sido para con el marqués un dechado de
fieles servidores. Así es que, en el año que vivió el marqués en
Villafría, ya arruinado, D. Acisclo le sermoneó bien sobre su
despilfarro e imprevisión, y el marqués le oyó siempre con respeto y
hasta compungido a veces.
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de
veneración, que D. Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando
pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los
últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la
menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido,
don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el
ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa
que aún poseía en este mundo.
Era esta joya una niña que acababa de cumplir quince años cuando murió
el marqués. Había sido educada por un aya inglesa que había sido
menester despedir por falta de dinero antes de venir a Villafría; pero
ya la niña hablaba inglés y francés con perfección y estaba muy
instruida.
En el lugar había acertado a hacerse querer de todas las gentes, en
especial de los pobres, aunque ella también lo era y poco podía
favorecerlos.
Huérfana de madre desde que tenía dos años, había quedado sola en el
mundo al morir el marqués. Éste, que jamás había sido casado, había
tenido aquella hija en una mujer oscura, pero le había dado su nombre y
la había legitimado.
Don Acisclo, muerto el marqués, tuvo grande empeño en adelantar el
dinero para la transmisión del título a la señorita; pero ésta lo supo,
y se opuso del modo más resuelto. Aunque de tan corta edad, pensó y dijo
con discreción que hasta era ridículo ser marquesa con tan poco dinero
como tenía. Don Acisclo insistió en sacar el título, pero la niña se
opuso cada vez con más ahínco. Quedose, pues, sin título. Todos en el
lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su
padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila.
Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués;
pero su humilde y cristiana resignación era grande.
Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D.
Acisclo. Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se
diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría
la vida entera.


-II-
Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos

Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce años.
Doña Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de
quince.
Su buen natural, rectamente encaminado en su niñez y en su adolescencia
por las lecciones del aya, no la había abandonado nunca. Doña Luz, sin
sibaritismo, con la severidad de quien cumple un deber, había cuidado, y
seguía cuidando en el lugar, de su alma y de su cuerpo.
Con el mismo esmero con que procuraba no manchar su inteligencia ni su
voluntad con ideas o con afectos indignos, atendía a la material
limpieza y al honesto adorno de su persona. Doña Luz era en todo la
pulcritud personificada.
Tal vez por instinto, sin darse cuenta de ello, o al menos no dejándolo
sentir ni recelar, se miraba y se complacía más en este que podemos
llamar aseo moral y corpóreo, por lo mismo que se veía circundada de
gente algo ruda y no muy limpia ni de cuerpo ni de alma, y como si
tuviese el temor de contaminarse.
Era tan circunspecta, que jamás dejaba traslucir este temor; y tan hábil
sin arte, que nadie la acusaba de desdeñosa. Aunque no se bajaba al
nivel de nadie, por una dulce, franca y generosa simpatía, procuraba
elevar a las gentes a su nivel. Así había logrado infundir respeto y no
odio: y las señoras y señoritas del lugar, en vez de tomarla por blanco
de sus sátiras, solían tomarla por modelo, con lo cual los usos,
costumbres y trato social, se habían mejorado bastante.
Los mozos eran más reverentes con las mujeres, y algunas de éstas
imitaban ya a doña Luz, no sin maña, en modales y compostura y hasta en
el primor y atildamiento con que ella tenía los muebles y alhajas de su
tocador, salita y alcoba.
En el momento en que nos ponemos ahora con la imaginación, doña Luz era
un sol que estaba en el zenit. Gallarda y esbelta, tenía toda la
amplitud, robustez y majestad, que son compatibles con la elegancia de
formas de una doncella llena de distinción aristocrática. La salud
brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y
tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en
sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de
sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.
Madrugadora, activa, acostumbrada a dar largos paseos, y a estar en casa
empleada en algo útil, la ligereza y el brío de su cuerpo corrían
parejas con su beldad y con su gracia. Cuando quería, bailaba como una
sílfide; en el andar airoso, semejaba a la divina cazadora de Delos, y
montaba a caballo como la reina de las amazonas.
No se negaba a asistir a los bailes, tertulias y otras fiestas que en el
lugar se daban. Había ido a las ferias de los lugares cercanos y a
algunas romerías, y no esquivaba la conversación de las gentes, aunque
con tan juicioso y bien templado decoro, que atinaba a desechar la
familiaridad excesiva, sin ofender al vidrioso y sin alentar al audaz y
confiado.
Esto, en vez de perjudicarle, aumentaba y extendía su buen crédito.
Cuando doña Luz iba por la calle, con Juana, su anciana criada, o cuando
iba a la iglesia, grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basquiña
y mantilla, decían algunos mozos estudiantes, que había en el lugar, y
que entendían más hondamente que los demás de estética y de otras
doctrinas de amor y poesía, que doña Luz parecía una garza real, una
emperatriz, una heroína de leyendas y de cuentos fantásticos; algo de
peregrino y de fuera de lo que se usa; el hada Parabanú; la más egregia
de las huríes.
A pesar del respeto, algunos no acertaban a contenerse. Este decía:
«¡Viva el salero!» Aquél: «¡Alabado sea Dios que tan hermosa la ha
criado!» Otro: «¡Ahí va la gloria vivita!» y así por el estilo. En
ocasiones, por último, no faltó quien se propasase a tender la pañosa a
modo de alfombra o a tirar el sombrero calañés a sus plantas para que
ella le hollara y pisoteara.
Pero, ¡caso estupendo! en medio de todo este entusiasmo, doña Luz no
tenía ni había tenido novio: no hablaba ni había hablado con nadie por
la reja. Lo que sí había tenido era multitud de pretendientes, sin que
ella hubiese dado esperanzas a ninguno. Los jóvenes más ricos de algunas
leguas en contorno la consideraban ya como inexpugnable fortaleza. La
esperanza, con todo, no se pierde jamás. Los hombres, en esto de
conquistas amorosas, nos las prometemos, a menudo, felices. Así es que,
si los del lugar estaban ya sosegados y desengañados, no faltaban aún
forasteros, con tal de que fuesen sujetos de cierto fuste, que se
alborotasen al ver a doña Luz, y propusiesen, allá en sus adentros,
conseguir lo que otros no habían conseguido; pero pronto también se
desengañaban.
Con esta adoración resuelta, con este prurito de ser correspondidos, se
habían hallado muchos, o simultánea o sucesivamente. Ninguno había
llegado a explicaciones. Doña Luz se supo componer de suerte que no se
había visto nunca en la dura necesidad de dar formales calabazas, ni de
excitar el resentimiento que esto trae consigo. Era difícil hablar a
solas con ella. Era difícil hacer llegar a sus manos carta o billete
amoroso. Y si bien, merced a algunas viejas audaces, que donde quiera
las hay de sobra, doña Luz había recibido papelitos en prosa y hasta en
verso, constantemente los había devuelto sin abrir. En vista de estos y
de otros desdenes, todos los enamorados desistían al fin de sus
propósitos, sin motivo y hasta sin pretexto de queja.
Y no podía haberla, porque doña Luz callaba toda razón ofensiva. No se
sentía inclinada al matrimonio. No amaba. Nadie manda en su corazón.
Tales eran sus razones.
Alguien podría sospechar pero no probar su invencible repugnancia a todo
lo vulgar y plebeyo, y el horror que de ella se apoderaba a la sola idea
de poder un día tener un hijo que llevase su ilustre apellido en pos de
otro apellido oscuro y rústico de algún ricacho villano.
En suma: doña Luz, si no tenía esperanzas de casarse a su gusto, tampoco
tenía o dejaba traslucir el menor deseo. Todo era en ella frialdad
tranquila y contentamiento suave. En balde, el peor pensado de los
hombres se atrevería a buscar en sus actos, en sus palabras, en sus
ademanes y gesto, la más leve señal de que estuviese despechada.
Doña Luz no lo estaba en realidad. Había tomado enérgicamente su partido
y había trazado de antemano la senda de su vivir. Las frases burlonas de
_quedarse para tía_ o _para vestir imágenes_ no hacían mella en su firme
y acerado corazón, ni podían violentarla ni inclinarla a aceptar marido
con el solo fin de no llegar a solterona.
Varias parientas ricas, que tenía doña Luz en Sevilla y en Madrid, la
habían invitado a que se fuera a vivir con ellas: pero, o bien porque
así fuese en verdad, o porque doña Luz lo sospechaba, las invitaciones
habían sido más que de corazón por cumplimiento. Además, doña Luz se
consideraba muy pobre para su clase, y no quería ser gravosa, ni vivir a
expensas de otros y en una especie de dependencia próxima a la
servidumbre. Había, pues, rehusado todas las invitaciones. Su plan era
vivir y morir oscuramente en Villafría.
La misma impureza de su origen, el vicio de su nacimiento, la humilde
condición de su desconocida madre, obraban por reacción en su ánimo y
casi convertían su orgullo en fiereza. Para limpiar aquella mancha
original, quería ser doña Luz mucho más limpia y mucho más pura.
No quería pordiosear ni deber nada a nadie.
Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos
muebles y dos criados. Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o
bien porque don Acisclo podría faltar, o bien porque ya, entrada ella en
años, nadie podría extrañar que viviese sola.
Entretanto, vivía doña Luz en el caserón de don Acisclo, donde tenía
holgada e independiente habitación, y donde había traído, para
adornarla, sus más bonitos y preciosos muebles y sus libros mejores.
En pago de esta hospitalidad, hacía aceptar a don Acisclo, por más que
éste se había resistido, más de la mitad de sus rentas, o sea 8.000
reales al año. Con lo restante, como era económica y arreglada, tenía lo
suficiente para vestirse, comprar algunos libros nuevos y hacer
limosnas.
El único lujo, el único regalo de doña Luz, era un magnífico caballo
negro, en el cual solía ella salir a paseo con D. Acisclo o con un
criado llamado Tomás, que había envejecido en el servicio de su padre.
Don Acisclo estaba viudo hacía muchísimo tiempo. Tenía dos hijos y tres
hijas, todos casados y con casa aparte, de modo que, en la soledad
anchurosa de aquel inmenso caserón, doña Luz y D. Acisclo se daban mutua
compañía.
Rayaba ya D. Acisclo en los setenta años; pero estaba recio y bien de
salud. Iba derecho como un huso; era hombre ágil y enjuto de carnes; y,
si no sabía más que leer y escribir medianamente y las cuatro reglas, y
si jamás había leído un libro, tenía gran despejo natural, aunque burdo.
Jamás había turbado su conciencia con sutilezas morales. Así es que no
le remordía, como hemos dicho, de haber contribuido a la ruina del
marqués. Si se había aprovechado de ella mejor le parecía que hubiese
sido él que no otro. Mucho le hubiera dolido ver en manos extrañas el
caudal de su amo. Poseíale, por lo tanto, de buena fe, con justo título,
y hasta con y por cierto sentimiento de veneración a la memoria del
difunto ilustre poseedor.
Esta veneración se extendía, o mejor dicho, se extremaba y llegaba a su
colmo, sin afectación ni servilismo, cuando se trataba de la señorita
doña Luz, en quien, fascinado el viejo, creía descubrir a un ser cuyos
arcanos pensamientos, móviles y resortes de acción, apenas entreveía; a
una criatura rara e inusitada, de otra casta muy diferente de la suya, y
con la cual, sin embargo, comía de diario y tenía la honra de compartir
la vivienda.


-III-
De otras menudencias que la escrupulosidad del narrador no permite que
pasen en silencio

Constaba esta vivienda, como la de muchos otros ricos hacendados de
Andalucía, de dos casas contiguas, en comunicación: la de los amos y la
que se llama siempre casa de campo, aunque esté en el centro de la
población.
La casa de los amos no tenía más habitantes que D. Acisclo en un
extremo, y doña Luz en otro, con su vieja criada Juana, que dormía en un
cuarto al lado del de su señora.
Había un gran comedor, otro comedor pequeño para diario y varios salones
de respeto, que no se abrían sino en las ocasiones solemnes, y donde,
entre otras preciosidades, D. Acisclo, sus hijos, hijas, yernos y
nueras, todos resplandecían retratados al óleo, de tamaño más que
natural, y casi de cuerpo entero, por un pintor ambulante que acertó a
pasar por Villafría, y que llevó una onza de oro por cada retrato.
Verdad es que D. Acisclo le agasajó y trató a cuerpo de rey, sentándole
a su mesa todo el tiempo que tardó en pintarlos, lo cual fue obra de
cinco meses, y luego, al partir, le hizo presente de mil chucherías,
como, por ejemplo, de un pipotillo con aguardiente de doble anís, de
orejones secos y de alfajores y piñonate. Los retratos lo merecían por
lo parecidos. No les faltaba más que hablar. Las blondas que figuraban
en los de las damas, estaban algo confusas al principio; pero, cediendo
a las quejas de las damas susodichas, el pintor lo arregló con ingenioso
artificio. Untó en albayalde un pedazo de tul, le aplicó al sitio del
cuadro, ya seco, donde la blonda estaba representada, y resultó un
efecto maravilloso, porque hasta los agujeritos de la blonda se veían y
aun podían contarse.
Todo esto era en el piso principal, donde había dos chimeneas, que allí
llaman francesas, y que no se encendieron sino cuando vino el obispo, en
pleno invierno, y por poco se ahoga S. S. I. con el humo que se armó.
Pero en cambio había una magnífica cocina de señores, con chimenea de
campana, de muchísimo tiro, donde ardía siempre, durante la estación
fría, abundante leña de olivo y de encina y rica pasta de orujo; donde
rara vez se guisaba; y donde los señores se calentaban muy a su sabor.
En esta cocina adornaban las paredes varias jaulas de perdices, puestas
sobre repisas, escopetas y otras armas, y algunas cabezas de ciervos,
lobos, zorros, tejones y garduñas, muertos por D. Acisclo.
En el piso bajo había casi tanta habitación como en el principal; y, si
se contaba con el patio con toldo, había más. Allí se vivía durante el
verano. En toda estación estaba allí el despacho de D. Acisclo, donde
este activo labrador y ganadero trataba con chalanes, corredores,
rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros,
no el terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que
cuidan y guardan las caserías o viviendas de cada finca rústica.
En el piso bajo, en la sala de más aparato y autoridad, que se llamaba
la cuadra, porque era cuadrada, había también algo que daba lustre a
aquella casa. Es de saber que en no pocos pueblos de Andalucía hay
multitud de imágenes benditas, que se sacan en procesión en las grandes
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