Doña Luz - 05

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¿Cómo reproducir, sin alterarle o sin debilitar su energía y empañar su
esplendor celestial, el sencillo e inspirado discurso que entonces
pronunció el Padre Enrique?
Lo que atine a poner aquí el profano, frío, escéptico y pobre narrador
de esta historia, no debe mirarse, cuando más, sino como informe
bosquejo de lo que dijo aquel hombre entusiasta y creyente. El P.
Enrique dijo así:
--A fin de dar cumplida contestación a los argumentos de D. Anselmo
sería menester desenvolver ahora las doctrinas todas de una altísima
ciencia. Lo que diga yo, por lo tanto, en breves palabras, no puede
menos de ser desordenado y de pareceros oscuro. Voy a poner en cifra y
resumen lo que requiere, para que se entienda bien, severo método y
reposo. Supongamos, por un instante, que abstraída el alma de todo lo
terreno, en suspensión de potencias y sentidos, en silencio maravilloso
y quietud envidiable, goza del supremo bien, sin salir de esta vida
mortal, y absorta y como hundida en la contemplación de su Creador, no
cuida ya del prójimo ni de las otras criaturas. Pero antes de alcanzar
tanta dicha, antes de subir a tanta alteza, ¿qué pruebas de bondad no
habrá dado el alma? ¿Por qué áspera senda no habrá tenido que trepar,
activa, atenta y persistente? Para ganarse la voluntad de su Creador
habrá hecho obras de misericordia, consolando y amparando a los
infelices y desvalidos, y con sus oraciones y penitencias, humildad y
mansedumbre, habrá sido pasmoso ejemplo y provechoso estímulo a todo ser
humano. No se conquista de otra suerte el amor de Dios. No hay otra vía
más cómoda y llana para llegar a él. Claro está, pues, que, aun
suponiendo que el alma es ya inútil para las otras almas al llegar a ese
término, es utilísima mientras no llega. Y no obstante, cuando el alma
llega, cuando se recoge en su centro, donde Dios mora, y allí le conoce
y con él se une, ¿cómo imaginar que por eso se aniquila o se hace
inútil? Tal vez, al anegarse en aquel abismo de luz, no ve sino
tinieblas. Tal vez los ojos del alma no pueden resistir tanto
resplandor. Tal vez la inteligencia limitada no comprende aquellas
perfecciones infinitas e inenarrables. Pero si la inteligencia, en el
alma que llega a Dios, no ve ni comprende todo su ser, bástale con
percibir algún atributo para no quedar perdida y aniquilada en su
ventura. Bástele ver a Dios, para ver en Dios el mundo y las criaturas
que le llenan y hermosean, y para verlo todo, por más cabal y
comprensiva manera que cuando lo veía con sólo los sentidos como
apariencias fugitivas que los hieren. El alma ve entonces las cosas
tales como son y no tales como aparecen; las ve, no en su manifestación
transitoria, sino en su idea pura y eterna; no ya en lucha constante,
desligadas, sin concierto, en guerra de exterminio, sino que las ve
atadas por lazo de amor, subiendo en concorde armonía hacia la luz y
hacia el bien, y encaminándose, por atracción suave y divina, a la
justificación providencial de todo. Y como el alma ama a Dios y todo
está en Dios, el alma lo ama todo amándole. Y lo ama todo, no ya
interesadamente, como lo amaba antes, sino con desinterés, porque quien
tiene a Dios ¿qué más quiere ni desea? Así el alma ama a las criaturas
como Dios las ama, y quiere que todas se vuelvan a Dios y le amen, y que
el tesoro del amor divino sea para todas ellas. Y entonces el amor del
alma, conforme, identificado con la voluntad de Dios, abarca el universo
y cuanta hermosura espiritual y corporal en sí contiene. Y lejos de
quedar el alma, al unirse con Dios, inerte y como vacía y sin
conciencia, logra conciencia más clara y distinta, y arde en amor más
vivo que todos los amores mundanales. Y no hay excelencia en lo creado,
cuyo valer no estime y pondere en lo justo; ni beldad en quien sin
concupiscencia no se complazca, porque tiene ya hartura y plenitud de
deleites purísimos; ni riquezas que no mire sin codicia, porque está
agraciada y como heredada de los más preciosos dones; y ama sin celos al
amor que da Dios a las criaturas, por que las comprende en su mente e
imagina que todo el amor que vierte Dios en ellas, le recibe y le guarda
para sí propia. ¿De qué sacrificio, de qué obra estupenda de caridad, de
qué proeza de amor, de qué devoción, abnegación y martirio no será capaz
el alma unida con Dios, y que se vuelve a las criaturas, y las contempla
en Dios mismo, como si fuesen algo del ser y de la sustancia del objeto
amado? Lejos, pues, de creer que esta unión del alma con Dios la hace
inerte e inútil para los demás seres, creo que la habilita y alienta
para tomar en el manantial caudaloso del amor del cielo los torrentes de
caridad que vierte luego en la tierra. Porque, como el Verbo, que es
Dios, dio su vida mortal y humana por la salud de los hombres, el alma,
si se une con Dios, adquiere la virtud divina para arrostrar y sufrir
por los hombres los tormentos y la muerte, imitando a Cristo, que es el
Dios a quien se une.
De esta suerte se expresaba el P. Enrique, hasta donde la torpe pluma y
la lengua pecadora de quien esto escribe consigue remedar su improvisada
homilía; ya que, en la sagrada ciencia, que él iba explicando, dijeron
los más delgados conceptos y aclararon los más hondos misterios, no los
que en los libros y en el estudio fueron a ilustrarse, sino los que por
experiencia los entendían y por santidad insigne gozaron del favor
divino.
Y mientras que el Padre hablaba, D. Acisclo oía embelesado, aunque no
penetraba el sentido de una sola palabra; y D. Anselmo se deleitaba, sin
creer, como quien saborea la más bella composición poética; y doña Luz,
doña Manolita y Pepe Güeto, escuchaban con fija atención y gran fervor
religioso, lisonjeándose de que todo lo alcanzaban.
Acaso no lo creyó así el Padre, allá en lo interior de su pecho, pues
para aclarar y completar lo que había dicho, añadió de este modo:
--Quiero asimilar vuestra filantropía mundana a un hermoso río, cuyos
canales y acequias riegan y fertilizan los campos; mientras que el alma,
que se une a Dios por amor, es como el agua que el sol rarifica y
levanta y que sube en vapores al cielo. ¿Será esta agua menos útil que
la del río? No, porque luego desciende en bienhechora lluvia, más
fecundante que todo riego artificial, y aun de este mismo riego
artificial es causa mediata, ya que la lluvia, que viene del cielo,
cuaja y forma en la cima de los montes con apretada y cándida nieve las
inexhaustas urnas, de donde brotan y se desatan arroyos y ríos en
cristalinos raudales. Presuma, en buena hora, el zafio y rudo
agricultor, cuando riega su campo, que el agua viene de la vecina
montaña, y que se deriva por ocultos caminos del seno de la madre
tierra. Pero ¿habría agua si el cielo no la hubiera depositado allí? De
esta suerte, la filantropía, la virtud meramente humana, tiene su
origen, ignorándolo tal vez los mismos que la practican, en la caridad
divina. El amor de Dios sube al cielo; se diría que desprecia este bajo
mundo; pero, al descender de nuevo a la tierra, como el limpio rocío de
la aurora, viene transformado en amor acendradísimo del prójimo. En
nuestra verdadera religión no sucede como en algunas falsas, donde el
bien supremo implica el aniquilamiento de la conciencia. Si el discurso
racional no llega al ápice de la mente, Dios le adorna y reviste de
prendas sobrenaturales; en vez de destruirle, le da la fe, para que viva
y entienda. Y a veces brota del centro del alma una luz interior que
baña las potencias que hasta el centro no han penetrado, por donde
nuestro ser individual, aun en el éxtasis, no se esfuma, ni se
desvanece, ni se desmaya, sino que con más ser vive, siente, piensa,
conoce y ama. Si para subir al enlace místico, se desnuda el alma de
todo lo creado, si llega a entender que sólo existen Dios y ella, esta
muerte es como la muerte natural, en la cual se desprende el alma de sus
mortales despojos. Y así como el alma ha de revestirse de cuerpo
glorioso, así también resucitan todas las potencias que, para llegar al
éxtasis divino, tal vez murieron. No, no se pierde el alma de los
místicos cristianos en la esencia suprema, como en el _nirvana_ de los
budistas; no, no cae en sueño eterno, sino que logra la plenitud de la
vida. El ambiente bañado y penetrado todo de rayos de sol parece luz de
oro y sol y no aire; y el hierro, que sale candente de la fragua, no es
oscuro y opaco, sino refulgente como el fuego de donde sale; y por igual
manera, en cuanto la comparación material es posible, el alma que se
unió con Dios parece Dios. Y por último, para el provecho que a los
demás hombres puedan traer estos bienes y regalos de los espíritus
contemplativos, quiero añadir una consideración de gran peso; a saber,
que en ninguna creencia, en ninguna doctrina, se ensalza tanto como en
la nuestra la dignidad humana, el ser del hombre, prescindiendo de su
valer accidental. Los Elíseos, los Paraísos, los Empíreos de otras
religiones sólo abren sus puertas a los magnates, a los príncipes, a los
sabios, a los guerreros y a los ilustres; mientras que nuestro cielo es
el cielo de los pobres, de los humildes, de los pacíficos y de los
mansos. Y no es esto sólo para consolación, por la esperanza en otra
vida mejor, del desdén de la fortuna y de los trabajos y miserias que en
esta vida tienen que sufrir, sino que ejerce poderoso influjo en lo
presente, y da precio infinito a toda alma humana, como rescatada por
Cristo, e iguala con más verdad que toda ley democrática a unos hombres
con otros, y reviste de majestad sagrada, y hace más que hermanas
nuestras a todas las criaturas, a las más cuitadas, a las más viles, a
las más abyectas y a las más pecadoras.
Los oyentes del P. Enrique, que aquella noche no eran más que cuatro,
entendiendo unos más y otros menos lo que dijo, quedaron todos
encantados de oírle. Don Anselmo llegó a confesar que le entraban ganas
de ser cristiano; doña Manolita y su marido se sintieron más cristianos
que nunca; D. Acisclo halló que su sobrino tenía casi tanto
entendimiento como él, si bien aplicado a cosas menos prácticas; y doña
Luz, embelesada, entusiasmada, añadió acaso, con su rica imaginación
poética, mil quilates de hermosura, de novedad y de profundidad, al
discurso del Padre, del cual no perdió ni una sola cláusula,
comprendiendo el más hondo sentido del conjunto y de cada sentencia.


-X-
Un ilustre candidato

Por tal arte fueron creciendo la afición de doña Luz al trato del P.
Enrique y la fina amistad que le profesaba.
Como por rápida pendiente, aunque con suave y apenas sentido movimiento,
se inclinó su corazón a no desear sino aquellos coloquios con un hombre
en quien hallaba ingenio, discreción y sublimidad en el pensar y en el
sentir, hasta entonces no descubiertos por ella en ser humano, y de que
sólo sabía por los libros que había leído.
Ningún recelo empañaba la limpieza y seguridad de esta inclinación, si
tranquila y serena, irresistible y declarada. Doña Luz, en su orgullo,
doña Luz, en el cristal terso e incontaminado de su conciencia, no podía
ver peligro, ya que por leve y remoto que le viese, sería como una
mancha. El más ligero propósito de precaverse hubiera implicado temor y
sospecha ofensiva. Doña Luz nada sospechaba de sí. Nada tampoco
sospechaba del Padre. Le consideraba como a un santo y empezó a amarle y
venerarle como aman y veneran a los santos las personas piadosas.
Era tal el candor de doña Luz, que hubiera dicho al Padre los
sentimientos que le inspiraba, si no hubiera temido ofender su modestia
o mostrarse aduladora. Pero aunque nada le decía, harto le daba a
entender su extraordinaria predilección, atrayéndole de continuo, y no
hallándose a placer sino cuando le tenía a su lado, le hablaba o le
escuchaba.
El P. Enrique, por su parte, no manifestaba la menor extrañeza por los
favores que de doña Luz recibía. Y esto no porque fuese vano y se
figurase que todo le era debido, sino porque no juzgaba nada más natural
que aquella buena correspondencia.
Era el Padre hombre de muchísimo mundo y de poquísimo mundo, según esto
se entendiese.
Conocía el corazón en general, y en cuanto está más cerca de la
naturaleza. Para tratar, dirigir, ganar almas y someter voluntades,
había sido maravilloso allá en los pueblos del extremo Oriente; pero
como había salido de España muy mozo, y apenas había vivido en esta
sociedad artificiosa y algo refinada de nuestro siglo, cuya cultura y
usos convencionales se extienden hasta las aldeas, lo veía y estimaba
todo con cierta sencillez selvática, interpretando las palabras y las
acciones de diverso modo que el vulgo. Así es que, si bien notaba, y se
sentía lisonjeado al notarlo, que doña Luz hacía de él el más alto
aprecio, ni en ella, ni en él, ni en el público, acertaba a descubrir
que pudiese esto ofrecer el menor inconveniente. La afición de doña Luz
no se diferenciaba a sus ojos de la que le tuvieron estos o aquellos
neófitos indios, chinos o anamitas, salvo en ser la afición de doña Luz
más de estimar por la excelencia de la persona que la sentía, en quien
el Padre hallaba un sin número de brillantes calidades: un espíritu
cultivadísimo y capaz de elevarse a las esferas más encumbradas del
pensamiento y un corazón lleno de afectos tiernos, nobles y puros. De sí
propio tampoco recelaba el Padre. Amaba a doña Luz como el maestro ama a
su discípulo; como un alma ama a otra alma, cuando ambas coinciden en
las mismas creencias y opiniones, suben a las mismas alturas, y
especulan y contemplan las mismas ideas.
El P. Enrique se sentía atraído por doña Luz con mayor fuerza que por
todas las demás personas que en el lugar conocía, o que antes, fuera del
lugar, había conocido; pero esto se explicaba de la manera más razonable
y sin malicia.
¿Quién penetraba mejor que doña Luz el sentido de todos sus discursos?
¿Quién le seguía mejor, quien se le adelantaba a veces en los vuelos y
raptos de imaginación, cuando pugnaba por levantarse a aquellas regiones
adonde el prosaico razonamiento no llega? Sin duda que doña Luz. Doña
Luz era, pues, para el Padre un ser muy superior a cuanto la rodeaba, y
digno de predilección decidida. En el agua turbia de un estanque poco
cuidado, en el agua agitada y cenagosa de un torrente, nada se refleja;
mientras que en el haz limpia, tersa y tranquila de un lago de agua
pura, el cielo, los montes, los astros, la luz, las flores y toda la
gala y la pompa del mundo se retratan con tal primor, que el cielo
parece allí más hondo e infinito, y la luz más clara, y las flores de
color más vivo, y los montes más gallardos, y sus perfiles y contornos
más graciosos y mejor desvanecidos en el sumo ambiente, y la verdura del
prado más verde y más fresca. Por lo cual, aun el que no repara en la
hermosura propia del lago y en el encanto que tiene él de por sí, tal
vez se recrea en lo que refleja y duplica en su seno, y gusta más de
mirar todo aquello en el reflejo del lago que en sí y tal como es. Y por
estilo semejante, el P. Enrique, que a penas se fijaba en la belleza y
elegancia del cuerpo y rostro de doña Luz, ni en la distinción de sus
modales, ni en el reposado y majestuoso continente de toda su persona,
hundía la mirada a través de estas prendas corporales y exteriores, y
llegaba al alma, donde resplandecía un mundo de pensamientos, que eran
los suyos propios, pero mil veces más bellos, reflejados por doña Luz,
que tales como ellos eran.
Casi siempre las conversaciones de doña Luz y del P. Enrique eran en la
tertulia, en presencia de don Acisclo, de D. Anselmo, de Pepe Güeto y su
mujer y del señor cura. En ocasiones, no obstante, se encontraron en la
casa a solas los dos, o bien hablaron sin oyentes y sin otros
interlocutores, cuando salían de paseo con Pepe Güeto y su mujer, y
éstos se adelantaban o se quedaban atrás, embelesados en la interminable
y risueña luna de miel, de que seguían gozando siempre. Entonces, en
estos diálogos a solas, sin reflexionarlo ni él ni ella, sin que fuese
circunspección estudiada, lo cual implicaría un temor de que ambos se
veían exentos, sino por instintiva, inocente y santa delicadez, por
pudor inconsciente, por recato santísimo del corazón, jamás hablaban de
sus propias personas, ni de lo íntimo de las almas, aunque fuese en
general, sino de la pompa exterior del material universo, y de la
armonía, riqueza y orden que le adornan, proclamando la bondad, el poder
y la sabiduría de quien le sacó de la nada.
Ella, sin embargo, había sabido inducir al Padre, cuando había
auditorio, a que hablase de sí y a que contase sus peregrinaciones. Y el
Padre, si bien con modestia y sobriedad, no había podido menos de dejar
entrever y de hacer que se estimasen los peligros que había corrido y
las penalidades y fatigas que con valor heroico había sobrellevado.
Él, en cambio, había leído en la frente y en los ojos de doña Luz hasta
sus más secretos pensamientos y sentimientos. Para esto le servía su
costumbre de observar y estudiar a los hombres, en tantos años de
predicador, confesor y catequista. Además, si algo hubiera quedado para
él en cifra, su tío D. Acisclo, aunque con términos groseros, le hubiera
dado la clave, contándole, como le contaba, la vida de doña Luz en el
lugar, su desdén con los galanes, su orgullo y su firme resolución de no
casarse nunca.
Los hombres, por mucho que se examinen y estudien, por bien que
escudriñen hasta los más escondidos senos de su conciencia, por
severamente que se juzguen, y por muy alerta que estén, suelen con
frecuencia concebir algún plan o proyecto, el cual les deleita y seduce,
envolviéndose en tan mágica niebla, que logra ocultarse o velarse y
disfrazarse al juicio, cuando éste interroga para fallar y condenar
acaso, quedando patente y como desnudo a los ávidos ojos de la pasión
que le ha creado.
De este modo confuso y como entre nubes forjó sin duda el P. Enrique, a
quien el trato de doña Luz encantaba, si no un plan, una ilusión, una
esperanza, algo de un porvenir meramente amistoso, aunque lleno de
ternura. Apenas se daba razón de lo que forjaba, pero ciertamente lo
forjaba. Lo que forjaba era, por otra parte, tan sin asomo de pecado,
que no suscitaba escrúpulos. Lo que forjaba era muy sencillo. Doña Luz
era casi seguro que no se casaría ya; lo mejor, pues, de su inteligencia
se emplearía en comunicar con la del Padre; su voz en hablarle; su oído
en oírle; su más seria preocupación sería pensar en las cosas del cielo,
según el método y forma con que él pensaba; su deleite mayor hablar con
él de Dios y del alma y de toda verdad y de toda bondad y hermosura. En
fin, el P. Enrique, sin confesárselo a sí mismo, vino poco a poco a
persuadirse de que con su espíritu iba como a llenar y compenetrar el
espíritu de doña Luz, y notó apenas que ella se enseñoreaba ya por
entero del espíritu de él, aunque con cierta subordinación y dependencia
de otros sentimientos e ideas de valer muy superior, los cuales
prevalecían sobre aquella nueva y poderosa influencia.
Provino de todo esto una fervorosa amistad, que se alimentaba en el
comercio y comunicación constante de aquellas dos personas.
En los lugares, ni más ni menos que en las grandes poblaciones, abundan
las malas lenguas; pero concurrían en esta ocasión mil circunstancias
que evitaron que la maledicencia se cebase en tan inocentes relaciones y
las interpretase en sentido avieso.
Las causas principales de que se hable en seguida, dado el motivo o el
pretexto o la apariencia, de toda intriga amorosa, particularmente si no
tiene por fin el matrimonio, no se presentaban aquí. Por lo común, una
de las causas de que se hable y se murmure es el propio deseo del galán,
quien suele desear que se diga lo que es y aun lo que no es, y a veces
finge que disimula con tan contraria habilidad, que más bien descubre o
hace sospechar misterios y aun venturas que quizá no ha logrado. Mujeres
hay asimismo no menos aficionadas a que todo se sepa, particularmente
cuando son pretendidas y desdeñan y burlan a los pretendientes. Y
muchas, cuando los pretendientes son muy estimados y famosos, aun
echando a rodar todo respeto, con tal de hacer rabiar a las abandonadas
rivales, dan, como suele decirse, un cuarto al pregonero, para que
pregone y divulgue su fragilidad y sus amoríos.
Nada de esto tenía lugar entre el Padre y doña Luz. Antes bien ocurría
lo contrario.
Los mozos del lugar o forasteros que, por más guapos e importantes,
habían osado aspirar a doña Luz y habían sido rechazados con suavidad
antes de una declaración que los comprometiese, tenían tan alta opinión
de doña Luz y de ellos mismos, que cada cual imaginaba que era
inexpugnable la que a sus encantos y buenas prendas no se había rendido.
¿Cómo creer que gustase de un fraile enfermizo y casi viejo la que había
sido fría, insensible y desamorada con un mozo galán, robusto y
gallardo? Esto hubiera sido monstruoso.
Las mujeres son, por lo general, las que descubren o inventan las
aventuras, caídas o deslices de sus enemigas; pero doña Luz estaba tan
por cima y tan apartada de toda rivalidad y se había ganado de tal
suerte el afecto de todos, que nadie le contaba los pasos ni andaba
acechando para ver si daba alguno en falso y acusarla de ello después.
Por otra parte, doña Manolita, con su charla, su desenvoltura y sus
chistes, era el órgano más autorizado y resonante de la opinión pública
en Villafría, y doña Manolita, no ya no habiendo el menor motivo, pero
aunque le hubiese, no hubiera consentido jamás en que se dijese nada
contra doña Luz; hubiera ahogado en sus burlas la voz de la murmuración
más descocada.
El concepto que del padre tenían en Villafría no se prestaba tampoco a
que sobre el punto de que hablamos se levantasen caramillos. Los más,
como no le hallaban divertido y como casi no le entendían, le tenían
poco menos que olvidado, aunque si alguna vez se acordaban de él era
para considerarle como un santo, fastidioso, valetudinario y nada ameno.
Hombre de los que no se usan, pajarraco exótico y raro, para los
volterianos del lugar, no hubiera sido difícil que alguien le supusiese
conspirando en favor del restablecimiento de la Inquisición y hasta
comiéndose los niños crudos; pero a nadie le cabía en la cabeza que
pudiese ser galanteador y tener buenas fortunas un señor tan pálido,
enclenque, melancólico y asendereado.
Por todo lo expuesto, nadie ponía malicia, nadie comentaba de modo
injurioso la intimidad y convivencia de doña Luz y del Padre, quienes,
por otro lado, donde se trataban, se veían, se hablaban y aun se
admiraban inocentemente, con el mayor abandono, era en el seno de la
pequeña tertulia, de la cual, nada trascendía, y en la cual todo se
explicaba santísimamente, o mejor dicho, no se explicaba, pues ni para
D. Anselmo y su hija y yerno, ni para D. Acisclo, ni para el cura D.
Miguel, requería aquello la menor explicación. El cura D. Miguel, sobre
todo, y el Sr. D. Acisclo, cada cual a su manera, veían en doña Luz y en
el Padre dos seres sobrado singulares, las dos terceras partes de cuyos
pensamientos y palabras oían como quien oye música celestial sin
penetrar lo que significaban. Nada, por lo tanto, más justo ni más
preciso que el que los dos se dijesen lo que ellos solos al cabo sabían
entender.
Entre tanto, doña Manolita, que era muy observadora y burlona, había
notado que en el ánimo de D. Acisclo se iba dando una radical
transformación. Doña Manolita había comunicado sus impresiones a doña
Luz y a Pepe Güeto.
Según dichas impresiones, D. Acisclo estaba cada día más ancho y
orgulloso de que su tertulia se hubiese hecho tan sabia y pareciese una
Academia de ciencias; pero al mismo tiempo, andaba imaginativo y
ensimismado, hablaba a solas, y se diría que en su mente se agitaba un
enjambre de ideas, las cuales, como las abejas en la colmena, pugnaban
por fabricar, en vez de panal melifluo, alguna resolución estupenda.
--¿Qué resolución querrá tomar?--se preguntaba doña Manolita--. ¿Si
habrá tocado su corazón el dedo del Altísimo? ¿Si el buen señor,
edificado con las homilías del sobrino, tratará de abrazar la vida
contemplativa y de ser santo también?
Pepe Güeto y doña Luz se reían de tan inverosímil suposición; pero la
verdad era que ellos notaban asimismo lo mucho que D. Acisclo cavilaba,
y sentían no pequeña curiosidad por conocer el asunto de sus
cavilaciones.
Delante del P. Enrique no osaron interrogar a don Acisclo; pero el Padre
se iba siempre a las diez de la tertulia, porque nunca cenaba, y Pepe
Güeto y su mujer se quedaban a cenar todas las noches allí. La cena
solía durar hasta las once, y además casi siempre permanecían de
sobremesa los señores, mientras que cenaban los criados, siendo este el
momento de mayor confianza y alegría.
Varias noches, estando así, ya de sobremesa y no presentes las chicas
que habían servido, doña Manolita tentó el vado, a ver si D. Acisclo
declaraba la causa de su preocupación.
Don Acisclo, aunque negaba que estuviese preocupado, lo daba a conocer
cada vez más, si bien no confesaba la causa.
Una noche, por último, D. Acisclo se mostró más preocupado, pero más
alegre asimismo. Alguna satisfacción le rebosaba en el pecho y pugnaba
por salir de sus labios.
Doña Manolita lo conoció, y le dijo:
--Vamos, Sr. D. Acisclo; no sea V. malo. No se atormente usted por el
solo gusto de atormentarnos. Si rabia V. por decir lo que le pasa ¿por
qué no lo dice? V. está maquinando alguna novedad que nos va a dejar
aturdidos. La cosa va muy adelantada. Declare V. lo que es para que no
nos coja de susto.
--Ea, Sr. D. Acisclo, declárelo V.--añadió Pepe Güeto--. Mi mujer
pretende que V. tiene comezón de ser santo como su sobrino, y que el día
menos pensado traspone V. y nos planta y se larga a Sierra--Morena a
hacer penitencia, metido entre matorrales o en el hueco de algún
peñasco.
--Todo menos eso--respondió D. Acisclo--. No me llama Dios por ese
camino, y cualquier otro estado es bueno para servirle.
--Eso es indudable--dijo entonces doña Luz--. Yo no he creído nunca que
a V. le pudiese entrar la manía de imitar a los solitarios penitentes;
pero he pensado, como mis amigos, que usted medita y prepara, desde hace
días, un cambio en su manera de ser y de vivir.
--Estas mujeres son el diablo--contestó D. Acisclo--. Nada se les
oculta. Todo lo penetran. No quiero ni puedo ya negarlo. Voy a ser otro
del que he sido hasta aquí. Confieso que la consideración del mérito de
mi sobrino me ha servido de estímulo.
--¿No lo decía yo?--exclamó doña Manolita--. D. Acisclo, ¿se nos va V. a
ir a la China o a la India a convertir infieles?
--Algo de eso hay--respondió el interrogado--. Infieles voy a convertir,
pero sin salir por ahora de Villafría.
--¿Y cómo va a ser eso?--dijo doña Luz.
--Muy sencillamente--continuó D. Acisclo--. Ya saben ustedes que yo he
sido y soy, dicho sea entre nosotros, desechando la modestia, un hombre
bastante útil para mi patria. Yo hago prosperar la agricultura; aumento
la riqueza; doy de comer a los pobres que trabajan; en fin, sirvo de
mucho.
--No es menester que V. se alabe. ¿Quién no confiesa--dijo Pepe Güeto--,
que V. es la providencia de Villafría?
--Pues bien; todo eso lo hago con el dinero que he sabido adquirir. Yo
he tenido y tengo capacidad para adquirir dinero. Pero al ver que mi
sobrino ha adquirido ciencia y gloria, he comprendido que el dinero no
me bastaba, y que hay otras cosas que valen tanto casi como el dinero.
La ciencia, por ejemplo. ¿Cómo adquirirla, sin embargo? Ya está duro el
alcacer para zampoñas. Ya es tarde para que yo me engolfe en estudios.
Hay otra cosa que me atrae, que me seduce, y no es tarde aún para que yo
la adquiera.
--¿Qué será? ¿Qué no será?--murmuró doña Manolita.
--Adivínalo, muchacha; lúcete; muestra que ves crecer la hierba.
--Confieso que soy tonta: nada adivino. Ya que no aspira usted a sabio
ni a santo, ¿a qué aspira?
--Aspiro al poder. El poder es el complemento del dinero. Quiero ser
hombre político, personaje influyente, dueño de este distrito electoral,
derrotando al cacique de la cabeza del distrito, que hoy lo puede aquí
todo.
--¿Quién le mete a usted en esos ruidos, Sr. D. Acisclo?--dijo entonces
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