Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 15

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ellos, oficial de O'Daly, le dijo que Labisbal se inclinaba a defender
a O'Daly y a echar la culpa al Empecinado por lo de Brihuega.
--No me choca nada--dijo Aviraneta--. Son los dos de origen irlandés.
Se las echan de aristócratas, y tienen el odio de todos los militares
de escuela por los guerrilleros.
--Eso no es cierto--dijo el militar.
--Sí lo es. ¡Bah! ¡Ya lo creo!
--Tienen mucha vanidad estos guerrilleros.
--Hombre, nosotros no tenemos la culpa de que ganáramos acciones
mientras el ejército español perdía batallas.
--Eso es un insulto.
--No; únicamente es un hecho.
La discusión hubiera tenido malas consecuencias, si no la hubiese
interrumpido la entrada de otros oficiales.


VIII
PERSECUCIÓN DE BESSIERES

DON Enrique O'Donnell era hombre de una perpetua doblez, histrión
inconsciente que jugaba siempre con dos barajas. Aviraneta sabía
que había estado comprometido en varias conspiraciones militares,
principalmente en la de Richart y la de Lacy.
Se aseguraba que entre los papeles cogidos a los insurrectos de
Barcelona, cuando lo de Lacy, se habían encontrado monedas acuñadas, en
cuyo reverso se leía: «Enrique I, cónsul de la República española».
La conducta de O'Donnell en el Palmar y después en Ocaña reveló el
fondo de inconsciencia y deslealtad de su alma.
Al comienzo del año 23 se decía que O'Donnell tenía relaciones con los
absolutistas, aunque otros opinaban que sus simpatías estaban por los
constitucionales moderados o del Anillo.
Desde su reunión en Guadalajara, O'Donnell buscaba las ocasiones de
que O'Daly se rehabilitara; en cambio, no llamaba al Empecinado cuando
pudiera lucirse.
O'Daly, que era falso, como buen criollo, e hipócrita, como hombre
iglesiero, trabajó para desacreditar al Empecinado.
Don Juan Martín, que tenía mucho amor propio, buscó la forma de operar
solo, ayudando al grueso de la división.
El 29 de enero, Aviraneta y él, con ochenta caballos, pasaron el Tajo
a nado a media noche. Fueron flanqueando al enemigo, y a las dos de la
mañana lo sorprendieron en la villa de Sacedón. Iba la pequeña partida
en dos patrullas: en la primera marchaban el Empecinado y Aviraneta; la
segunda la mandaba Antonio Martín y Francisco Van-Halen. Al llegar a
las puertas de Sacedón picó el Empecinado las espuelas, y arrollando a
los guardias, pasó adentro. Los realistas tenían una posición fuerte;
pero creyéndose rodeados, la abandonaron y se dieron a la fuga.
Con aquella maniobra se facilitó el paso del puente fortificado sobre
el Tajo a las fuerzas de O'Donnell, que entraron en Sacedón el día 30.
Por la mañana de este día se recogió la lápida de la Constitución
derribada y se volvió a ponerla en el Ayuntamiento.
Los oficiales de Estado Mayor interinos don Carlos Peman, don Ramón
Collantes y Aviraneta, hicieron formar una compañía delante del
Ayuntamiento. Collantes arengó a las tropas, y después Peman se
adelantó, y, quitándose el morrión, gritó:
--¡Soldados! ¡Libertad o muerte! ¡Viva España! ¡Viva la Constitución!
Un coro de aclamaciones frenéticas le contestó.
Se hicieron tres descargas, y la tropa marchó a su alojamiento.
Este acto, al parecer, no fué muy del agrado del general en jefe. Todos
sabían que don Enrique O'Donnell, conde de Labisbal, no tenía gran
entusiasmo por la Constitución de Cádiz.
Ocupado Sacedón, los constitucionales se dispusieron a seguir
persiguiendo al enemigo. Se había desencadenado un temporal horroroso.
El Tajo, en Sacedón, venía imponente, arrastrando tierra y troncos de
árboles. El camino de Auñón estaba inundado.
El Empecinado y Aviraneta exploraron los alrededores de Sacedón, y
tuvieron una escaramuza en la Puerta del Infierno.
El 4 de febrero O'Donnell estableció su cuartel general en Bellisca,
y el 9 tuvo que detenerse en Garcinarro. El temporal había puesto los
caminos imposibles.
Mientras que las fuerzas de O'Donnell estaban en Bellisca y por los
alrededores de Alcázar y Loranca, Bessieres ocupaba Huete y lo iba
fortificando. Huete era pueblo de recursos. Quedaban todavía allí
muchos lienzos y cubos de muralla útiles, algunos conventos y casas
de gruesas paredes, y se podía hacer una buena defensa, teniendo como
tenía el caudillo realista cerca de cinco mil hombres, cuatro piezas de
artillería y quinientos caballos.
Al acercarse los constitucionales a Huete, Bessieres, desde las
murallas y desde el cerro del Canillo, los recibió con descargas de
metralla y de fusilería desde sus trincheras. Esto, unido al temporal,
obligó a los constitucionales a paralizar las operaciones y a limitarse
a hacer reconocimientos.
El mismo día en que se llegó cerca de Huete se incorporó a las fuerzas
de Labisbal el regimiento de Calatrava, que venía de Cuenca.
Aviraneta y el Empecinado se instalaron en un ventorro entre Buendía
y Huete. Por la noche estaba Aviraneta en el ventorro cuando un
pastorcillo se le acercó y le dijo:
--¿Es usted don Eugenio?
--Sí.
--¿El amigo del señor Empecinado?
--Sí.
--Pues tome usted esta carta.
Aviraneta cogió la carta, la abrió y la leyó. Decía:
«Amigo Aviraneta: Esta noche, a las nueve, si quiere usted, avance
usted hacia el pueblo por la carretera. Le saldrá a recibir un
sobrino mío con una escolta, que le traerá aquí y hablaremos.
JORGE BESSIERES».
Aviraneta, algo sorprendido, iba a preguntar al chico quién le había
dado la carta; pero el pastorcillo había desaparecido.
Aviraneta enseñó la carta al Empecinado.
--Bueno, vete a ver qué quiere--dijo éste.
Aviraneta esperó a que se hiciera de noche, y después de cenar avanzó
por la carretera.
Pasó la línea de centinelas y se detuvo.
Al poco rato se acercó una patrulla de jinetes:
--¡Aviraneta!--gritó una voz.
--Soy yo.
Era el sobrino de Bessieres y lugarteniente suyo, llamado Portas.
Marcharon todos al trote largo hasta llegar a una casa de la carretera.
En un cuartucho se hallaba Bessieres con el francés Delpetre, que
después en la guerra carlista anduvo con Merino. Estaba también el
fraile Talarn, que tenía un brazo vendado. Bessieres era un hombre
fuerte, moreno, de buena figura, con ese rictus sardónico de los
mediterráneos acostumbrados a lo que ellos llaman la _railla_. Tenía
una mirada de suspicacia y un gesto, al hablar, de exaltado y de matón.
Era éste catalán, hombre turbio, atrevido, audaz, que iba viviendo y
avanzando entre dos paralelas: la muerte en el patíbulo, por un lado, y
la gloria y el poder por otro. Bessieres era un hombre intrépido, que
despreciaba a los demás y amaba el éxito y el dinero.
Sabía disimular su capacidad y su inteligencia con formas bruscas y
brutales; hablaba una jerga medio catalana, medio francesa, medio
española, y la adornaba con toda clase de juramentos, blasfemias y
exclamaciones.
Bessieres recibió amablemente a Aviraneta.
--Ahora, cuando nos quedemos solos, hablaremos.
Era una indirecta bien clara a los que estaban allí para que se
marchasen; pero Delpetre y Talarn no parecieron entenderla.
Bessieres, de pronto, se incomodó y dijo a estos dos:
--Perdonen ustedes; tengo que hablar con este señor.
Delpetre salió; pero el fraile Talarn no lo hizo; se entretuvo en atar
de nuevo el pañuelo en donde apoyaba el brazo en cabestrillo, con una
gran lentitud.
Cuando terminó, se marchó dando un portazo:
--Cochino _frare_--dijo Bessieres--. Algún día le voy a cortar las
orejas.
Cuando quedaron solos Bessieres, Portas y Aviraneta en el cuarto, el
francés pareció estar más tranquilo.
Bessieres quería sonsacar a Aviraneta, preguntarle el efecto que
había hecho en Madrid la derrota de Brihuega. Aviraneta contestó con
ambigüedades.
Bessieres habló largo rato. Había en el aventurero francés el fondo
resbaladizo del que cambia de nacionalidad y de principios. Como hombre
voluble y traidor, tenía muchos rencores y animosidades. Sentía por
los franceses un gran odio: había peleado como guerrillero contra
ellos; abominaba de los aristócratas realistas españoles, por haber
sido obrero e industrial; despreciaba a los curas y frailes con quienes
convivía, y guardaba por los liberales moderados la hostilidad del
republicano.
Bessieres era un hombre anárquico, un demagogo que podía tomar
cualquier actitud política; pero que siempre había de sentirse rebelde.
Para él el orden, la jerarquía, la disciplina, no podían tener valor.
--¿Qué dicen en Madrid de mí?--preguntó Bessieres.
Aviraneta le contestó que los realistas y los frailes estaban muy
contentos con él; que los liberales y carbonarios decían que era
traidor.
--¡Yo traidor!--exclamó Bessieres--. Yo soy más republicano que
Robespierre; sí, diga «ustet» en «Madrit» que si desenmascaran a los
traidores como Ballesteros y Labisbal, si echan a esos _lladres_ a
patadas, yo, yo, Jorge Bessieres--y se dió fuertes puñetazos en el
pecho--, iré a sacrificarme por la _llibertat_.
Aviraneta estaba un poco sorprendido. La mirada de Bessieres le daba la
impresión de que se las había con un truchimán listo; la voz y el gesto
eran de un exaltado o de un loco.
Bessieres añadió que los españoles tenían que unirse para combatir a
los franceses, si éstos intentaban entrar en España.
--¿Es un cuco o es un loco?--pensó Aviraneta.
De pronto, Bessieres llamó a su lugarteniente:
--¡Eh, tú, noy!
--¿Qué?--preguntó Portas.
--Los copones--indicó Bessieres.
Portas abrió una maleta y sacó unos magníficos cálices de oro.
Bessieres puso uno delante de Aviraneta y otro delante de él.
--Echa vino, tú--dijo Bessieres.
Portas sacó una botella y llenó de vino los vasos.
--Tenemos una buena vajilla--dijo riendo sarcásticamente el francés--.
Este--y tomó un cáliz--lo cogimos en Auñón; el otro es de aquí, de
Huete. Si ese asqueroso fraile lo supiera, me denunciaría... Lo tengo
que matar. Beba usted.
Aviraneta temió un momento que el vino estuviera preparado; examinó los
dos cálices, y por si acaso bebió en el que había puesto Portas delante
de Bessieres.
Bessieres bebió en el otro.
--Usted es un hombre consecuente, Aviraneta--dijo Bessieres--; usted
es un _lliberal_. ¿Con que esos _lladres_ de _Madrit disen_ que yo he
hecho la _porcá_ de _haserme_ absolutista? Ya verán lo que ha de hacer
Bessieres. Usted ha de ver, Aviraneta, la sorpresa que voy a dar yo.
Bessieres estaba dispuesto a seguir bebiendo; quería, quizá,
emborrachar a su huésped; pero Aviraneta le advirtió que tenía que
volver al campamento. Bessieres quedó displicente y murmuró:
--Bueno, bueno. ¡Adiós! Aun nos tenemos que entender.
--Si usted se pasa a nuestro campo, al momento--contestó Aviraneta.
--¿Me reconocerían los grados?
--No sé, yo creo que sí.
Bessieres alargó la mano y Aviraneta se la estrechó.
Portas acompañó a Aviraneta hasta doscientos pasos de los centinelas
constitucionales.
Al día siguiente, por la noche, Bessieres abandonaba Huete, clavando
antes la artillería. De Huete se dirigió por la villa de Peraleja hacia
las sierras de Priego, cruzó la provincia de Cuenca y apareció en
Poveda de la Sierra.
El ejército constitucional se destacó en su persecución, y en Almonacid
se prendió a algunos rezagados, entre ellos a Pepa Garzón, la mujer de
Joaquín Capapé, mujer guapetona y de buen trapío.


IX
HACIA ARAGÓN

EL día 15 de febrero los constitucionales llegaron al Puente de Priego,
encontrándolo tan bien fortificado que no pudieron forzarlo.
Aviraneta habló a unos pastores, indicándoles que si le enseñaban un
vado próximo les daría lo que le pidiesen. Uno de los pastores se
presentó a la noche diciendo que él le conduciría si le daba cinco
duros.
Se le dieron, y a las tres de la mañana del día siguiente,
completamente a obscuras, atravesaron el río Aviraneta, el Empecinado y
Van-Halen, cuatro o cinco caballos y cincuenta infantes. Esta pequeña
fuerza marchó paralelamente al río, se acercó al Puente de Priego y
comenzó el fuego.
Los facciosos se creyeron cortados por la división completa del
Empecinado, y abandonando sus trincheras del puente se retiraron en
dispersión.
Esta ocurrencia produjo la desmoralización de los realistas, que
comenzaron a dividirse en partidas. Bessieres, con la suya, intentó
penetrar en Cuenca, y rechazado marchó hacia Sigüenza y luego a Aragón;
Chambó se dirigió al Maestrazgo, y Ulman y Capapé, camino de Valencia.
La persecución no fué del todo activa. Al llegar los realistas al Tajo
en Poveda se hundió el puente y parte de la retaguardia no pudo pasar.
El fraile Talarn, con más de quinientos hombres, tuvo que dirigirse a
Peralejo de las Truchas, y atravesó el río por allí sin que nadie le
saliera al encuentro.
Así como entre los liberales se habló de traición a raíz de la derrota
de Brihuega, se habló de traición entre los absolutistas después de la
retirada de Huete.
La Junta de Mequinenza ordenó a Bessieres que fuera de nuevo a Madrid,
y como el francés no hiciera caso, Adán Trujillo, que se titulaba
gobernador de Mequinenza, lo acusó de traidor y publicó un bando en el
que ofrecía dos mil duros por la cabeza de Bessieres, a quien llamaba
masón y republicano.
El 21 de febrero el Empecinado entró en Sigüenza. Se decía que Capapé,
con mil infantes y cien caballos, estaba en las proximidades del
pueblo deseando entregarse; pero no resultó la noticia cierta. También
se aseguraba que Bessieres había reñido con sus oficiales y que,
separándose de la columna, quería abandonar las filas realistas.
El Empecinado continuó la persecución de las partidas; llegó el 24 de
febrero, al anochecer, al Burgo de Osma, donde entró con Aviraneta y
cuatro soldados. Se siguió avanzando por Soria y la serranía de Yanguas
hasta cerca de Agreda, en cuyas inmediaciones el enemigo se dispersó en
pequeños grupos.
Desde Agreda, el Empecinado y Aviraneta volvieron a Sigüenza, y de aquí
marcharon a Aranda, en donde estuvieron un día.


X
VUELTA A MADRID

AL llegar a Aranda Aviraneta dejó al Empecinado en compañía de Moreno,
su administrador, que vivía en la plaza del Trigo, y él se fué a hacer
algunas diligencias.
Contrató con un arriero el porte de los muebles que quería llevar
a Madrid, y al atardecer, embozado en la capa, para que nadie le
conociera, se acercó a la _Casa de la Muerta_.
Una turba de chiquillos había tomado posesión de la encrucijada donde
se hallaba la casa, y jugaban allí; habían pintado en las paredes
letreros y figuras con yeso y amontonado delante tierra y arena.
Cuando llegó Aviraneta dos chicos tiraban piedras a una ventana, y una
mozuela con una criatura en brazos daba golpes con el aldabón.
Aviraneta esperó a que obscureciera y que se fueran los chiquillos.
Entonces se acercó a la puerta, abrió el postigo y entró en el zaguán.
Encendió una vela y subió al primer piso.
Los chicos, y quizá también la gente de la vecindad, habían roto los
cristales a pedradas. La casa estaba fría e inhospitalaria.
Aviraneta recogió algunos papeles que tenía allá y llenó un cestillo de
cubiertos y objetos de plata. Hecho esto bajó al zaguán, buscó entre
un manojo de llaves hasta que encontró una y abrió la bodega. Era ésta
un sitio obscuro, sin ventilación, en cuyo fondo se veían derechos
grandes tinajones para el vino.
Aviraneta cogió una palanca, fué a un rincón y levantó una losa del
suelo sin gran trabajo. Hecho esto volvió al zaguán, y en un cántaro
metió sus cubiertos y sus papeles. Tapó la boca del cántaro con un
corcho, la cubrió después de lacre y la enterró en el agujero; puso la
losa encima y salió de la bodega. Se cepilló la ropa, se lavó las manos
y se fué.
Marchó hacia la Plaza Mayor. Todavía el relojero Schültze estaba
delante del cristal del escaparate con el lente en un ojo, trabajando.
La confitería de doña Manolita se hallaba abierta, y don Eugenio entró
y compró un gran paquete de dulces.
Aviraneta pasó por delante de la casa de Teresita, subió rápidamente
por la reja, hasta el piso primero, y dejó el paquete colgado en el
hierro del balcón con una cinta.
Al bajar se encontró con el Tío Guillotina, el loco, que le miraba
atento.
--Hola, Guillotina--le dijo Aviraneta.
--Hola. ¿De dónde vienes?--le preguntó el mendigo.
--De arriba.
--De arriba tienen que bajar los buenos a cortar la cabeza a estos
canallas... Sí, canallas..., todos son unos canallas. República y
guillotina... Al río todas las cabezas de los malos de Aranda... Al
río... ¡Canallas, bandidos! He de beber vuestra sangre.
El loco se encontraba en un estado horrible, febril, desencajado; tenía
la frente abierta de una pedrada, con la herida que manaba sangre, y un
ojo hinchado por algún golpe; su traje estaba cubierto de barro, y las
plumas de gallo de su tricornio, caídas.
Era una ruina, un verdadero harapo humano.
Aviraneta intentó calmarlo y lo quiso meter en el mesón del Brigante;
pero el loco se le escapó y se marchó corriendo, vociferando.
Aviraneta volvió acompañado por el sereno hasta el alojamiento de don
Juan Martín, de la plaza del Trigo.
Al día siguiente, el Empecinado con su escolta se dirigió a Madrid.
Había mejorado el tiempo; un hermoso sol brillaba en el cielo.
Aviraneta, con la perspectiva de estar una temporada sin trabajar, se
sentía perezoso, cansado.
Al llegar a Madrid pasó unos días en la cama.
Escribió varias veces a Teresita, y ella le contestó de este modo:
«Mi estimado don Eugenio: Cogí el paquete de dulces del balcón y en
seguida me figuré que era de usted. No sé para qué hace usted esos
gastos.
He leído su carta, y me da mucha pena ver que lleva usted una vida
tan arrastrada y que pasa usted tantos trabajos y fatigas. ¡Mi
pobre don Eugenio, le veo a usted muy mal!
Ese Empecinado es un monstruo. ¿Qué furia le ha entrado a don
Juan Martín de arreglar el mundo cuando debía estar en Castrillo
trabajando su tierra? ¿No ven ustedes que toda España está contra
ustedes? ¿Cómo no lo comprenden? Habrá que decir como dice mi
tía: «Herradura que chacolotea, clavo le falta». Y a ustedes les
falta algún clavo o algún tornillo. ¿No escarmentará usted, don
Eugenio? ¿Por qué no someterse a la razón? ¡Qué afán de cambiar
y de trastornarlo todo. Así hemos encontrado el mundo y así lo
dejaremos. Tenga usted fe. Olvide usted la vanidad. ¿Qué le importa
a usted lo que le digan sus amigotes?
Me figuro que no ha de hacer usted caso de mis palabras y que
seguirá usted erre que erre hasta llegar a la América o al Polo
Norte.
Nosotros hemos tenido este invierno nuestros achaquitos; mi padre
está con una tos que se ahoga; Rosalía engorda y no tiene ganas de
comer, y yo, que como muy bien, estoy cada vez más flaca.
¡Adiós, don Eugenio, cuídese usted y que no se le revuelva más esa
olla de grillos que lleva usted en la cabeza! Muchos recuerdos a su
madre. Su amiga, que desea verle,
TERESA.»


XI
LOS CARBONARIOS DE MADRID

LA pasividad de don Eugenio desapareció un día que fueron a verle
el _Majo de Maravillas_ y un miliciano nacional a quien llamaban el
miliciano Fachada, que había querido matar al infante don Carlos de una
cuchillada en Aranjuez.
El _Majo_ y Fachada eran carbonarios, y se habían convencido, desde la
asonada del 19 de febrero, de que Regato era un agente absolutista.
Todos los carbonarios tenían ya esta evidencia y habían dispuesto
vengarse.
En el mes y medio que faltaba Aviraneta de Madrid, la sociedad
carbonaria había hecho algunos adelantos.
Parte de ella se había relacionado con los comuneros, y visitaba la
casa de éstos; parte quiso permanecer independiente.
Aviraneta, hacía tiempo había presentado un plan de organización
carbonaria. Este plan se discutió largamente y se llegó a aprobar.
Algunos de los italianos no querían que se desposeyese a la sociedad
carbonaria de su simbolismo, que en el proyecto de Aviraneta
desaparecía por completo.
Aviraneta era hostil a estas mojigangas.
--Si nos llamamos unos a otros _buenos primos_ y hablamos del
firmamento, la gente se va a reír de nosotros--dijo don Eugenio varias
veces.
En el plan de Aviraneta había cuatro clases de ventas. Cada una estaría
constituída por veinte hombres. Veinte hombres de la primera venta
tendrían un delegado. Veinte delegados de las primeras ventas formarían
la segunda venta; nuevos veinte delegados de las segundas ventas
formarían la tercera, y otros veinte delegados de las terceras, la Alta
Venta. Para no quitar todo aliciente a la imaginación, se dispuso que
las primeras ventas se llamasen manípulas; las segundas, centurias; las
terceras, cohortes, y la cuarta, legión o Alta Venta.
Cada venta tendría su autonomía, y no conocerían sus individuos a las
de las otras.
El procedimiento para impedir las traiciones estaba basado en el
triángulo de Weishaupt; lo que en éste eran individuos, en el
carbonarismo eran grupos de veinte.
El plan de Aviraneta se aprobó estando él fuera.
Se llegó a reunir una centuria, es decir, veinte grupos de a veinte, y
para la reunión de esta centuria se alquiló un local en la calle del
Pozo, en el piso bajo de una casa próxima a la Fontana de Oro.
Aviraneta encontraba muchos defectos a las sociedades secretas;
defectos que había ido comprobando en la práctica, en la masonería.
Primeramente, la gente no sabía callar, y el secreto, la táctica de
protección común, no se respetaba. A esto había que añadir que la
confianza en los miembros era muy escasa, que no se aceptaba de buen
grado una jerarquía, y que no había hombres capaces de obedecer sin
discutir ni comprender.
Otro peligro grande era la entrada de traidores en la sociedad, lo
que podía transformar una institución liberal en un instrumento de
absolutismo, como pasaba con los Comuneros.
A pesar de su desconfianza, Aviraneta fué con asiduidad a la venta
carbonaria creada bajo sus inspiraciones.
La casa en donde se había instalado la venta tenía tres entradas: se
podía llegar a ella por un portal estrecho de la calle del Pozo, por
una taberna próxima y por un pasadizo que comunicaba con la Carrera de
San Jerónimo.
Desde esta misma casa, desde los balcones de la Carrera, se proyectó
matar a Espartero y a O'Donnell, después de su triunfo en la Revolución
de 1854, por unos cuantos republicanos, y Aviraneta, que estaba en el
Saladero, convenció a los directores del complot, también presos, de la
inutilidad del atentado.
En el portal de la calle del Pozo se había instalado un despacho de
memorialista, que servía para que el conserje de los carbonarios
vigilara la calle y advirtiera la llegada de la policía.
La venta carbonaria disfrutaba de una instalación paupérrima. El local
tenía un cuarto bastante grande, que era el salón de juntas, con otros
dos o tres pequeños, y varios pasillos. En el salón grande había una
mesa, unos bancos y un armario. Sobre la mesa, un velón de aceite.
Formaban la centuria carbonaria veinte miembros, que se llamaban por su
número.
Eran: Gipini, el dueño de la Fontana; Cobianchi, el joyero; Nepsenti,
el ex fraile Moore, Cugnet de Montarlot, que estaba en Madrid;
Aviraneta, uno de los hermanos Bonaldi, barítono de fama; el _Majo de
Maravillas_, el miliciano Fachada, el capitán Rini, piamontés huído
de su país; el ex coronel Latorde, dos napolitanos, el uno llamado
Monteleone y el otro apodado _il Re di Faccía_, y otros más, hasta los
veinte.
Al saber que Regato era el organizador de la algarada del 19 de
febrero, que había dejado al Gobierno sin fuerza, como tiempo antes
preparó la silba a las Embajadas de la Santa Alianza, muchos liberales
no tuvieron más remedio que pensar que Regato estaba vendido a Fernando
VII, como desde hacía tiempo se decía.
En aquella época, como más tarde, la característica de los liberales
españoles era una credulidad tan necia que, en la mayoría de los casos,
confinaba con la estupidez.
El fetichismo por la palabra sonora y por el orador escultural
producía, y ha seguido produciendo en el español progresista, una
extraña incapacidad para enterarse del fondo de las cuestiones, de la
realidad de los hechos y de la exactitud de las ideas.
Aviraneta, que desde hacía tiempo perseguía a Regato, dió infinidad de
detalles a la centuria carbonaria para convencerla de la traición del
comunero.
Aviraneta propuso citar a Regato de noche, en un rincón cualquiera, y
ahorcarlo, o, por lo menos, pegarle una paliza. La venta carbonaria de
Madrid incubó otro plan más misterioso y novelesco.
Entre los italianos se decidió tomar un acuerdo con Regato, terrible, y
fué marcarle en la frente, con un hierro candente, la palabra _Traidor_.
Aviraneta no era partidario de procedimientos tan medievales, y
prefería un sistema más sencillo de deshacerse de Regato: pegarle una
puñalada o dos tiros en un callejón obscuro.
Sin embargo, creía que uno de los modos de dar fuerza al carbonarismo
hubiera sido comenzar con un crimen siniestro y complicado.
Seguramente, la disgregación y la falta de tensión de la sociedad
carbonaria se hubieran evitado así.
La complicidad hubiera apretado los lazos de la centuria carbonaria,
de la cual Aviraneta comenzaba a sospechar. ¿Eran todos los afiliados
fieles? No era fácil asegurarlo.
Se pusieron a discusión varios proyectos para castigar a Regato, y el
de los italianos prevaleció en la reunión.
Covianchi se encargó de traer, dos días después, un hierro con la
palabra _Traidor_ grabada en relieve y sujeto en un mango.
Ya, decidida la forma de la venganza, con el mayor sigilo se comenzaron
los preparativos.
Se envió una denuncia al jefe de policía, como escrita por un agente,
diciendo que había una reunión misteriosa en la calle del Pozo y que
mandaran un hombre que no inspirara sospechas, como Regato. Regato
fué a ver a Gipini a la Fontana de Oro, y Gipini le dió una tarjeta
cortada para que pudiese pasar al interior de la casa donde tenía sus
reuniones la centuria carbonaria. La hora fijada eran las once de la
noche. Aviraneta entró en la venta por la Carrera de San Jerónimo. Al
ir a pasar al salón de actos, un carbonario le tomó la capa y le dió
una careta, que se la puso. Al entrar en la sala se sobrecogió. Estaba
todo el grupo carbonario reunido, cada individuo con su antifaz. En
la mesa, iluminada por dos candelabros, se había formado un tribunal
con tres hombres enmascarados; detrás de ellos, cerrando la puerta de
comunicación con otro cuarto, había una cortina negra.
A las once en punto se oyó ruido de pasos en el corredor. La centuria
carbonaria se disponía a la obra.
Un momento después entró Regato con los ojos vendados y sujeto por
cuatro hombres.
Al acercarse a la mesa le ataron las manos y los pies rápidamente y le
quitaron la venda de los ojos.
La impresión en Regato debió de ser terrible. Algunos carbonarios
habían sacado el puñal y lo mostraban a la víctima.
--Acusado, sentaos--dijo el presidente.
La voz era la del _Re di Faccía_.
Regato se sentó y quedó apabullado en la silla por el terror. Aviraneta
lo miraba de frente. Regato era en esta época un hombre todavía joven,
bajito, grueso, mofletudo, con los ojos claros, el aire clerical, sucio
en el traje y de una viveza de ratón.
--Regato--dijo el presidente--, te acusamos de ser traidor a la causa
liberal; de ser un espía de Ugarte y de Fernando VII; de haber vendido
a nuestros hermanos en varias ocasiones... ¿Qué tienes que alegar?
--Que es falso--gritó Regato--. Si me he acercado a la policía ha sido
para defender a los nuestros.
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