Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 13

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Etchepare, como jardinero, había buscado el defender su huerto del aire
del mar; pero quería, sin duda, gozar de su vista, y en un ángulo de
las dos tapias altas había construido hacía años un pequeño cenador,
como una garita. El cenador estaba ya deshecho, con las maderas
podridas; únicamente parecía sostenerle el tronco de una glicina añosa,
que le estrujaba como una serpiente con sus anillos.
Desde el cenador se dominaba la costa. Se veía avanzar en el mar las
rocas de Hendaya; luego, el cabo Higuer, con su faro, que de noche
brillaba, y más lejos, la costa vasca de España, la isla de Guetaria y
el cabo de Machichaco.
Por el lado de tierra se veía el comienzo de los Pirineos; cerca se
destacaba solitario el monte Larrun, y tras él se alargaban en la
niebla las montañas de Navarra.
A todo lo largo de la tapia, que daba hacia el mar, los pinos y los
cipreses formaban una cortina contra el viento.
En la parte baja del jardín, la más templada, tenía Etchepare sus
hortalizas.
En los rincones, en los ángulos de las tapias, en los sitios sombríos,
Etchepare había plantado rosales, enredaderas, madreselvas, que cubrían
las paredes y las llenaban de hojas verdes y de campanillas ligeras de
varios colores.
En un extremo del jardín se levantaba una alta magnolia, con una gran
flor blanca; en el otro, uno de esos arbustos que llaman Júpiter, casi
redondo, se ofrecía a los ojos en aquel momento, con sus mil flores,
como una bola roja llena de pompa y de riqueza.
Al pasear por aquellos caminos, Aviraneta comprendió el gran amor del
viejo Etchepare por la tierra, su culto vagamente panteísta por las
hierbas, los árboles y las flores.
¡Qué vida la de Etchepare! Sin ambición, contemplativo, enamorado de
la Naturaleza, había pasado allí una existencia tranquila y feliz.
Quizá todavía quedaba en su alma el recuerdo vivo de un viejo amor;
quizá sentía la voz querida en el murmullo del viento, y la figura
amada, en la forma vaga de una nube o en la espuma del mar.
Etchepare, viejo pensativo, paseaba mucho por el acantilado de la
costa. No tenía relaciones sociales. Sus amigos eran los árboles, las
rosas, una nube que sonreía en el cielo, un faro que guiñaba a lo lejos
su roja pupila...
La mujer de Beguibelchenea, que estaba rabiando por hablar, le contó
a Aviraneta los últimos momentos de Etchepare. El viejo soldado de
la República había muerto dulcemente una tarde de sol. La gran dama,
venida de París, estuvo acompañándole los últimos días.
Al principio quiso obligarle a confesarse; pero al último ella
transigió. La mujer de Beguibelchenea solía ver a los dos hablando
constantemente en el huerto, sentados en el banco, debajo del árbol
rojo.
El otoño había sido delicioso, templado, con todo el esplendor de los
otoños vascos. Al caer las hojas, suavemente, había partido el viejo
solitario para su último viaje.
Al morir, la gran dama lloraba, y solamente el médico y un guarda, que
fué soldado en tiempo de la Revolución, se presentaron en la casa.
Al día siguiente enterraban a Etchepare y la gran dama desaparecía.
Aviraneta salió de Iturbide, y después, a la caída de la tarde, entró
en el cementerio de Bidart a ver la sepultura de su tío.
El tiempo estaba espléndido. En el cielo azul brillaban grandes y
espléndidas nubes rojas.
Aviraneta buscó la sepultura y la encontró. La tierra estaba recién
removida, y en la losa nueva se leía:
AQUÍ YACE
GASTON D'ETCHEPARE
SOLDADO DE LA REPÚBLICA
1760-1822
El rebelde había tomado su puesto entre los demás convecinos; allí
aguardaría su cuerpo hasta convertirse su substancia en la verde
hierba, en las amarillas flores que tanto había amado.


XIV
AL ENTRAR EN ESPAÑA

AL día siguiente, Aviraneta fué a San Juan de Luz, adonde se había
trasladado la viuda de Arteaga. Mercedes le dijo que su padre vivía en
Laguardia con su hermano mayor, que estaba casado y con hijos. Ella no
quería ir ni a Pamplona ni a Laguardia.
Después de saludar a Mercedes y de besar a Corito, Aviraneta se dirigió
a España.
Estaba la frontera llena de partidas realistas; en Irún era Aviraneta
conocido y no le pareció muy prudente entrar por allá llevando papeles
en la maleta. Así que, desde San Juan de Luz, a caballo, entró en
España por Vera de Navarra.
La primera persona con quien se topó en Vera fué el teniente Leguía,
que, según le dijo, iba a salir, a la mañana siguiente, camino de
Elizondo con su tropa.
Fermín Leguía le habló de una cuenta pendiente que tenía con el prior
del convento de capuchinos de Vera y con el párroco de la iglesia.
Leguía estaba dispuesto a perseguirlos y a no dejarlos en paz hasta
aplastarlos.
Fermín le dijo que por aquellos contornos se repetía, como un refrán,
este dístico en vascuence:
Veraco, Fermín Leguía,
alderaco, contraco baño obía.
(Fermín Leguía, el de Vera, mejor para amigo que para enemigo.)
Fermín andaba con una partida de ciento sesenta hombres; ochenta de la
cuarta compañía del batallón ligero de cazadores de Pamplona, cincuenta
a sesenta de Hostalrich y Bailén y veintitantos del resguardo oficial.
Fermín recorría el Bidasoa y el Baztán; pensaba atacar a los
absolutistas que se habían apoderado de Valcarlos, y pegar fuego el
mejor día al convento de capuchinos de Vera, a la parroquia y hasta al
pueblo.
Leguía invitó a Aviraneta a cenar con él, y por la noche fueron los dos
a una taberna de Alzate, donde se reunían sus amigos. Hablaron largo
rato, tomaron café y aguardiente, y Leguía, animado, le dijo a uno de
sus amigos:
--¡Berécoche!
--¿Qué?
--¿Tienes la filarmónica en casa?
--Sí.
--Pues tráela. Vamos a dar serenata a los amigos.
Berécoche salió de la taberna; Aviraneta y Leguía siguieron hablando y
bebiendo hasta que llegó Berécoche con el acordeón.
Berécoche era hombre intrépido y jovial, que hablaba por apotegmas.
Trajo un acordeón nuevo con un letrero en marfil, donde se leía:
«Altemburgia», y comenzó a tocar en él.
Leguía se puso una boina y se embozó en la capa.
--¡Hala! Vamos todos al convento--dijo Leguía--. Eh, tú, Errotachipi,
Errotari, Chamburne. ¡A formarse! Uno... dos... ¡Adelante!; y cogiendo
su palo como una batuta, marcó el compás, y cuando Berécoche comenzó
con un pasodoble, dió media vuelta y siguió andando.
Luego se acercó a Aviraneta.
--Me tienen un odio terrible en el pueblo--le dijo riendo--; les estoy
dominando por el terror.
Al son del acordeón, los diez o doce hombres, formados, llegaron hasta
el convento de capuchinos, y Leguía mandó a Berécoche que tocara el
_Himno de Riego_. Berécoche lo tocó.
--«¡Viva la Libertad! ¡Viva Riego! ¡Viva Mina!»--gritaron los amigos de
Leguía.
El convento, grande y negro, parecía agazapado en la obscuridad. Uno de
los amigos de Leguía cogió una piedra y la disparó con toda su fuerza.
La piedra dió en una de las ventanas, y se oyó una voz que gritaba:
--¡Granujas! ¡Miserables!
--Ahora al pueblo--dijo Leguía.
Comenzó de nuevo a tocar el acordeón, y los amigos de Leguía, saltando
y brincando, llegaron a Vera. Entraron en otra taberna y volvieron de
nuevo a Alzate hartos de vitorear a Riego, a Mina y a la Libertad.
Aviraneta se retiró a su posada a dormir.
Al día siguiente Fermín le preguntó a Aviraneta si necesitaba algún
guía, y habiéndole dicho que sí, le prestó dos hombres para que le
acompañaran: Errotachipi y Arroschco.
Errotachipi era flaco y huesudo; Arroschco, grueso y redondo; pero los
dos eran fuertes y marchaban más de prisa que el caballo que montaba
Aviraneta.
Salieron de Alzate los tres, cruzaron el puente de San Miguel, y por
la orilla del Bidasoa salieron a Zalaín y comenzaron a subir Baldrun y
después Escolamendi. Al medio día llegaron para comer a la ermita de
San Antón, en el límite de Navarra y Guipúzcoa, enfrente de la Peña de
Aya.
Era el sitio verdaderamente desierto y salvaje; la Peña de Aya
se levantaba allá como una pared cortada a pico, de quinientos o
seiscientos metros de alta, y en el fondo del valle, estrecho, dominado
por la enorme muralla de granito, se veían unas cuantas ferrerías
abandonadas y derruídas.
La ermita de San Antón tenía adosada una venta, y en ella entraron
Errotachipi y Arroschco a encargar el almuerzo. El ventero los conocía
y era amigo suyo, y en un cuarto, de techo bajo y con una gran mesa en
medio, les sirvió la comida.
Después de comer siguieron los tres de nuevo la marcha; pasaron por
Arichulegui, y por la tarde llegaron a Oyarzun, y allí se despidieron
de Aviraneta Errotachipi y Arroschco.
Al día siguiente, Aviraneta tomó de nuevo la diligencia para Madrid,
donde se presentó a don Evaristo San Miguel, que le dió las gracias por
sus servicios.


LIBRO SÉPTIMO
EL INVIERNO


I
LA SITUACIÓN

AL final de 1822 la situación en España era desdichada. De un extremo
a otro la Península ardía; las partidas absolutistas brotaban como del
fondo de la tierra armadas y equipadas.
En el Norte, don Carlos España, Quesada y Abuin espiaban el momento de
entrar con sus fuerzas camino de Madrid; don Santos Ladrón estaba entre
Lumbier y Pamplona; Juanito el de la Rochapea, en las Cinco Villas
de Navarra; Castelar y Guergué, en el Roncal; Uranga y el Fraile, en
Alava, reclutando gente por los alrededores de Santa Cruz de Campezu.
Además de estos, Antoñana y Gambarte campeaban en la ribera del Ebro,
y Castor, Zabala, Gorostidi, Eraso, Uranga, y otros muchos, formaban
partidas en los pueblos vasconavarros.
Contra estos cabecillas operaban constantemente los liberales; Torrijos
había batido a Ladrón y a Uranga; Fermín Iriarte, Chapalangarra y López
Baños no dejaban descansar a sus tropas.
Además de las columnas grandes había pequeñas partidas, como la de
Leguía en Navarra, la de Mantilla en Alava y la de Arana en Logroño.
A mediados de invierno Torrijos entraba en Burguete y tomaba el fuerte
de Irati, y Leguía desalojaba a los absolutistas de Valcarlos.
En Castilla se había vuelto a presentar Merino con sus antiguos
partidarios. Caraza, el Gorro, los Leonardos, el Inglés, Cuevillas, el
Rojo de Valderas y otros, operaban en combinación con el Cura.
Entre Aragón y Valencia, y por la parte del Maestrazgo, andaban Chambó,
Rambla, Capapé, la partida de los Chicos de Calatayud y otra porción
de facciosos sueltos. Cada partida era perfectamente autónoma. Había
algunas juntas realistas, como la Junta Suprema de Mequinenza, pero
nadie la hacía caso.
De los más importantes cabecillas aragoneses era Capapé, que luego tuvo
también importancia por una sublevación de carácter realista.
Capapé estuvo a punto de ser condenado a muerte, siendo brigadier, en
1824; pero se defendió mostrando dos cartas del infante don Carlos, en
las que le incitaba a la rebelión.
Joaquín Capapé era un carretero de Alcañiz convertido en soldado
durante la guerra de la Independencia.
Se le llamaba de apodo el _Royo_. Había querido ser oficial de los
voluntarios liberales de Alcañiz, y como no pudo conseguirlo, se alistó
entre los realistas.
Capapé estaba casado con la hermana de un fraile dominico llamado
Garzón. Esta, Pepa Garzón, apodada la _Morena_, era una mujer un poco
alborotada y escandalosa, que acompañaba al marido en sus empresas
guerreras, y que murió en Alcañiz durante el cólera del 34.
Rambla y Ramón Cambó eran cabecillas ignorantes y bárbaros.
Respecto a la partida de los Chicos de Calatayud, la mandaba Mosén
Manuel Oroz. Esta partida se disolvió después del 7 de julio, y Oroz
apareció más tarde en Navarra con otra partida.
La Junta de Mequinenza la dirigía don Juan Adán Trujillo, que formó un
batallón, que luego se incorporó a las tropas de Bessieres.
El Empecinado había luchado con las partidas de Aragón y había
derrotado a Capapé en Almonacid de la Sierra, donde le cogió cerca de
400 prisioneros.
En la Mancha, Andalucía y Murcia, las partidas realistas eran más de
bandolerismo que de facción.
Los compañeros del guapo Francisco Esteban de Davalillos y de Jaime
el Barbudo se habían convertido de pronto en soldados de la Fe. En
la Mancha alta Manuel Adame, el _Locho_, de chico porquero y luego
basurero en Ciudad Real, ex guerrillero también de la Independencia, se
había echado al campo, y llegó a tener mil quinientos caballos.
El _Locho_, un fraile capuchino teniente suyo y Palillos se pasearon
por la Mancha con unas buenas mozas, y al entrar en Toledo se llevaron
de las platerías toledanas unos tres millones de reales.
En Valencia merodeaban Rafael Sempere y el suizo Carlos Ulman.
En Cataluña abundaban los cabecillas facciosos como en ninguna otra
región. La mayoría eran guerrilleros a quienes la vida tranquila y
pacífica no seducía.
Uno de los más célebres fué el Trapense, Antonio Marañón, capitán de la
guerra de la Independencia.
Marañón era un jugador y un perdido, y un día, pasada la guerra,
desapareció en un convento de la Trapa. A los seis o siete años volvió
a aparecer como cabecilla realista, montado en un caballo blanco, con
un látigo en una mano y un crucifijo en la otra, y acompañado de una
extranjera hermosa y valiente, Josefina Comerford. El Trapense, después
de dejar un rastro de crímenes y de violencias, y de llegar a mariscal
de campo, volvió desde Logroño, por orden del Gobierno, al convento de
Santa Susana.
Guerrilleros célebres entre los catalanes eran Misas, Romagosa, el Jep
d'Estany y Mosén Antón.
Misas, postillón de Figueras, había estado en una partida de
guerrilleros de la Independencia capitaneada por un tal Pujol, que
murió ahorcado.
Misas se llamaba así porque cuando era ladrón parte del producto de sus
robos lo empleaba en decir misas. Misas tuvo su partida de bandidos,
y estuvo en la cárcel varias veces, hasta convertirse en un jefe
realista, que mandaba un núcleo de fuerzas importantes en el Ampurdán.
Romagosa, el carbonero de Labisbal, hombre muy fuerte y muy bruto,
llegó a brigadier, y fué fusilado a principio de la guerra carlista por
el general Llauder.
El Jep d'Estany, apellidado Bosons, era un individuo inquieto,
turbulento y audaz. Poco después de la guerra de la Independencia fué
enviado a galeras por Lacy. Estuvo siete veces condenado a muerte,
hasta que fué preso y fusilado por orden del conde de Mirasol. En
capilla, este defensor de la fe anduvo a bofetadas con el fraile
que quiso confesarle. En la época constitucional tenía su centro de
operaciones a orillas del Segre.
Mosén Antón Coll, cura de Vich, era el que en tiempo de la guerra de la
Independencia había levantado a los estudiantes catalanes.
Además de éstos, campeaban por Cataluña Pablo Miralles, hombre inculto
y bárbaro; Romanillo el _Aceitero_, de Castell-Fullit, violento y
cruel, y otros de menos importancia, como el padre Orri, apodado el
Padre Puñal, que blandía su acero a los gritos de «¡Viva la religión!
¡Muera la patria y la nación! ¡Viva el rey absoluto!» y «¡Mueran las
leyes!»
Toda esta nidada de facciosos se había empollado al calor del fanatismo
y del dinero enviado desde Madrid por Fernando VII.
Este siniestro Borbón hacía todas las maniobras imaginables para
lanzar más absolutistas al campo y para comprar a los militares
constitucionales.
Algunos de estos le inquietaban, sobre todo Mina, por quien tenía un
odio profundo, sabiendo que era insobornable.
Mina, de capitán general de Cataluña, hacía una guerra terrible contra
los facciosos, avanzaba, devastaba, fusilaba; todo hacía creer que, si
seguía así, en poco tiempo ocuparía Urgel y Mequinenza, defendidos por
Romagosa y Bessieres, y limpiaría las ciudades y los campos de enemigos.
Fernando sabía que Mina, por su nobleza, sus ideas y su vida en Francia
entre conspiradores, no podía venderse al absolutismo; pero supuso, en
cambio, que el Empecinado, como más rudo, sería fácilmente seducido,
y le envió un emisario, que fué un tapicero de la Casa Real, llamado
Mansilla, a ofrecerle de parte del rey un millón de reales y el título
de conde de Burgos si se pasaba a los realistas.
--Diga usted al rey--contestó don Juan Martín vibrando de cólera--que
si él no quería la Constitución que no la hubiese jurado; el Empecinado
la juró y jamás cometerá la infamia de faltar a su juramento.
Y después de decir esto volvió la espalda al emisario.
A pesar de la barbarie y de la incultura de los cabecillas facciosos,
la guerra en los campos no era tan cruel como lo fué después en la
primera carlista.
Parecía que el pueblo no había tomado aún el gusto de la sangre.


II
LOS EXTRANJEROS EN ESPAÑA

TODAS las revoluciones, por ser explosión de ideas generales, tienen
cierta tendencia al internacionalismo.
Ya la guerra de la Independencia, considerada fuera de España como
principio de la lucha de las nacionalidades contra el Imperio, además
de hacer cruzar el suelo de la Península a dos ejércitos tan numerosos
para la época como el francés y el inglés, atrajo a España a una
serie de extranjeros, entre los que se señalaban los O'Donnell, los
Bassecourt, los Saint-Marc, los Sarsfield, y otros muchos.
En la lucha de la libertad por el absolutismo, al restaurarse la
Constitución en 1820, aparecieron también en España más extranjeros que
en período normal.
En las filas constitucionales se vieron figurar a españoles llamados
O'Donnell, Van-Halen, Rotten, Miniussir, Merconchini...
Al lado de estos españoles figuran en esta época franceses como Cugnet
de Montarlot, Vaudoncourt, Nantil, el oficial de artillería que
estudiaba la defensa de Bilbao; Delon, Fabvier, que luego se distinguió
en Grecia; Armando Carrel y Caron; ingleses como Roberto Wilson, e
italianos como Pacchiaroti, Ansaldi, Olini, y otros.
En los dos campos, en el absolutista y en el liberal, los extranjeros
fueron quizá los más exaltados.
Entre los absolutistas extranjeros, el más célebre de todos, el conde
de España, se distinguió por sus extravagancias y por sus crueldades en
Barcelona.
A pesar de la fama bárbara y fanática del español, no deja de ser
extraño que el hombre más representativo del terrorismo clerical fuera
un francés, el conde de España.
Ni Fernando VII, ni Calomarde, ni Chaperon llegaron en sus extremos a
la barbarie del conde francés.
El conde de España era un terrorista de la raza de los Carrier y de los
Fouquier-Thinville.
Parecido a éstos en sus instintos, se diferenciaba de ellos en que
tenía una ideología tradicionalista y clerical. El conde de España era
un francés que se llamaba Carlos Espagne, hijo de un marqués titulado
d'Espagne, según unos; d'Espagnac, según otros, y d'Espignac, según
algunos.
Fernando VII, en su decreto, al hacerle conde, decía que España era
descendiente de los señores de Cominges y de Foix.
Alguien en esta época quiso enterarse y averiguó que España era un
bastardo, y que su verdadero nombre era Domingo Busaraca. Busaraca
había escapado de Francia más que por odio a la Revolución Francesa por
ser hijo natural no reconocido.
España fué durante la Independencia un general valiente y experto; pero
luego se manifestó como un perturbado. Sus crueldades de Barcelona
hicieron época. La muerte suya, cosido a puñaladas y tirado a un río,
fué terrible.
Otro extranjero, francés, que dejó un rastro de pasión y de
inconsciencia en España, fué Jorge Bessieres, que murió fusilado por su
paisano el conde de España en Molina de Aragón.
La historia de Bessieres era curiosa. En 1809, el guerrillero catalán
don José Manso supo que las tropas francesas de Barcelona forrajeaban
en las cercanías de Hospitalet con una escolta de treinta a cuarenta
caballos e igual número de infantes. Manso, al frente de su partida, se
colocó en sitio estratégico, cortó la retirada a los franceses, hizo
treinta y cuatro prisioneros y se apoderó de treinta y seis caballos.
Cogió, además, un furgón con sus mulas y dos caballos del general
Duhesme. El furgón iba guiado por un cochero llamado Jorge Bessieres.
Bessieres, prisionero de los españoles, se ofreció a asesinar al
gobernador francés de Barcelona, Mauricio Mattieu. Había sido ordenanza
de un ayudante del gobernador y pensaba valerse de su condición para
acercarse al general Mattieu. Bessieres intentó el asesinato, pero no
lo pudo realizar.
No se sabe si a consecuencia de estos atentados o si por alguna hazaña
de guerrillero, Lacy lo hizo capitán. Después de la guerra de la
Independencia, Bessieres quedó retirado, se estableció en Barcelona,
se casó con una mujer llamada Juana Portas y ensayó varias industrias,
entre ellas una tintorería.
Bessieres intervino en las conspiraciones de Barcelona, estuvo
relacionado con Lacy, y en 1820 ayudó a proclamar la Constitución.
Luego, en 1821, tomó parte en un complot republicano en Barcelona, en
compañía de un fraile. Condenado a muerte y preso en la ciudadela,
fué indultado por el general Villacampa. Se decía que la influencia
de los comuneros, entre los cuales, como se sabe, había muchos espías
reaccionarios, le salvó.
Otros aseguraron que la conspiración de Bessieres iba dirigida más
contra el Gobierno francés que contra el español, y que Villacampa
conocía sus intenciones.
Bessieres, indultado, fué encerrado en el castillo de Figueras; de aquí
huyó a Francia, y apareció poco después transformado en realista;
los liberales dijeron que Bessieres se había hecho rico asesinando
a su antiguo amo, que le trataba como a hijo más que como a criado;
luego, cuando la reacción del 1823, se afirmó que Fernando VII estaba
en relaciones con él ya desde la época de la conspiración republicana
de Barcelona, y que le ascendió a general, a causa de documentos
comprometedores que guardaba el ex tintorero.
Bessieres, al que algunos confundían con el general francés, duque
de Istria, con quien no tenía parentesco alguno, era más que nada un
atolondrado ambicioso, enloquecido por el éxito.
Nunca había sido creyente, y entre sus amigos decía que era
republicano, a pesar de estar en las filas realistas. Desvalijaba las
iglesias sin miedo, y en sus correrías por Castilla el año 23 bebía
tranquilamente durante las comidas en el cáliz de la iglesia de Auñón,
lo cual no deja de ser extraordinario, teniendo en cuenta que iba
acompañado del fraile Bartolomé Talarn.
El final de Bessieres fué trágico: la Sociedad El Angel Exterminador,
después del triunfo del absolutismo, puso a Bessieres en relación
con el padre Cirilo y Calomarde. Estos y Fernando VII aconsejaron al
revoltoso francés que se sublevara contra el predominio de los masones
en el Gobierno.
La sublevación no tuvo éxito. Fernando VII, al saber su fracaso, envió,
como a un perro de presa, al conde de España contra Bessieres.
Un francés contra otro francés.
La patrulla de don Saturnino Abuin, el _Manco_, fué la que capturó a
Bessieres en Zafrilla.
Si Bessieres era hombre que cambiaba de casaca con facilidad, Abuin no
lo era menos. Abuin había sido empecinado y antiempecinado, absolutista
y liberal.
Abuin prendió a Bessieres y lo condujo, con sus oficiales, a presencia
del conde de España a Molina de Aragón.
Bessieres, preso, se creía seguro; tenía una carta de Fernando VII, en
la cual le ordenaba el alzamiento.
El conde de España trató a Bessieres como a un compañero y a un
paisano; le convidó a cenar con él y estuvieron los dos hablando en
catalán y en francés largo tiempo. A los postres, el conde preguntó a
su comensal con gran amabilidad por qué se había sublevado, y Bessieres
mostró la carta del rey.
El conde de España, tranquilamente, cogió la carta y la quemó en la
llama de una bujía.
--¿_Qué feu_, general?--gritó Bessieres en catalán, abalanzándose al
conde de España--. _Qu'en perdeu._
--_Oui peut-étre, mais je sauve le roy_--dijo el conde de España en
francés, con una contestación a modo de Duguesclín.
España llamó a sus ayudantes e hizo que se llevaran a Bessieres.
Bessieres, al verse sin la carta del rey, comprendió que era hombre
muerto.
Al día siguiente un Consejo de guerra sumarísimo condenaba a ser
pasado por las armas al mariscal de campo don Jorge Bessieres y a sus
compañeros. Pocas horas después de la ejecución, todos los papeles de
Bessieres eran entregados a las llamas.
Al saber el desenlace de la aventura, el padre Cirilo, temeroso de que
Fernando y Calomarde quisieran deshacerse de él, desapareció.
El conde de España fué premiado. Estas canalladas han constituído
durante mucho tiempo la política.
La familia de Bessieres quedó en mala situación: su mujer acabó
perturbada y alcohólica en Granada; un hijo suyo fué después a la
facción carlista, y por su matrimonio tomó el título de conde de Cuba...
Un extranjero, liberal exaltado, intransigente, fué don Antonio Rotten,
el suizo, amigo de Mina.
El general Rotten era anticlerical furibundo, y si hubiera podido
hubiese limpiado de curas y de frailes toda España.
Su idea era que había que hacer la guerra sin cuartel. Rotten mandó
saquear e incendiar San Lorenzo de Piteus, y se mostró con los
absolutistas, sobre todo con la gente de iglesia, implacable.
Otro suizo, éste absolutista, que tuvo alguna importancia en la época,
fué Carlos Ulman, amigo del conde de España. Los liberales decían que
Ulman había sido mozo de un pastelero y que vino huyendo a España.
Ulman hizo la correría absolutista del año 23 por Castilla. Luego llegó
a mariscal de campo y a gobernador de la plaza de Ceuta, donde se
distinguió por su crueldad con los liberales. Cuando suponía que algún
preso guardaba dinero, solía sacar el sable y pasar la punta arañando
la espalda y el abdomen del preso, por si llevaba interiormente algún
cinturón con dinero.
También extranjera y también absolutista fué Josefina Comerford, la
amiga del Trapense.
Esta Josefina se distinguió, en la lucha constitucional, por sus ideas
clericales; quizá fué la única mujer que llegó a destacarse en el campo
absolutista.
No deja de ser extraño que en un país tan retrógrado como España,
en donde se habían distinguido muchas mujeres en la guerra de la
Independencia, no llegara a señalarse ninguna por su entusiasmo
absolutista en el período constitucional. La única que se destacó fué
esta Josefina, inglesa fanática y arrebatada.


III
LAS CARTAS DE TERESITA

ESTABA Aviraneta en Madrid desde hacía tiempo presenciando con pena y
con desprecio la tarea de masones y de comuneros de desacreditar la
libertad y echar abajo la Constitución.
Aviraneta, que nunca había tenido entusiasmo por los masones, porque
su comedia místicoarquitectónica no era de su gusto, y no quería nada
con los comuneros, porque le constaba que muchos eran agentes del
absolutismo, se inclinó hacia la naciente sociedad de carbonarios.
El ver la influencia que en París tenía el carbonarismo, había
inclinado a Aviraneta a esta sociedad.
Siempre que podía acudía a la Fontana de Oro, a una reunión de
carbonarios establecida allí; pero el carbonarismo había venido tarde
a España, cuando el entusiasmo liberal estaba decayendo y no tomaba
impulso.
Solamente algunos extranjeros, italianos o franceses, se presentaban en
el grupo carbonario con sus tarjetas cortadas.
Aviraneta iba ya muy poco a Aranda. Había abandonado su cargo de
regidor y esperaba que viniesen mejores días para volver a continuar su
vida normal.
Aviraneta, a fin de olvidar las amarguras de Madrid, escribía a su
madre y a Teresita.
Teresita, la hermana de Rosalía, había pasado una grave enfermedad;
al saber que estaba ya mejorada y en la convalecencia, don Eugenio le
envió una caja de dulces por la diligencia.
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