Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 03

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carrera no podía simpatizar ni colaborar, abandonó la isla gaditana y
se marchó a Sevilla.
De Sevilla tomó la diligencia para Madrid. Visitó a madama Luisa, que
le dió noticias de la gente palaciega, que estaba muy asustada con las
noticias de la Revolución, y fué a ver a los amigos masones, a quienes
encontró muy reservados y timoratos.
En vista de que Madrid tampoco respondía, don Eugenio se dirigió a
Aranda y fué a buscar al Empecinado en su finca de Castrillo de Duero.
El Empecinado le dijo que había pensado en dar un golpe para proclamar
la Constitución en Valladolid y que llegaba oportunamente.
La buena acogida de don Juan Martín hizo olvidar a Aviraneta sus
fracasos de Andalucía.
Al saber que ya había algo preparado y organizado, Aviraneta quiso
contribuír a la empresa, y equipó y montó por su cuenta diez hombres,
que se unieron a los del Empecinado.
Éste contaba con bastante gente, entre ellos un joven de Peñafiel a
quien llamaban el Licenciado Mambrilla.
Entre el Empecinado y Mambrilla habían ideado sorprender Valladolid
con cien infantes y cincuenta caballos.
Tenían en la ciudad algunos partidarios, entre éstos, un padre
filipino, el padre Giménez, y su sobrino Santos.
El plan consistía en meter en el convento del padre Giménez cien
hombres armados, y después, por la noche, presentarse a las puertas
de Valladolid con cincuenta jinetes. Los cien hombres saldrían del
convento, abrirían las puertas de la ciudad y se proclamaría la
Constitución.
Preparada la sorpresa, probablemente hubo algún soplo a la policía,
porque los primeros hombres que se acercaron al convento armados y
embozados en sus capas fueron detenidos y presos. Al mismo tiempo la
guardia de las puertas fué reforzada.
En vista del fracaso de la expedición a Valladolid, el Empecinado,
Aviraneta y Mambrilla decidieron comenzar de nuevo la empresa
apoderándose de una ciudad pequeña como Aranda. Tenían gente
comprometida en los pueblos de la orilla del Duero, habían hecho
imprimir una proclama en Nava de Roa, y no les faltaba mas que fijar
día. Era a principios de marzo. La expedición de Riego en Andalucía se
daba por muerta.
En esto se supo que las tropas sublevadas por el coronel don Félix
Acevedo en La Coruña habían ocupado toda Galicia; luego se habló de
la entrada de Mina con sus amigos de Bayona, Manzanares y Mendiondo
por el Pirineo, y del pronunciamiento de O'Donnell en Ocaña. En vista
de ello, el Empecinado precipitó la entrada en Aranda y proclamó la
Constitución. Las alocuciones impresas se extendieron por la provincia.
La revolución triunfaba, las tropas se unían a los constitucionales, y
Fernando VII, de buen o mal grado, tenía que aceptar el nuevo régimen.
Pocos días después el Empecinado comisionó a Aviraneta para que se
avistase con los individuos de la Junta revolucionaria de Madrid y
ofreciese la cooperación del general.
¿Qué iban a hacer? El Empecinado volvería al ejército. Había sido
nombrado segundo cabo de la Capitanía General de Castilla la Vieja,
que residía en Zamora; Aviraneta, según don Juan Martín, tenía que
prepararse para ser diputado. Se establecería en Aranda, lo nombrarían
regidor primero, organizaría la Milicia Nacional y, cuando dominara el
país, se le enviaría a las Cortes.
Aviraneta escribió a su madre, que estaba en Irún, si le gustaría
quedarse a vivir una temporada en Aranda. Su madre le contestó que sí,
que viviría en Aranda o en otro lado cualquiera, y Aviraneta alquiló
para los dos una casa pequeña en la plaza del Trigo.


LIBRO SEGUNDO
EL TIRANO DE ARANDA


I
LOS MILICIANOS

EL mismo día en que se dió el bando en la Plaza de Aranda acerca de la
partida levantada por el canónigo de la Colegiata de San Quirce don
Francisco Barrio, poco después de comer empezaron a reunirse en una
explanada del pueblo que se llama plaza del Palacio o del Obispo grupos
de milicianos, de uniforme. Había maniobras.
A las tres comenzó la formación y se pasó lista. Anteriormente habían
tenido los milicianos una época de continuo y diario ejercicio, y el
grueso de las fuerzas voluntarias se hallaba bien adiestrado.
En toda España, al mismo tiempo, los liberales se dedicaban a empuñar
las armas. El Gobierno quería contar con una fuerza capaz de sofocar
cualquier tentativa absolutista.
Comenzó el ejercicio en la plaza del Obispo. La mayoría de los
milicianos había pasado las primeras dificultades y estaba en la
esgrima de la bayoneta y del fusil, y sólo algunos torpes, en pequeños
pelotones, habían quedado empantanados en las evoluciones de la marcha
y en dar media vuelta a la derecha y a la izquierda.
El Tío Guillotina solía ir con los chicos delante de los pelotones que
evolucionaban por la plaza, agitándose y moviendo los brazos.
La Milicia voluntaria y reglamentaria de Aranda estaba formada por
dos compañías de infantería y una de caballería. Las primeras eran
incompletas, pues ninguna de las dos contaba con los ciento veinte
soldados que ordenaba la ley del 24 de abril de 1820.
La compañía de caballería la formaban sesenta y dos hombres.
Cada compañía de infantes tenía capitán, teniente, subteniente,
sargento primero, cinco segundos, seis cabos primeros, dos tambores y
un pito. La fuerza de a caballo se dividía en tres tercios de a veinte
hombres.
Cada tercio tenía un subteniente, un sargento, un cabo primero y uno
segundo, y se dividía en dos escuadras de a cada diez hombres cada una.
La Milicia de caballería la formaban los que por su oficio o por su
posición poseían un caballo.
Todas las fuerzas reunidas de infantería y caballería de Aranda las
mandaba un comandante, un médico que había acompañado en otro tiempo al
Empecinado.
Algunos oficiales querían implantar en la Milicia una disciplina
severa, lo cual no era fácil por muchas razones: la mayoría de los
soldados y oficiales, acostumbrados a sus despachos y mostradores, no
querían aceptar la rigidez formalista de los militares; además, aunque
había en las filas gente decidida, abundaban también los tímidos y los
perezosos. La mayoría de los soldados de la Milicia voluntaria en los
pueblos no eran personas distinguidas. En Aranda no se habían alistado
los Verdugo, ni los Mansilla, ni los Miranda, ni algunos otros.
En muchas aldeas y ciudades, los liberales con ínfulas aristocráticas,
antiguos afrancesados más o menos vergonzantes, se lamentaban de que
las personas de respetabilidad y prestigio no se lanzaran francamente
por la senda constitucional, como había dicho Fernando VII.
La pretensión era absurda. En las esferas donde germinan las ideas
nuevas no hay que esperar encontrarse con hombres de gravedad y de
peso; en los nuevos caminos es más fácil toparse, entre locos, perdidos
y granujas, con algún santo o con algún héroe.
Aviraneta contaba con ello y exigía poco en general; pero lo que exigía
lo hacía con firmeza. A pesar de esto se le consideraba intransigente.
Todo el mundo suponía que la organización de la Milicia de Aranda
dependía de aquel hombre, cuya vida anterior se ignoraba y del cual no
se sabía mas que acababa de venir al pueblo y había sido impuesto como
jefe por el Empecinado.
Aviraneta unía al cargo de regidor primero el de subteniente de uno de
los tercios de que se componía la tropa de caballería. Además era el
presidente de la logia masónica.
La gente sabía que Aviraneta era el verdadero jefe, el organizador de
las fuerzas de la Libertad, como se decía entonces con el énfasis de la
época. Aviraneta se ocupaba sin descanso en los asuntos de la Milicia
Nacional, resolvía las dificultades y escribía las proclamas con
recuerdos de Roma y de los comuneros de Castilla.
Sabía don Eugenio, por su aprendizaje con Merino, el resultado que
daba la disciplina y hacía lo posible por inculcarla. Se cobraba a los
exentos de la Milicia voluntaria y se ponían multas pequeñas a los
milicianos que faltaban a las guardias, y estas multas no se perdonaban.
Aviraneta, al comenzar la organización de la Milicia, formó su tercio
con guerrilleros del Empecinado; tenía una docena de caballos y los
prestó a los amigos. Al poco tiempo el tercio suyo estaba completo y
presentaba un aspecto decidido y marcial.
Los absolutistas de Aranda, que se reían de los milicianos de
infantería, casi todos gordos, pesados y arlotes, miraban con
disimulado terror estos tercios de ex guerrilleros que galopaban por la
plaza del Obispo asustando al público y daban cargas a galope tendido...
Transcurrida una hora u hora y media de ejercicio se dió descanso a la
tropa, y los jefes se reunieron formando un grupo en una taberna, con
honores de café, a tomar un refresco.
El tabernero había sacado una mesa fuera de la tienda y se había
entretenido en regar con un botijo haciendo ochos y otros arabescos en
el suelo polvoriento.
El comandante de las fuerzas, don José Díaz de Valdivieso, el médico,
era un hombre de mucho aspecto y de poca inteligencia, a quien se le
había otorgado el mando precisamente por su nulidad.
Era un viejo guapo, de pelo blanco y de aspecto decorativo. Don José
hacía lo que le indicaba Aviraneta, y no pasaba de ahí.
De los oficiales de la Milicia de infantería ninguno valía gran cosa.
Entre ellos se distinguía el señor Castrillo, el farmacéutico, hombre
amable, gran jugador de dominó y ajedrez, liberal tibio y un tanto
volteriano, que se reía de sí mismo al verse vestido con uniforme
y morrión; un guarnicionero, bajito, rubio, furibundo en sus ideas
liberales, pero poco inteligente, y un maestro de escuela, viejo, el
maestro Sagredo.
Sergio Sagredo era un entusiasta de las ideas nuevas y se hallaba
animado de un deseo de saber verdaderamente raro. Este hombre había
aprendido él solo el latín y el griego y estaba estudiando el francés y
el alemán con Schültze, un relojero suizo, de Zurich, establecido en la
Plaza Mayor y que era también miliciano.
Los demás oficiales, un vinatero, un dueño de una tienda de comestibles
y un recaudador de arbitrios municipales, eran gentes de poca monta que
tomaban muy en serio su representación social y se llamaban uno a otro:
ciudadano teniente, ciudadano sargento, etc.
Los ex guerrilleros del tercio de Aviraneta eran, entre los milicianos,
los más aguerridos y fieros.
El lugarteniente de Aviraneta era uno apodado el _Lobo_. El _Lobo_,
antiguo soldado del Empecinado, se distinguía como hombre fanático y
violento. El _Lobo_ tenía una posada en la calle del Aceite, donde
trabajaba de herrador. A la posada del _Lobo_ la llamaban la posada del
Brigante, y los enemigos, la posada del Fanfarrón.
El _Lobo_ estaba casado con una mujer muy guapa, de un tipo griego, a
quien apodaban la _Loba_.
Era un matrimonio de dos fieras. Alguno que otro lechuguino se había
acercado a la _Loba_, a galantearla, pero pronto había tenido que huír
prudentemente.
El _Lobo_ era hombre malhumorado, dispuesto siempre a echarlo todo por
la tremenda y deseoso de saltar.
Dos muchachos jóvenes, Jazmín y el _Lebrel_, que eran criados de
Aviraneta, formaban también el tercio.


II
DIAMANTE

LOS tercios de caballería los mandaban: uno, Aviraneta; el otro, un
joven llamado Frutos San Juan, y el tercero, un tal Diamante.
Estos dos últimos oficiales habían sido nombrados por don Eugenio.
Alejandro López Diamante era todo un tipo: alto, moreno, huesudo, de
cráneo pequeño y seco, la nariz corva, el bigote gris, la piel tostada
por el sol, las manos sarmentosas.
Tendría unos cincuenta años. Había sido estudiante de cura y vivido con
un tío suyo casi toda la vida.
Diamante era solterón, cazador y avaro. Su gran pesar databa de la
guerra de la Independencia, por no haber podido tomar parte en ella. Su
tío juró varias veces desheredarle si se marchaba, y Diamante, entre el
dinero y la guerra, optó por el dinero. Era su gran dolor.
Diamante era resistente e insensible. Cuando iba de caza dormía en
las matas, recibiendo el sol o la lluvia sobre su cuerpo amojamado.
No sentía el frío ni el calor, ni el hambre. Un poco de pan, un poco
de agua y una piedra o un manojo de hierbas para apoyar la cabeza le
bastaban.
Diamante tenía una casa pequeña y unos majuelos heredados de su tío.
Diamante apenas comía por no gastar; llevaba siempre ropas remendadas y
viejas, y aseguraba que las usaba por comodidad.
Diamante vivía con un criado llamado Magdaleno, uno de los hombres más
cazurros del pueblo.
Magdaleno tenía facha de sacristán; una cabezota grande, la nariz chata
y la cara redonda, en la que las barbas le salían negras y duras como
pinchos a la media hora de afeitarse.
Diamante no pagaba nada a Magdaleno, ni aun siquiera la comida; le daba
sólo la casa y la luz--la luz del sol--. Amo y criado se llamaban de
tú, aunque no en público; disputaban, se insultaban y cada uno se hacía
la comida.
Diamante no era sensible mas que en cuestiones de dignidad; en puntos
de honor, jerarquía o derecho no cedía jamás.
Unido a esto tenía una arbitrariedad indignante.
No había modo de que enmendase una injusticia o una antipatía
inmerecida. Se sentía infalible como el Papa. Daba su fallo y ya no
volvía de su acuerdo.
Había en el pueblo un comerciante catalán que se llamaba Catá; él
decidió llamarle Cantá, y aunque el interesado asegurase llamarse Catá,
Diamante seguía convencido de que su verdadero nombre era Cantá.
Según Diamante, unos lo merecían todo; otros, nada; que no le pidieran
explicaciones, porque no las daría.
Para exagerar su severidad, el maestro Sagredo le había prestado los
libros de Salustio, Tito Livio y Tácito, y Diamante, cuya buena memoria
recordaba muy bien lo leído, quería ajustar todo lo de la época a
aquellas narraciones romanas.
Si se encontraba entre gente indocta abusaba de su erudición.
--A mí me gusta ser pedante con estos brutos--decía.
Lo que más despreciaba Diamante era el sentimentalismo.
--Ñoñerías, chiquilladas ridículas--solía repetir con desprecio, y
añadía con entusiasmo--: Diamante es duro como su apellido.
Diamante era un bloque, si no de carbono puro cristalizado, de algo
parecido; se mostraba ordenancista y severo como nadie.
Aviraneta recomendó a Diamante creyéndole hombre útil para la
organización de la Milicia; después se convenció de que no servía para
gran cosa; pero, a pesar de esto, le gustaba oírle y hablar con él.
El Licenciado Diamante, como le llamaba don Eugenio, era un hombre
pintoresco. Sórdido las más de las veces, generoso en ocasiones,
arbitrario siempre, Diamante podría ser tenido por un ejemplar extraño
de la especie humana. Diamante, además de su avaricia normal, tenía un
orgullo vidrioso, un deseo de gloria que le producía un sentimiento de
postergación y de tristeza.
Para él era imposible estar contento. Algunas veces por cuestiones de
jerarquía inició disputas con Aviraneta y con Frutos San Juan, pero
Aviraneta y Frutos cedían.
Diamante no quedaba satisfecho y solía refunfuñar largo tiempo.
--Con esa indiferencia que tiene usted--le decía a Aviraneta--, no se
puede hacer nada bueno.
Aviraneta reía, y Diamante tan pronto le admiraba como le odiaba, y
estaba tentado de sacar el sable y darle un sablazo. A veces, como si
la diosa Minerva se posesionase de su cerebro, Diamante hablaba con una
gran cordura y discreción.
Realmente no es una cosa muy moral el contemplar en otro hombre cómo
se desatan las malas pasiones; pero para la mayoría de los humanos el
espectáculo de un espíritu borrascoso es interesante y divertido.
El jefe del otro tercio, un joven de Aranda llamado Frutos San Juan,
era algo así como el familiar de Aviraneta.
Frutos, hijo de una viuda pobre, estaba de escribiente en el
Ayuntamiento, cuando Aviraneta le tomó como secretario y le nombró
oficial de la Milicia de caballería.
El joven Frutos era muy solapado, muy hipócrita. Tenía mucho éxito con
las mujeres, y esto quizá le había hecho cauteloso, pues no sólo se
dedicaba a las solteras, sino también a las casadas.
Frutos era guapo, moreno, de pelo ensortijado y ojos negros,
brillantes; se las echaba de modesto y de discreto; pero, a pesar de
esto, le gustaba deslumbrar con joyas falsas y con sonrisas tan falsas
como sus joyas.
Frutos había sido monaguillo y recibido una educación sacristanesca.
Este joven aprovechado vivía en una continua ansiedad. En el fondo de
su alma, las ideas recibidas por él pugnaban con las nuevas que oía
exponer a Aviraneta y a sus amigos. Le maravillaba, sobre todo, el
poco temor de don Eugenio por los curas y frailes. Él, en su interior,
temblaba; los altares, las imágenes, las lámparas misteriosas eran
señales claras de la divinidad. Los retablos le parecían de oro macizo;
la campanilla del viático sonaba para él de otra manera que una
corriente; las voces del órgano las tenía por sobrenaturales.
De día, el joven Frutos se sentía valiente y capaz de manifestarse
enemigo de los frailes; pero de noche y en la soledad, temblaba, y cada
impiedad suya la sentía como espada de Damocles sobre su cabeza de
pelos rizados. Cuando no pasaba ninguna catástrofe se maravillaba.
Frutos traicionaba, sin notarlo, a Aviraneta; hacía favores a los
enemigos del jefe y sostenía amistades con el bando contrario.
Le ayudaba en esta obra el alguacil Fermín Cabello, alias _Argucias_.
Cabello era tipo delgado, de ojos pequeños y mirada atravesada.
_Argucias_, cuyo apodo le retrataba bien, era enemigo acérrimo de los
constitucionales, pero se guardaba su odio contra ellos y hacía el
papel de hombre indiferente, que no se ocupa mas que en ganarse la vida.
Aviraneta sorprendió varias veces al alguacil en un espionaje
sospechoso; pero quería pescarlo de una manera flagrante para caer
sobre él.
* * * * *
Todos los oficiales de la Milicia de a pie y a caballo se hallaban
sentados en la taberna de la plaza del Obispo.
--¿Han leído ustedes la prensa de Madrid?--dijo el boticario
Castrillo--. Se dice que el Gobierno tiene dificultades, que España
se llena de extranjeros y que estos extranjeros vienen a producir
perturbaciones.
--¡Ah! Si yo estuviera en el Poder no habría perturbaciones--exclamó
Diamante.
--¿No?--preguntó burlonamente Frutos.
--No, señor. Porque fusilaría a todo sospechoso, a todo desafecto al
Régimen. Esta benevolencia ridícula nos mata. Aquí no hay fibra, no
se toman las cosas en serio. El otro día, al pasar por delante de la
huerta del tío Lesmes, nos gritaron: «¡Masones! ¡Mata frailes!», y nos
tiraron dos piedras. Yo le dije al comandante: «Hay que arrasar esa
huerta». Y no quiso.
--¿Y la hubiera usted arrasado? ¡Qué barbaridad!--dijo Frutos.
--Arrasaría la mía. Antes que nada, está la libertad y la patria.
--Es verdad--asintió el _Lobo_.
--Así debe ser--añadió un viejo, dejando el vaso de vino vacío en la
mesa.
Este viejo era un sargento de infantería, antiguo soldado que había
hecho varias campañas. El tal sargento, llamado Valladares, vivía
casi de limosna en casa de su hija, casada con un labrador rico, que
trataba al viejo de mala manera.
Valladares se sentía liberal; más que liberal, partidario del Gobierno.
El Gobierno para él siempre tenía razón. Valladares ganaba un pequeño
jornal por dar a los fuelles del órgano en la parroquia de San Juan.
Era el viejo soldado un hombre alegre, la cara atezada y redonda, los
ojos vivos y alegres, la nariz peluda; contaba sus hazañas guerreras
en el Rosellón y en la guerra de la Independencia muy bien, sobre todo
cuando estaba un poco borracho.
Aviraneta sonrió al oír a Diamante y a Valladares.
Se habló de los defectos que quedaban aún en la organización de la
Milicia, y se volvieron a formar las tropas de nuevo.
Se hicieron varios movimientos con todas las fuerzas, y después, las
dos compañías de infantería, en una columna, seguida de los tercios a
caballo, evolucionaron por la ancha plaza al compás de la música de
tambores y pitos, que tocaban el _Himno de Algeciras_, que empezaba a
llamarse el _Himno de Riego_.


III
LOS TRES CARGOS DE DON EUGENIO

UNOS meses después de haber sido nombrado teniente de la Milicia
voluntaria de caballería y regidor primero de Aranda de Duero,
designaron a Aviraneta para comisionado del Crédito Público.
Con estos tres destinos, don Eugenio era el amo del pueblo.
Se había discutido en las Cortes del Reino si los milicianos nacionales
podían desempeñar otros cargos, y se declaró por el Congreso que no
sólo el ser miliciano no debía servir de obstáculo para conseguir un
empleo, sino que debía considerarse como mérito.
Cada cargo ocasionaba a Aviraneta mucho trabajo y muchas molestias;
pero él se daba por satisfecho con dirigir el pueblo.
No se contentaba sólo con esto, sino que aspiraba a dominar toda la
comarca, y enviaba al jefe político informes claros y precisos acerca
de los Ayuntamientos que no cumplían inmediatamente los decretos de
las Cortes; señalaba a los que no habían jurado la Constitución, a
pesar del falso testimonio de los secretarios, y a los que no habían
organizado la Milicia Nacional, o que, habiéndola organizado, no se
daban prisa en instruírla.
Aviraneta miraba el nuevo régimen como una cosa suya personal, y
estaba dispuesto a todo por sacarlo adelante.
Al mismo tiempo que regidor y oficial de caballería, don Eugenio hacía
de intendente, llevaba las cuentas, se encargaba del armamento y de
solucionar la serie de dificultades económicas que se presentaban.
En el Ayuntamiento, Aviraneta había preparado una habitación que daba
hacia el Duero, y allí trabajaba.
Todos los asuntos los despachaba él. El corregidor firmaba únicamente.
Aviraneta tenía la ilusión del revolucionario que cree que una sociedad
puede cambiar en su esencia en pocos años.
Aviraneta y el secretario del Ayuntamiento eran hostiles. El
secretario, tipo de absolutista, viejo, calvo, demacrado, cauteloso,
ponía trabas a toda tentativa liberal, atrincherándose en las fórmulas,
en las costumbres. El secretario daba a entender que no quería mas que
el éxito de los propósitos liberales del Gobierno; pero les hacía toda
la guerra posible.
Desde la promulgación de la Constitución, el partido absolutista de
Aranda, formado por el clero y dirigido por un señor del Pozo, iba
tomando cada vez más fuerza.
Aviraneta, puesto en contra de él, se empeñó en que los párrocos
explicaran los artículos de la Constitución los domingos; pero los
párrocos, apoyados por los absolutistas, se empeñaron en no hacerlo.
El señor del Pozo, en unión de un propietario rural, don Narciso de la
Muela, absolutista furibundo, iba organizando la contrarrevolución. Los
curas, el secretario del Ayuntamiento, el fiel de fechos Santa Olalla,
el alguacil Cabello y otros formaban la Junta Realista, que por días
iba haciéndose más poderosa.
Uno de los agentes activos de esta Junta era un hombrachón alto,
rubio, blanco, casi albino, con unos ojos vidriosos y abultados como
dos huevos, el uno dirigido al este y el otro al oeste, y la voz
atiplada. A este ciudadano inflado y grasiento, por ser entrometido y
chismoso, llamaban en el pueblo la _Gaceta_. La _Gaceta_ era de primera
fuerza para el descrédito de algo o de alguien. Mentía descaradamente,
pero con gran habilidad, y sus embustes tenían siempre una intención
maquiavélica.
El fiel de fechos don Domingo Santa Olalla era hombre también
atravesado y absolutista. Los liberales de Aranda le llamaban _Poncio
Pilatos_, y, efectivamente, tenía aspecto de procónsul romano. Era tipo
sombrío, grave, cumplidor de su obligación y ferviente fanático.
A pesar de su fanatismo, no aspiraba mas que a cumplir la ley. Sabía
que Aviraneta y sus amigos saltaban por ella siempre que podían, y esto
indignaba a _Poncio_.
Santa Olalla tenía un odio profundo por los constitucionales y un gran
desprecio por los absolutistas, enredadores y chismosos, como Cabello y
la _Gaceta_.
A medida que pasaba el tiempo, constitucionales y absolutistas iban
organizando sus huestes.
El nombramiento de Aviraneta para comisionado del Crédito Público
alarmó a los clericales de la comarca.
Las Cortes habían decidido suprimir los monasterios de monacales,
cerrar todo convento que no llegase a tener veintiocho profesos y
enajenar sus bienes para hacer frente a los gastos de las guerras
pasadas.
Se quería que en cada pueblo se formase un expediente y un plano
catastral de los terrenos baldíos, con expresión del deslinde, calidad,
uso, aprovechamiento, etc., reservando los ejidos necesarios para los
ganados de los pueblos.
Parte de estos terrenos pensaba el Gobierno reservarlos para los gastos
del país, y parte venderlos en parcelas a bajo precio y a plazos.
Se quería crear una clase de pequeños terratenientes sobre las grandes
propiedades monacales, con lo cual se suponía que el nuevo régimen
podría consolidarse y que los propietarios advenedizos a la posesión
serían los más acérrimos partidarios de la legalidad revolucionaria.
La medida, bien pensada, no dió resultado, y el pueblo, constantemente,
rechazó aquellas ofertas, que le parecían sacrílegas. Si alguno se
aprovechó, luego se hizo más católico que nadie.
Aviraneta, a pesar de que vió desde el principio la hostilidad popular,
no retrocedió; siguió trabajando con entusiasmo en sus inventarios.
Con su letra española clara y puntiaguda, de finos gavilanes, estilo
Iturzaeta, escribía folio tras folio, día y noche, sin cesar.
Mandaba a los jueces pedimentos solicitando la subasta de los bienes
nacionales; enviaba conminaciones a alcaldes, escribanos, tasadores...
Era imposible promover la formalización de los expedientes. Algunos
jueces liberales comenzaban la incoación; pero tenían que abandonarla
pronto. Todo el mundo hacía lo posible para que los trabajos quedasen
interrumpidos.
Aviraneta quería luchar así, de cerca, convencido de que era el único
modo de instaurar la era revolucionaria.
Algunos amigos le advertían que a su lado, como tiburones que siguen a
un barco, había gente desacreditada y sin escrúpulos que iba a ver si
se lucraba con los bienes nacionales.
Uno de ellos era un contratista, un tal Emilio García, de Vadocondes.
García era uno de esos hombres que en un momento de revolución ven
una fortuna que hacer. García era hombre frío, audaz, indiferente a
todo lo que no fuera negocio. Tenía un pie en el realismo y otro en la
revolución. Se servía de dos agentes, un miliciano a quien llamaban el
_Rojo_ y del hombre a quien decían la _Gaceta_. A veces se entendía
también con Frutos.
Aviraneta pensaba que a esta gente ambiciosa había que franquear el
acceso a la riqueza, porque una mesocracia adinerada era indispensable
para afianzar el liberalismo. Sin cambio de propiedad, imposible el
cambio de régimen.
Algunos se lamentaban de esto.
--Es una cosa absurda--les decía Aviraneta--. ¡Como si la propiedad
antigua hubiera sido adquirida por otros medios que el robo y la
violencia!
No todos los liberales del pueblo estaban de acuerdo con Aviraneta;
algunos, molestados porque se había dado el mando a un advenedizo, no
querían nada con él.
Estos eran la mayoría gente rica que se consideraba postergada.
Si en la esfera de los aristócratas existían descontentos, también los
había entre los demócratas, los cuales se hallaban representados por
los contertulios de un zapatero remendón llamado Domingo, de la calle
de la Canaleja.
De la zapatería del tal Domingo salió con el tiempo una torre
de Comuneros tan efímera como las tapas y medias suelas del
establecimiento, y algunas mujeres, hermanas o amigas de estos
comuneros, se adornaron con la banda morada de los Hijos de Padilla.
El zapatero, jefe de los descontentos, era un jorobado enredador, el
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