Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 10

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medio paralítico, con la cabeza grande, los ojos salientes, los pies
arrastrando y las manos temblorosas, pasó delante de él. El recuerdo
de aquellos ojos animados de un sentimiento de venganza le producía a
Aviraneta un gran malestar.
El viejo iba con sus dos satélites: Chatarra y Ezcabarte.
Afortunadamente no le habían visto.
Al día siguiente les volvió a encontrar. Sin duda, vivían por allí
cerca, y Aviraneta, que no quería encontrarse con ellos, dejó de
acercarse a la ferretería y se fué a Aranda por unos días.
Rosalía estaba para dar a luz; Teresita iba haciéndose una muchacha
bonita como su hermana, y creciendo en belleza y sabiduría.
A principios de 1822 el país marchaba muy mal; la guerra civil reinaba
en todas partes. En Cataluña, Navarra y Castilla se levantaban partidas.
Merino no salía aún de su escondrijo, pero se movían sus secuaces en la
sierra de Burgos. En Barbadillo del Mercado había aparecido una partida
de trescientos hombres dirigida por uno a quien llamaban el Trajinero
de Caraza, y hacia Salas merodeaba un grupo de paisanos mandado por
Isaac el Ballenero.
Aviraneta se hubiera quedado a vivir en Madrid con la Sole, si
el Empecinado no le hubiese llamado para que le acompañase en la
persecución de las partidas de Aragón y Castilla, capitaneadas por
Capapé, Rambla, Chambó, y otros jefes.
La Sole quiso convencer a don Eugenio de que no debía ir a la guerra.
--¡Podríamos vivir tan bien los dos juntos aquí!--le decía.
--Sí, es verdad--replicaba él--; pero, ¡qué quieres, hija mía!, no hay
más remedio.
Dejando a la muchacha muy desconsolada, Aviraneta partió para Aragón a
incorporarse a las fuerzas que peleaban contra los facciosos.
La lucha con estas partidas realistas era muy difícil. Empecinado con
sus tropas hacía por aquellas tierras el mismo papel que los franceses
durante la guerra de la Independencia; no disponía de buenos guías ni
le daban informes exactos; por el contrario, le engañaban y le hacían
perder el tiempo.
Esta sublevación de los campos, apoyada desde el Palacio Real de
Madrid, era imposible de vencer si no se le hería en la cabeza.


V
ENTREVISTA CON SAN MIGUEL

EL verano de 1822 todo el mundo tenía la evidencia de que el Gobierno
liberal acababa. La esperanza en Riego, presidente entonces de las
Cortes, se desvanecía; el Trapense había tomado la Seo de Urgel, y la
Regencia absolutista contaba ya con una base de operaciones.
En esto se supo en España lo ocurrido el 7 de julio en la capital. El
Empecinado y Aviraneta se hallaban en Sigüenza y decidieron marchar a
la corte unos días después.
Aviraneta fué a Aranda a visitar a su madre, y a principios de agosto
estaba en Madrid.
La Sole había presenciado desde el balcón de su casa los jaleos de los
días anteriores, y contó a don Eugenio, con mil detalles, lo sucedido.
La muchacha estaba aterrorizada.
Aviraneta salió en seguida a ver a la gente.
Todavía quedaba el entusiasmo por la victoria de los liberales, que
había hecho borrar durante unos días las divisiones entre masones y
comuneros; pero se iniciaban de nuevo las diferencias.
A mediados de agosto Aviraneta recibió en la calle Mayor la visita de
don Juan Martín.
Quería el Empecinado escribir a don Evaristo San Miguel, alma del nuevo
Ministerio, ofreciéndose.
Don Evaristo había estado siempre muy amable y atento con don Juan
Martín.
Aviraneta escribió a San Miguel, y el ministro contestó citando al
Empecinado en su secretaría.
Al Ministerio San Miguel se le consideraba masón; el Empecinado
pertenecía a la sociedad de los comuneros; pero don Juan posponía las
pequeñas enemistades de las sociedades rivales al triunfo de la causa
liberal.
--Bueno, nos presentaremos al ministro--dijo Aviraneta.
--¿Cuándo vamos? ¿Mañana?
--Sí, mañana por la mañana.
Se citaron al día siguiente delante del Palacio Real y estuvieron los
dos contemplando las ventanas abiertas del edificio.
--¿Qué hará ahora nuestro despreciable soberano?--dijo Aviraneta--. ¿A
quién estará engañando?
--Sí, yo también temo que sea un miserable--repuso el Empecinado--.
¡Qué chasco nos hemos llevado!
Entraron en el Palacio, y Aviraneta preguntó a un portero por la
Secretaría de Estado. Indicó el portero dónde se hallaba y siguieron
avanzando.
El Empecinado estaba cohibido.
--No sea usted así, don Juan--le dijo Aviraneta--; usted vale más que
toda esta gente junta.
Entraron en una antecámara, donde Aviraneta vió a Juan Van-Halen, que
había venido a Madrid desde Cataluña, de parte de Torrijos, a recibir
órdenes del Gobierno.
Al anunciarse el Empecinado y Aviraneta, el ministro les pasó
inmediatamente a su despacho y les recibió con gran amabilidad. Era don
Evaristo hombre chiquito, vivo, miope, con un aire de poeta más que de
militar.
--Tengo verdadero placer en saludar a don Juan Martín en el
Ministerio--dijo--. ¡Ah! No pueden ustedes figurarse lo desagradable
que es ser ministro. No hace uno mas que recibir peticiones,
memoriales... Este es un país de mendigos.
San Miguel, como todos los militares de carrera, no era amigo de los
guerrilleros, pero hacía una excepción en favor del Empecinado por su
carácter popular. Todos los sublevados del año 20 eran de carrera; se
tenían a sí mismos por cultos y distinguidos, y consideraban a los
guerrilleros como gente levantisca e intrusa en el ejército. Ni el
Empecinado, ni Mina, ni Jáuregui, ni don Tomás Sánchez se salvaron de
esta animadversión.
Don Evaristo, al ofrecimiento del Empecinado, hecho por boca de
Aviraneta, dijo:
--Puesto que vienen ustedes ambos a ofrecer sus servicios al
Ministerio, permitan ustedes que el Ministerio, representado por mí en
este momento, separe los miembros de la Sociedad Empecinado-Aviraneta,
y a cada uno de ustedes dé una misión aparte.
--Usted manda--dijo con sencillez el Empecinado.
--A usted, don Juan Martín--dijo don Evaristo--, le enviaremos a Aragón
y a Castilla a luchar contra los facciosos. Ya hablaremos López Baños
y yo, para ver la manera de reforzar las columnas, y ordenaremos a
Zarco del Valle que se aviste con usted, para que los dos obren en
combinación.
--Está bien. Estoy siempre a las órdenes del Gobierno. Donde me llamen
para defender la Libertad allá estaré.
--Gracias, don Juan, en nombre de España.
--De mí pueden servirse para todo, siempre que sea en bien del país.
--¡Gracias! ¡Gracias! ¿Usted, Aviraneta, quiere ir a París?
--Si me manda usted, ¿por qué no?
--Bien. Irá usted a París en seguida. Se pondrá usted al habla con
los liberales y revolucionarios de allá. Me dirá usted si están
dispuestos a hacer algo, si tienen fuerza y pueden trabajar contra la
intervención que Francia piensa ejercer aquí, impulsada por la Santa
Alianza.
--Está bien.
--Si puede usted averiguar qué agentes tienen los absolutistas en
Madrid, me lo comunicará usted.
--Bueno.
--Convendría que enviara usted la correspondencia a algún amigo de la
frontera, y que de la frontera la pasaran a San Sebastián. Aquí la
entregarán al jefe político, y éste me la remitirá.
--Todo eso se hará como usted indica--dijo Aviraneta.
--Bueno; pase usted mañana por aquí y le daré el dinero necesario y los
papeles.
--Muy bien.
--¡Señores, hasta la vista!--exclamó el ministro, y tendiendo las dos
manos al mismo tiempo, estrechó las de Aviraneta y el Empecinado y
volvió a su trabajo.


LIBRO SEXTO
PARÍS EN 1822


I
DE MADRID A BIDART

MUCHAS veces Aviraneta se quejaba de no tener una obra que realizar.
El Gobierno le abandonaba, no le había encomendado nada, no le había
aceptado como militar. Sin embargo, pensando en su vida no tenía
más remedio que reconocer que cuando se cerraba un camino ante él
inmediatamente se abría otro nuevo.
A pesar de esto, siempre temía que, al cerrarse uno de los caminos, su
vida quedara sin objeto y sin plan.
Aviraneta buscó recomendaciones para cumplir bien su misión; Gipini,
el dueño de la Fontana de Oro, le llevó a casa de Gaspar Colombi, un
milanés que vivía en Madrid dedicado a negocios de relojería. Colombi
era carbonario y estaba muy relacionado en Francia e Italia, y pensaba
también marchar a París.
Colombi y Aviraneta se citaron para una semana después en París, en el
café Foy, del Palais Royal.
Aviraneta recogió el dinero del Ministerio y advirtió a la Sole que se
marchaba.
--¿A París?--preguntó ella.
--Sí.
--¡Ah! Yo también--dijo ella.
--No digas locuras.
--No, no. Si tú vas a París, yo voy contigo. A mí no me dejas sola.
--Pero eso es absurdo.
--Lo que tú quieras; pero si tú vas a París, yo voy contigo.
Aviraneta, sorprendido de sí mismo, cedió. Luego pensó que así el viaje
sería más divertido. Se dispuso que ella marchara un día antes y que se
reunieran en Valladolid.
Aviraneta estuvo en Aranda unos momentos. Fué a ver a su madre, habló
con Teresita y después con el _Lobo_ y Diamante.
Diamante le dijo que el joven Frutos trabajaba ya descaradamente por
los absolutistas. Diamante estaba deseando que hubiera un alboroto para
trincarlo y fusilarlo sobre la marcha.
Dejó Aviraneta Aranda y se reunió con la Sole en Valladolid, y
siguieron los dos a la frontera sin más obstáculos en el camino que el
ser detenidos un momento en Salinas.
La policía obligó a mostrar sus papeles a don Eugenio, por sospechas
de complicidad con don Juan Ignacio de Aizquibel, a quien habían
preso en Escoriaza días antes por organizar en Vitoria un movimiento
anticonstitucional.
La detención obligó a perder unas horas; mas se pudo recuperarlas
pronto, porque el gobernador puso a la disposición de Aviraneta y de su
supuesta señora una silla de postas, en la que llegaron en pocas horas
a la frontera.
La Sole iba admirada y encantada de su viaje; los pueblos que se
cruzaban, las casas de posta, las posadas de Castilla, el trágico
desfiladero de Pancorbo, las aldehuelas vascas, los gritos de los
postillones, todo era para ella nuevo y extraordinario.
En Hendaya tomaron asiento en la diligencia francesa hasta Bidart.
En este corto trayecto se encontró Aviraneta sorprendido con un español
que parecía navarro, que de cuando en cuando gritaba: «¡Viva el rey!
¡Viva Dios!»
El tal navarro vivía en Pamplona. Los pamplonicas son un poco pedantes,
y aquél, que lo era en grado sumo, creía que su grito «¡Viva Dios!» era
un hallazgo.
Cuando lo daba miraba a todos los viajeros, como diciendo: ¡Eh! ¿Qué
les parece a ustedes mi adquisición?
Un francés gordo y mofletudo, con patillas y un sombrero a la Bolívar,
lo contemplaba de cuando en cuando con unos ojos abultados de rodaballo.
Aviraneta se cansó de este grito desafiador, y le preguntó al
pamplonica:
--¿Qué grita usted tanto?
--Grito: ¡Viva Dios! ¿Está mal?
--¡Pse! No sé.
--¿Cómo que no sabe usted?
--No. Yo no conozco a ese ciudadano.
El pamplonica miró a Aviraneta, asombrado, indignado, en el colmo del
estupor.
Aviraneta contó al francés gordo y apoplético del sombrero a la Bolívar
lo ocurrido, y a éste le hizo una gracia tal, que empezó a ponerse rojo
y a reírse con un hipo estruendoso. El navarro, enfurruñado, miraba a
Aviraneta y al francés con horror.
El navarro era uno de los milicianos de Pamplona, que habían escapado
de la ciudad después de un choque que tuvieron con la tropa, en donde
los soldados gritaban: «¡Viva Riego! ¡Viva la Libertad!»; y los
milicianos contestaban: «¡Viva el Rey! ¡Viva Dios!» De este choque
resultaron veinte muertos y treinta heridos, y la disolución de la
Milicia Nacional. Aquel navarro era uno de los ¡Viva Dios!, de Pamplona.
Al llegar a Bidart, Aviraneta bajó con la Sole de la diligencia, y
dejando a la muchacha en la posada, se dirigió en línea recta al
caserío Iturbide, propiedad de Etchepare.
Etchepare estaba gravemente enfermo de hidropesía. Se encontraba, como
de costumbre, solo en su jardín, envuelto en una manta. Una mujer de
un caserío de al lado le llevaba el alimento necesario y le sacaba en
un sillón con ruedas a tomar el aire. Etchepare, al ver a Aviraneta,
le preguntó cómo seguía la revolución en España, y escuchó con gran
detenimiento lo que le contó su sobrino. Después oyó la explicación de
los proyectos que Aviraneta llevaba a Francia.
--Y usted, ¿cómo está?--dijo de pronto Eugenio.
--Yo tengo vida para pocos días.
--¡Bah! No tenga usted aprensión.
--No tengo aprensión; estoy malo, muy malo, y ya que estás aquí y vas a
París te voy a hacer un encargo. Llévame hasta casa.
Aviraneta empujó el sillón de ruedas y llevó a su tío hasta la entrada
de la casa, y pasó el sillón adentro. Etchepare se acercó a una mesa,
sacó un paquete, donde escribió algo, y entregándoselo a su sobrino,
dijo:
--Cuando llegues a París lleva este paquete a su destino. Ahí encima
están escritas las señas.
--¿Nada más?
--Nada más. Ahora sácame de nuevo al jardín.
Aviraneta lo hizo así, y continuaron tío y sobrino la conversación.
Poco después vino el médico que visitaba a Etchepare, un viejo mayor
del ejército imperial, retirado en Bidart. Aviraneta se despidió de
Etchepare.
--Hasta la vista, tío--le dijo.
--Probablemente, si no vienes muy pronto, hasta siempre. Cuando
vuelvas, yo no viviré.
--No diga usted eso.
--Lo verás.
Aviraneta estrechó la mano de su tío y salió mal impresionado.
El médico le dijo que, efectivamente, Etchepare tenía ya para poco
tiempo.


II
LOS ABSOLUTISTAS DE BAYONA

AL llegar a Bayona, Aviraneta marchó a la fonda de Francia con la Sole,
y desde allí comenzó sus gestiones para averiguar lo que ocurría. La
Soledad quería saber cuál era la misión de Aviraneta, y don Eugenio se
la explicó, y en vista de que ella quería colaborar en sus intrigas,
Aviraneta le envió a varias tiendas donde se hablaba castellano a que
se enterase de lo que se decía. Por la noche, don Eugenio se encerró en
su cuarto y escribió al ministro:
«Amigo S.: Comienzo mis indagaciones en Bayona. Los absolutistas
españoles, instalados aquí, trabajan mucho; pero como buenos
españoles, se hallan divididos; los más ilustrados y transigentes
siguen a Mozo de Rosales (Mataflorida), y los más clericales, los
más puros, como se llaman ellos, van con don Francisco de Eguía.
La Junta Realista, dirigida por Mataflorida y subvencionada por
Luis XVIII, hace ya mucho tiempo que funciona aquí.
Con Mataflorida están Eroles, Podio, Queral, Martín Balmaseda, y
otros; con Eguía, el arzobispo de Tarragona, el obispo de Urgel,
don Juan Bautista Erro, don Antonio Calderón...
El partido de Mataflorida es más culto, razón para que no tenga
simpatías. Se le acusa a Eroles de estar en relaciones con los
constitucionales, como Toreno y Martínez de la Rosa. Mataflorida,
que es el hombre intrigante y activo de siempre, no descansa; según
parece, trabaja mucho.
Morejón, enviado de Fernando, quiso poner de acuerdo a Calderón y
a Mataflorida; pero no lo consiguió, y siguen las dos fracciones
absolutistas divididas.
El partido de Eguía se dedica a murmurar y a rezar.
Se dice que Mataflorida asegura que ha estado a punto de ser
envenenado por sus enemigos en Tolosa de Francia, y se dice también
que a don Pedro Podio se le acusa, con datos, de haber querido
asesinar a los individuos de la Regencia absolutista en el mismo
Urgel, proyectando enterrar después sus restos en los fosos de las
murallas.
Cualquiera averigua lo que hay de cierto en todo esto.
Una de las cosas que aquí se comenta más es la vida del general don
Francisco Eguía, el célebre viejo maniático, caprichoso y absurdo,
a quien conocemos por Coletilla.
El gran Coletilla vive en un cuartito de una pastelería de los
Arcos, y la pastelera, que es una francesa lagartona, de historia,
conocida mía, la Delfina, es la que aconseja al general.
La trastienda de la pastelería se ha convertido en la antecámara de
Palacio. Allí Coletilla da audiencia a los absolutistas, asesorado
por Delfina la pastelera, cosa que a los españoles que se las echan
de aristócratas indigna.
Según dicen, la pastelera ha convencido al viejo general de que le
quieren asesinar y de que ella será un Argos para impedirlo.
Por lo que oigo, el secretario de Eguía, Núñez Abreu, no es extraño
a la maniobra.
Delfina, la pastelera, ha encontrado una mina en Coletilla; pero la
ganga mayor la ha pescado Núñez Abreu, el ayudante de Coletilla,
que, según parece, se beneficia de la pastelería, de la pastelera
y del dinero del viejo general, que ha recibido, para impulsar la
causa realista, la friolera de doce millones.
A pesar de esto, Núñez Abreu ha llegado a insultar al general y a
tratarle de vieja momia.
Además de estos dos grupos de que le hablo, hay otros de jefes
militares que forman rancho aparte. El más importante es el de
Quesada, que aspira a anular a los anteriores. Quesada tiene en
Madrid varios agentes: Cecilio Corpas, Freire y el capellán de las
Comendadoras de Madrid, un tal Solera, a quienes tienen ustedes que
echar el guante, si pueden.
Me dicen que en Madrid, en la calle de la Luna, 12, se reúnen los
principales agentes realistas. De paso debían ustedes encargar a la
policía que hiciera un padrón de sospechosos.
Otros de los presuntos jefes del absolutismo es el conde de
España, que en Verona, en donde está, ha inventado un proyecto de
contrarrevolución, que, según dicen, ha sido aprobado por Francia
y Rusia, y que consiste en que estos países presten su ayuda a
Fernando para combatir la Constitución, a cambio de una parte
del Perú. Don Antonio de Vargas Laguna ha enviado, desde Luca,
otro plan por el estilo. También quisiera mandar en el cotarro el
general Longa, aunque nadie le hace mucho caso, y, por último,
Jorge Bessieres, el de la tentativa republicana de Barcelona, ahora
convertido al absolutismo, comienza a ser uno de los directores de
este tinglado realista.
El Gobierno francés apoya los trabajos de todos e intenta impedir
que se separen en grupos.
Constantemente, los absolutistas reciben emisarios de la familia
real de Francia. Hará un mes que estuvo aquí el secretario de la
Embajada, Eduardo Lagrange, y dió en la fonda de San Esteban una
audiencia a los partidarios de Quesada.
Con el mismo fin parece que se ha presentado no hace mucho un
personaje enigmático, el vizconde de Boisset. Este vizconde se daba
mucha importancia como aristócrata de gran tono, y venía, según
unos, con una misión particular del conde de Artois; según otros,
de parte del ministro Villele.
Por lo que se cuenta, consultó con Eguía y con su secretario, Núñez
Abreu, y, según los partidarios de Quesada y de Mataflorida, quedó
convencido de que el general de la pastelería, con sus setenta y
dos años, es un viejo _gagá_, es decir, un viejo chocho e inútil.
A pesar de las divisiones, el partido absolutista tiene cada vez
más importancia, y la gente cree que triunfará, pues, a la corta o
la larga, los franceses nos declararán la guerra.
El Gobierno francés da dinero a manos llenas. Según se dice, los
oficiales y tropas del Ejército de la Fe, preparados para entrar en
España, cobran sus sueldos religiosamente.
El cordón sanitario y los lazaretos establecidos en los Pirineos
Orientales con el pretexto de la fiebre amarilla sirvieron de
medios de comunicación entre los absolutistas españoles y el
ejército francés.
Ahora, últimamente, se dice que se han enviado nuevas remesas de
dinero, y que dentro de unos días Quesada y el Trapense entrarán en
España.
Los rumores de guerra con Francia corren constantemente.
Ha habido día en que se han levantando los puentes levadizos y en
que la guarnición de Bayona ha pasado la noche sobre las armas.
Se dice que se están enganchando los realistas y que los cónsules
les dan pasaportes para entrar en España. Se asegura también que
preparan un desembarco en la punta de Socoa, en San Juan de Luz.
La cuestión de los cónsules debía preocupar al Gobierno español;
el de Bayona es, en política, un pastelero; el de Burdeos, un tal
don Isidoro Montenegro, es uno de los agentes absolutistas más
caracterizados.
Los encargados de defender al país son los que lo venden. ¡Qué
vergüenza! ¡Qué prueba de incapacidad la nuestra!
_A._»


III
LA CONDESA DE RUPELMONDE

CONCLUÍDA su misión en Bayona, la Soledad y don Eugenio tomaron de
nuevo la diligencia.
La admiración de la Sole crecía de punto al internarse en Francia. El
viaje por tierra extranjera le parecía un sueño.
Las gentes que tomaban y dejaban la diligencia, los cochecitos con
que se cruzaban en la carretera, los carros de los saltimbanquis, los
gendarmes, las casas con flores, los jardines en donde jugaban unos
niños o un señor gordo regaba, el castillo con sus torres y tejados
puntiagudos y su camino enarenado, el río o el mar que se veía a los
lejos, todas eran sorpresas para la Sole, todos descubrimientos que
tenía que mostrar a don Eugenio.
De noche las impresiones eran para ella también admirables. Se llegaba
a algún pueblo; paraba la diligencia en una callejuela tortuosa,
delante de la puerta de una posada llamada el Dragón Azul, las Armas
de Francia o el Buen Caballero; se cruzaba un patio mal iluminado, en
donde se veían galeras, camiones, carrozas, tílburis, montones de heno,
cajas de frutas, de ostras, de pescado seco, banastas de arenques y
barricas de vino, y por una escalera, precedidos de una criada con una
palmatoria en la mano, se llegaba a una galería que daba la vuelta al
patio y se penetraba después en una sala iluminada con un candelabro, y
una alcoba en el fondo adornada con cortinajes.
--¡Qué miedo tendría si viniera sola!--exclamaba la Soledad, y el
sentirse protegida era para ella una de sus mayores satisfacciones.
Todo el viaje la muchacha fué así encantada.
Al llegar a Burdeos, Aviraneta se encontró con que uno de sus parientes
de Méjico, don Pedro Pascual de Ibargoyen, se había instalado allá, en
unión de un primo de Aviraneta, llamado Francisco Berroa.
Don Eugenio preguntó a sus parientes qué se hablaba allí de política
española; pero éstos no se ocupaban mas que de sus negocios. No pudo
encontrar en Burdeos grandes datos para cumplir la misión que llevaba,
y Aviraneta con la Sole siguió inmediatamente a París. Llegaron por la
mañana, con un calor sofocante. Tomaron un coche y fueron al hotel de
Embajadores de la calle de Santa Ana.
El amo del hotel era desde antiguo amigo de Aviraneta, y estaba
afiliado a la masonería.
Llevó a don Eugenio y a su compañera a un saloncito de lectura, y
después de hacerles descansar y de charlar un momento con ellos, les
acompañó a ver los cuartos.
El hotel era estrecho y estaba repleto; tenía una escalera angosta, en
la que se respiraba un vaho de comida y de agua de fregar caliente; en
los rincones, obscuros, había bujías encendidas.
Aviraneta no quiso quedarse en los pisos bajos y pidió un cuarto en lo
más alto, adonde no llegaba el tufo de la casa y donde se respiraba un
aire más limpio.
Hubo que hacer varios cambios, y la Sole y Aviraneta se instalaron,
por fin, en un cuarto bastante grande, en el último piso, con dos
balcones a la calle. La habitación tenía pretensiones de elegante:
estaba tapizada con un papel con dibujos, tenía una chimenea de mármol
y encima de ella un gran espejo dorado. En los balcones había tiestos
de enredaderas. Desde allí arriba se veía un panorama de guardillas y
de tejados, y un bosque de chimeneas de todas clases, de ladrillo, de
barro, de hierro, agrupadas como tubos de órgano, aisladas, torcidas,
derechas, en zig-zag, terminadas en caperuzas, cascos, mitras,
morriones, sombreros de teja, sombreros de obispo y gorros de dormir.
La Sole quedó un poco sorprendida de esta vista sobre París a vuelo de
pájaro, y comenzó a sacar su ropa del baúl.
Aviraneta escribió a González Arnao y a otros amigos pidiéndoles hora
para verles.
--Bueno--le dijo a la Sole--; me voy.
--¿Te vas?
--Sí; vendré a la hora de comer.
Aviraneta marchó a dejar en su destino el encargo de Etchepare. Era un
paquete pequeño, cuadrado, envuelto en un papel, con esta dirección:
«A la señora condesa de Rupelmonde.--Calle del Infierno, 23, hotel.»
¿Qué demonio tendría que ver el republicano Etchepare con aquella
condesa?
Aviraneta tomó un coche a la puerta de su hotel, cruzó el Sena por
el puente de las Artes, y luego, por un laberinto de vías estrechas
y sucias, llegó a una calle próxima al Val de Grace, la calle del
Infierno. Aviraneta pagó al cochero, y antes de llamar en el hotel
estuvo contemplando la calle, desierta y abandonada, entre cutre cuyas
piedras nacían manchones de hierba. Miró al reloj: eran las diez y
media. Le pareció que quizá sería demasiado temprano para visitar a una
dama de la aristocracia, y pensó en hacer un poco de tiempo, paseando.
Esta calle del Infierno, donde estaba la casa, terminaba en la plaza
d'Enfer, plaza irregular que se continuaba por la barrière d'Enfer.
El barrio aquel era de conventos. A un lado estaba el Val de Grace,
convento de Benedictinas fundado por Ana de Austria; cerca, el convento
de Port Royal, notable por la protección que dispensaron las monjas a
los jansenistas; a un paso, las Ursulinas, las _Feuillantines_...
Aviraneta recorrió el barrio y se acercó de nuevo al hotel de la calle
del Infierno. Era éste pequeño, de piedra, con dos pabellones de color
negruzco; el tejado, puntiagudo, y las ventanas, sin maderas.
Aviraneta llamó; sonó a lo lejos una campana, y poco después apareció
un criado viejo, que le preguntó en voz baja qué deseaba. Aviraneta
le explicó que traía un encargo para la condesa de parte del señor
Etchepare de Bidart.
--Etchepare... Bidart...--murmuró el viejo--. Espere usted un momento.
Entró Aviraneta en el portal, se sentó en un banco y esperó unos
minutos. Volvió el criado, pasaron una puerta vidriera y subieron una
gran escalera de mármol, alfombrada en el centro.
El criado hizo pasar a Aviraneta a un saloncito en donde había una
señora de pelo blanco como la nieve, vestida de luto.
Esta señora, de aire imponente, tenía el rostro joven, a pesar de la
blancura del pelo, y la mirada llena de brillo.
--Mi tío, el señor Etchepare--dijo Aviraneta--, me manda con este
encargo para usted.
--¡Ah! ¿Es usted sobrino del señor Etchepare?--preguntó ella dando
muestras de gran sorpresa.
--Sí, señora.
--¿Vascofrancés?
--No, señora; soy español.
--Un momento.
La señora se acercó a un costurero, sacó unas tijeras y abrió el
paquetito de Etchepare. Aviraneta, que estaba lleno de curiosidad, vió
que encerraba unos papeles y una miniatura.
La dama se quedó contemplándolos absorta.
--No comprendo por qué me manda esto el tío de usted--dijo la señora
con voz temblona--. ¿Le pasa algo? ¿Es que está enfermo?
--Sí, muy enfermo.
--¿Grave?
--El cree que durará poco, unos días solamente.
--¿Quién le cuida?
--Una mujer de un caserío próximo le lleva la comida y le saca al
jardín. Luego queda solo.
--¡Pobre amigo!--exclamó la condesa--. ¿Sabe usted si se ha
reconciliado con la Iglesia?
--Creo que no, señora.
La dama quedó pensativa. Aviraneta dió dos pasos para retirarse.
--Espere usted un momento--dijo la condesa--. ¿Necesita usted en París
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