Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 12

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uno de los jefes carbonarios, Flotard, y seguía viviendo todavía un
amigo suyo, estudiante de Medicina.
Preguntaron Bonaldi y Aviraneta por él, y les pasaron a un cuartucho
pequeño que daba a un patio, en donde vieron a un hombre todavía
joven, pero completamente calvo, que estaba leyendo un libro y que
tenía delante una calavera llena de nombres y de rayas azules, sin
duda marcada según el sistema de Gall. El estudiante escuchó lo que le
dijeron, y advirtió que había que llamar a un comisionista que vivía
también en la casa.
--Este comisionista--dijo el estudiante--tiene la especialidad de que
fecha o nombre que se le dice no se le olvida. Lo cual me choca, porque
no tiene la protuberancia que Gall señala para la memoria.
--¿Y eso qué importa?--dijo Bonaldi.
--Importa mucho para la ciencia.
--Sí; pero, en fin, nosotros somos políticos, no entendemos de eso.
Decía usted que tiene una gran memoria.
--Sí, y como los carbonarios no son amigos de escribir, este muchacho
les servía de libro de señas.
El estudiante llamó al comisionista y le explicó en pocas palabras el
deseo de Aviraneta. Era el comisionista un joven muy rubio, de aire
insignificante, a pesar de su memoria prodigiosa.
--Si se trata de algo con relación a España--dijo el comisionista--,
lo sabrá Chevalier, coronel de la Guardia Imperial, que vive calle
Saint-Dominique d'Enfer, en el hotel del Escudo de Francia. Allí le
encontrarán, y si no, vayan ustedes a un taller de planchadoras de la
calle Lourcine, núm. 23, y pregunten ustedes por él.
El estudiante quiso hacerles esperar un momento a Bonaldi y a
Aviraneta, y explicarles por qué el joven comisionista no tenía la
protuberancia de la memoria señalada por Gall; pero ellos tenían prisa.
Bonaldi y Aviraneta tomaron un coche y se presentaron en el taller de
planchado de la calle Lourcine.
La calle era sucia y negra, y el taller, obscuro y digno de la calle.
Preguntaron a una mujer gorda por el coronel Chevalier; ella les
preguntó a su vez quién les enviaba; Bonaldi contestó que venían de
casa de Flotard, y les pasaron a un secadero de ropa, donde hablaban
dos hombres; el uno era el coronel Chevalier, de la Guardia Imperial,
hombre alto, buen mozo; el otro, el coronel Dentzel, un señor bajito,
rubio y cano.
Bonaldi, con cierta ceremonia teatral de italiano y de cómico, hizo las
presentaciones y explicó la misión que llevaba Aviraneta del Gobierno
español.
Chevalier no conocía nada de asuntos relacionados con España. Dentzel
sabía algo por haber oído hablar en casa del general Schramm, donde
se reunían los generales Esteve y Solignac, pues se discutía allá la
posibilidad de un movimiento en defensa de los liberales españoles.
También había oído decir que el ex coronel Bourbaki, después de
avistarse con el embajador de España, el duque de San Lorenzo, iba a
salir de París hacia Navarra.
El coronel Dentzel dijo que sus datos eran muy vagos, pero que no
tenía otros. Luego, después, recordó que había un miniaturista español
llamado Pastor, muy relacionado con Lafayette, que vivía en la calle
Bergere, y añadió que quizá éste supiera algo.
Salieron del secadero del taller de plancha, y Bonaldi y Aviraneta
volvieron a la otra orilla.
El miniaturista Pastor tenía un estudio muy pobre. Era un hombre
afeitado, flaco, alto, con unos anteojos de lentes gruesos, vestido de
negro, lleno de manchas.
Este miniaturista, a creerle a él, lo sabía todo; hablaba en tono de
confidencia y de misterio. Su conversación era un continuo aparte.
Seguramente, cuando este hombre iba a las tiendas de comestibles, decía
al dueño: «En confianza, que no nos oiga nadie. Deme usted una libra de
queso».
Pastor dijo que se habían visto en París en la semana pasada los
generales Lafayette, Foy, Clausel, Lamarque y el coronel Fabvier para
tratar asuntos de España. El general Lamarque había estado con su mujer
en el hotel de Estrasburgo, de la calle de Richelieu.
--¿Y se va a hacer algo?--preguntó Aviraneta.
--Claro que sí. Se organizará una legión francesa en Zaragoza y una
legión inglesa en Galicia; las tropas francesas estarán mandadas por
los generales Gourgaud, Carnot y Lallemand, y las inglesas, por sir
Roberto Wilson.
--Esto se dice. La cuestión es que se pueda hacerlo--dijo Aviraneta.
--Por otro lado, Pepé está en relaciones con Lafayette--siguió diciendo
Pastor--. Le escribe firmando miss Wright, y la intermediaria es la
señora Hutchison, que vive en la calle de Clichy, 28.
--¿Y qué puede hacer Pepé?
--Organizar una legión italiana. Fabvier también está con nosotros.
Fabvier, con el nombre de Cabillo Torres, ha escrito varias cartas
al banquero Haguerman, desde Barcelona, explicando a Lafayette la
situación. Fabvier va otra vez a España, desde Londres, con una mujer
que toma el nombre de Sorting, y que es una criada de lady Holland.
Ahora Fabvier está en París.
--Sí. Fabvier estará con nosotros y Pepé y algunos otros; pero son
hombres, no batalladores--dijo Aviraneta.
A Pastor parecía preocuparle poco la realidad de lo que contaba. Le
bastaba con hablar y entusiasmarse.
--El que va a venir con fuerzas perfectamente equipadas es el gran sir
Roberto Thomas Wilson. Wilson es de ideas republicanas, diputado de
la Cámara de los Comunes; está en París en el hotel de Londres, de la
plaza de Vendome.
--¿Pero trae gente?
--Sí, le acompañan Antonio Adolfo Marbot, hijo del general Marbot;
John Braandon y John Hickes, radicales ingleses, y dos carbonarios
italianos, Santini y Rossi.
--Los conozco--dijo Bonaldi.
--Por último--exclamó Pastor--, tengo una noticia importantísima.
--¿Y es?
--Que los liberales franceses van a enviar a Benjamín Constant a España.
De la charlatanería del miniaturista, Aviraneta quedó convencido de que
no sabía nada, probablemente porque no había tampoco nada preparado.


IX
LA SOLEDAD

LA situación entre la Sole y Aviraneta iba haciéndose cada día más
extraña. Aviraneta se entendía bien con ella; pero su vida era tan
agitada y movida, que no tenía apenas tiempo de hablarla.
La Sole, por su parte, era muy mimosa, y necesitaba que alguien se
ocupara constantemente de ella.
Don Eugenio defraudaba sus esperanzas; la dejaba sola durante largo
tiempo; si ella le hablaba, él sonreía distraídamente, siempre pensando
en sus enredos políticos.
La Sole hubiera llegado a querer a Aviraneta si éste hubiese sido como
las demás personas; pero don Eugenio no paraba en nada: su imaginación
estaba siempre en movimiento.
La Sole comenzó a unir la desilusión de no atraer al hombre con quien
vivía con el miedo.
Al principio, no; pero poco después comenzaron a presentarse en el
hotel tipos de malas trazas a preguntar por Aviraneta. Eran de la
policía. Algunos no se contentaron con hacer preguntas al portero, sino
que fueron a interrogar a la Soledad.
La muchacha quedó aterrada.
El jefe de aquellos hombres era uno a quien Pantanelli llamaba el
Espión, y la Soledad, también, creyendo que éste sería su nombre.
El Espión era un tunante de unos cuarenta años, fuerte y rojo. Tenía
la cara irónica y juanetuda, los ojos hundidos y las patillas rojas.
Vestía levita larga, chaleco negro, corbata de muchas vueltas y
sombrero de copa de alas anchas, a la Bolívar. Gastaba un garrote,
sobre el que se apoyaba en una actitud cínica y desafiadora. A las
órdenes del Espión andaban dos hombres que, según dijo el mozo del
hotel, eran dos finos sabuesos de la policía: el padre Chicard y
Gargouille.
El padre Chicard era un viejo pálido y muy pequeño, tan rapado, que
no tenía apenas cuerpo. Vestía una hopalanda desteñida y andaba
deslizándose como una sombra. El padre Chicard solía estar tan
ensimismado, que nadie le hubiera tomado por un espía. A veces su
mirada se iluminaba con una sonrisa irónica y aguda.
Gargouille era un pequeño monstruo: tenía una cara de sátiro alegre y
cómica, una nariz como una trompeta, por encima de la cual se pasaba
los dedos como para quitarla el polvo o espantar una mosca, y un paso
grotesco, como el de los cómicos de melodrama y los cantantes de ópera.
El padre Chicard y Gargouille solían estar los dos en frente del hotel
de Embajadores a la puerta de una casquería, en la que había unas
cabezas de ternera muy pálidas y melancólicas en el escaparate.
Un día se presentó un joven rubio, elegante, que sabía algo de
español. Este joven era secretario del Ministerio del Interior, y tuvo
una conferencia con la Sole. El joven le dijo que Aviraneta era un
carbonario, que tenía una misión secreta y espantosa; que lo mejor que
podía hacer era abandonarle. La Sole se echó a temblar.
--¡Qué voy a hacer yo, Dios mío!--dijo llorando.
--Una mujer tan bonita como usted siempre encontrará quien la ofrezca,
no una morada, sino un trono--le dijo el joven.
La Sole le miró por entre sus lágrimas y no contestó.
Al despedirse, el joven dejó su tarjeta, en donde Soledad pudo leer:
EL MARQUÉS DE VIEUZAC
El marqués pidió a la Soledad permiso para escribirla, y la Sole se lo
concedió.
El saber que Aviraneta era un bandido no aminoró en nada la simpatía
que tenía por él la Soledad.
Esta no le habló de la visita del marqués, empleado en el Ministerio;
le dijo únicamente que había gente que preguntaba por él en la portería
y que le espiaba.
--La gente de la calle de Jerusalén--dijo Aviraneta, como si el hecho
no tuviera importancia.
--¿Quién es esa gente?
--La policía--contestó él con indiferencia.
La Sole quiso convencerle de que debía dejar los asuntos tenebrosos en
que estaba metido, y Aviraneta escuchó estas palabras riéndose.
--No tengas miedo; ya dentro de unos días nos volveremos a España--dijo.
--¿Y por qué no en seguida?
--Hay que esperar hasta el veintiuno de septiembre.
--¿Para qué?
--Porque ese día van a ejecutar a cuatro sargentos, y nosotros los
vamos a salvar.
--¿Quiénes sois vosotros?
--Nosotros, los revolucionarios.
La Soledad comenzó a llorar, pidiendo a Aviraneta que no se mezclara en
estos asuntos, porque le iban a cortar la cabeza. Aviraneta se rió y
tranquilizó a la muchacha.
Unos días después volvieron los de la policía y pasaron largo tiempo en
el portal.
Aviraneta no quería encontrarse con ellos, y le dijo a la Sole que,
cuando estuvieran los hombres de la calle de Jerusalén en acecho, atara
un pañuelo blanco en el hierro del balcón. Entonces él le mandaría un
aviso diciéndole en dónde le podía encontrar.
Si en vez de esperarle nada más los de la policía, querían prenderle,
la Soledad pondría un pañuelo rojo, y en seguida escribiría una carta
diciéndole lo que pasaba a la librería de Eymery, y la enviaría por el
mozo del hotel.
La Soledad tenía mucho miedo al Espión y a los hombres de la calle de
Jerusalén; pero prometió hacer las señales que le pedía don Eugenio.
Un día Aviraneta se enteró por el dueño de la fonda que el joven rubio
entraba en su cuarto. Un domingo por la mañana, en que Soledad se
preparaba para ir a misa, Aviraneta se hizo el dormido, y cuando se
fué la muchacha saltó de la cama, abrió con el cortaplumas un armario
donde ella tenía su ropa y encontró dos cartas del marqués de Vieuzac.
En una de ellas el marqués le hacía grandes protestas de amor; en la
otra le decía que no tuviera miedo a Aviraneta, porque si ella quería,
él contaba con medios para prenderle, formarle un proceso y enviarle
deportado para siempre.
Aviraneta castañeteó los dedos, y murmuró:
--¡Diablo!
Don Eugenio esperó a que volviera la muchacha, para tener una
explicación con ella.
Entró la Soledad una hora después, y Aviraneta le dijo lo que había
descubierto. Ella, llorando, le confesó que era verdad; pero que no le
quería al marqués; que lo que estaba deseando era volver cuanto antes a
España, y que él dejara aquellos asuntos políticos tan peligrosos.


X
ÚLTIMA CARTA

DOS días después, Aviraneta escribía al ministro:
«Amigo S.:
He seguido todas las pistas que me han indicado. Estoy convencido
de que no hay nada serio organizado en París a nuestro favor.
Se podrán contar con los dedos los hombres que vayan voluntarios a
España; no llegarán a mil. Todas las Ventas carbonarias de Francia
excitan a que se hagan suscripciones y alistamientos; pero esto, si
marcha, marcha muy despacio.
Convendría respetar las Ventas carbonarias de España, por pequeñas
que sean, para que puedan servir de punto de reunión de los
liberales y extranjeros.
No sé cuántas hay; me han dicho que Guillermo Pepé, a su paso por
España, ha fundado algunas.
Como le digo a usted, no hay nada serio; todos son «Se dice...»
Se dice que el Ejército francés no tiene entusiasmo por servir a la
Santa Alianza.
Se dice que no encontrará dinero para hacer la guerra.
Se dice que se mandarán banderas tricolores al Ejército
constitucional español y que se pasarán los franceses.
Se dice que el banquero Lafitte dará dinero para formar una
división, que mandará Lafayette.
Se dice que a mediados de otoño España habrá organizado un ejército
de ciento ochenta mil hombres para oponerse a los franceses, el
cual llevará por vanguardia una legión francesa con la bandera
tricolor, y que esta legión estará mandada por el príncipe Eugenio
de Beauharnais.
Se dice que el general Foy está en relación con los españoles, y
que la Lamarque se ha ofrecido a Mina.
No me parece esto fácil, porque Foy y Lamarque dejaron en España un
recuerdo de violencias y crueldades difícil de borrar.
De estos proyectos podría ser importante el que Lafayette viniese a
España a luchar contra la Santa Alianza; pero dudo que lo haga.
Irán solamente los exaltados: Wilson, Fabvier, Caron, Cugnet de
Montarlot, Armando Carrel, y no podrán hacer gran cosa.
Algunos están ya en camino; van por Perpiñán a luchar en Cataluña
con Mina, en la legión extranjera de Pachiarotti. Entre los
franceses van Carrel, Joubert y otros del complot de Belfort.
Entre los italianos marchan el general Regis, el teniente coronel
Ansaldi y el oficial Sormami, alistados como soldados; otros se
incorporarán en Gerona con el coronel Olini. El general Rossaroll,
que fué el último que defendió la Constitución napolitana en
Mesina, debe estar también en Barcelona. No hay organización
liberal fuerte; la masa no responde; la Francia republicana está en
un período de cansancio.
En cambio, los realistas se encuentran en un momento de entusiasmo.
La Junta católica de España y el partido jesuítico de Francia
organizan en París, Burdeos y Bayona escuadrones de caballería.
Todo un regimiento de Dragones para el Ejército de la Fe va a
salir de sus manos. El Gobierno francés prepara la guerra para
corto plazo. Se están llevando baterías de Metz, de Estrasburgo y
de Valencia del Ródano a la frontera. Los generales y oficiales
piden mandos en las fuerzas de los Pirineos. No será para acabar
con la fiebre amarilla de Barcelona.
Parece que un político francés ha dicho: «Estamos colocados en la
alternativa de atacar a la Revolución española en los Pirineos o de
ir a defenderla en las fronteras del Norte».
La elección para ellos no es dudosa. Están en contra nuestra
todas las clases privilegiadas de Europa, y desean que Francia,
el país de la Revolución, sea el que dé el golpe de gracia a la
libertad española. Así Francia se purifica ante la Santa Alianza
y se le perdona haber jugado con la cabeza de Luis XVI y de María
Antonieta. Probablemente, del Congreso que ha de tener en Verona la
Santa Alianza saldrá la guerra contra España.
Muchos esperan que falte dinero a última hora para la expedición y
que no se pueda realizar.
He hablado con un militar francés; es liberal templado y no está
afiliado a ninguna sociedad secreta. Me ha dicho esto:
--Creer, como creen algunos liberales cándidos, que si el
Gobierno francés manda sus tropas a España, los liberales y
republicanos harán la Revolución, es una tontería. Ni el ejército
se negará a entrar en España, ni los revolucionarios intentarán
nada. El ejército francés actual es un ejército de gente joven,
en el que la inmensa mayoría no ha hecho las campañas de
Napoleón. Los viejos del Imperio resellados están mostrándose más
cortesanos que los nuevos. Nuestra generación es una generación
tranquila, burocrática, de las que vienen después del cansancio
de las grandes convulsiones. Lo que se le ordene lo cumplirá,
quizá sin entusiasmo, pero lo cumplirá.
Mi opinión es la misma. Creo que los liberales franceses no harán
nada, o casi nada; tienen fuerza para un complot, pero no para
organizar batallones, y menos para una Revolución.
Creo que la guerra viene de prisa, y que el ejército francés,
perfectamente organizado como está, se nos echa encima. Algunos
españoles de aquí dicen: «Mejor era el ejército de Napoleón, y lo
vencimos».
Primeramente, nosotros no vencimos solos a Napoleón, sino con ayuda
de los ingleses; después, esto nos costó la ruina del país, y, por
último, entonces los españoles éramos un solo cuerpo, absolutistas
y no absolutistas unidos; hoy no tendremos los miles de hombres de
Wéllington, y, lo que es peor, estamos desunidos; los liberales
somos la minoría, y el país entero está contra nosotros.
Creo que los absolutistas españoles, ayudados por el dinero
francés, van a poder organizar fuerzas enormes de guerrilleros;
quizá cincuenta o sesenta mil hombres; quizá más.
El ejército constitucional luchará con un ejército poderoso, como
el francés, y contra las partidas absolutistas españolas, que serán
casi todo el grueso de las guerrillas de la Independencia.
Yo, si fuera Gobierno, ¿sabe usted lo que haría? Perdone usted que
exponga mi opinión. Pues comenzaría, desde ahora, a arreglar las
murallas de Cádiz y a artillar bien los alrededores. Si la guerra
estallara inmediatamente, cogería al Rey y lo llevaría allí. Luego
amontonaría en Cádiz la tropa más segura, dejando abiertas las
demás ciudades. Y defendería Cádiz durante seis meses o un año, y
si la cosa salía mal, cogería a nuestro repugnante Soberano y lo
mandaría ahorcar.
Me vuelvo a España dentro de unos días, porque creo que no tengo ya
nada que hacer aquí.
_A._»


XI
LOS SARGENTOS DE LA ROCHELA

AVIRANETA había aplazado la marcha a España al recibir aviso de la Alta
Venta Carbonaria, de París, para que se quedara.
Iban a ejecutar a los cuatro sargentos de la Rochela, y el Comité
director necesitaba todos los hombres de buena voluntad para intentar
salvarlos.
Se había pensado en sobornar al encargado de su custodia, y éste pedía
sesenta mil francos.
Al saberlo se hizo una suscripción, que encabezó Lafayette; se
reunieron los sesenta mil francos, y en el momento mismo en que los
agentes carbonarios entregaban el dinero al vigilante de la cárcel
fueron sorprendidos por la policía.
Entonces el Comité director decidió salvar a los sargentos a viva
fuerza cuando los llevaran al patíbulo.
El jefe de la intentona debía ser el barón de Fabvier. Aviraneta fué
invitado a marchar en el grupo con el barón.
Era Fabvier hombre de mediana estatura, fuerte, ágil, atrevido y
rápido; iba afeitado completamente; tenía la cara redonda y muy
expresiva y parecía un actor.
Era Fabvier uno de los aventureros románticos de la época; había
sido en Ispahan el amigo del shá de Persia y el instructor de sus
tropas: había peleado en España a las órdenes de Marmont; conspiró en
Francia contra los Borbones, y se distinguió después en la lucha de la
independencia de Grecia.
Se citaron los carbonarios por la mañana, delante del reloj de
la Conserjería. Habían sido trasladados a esta cárcel los cuatro
sargentos. Se decía que conservaban la serenidad y que estaban
convencidos de que el pueblo los salvaría.
Aviraneta se presentó armado con dos pistolas y un bastón de estoque a
la hora de la cita, y formó en el Estado Mayor de Fabvier.
Algunos grupos de carbonarios se veían en medio de la bruma y se
distinguían por sus pañuelos rojos anudados al cuello.
Al amanecer salió la carreta del muelle del reloj, y, atravesando el
río, tomó la dirección hacia la plaza de la Greve, seguida de una
enorme masa compacta.
El tiempo estaba brumoso y obscuro; las tiendas, cerradas.
Fabvier comenzó a dar órdenes a sus lugartenientes, mandándoles que
al entrar en el puente rodearan la carreta de los condenados, y
al conseguirlo, dieran un silbido. En el mismo instante todos los
carbonarios se enredarían a puñaladas y a tiros con los soldados y
gendarmes, se confundiría a los reos con la multitud, se les pondría
trajes prestados y se les haría escapar.
Si hubieran podido mirar desde arriba, a vista de pájaro, hubiesen
notado que a los lados de la carreta de las víctimas no se abría la
masa de gente en un surco, sino que, acompañando al carro, iba un grupo
compacto de hombres.
Los condenados miraban con anhelo a aquella multitud, de la que
esperaban la salvación. Los cuatro eran jóvenes. Se decía que el mayor
no tenía más de veinticinco años.
Al llegar la carreta al puente, la masa hizo que el cortejo fuera más
despacio. Grupos de carbonarios de ocho o diez, a quienes se conocía
por su tipo, avanzaban entre la gente como una cuña.
Fabvier esperó el movimiento ordenado por él; pero no se verificó.
--Vamos nosotros--dijo el barón a Aviraneta y a otros amigos.
Empujando a derecha e izquierda, metiendo los codos entre la masa, los
treinta o cuarenta hombres, dirigidos por el barón, se acercaron a la
carreta. Intentaron luego aproximarse a ella; fué imposible.
Más de trescientos gendarmes, vestidos de paisano, formaban un núcleo
impenetrable alrededor del carro. Varios carbonarios que intentaron
incrustarse en el grupo de gendarmes fueron hechos prisioneros.
--Estamos perdidos--murmuró Fabvier con angustia--; han tomado sus
disposiciones mejor que nosotros. Vamos a ver si reunimos toda nuestra
gente en la plaza de la Greve y atacamos allá.
--Convendría que alarmaran por el otro lado de la plaza para que nos
lanzásemos nosotros en la confusión--dijo Aviraneta.
--Sí; estaría bien.
Fabvier llamó a un joven y le ordenó que un grupo de carbonarios
marchara corriendo hacia el otro lado de la plaza de la Greve, y que,
reunidos, gritaran: «¡Viva la Carta! ¡Viva la República!», con el
objeto de atraer hacia ellos los gendarmes.
El joven salió de prisa; Fabvier se quedó solo con Aviraneta, marchando
ambos detrás de la comitiva.
La orden de Fabvier era formarse en dos grupos en la plaza de la Greve
y atacar inmediatamente a la tropa.
--¿Cuántos hombres cree usted que habrá?--preguntó Aviraneta.
--Se han comprometido doce mil. Yo espero que habrá seis mil, tres
mil...
Aviraneta y Fabvier marcharon despacio entre la multitud, hasta
desembocar en la plaza de la Greve.
El cortejo de los condenados iba avanzando por la plaza y acercándose
al lugar de la ejecución. Sobre las cabezas de la multitud se veía
la guillotina y la cuchilla, que brillaba pálidamente a la luz de la
mañana.
Fabvier y Aviraneta quedaron asombrados al entrar en la plaza. En el
punto indicado por el barón había hasta setenta u ochenta hombres
afiliados a la Venta Carbonaria. Los demás habían desaparecido.
Fabvier y Aviraneta se unieron a ellos.
A pesar de su corto número, estaban todos dispuestos a intentar un
ataque a la desesperada.
--Esperemos un momento--dijo Fabvier.
En esto, a lo lejos, se oyeron rumores y gritos. «¡Viva la Carta! ¡Viva
la República!», se escuchaba distintamente.
Hubo algún movimiento entre la tropa.
Fabvier miró a los suyos.
--¿Estamos?--dijo--. Adelante.
Aviraneta desenvainó el estoque, dispuesto a abalanzarse sobre la tropa.
La gendarmería de a caballo se había dado cuenta del movimiento y se
lanzó sobre los carbonarios. No hubo manera de resistir. El grupo quedó
deshecho.
Aviraneta se encontró desarmado y solo.
--¿Qué hace usted aquí?--le dijo un guardia.
--Soy extranjero. He venido por curiosidad.
--Bueno. Vamos, vamos. A su casa.
Aviraneta avanzó por un puente. Un sol pálido iluminaba las guardillas
de la orilla izquierda del río...


XII
DESPEDIDA

AL acercarse Aviraneta al hotel de Embajadores de la calle de Santa Ana
vió, desde lejos, el pañuelo rojo atado al hierro del balcón. Era la
señal de alarma.
Aviraneta volvió sobre sus pasos, entró en un restaurante a comer, y se
dirigió después a la librería Eymery, de la calle Mazarina.
Preguntó si había alguna carta para él; no había ninguna, y fué a dar
un paseo por el jardín del Luxemburgo. A media tarde volvió por la
librería, y el dependiente salió a entregarle una carta. Era de la
Sole. Aviraneta se puso a descifrarla, hasta que lo consiguió. Decía
así:
«Mi querido don Ugenio: Esta es para adbertirle que an benido
muchos onbres de la calle de Jerusalén con el Espión a buscarle a
usted y que me boy con el señor marqués de Vieuzac porque no puedo
bibir así y tengo mucho miedo don Ugenio y usted no me quiere y si
usted me quisiera yo no me hiría, aunque me dieran todo el oro del
mundo y un palacio, pero usted no me quiere, por que quiere a la
Teresita la hija de don Francisco el juez de Aranda y yo deseo que
se case usted con ella y sean felices. A usted no le importará pero
estoy llorando a todas oras porque boy a bibir con un francés.
Don Ugenio, le agradezco mucho lo que a echo por mi y si usted
me ubiera querido un poco, yo ubiera bibido con usted siempre,
siempre, por que usted es bueno, aunque dicen que no y que es usted
enemigo de dios y de la rreligión.
»Adios don Ugenio adios adios. Ya rezaré todos los días por usted
para que sea feliz. Los pañuelos planchados de usted los han
traido oy y están en el armario a la izquierda. Perdone usted la
letra.--Su segura serbidora, _Soledad Castrillo_.»
Aviraneta, al leer la carta, quedó sorprendido y entristecido. La Sole
era una muchacha buena y simpática, a quien iba tomando cariño.
--En fin--murmuró--, es lo mejor que le podía pasar. ¿Quién sabe si
dentro de unos años veremos a la Sole hecha una madame Cabarrús?
Aviraneta escribió al dueño del hotel de Embajadores diciéndole que
iría a buscar su equipaje de noche, pues le andaba persiguiendo la
policía.
Lo hizo así, y por la mañana tomó la diligencia para España.


XIII
EL JARDÍN DE ETCHEPARE

AL llegar a Bidart, Aviraneta supo que Etchepare había muerto. El
caserío Iturbide estaba cerrado.
Aviraneta se acercó a una casa próxima que se llamaba Beguibelchenea,
y la mujer de este caserío salió con las llaves a abrir las puertas de
Iturbide.
--¿Es usted el sobrino del señor Gastón?--le preguntó la mujer.
--Sí.
--¿Qué piensa hacer con esta casa?
--¿Yo?
--¿Pues no sabe usted que es el heredero?
--No, no lo sabía.
--Vaya usted a ver al notario, a San Juan de Luz; le tendrán que leer
el testamento.
--Iré después.
La de Beguibelchenea y Aviraneta entraron en Iturbide. Aviraneta
recorrió las habitaciones, estuvo en la biblioteca y luego bajó al
jardín donde paseaba su tío.
El jardín de Etchepare era muy hermoso. Estaba en declive, orientado
al mediodía, sobre una duna próxima al mar. Tenía alrededor una tapia
más alta hacia el norte y el oeste para proteger las plantas del viento
frío y marino.
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