Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 08

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pensaba batir a los soldados de la Fe, capitaneados por Merino.
Se habían reunido a los batallones de Ossorio y Suero, y a algunas
partidas de nacionales, el regimiento de Jaén y los de caballería de
Calatrava y Lusitania; pero las compañías de los batallones estaban
incompletas y algunas en cuadro. El Gobierno no tenía medios: la
situación iba haciéndose apurada. Merino se paseaba impunemente por
donde quería, sin que se le pudiera batir.
Aviraneta explicó al Empecinado los datos que tenía acerca de la
insurrección feota y los medios y recursos con que contaba.
Esta era completamente clerical, engendrada en los obispados y
arzobispados, y tenía sus focos en las sacristías de los pueblos.
Mientras el Gobierno no obrara con energía contra el clero faccioso,
Aviraneta pensaba que sería muy difícil dominar la situación.
Respecto a Merino, él lo conocía, sabía cómo pensaba, comprendía su
táctica. Merino y sus lugartenientes paseaban por los pueblos con
partidas pequeñas de ochenta o noventa hombres. Se decía que era la
misma partida; pero Aviraneta estaba seguro de que eran varias y de
que el Cura, en caso de necesidad, disponía de más de mil, quizá de más
de dos mil hombres.
Para Aviraneta, el único plan era salir a operar con dos columnas
grandes, dar en los pueblos la impresión de que había fuerza y no
fraccionarlas.
El Empecinado escuchó con atención las opiniones de Aviraneta. Sabía
las marrullerías del Cura y no quería que se burlara de él.
En Burgos había una asociación misteriosa, instrumento del Palacio de
Madrid. De aquí salía la ayuda a los facciosos.
A Lerma llegaban también las ramificaciones de aquella asociación; pero
los hilos que unían a los conspiradores eran invisibles.
Una noche apareció en la Plaza Mayor un gran pasquín hecho a mano, que
decía lo siguiente:
«Al pueblo.
»Los días del infame Gobierno Revolucionario están contados.
Nuestro invicto Merino avanza victorioso. La sangre de los impíos
correrá a torrentes. ¡Muera la infernal Constitución! ¡Muera la
Nación! ¡Viva el Rey!»
Aviraneta se propuso averiguar de dónde había salido este papel y formó
una lista de desafectos al régimen constitucional. Después convenció al
Empecinado para que mandara hacer registros domiciliarios en todas las
casas de vecinos sospechosos.
Aviraneta, como director político de las fuerzas del Empecinado,
comenzó a asistir a los registros, con el doble objeto de que se
hicieran bien y no se atropellara a personas inocentes.
A los dos días de comenzar estas visitas, Aviraneta, con una patrulla,
entraba en la casa de un cura de la iglesia de San Juan, que vivía en
la plaza de los Mesones. Mandó don Eugenio que quedase la patrulla en
el zaguán y subió él sólo al primer piso. Llamó con los nudillos en la
puerta.
Apareció una mujer en el umbral y Aviraneta quedó sorprendido.
--¡Fermina!--exclamó--¿Eres tú?
--Sí; soy yo. ¿Qué quieres?
--Vengo a saludarte--murmuró confuso Aviraneta.
--¡Gracias!--contestó ella secamente--. No sé si puedes entrar o no.
--¿Por qué no? Si tú lo permites...
--Antes que nada, ¿hay Dios o no hay Dios?
--¡Qué sé yo!
--No entres.
--Pero, ¿quieres que yo resuelva esta duda aquí, en la escalera?
--Pues no entres.
--Es que traigo la orden del general Empecinado para registrar esta
casa.
--¡Ah! Entonces sigues siendo de esos bandidos masones que quieren
matar al rey y a los sacerdotes. ¡Fuera de aquí, infame! ¡Polizonte! Si
no, yo misma te haré correr.
--Escúchame un momento. Vengo a prestarte un servicio.
--No necesito servicios tuyos.
--Pero, ¿por qué no quieres oírme? Vengo a decirte que estáis
denunciados como cómplices del Cura Merino...
--¿Nos habrás denunciado tú? ¡Serpiente!
--No; por mí, podéis huír... Diré que he registrado la casa, que no he
encontrado nada.
--Nada quiero de ti.
En esto se abrió la puerta de par en par y se presentó en ella un
viejo bajito, tembloroso, de pelo blanco, la cabeza grande, los ojos
abultados y rojos y el labio colgante.
--¿Quién es este hombre que te habla de tú?--preguntó con voz
cavernosa, agarrando a Fermina del brazo--. ¿Es el que te engañó?
--No, padre; no es él.
--Sí es él. Lo comprendo. ¿Quieres salvarlo? Es él.
Luego, dirigiéndose a Aviraneta, exclamó:
--Ven aquí, canalla, que aunque soy viejo tengo ánimos para ahogarte en
mis brazos.
Aviraneta, espantado, bajó un escalón y luego otro, y viendo que el
viejo se lanzaba tras él, echó a correr hasta el portal.
--¡Cobarde!--vociferaba el viejo trompicando por las escaleras.
--¿Qué pasa?--preguntó Diamante, que estaba con la patrulla, viendo a
Aviraneta que bajaba rápidamente.
--Un viejo que se echa encima de mí, que está loco.
--¡Loco yo...! ¡Miserable...!--y el padre de Fermina se lanzó sobre
Aviraneta.
Diamante y los soldados sujetaron al viejo, hasta que éste, cansado de
bregar y de pegar patadas, comenzó a echar espuma por la boca y le dió
un desmayo. Al recuperar el conocimiento se levantó, buscó a Aviraneta;
pero éste había salido a la calle.
--¡Demonio con el viejo!--exclamó Diamante--. Es un energúmeno, no hay
manera de sujetarlo.--Luego salió del portal, y al encontrarse con
Aviraneta le dijo:
--¿Qué le ha hecho usted a este hombre?
--Nada. Que estuve para casarme con su hija y luego no me casé.
--Está bien el viejo... Es un hombre de fibra y de corazón. Lo mejor
sería pegarle cuatro tiros.
--No, no; ¡qué barbaridad!
--Sería una muerte digna de él. Además, crea usted, el terror es lo más
beneficioso para estas gentes.
Aviraneta se metió en su casa deseando marcharse cuanto antes de Lerma
para no ver a aquel viejo convulso y furioso.
Este viejo solía ir acompañado de dos navarros, Chatarra y Ezcabarte,
criados suyos.
En el pueblo, la gente que conocía a Aviraneta, antiguos guerrilleros
y amigos de Merino, le consideraban como un traidor por ser liberal.
Muchos de ellos querían equiparar a los franceses con los liberales,
y pensaban que era tan patriótico luchar contra éstos como contra los
soldados de Napoleón.
Una noche habían estado en el alojamiento del general hablando el
Empecinado, Salvador Manzanares y Aviraneta. Después de charlar largo
rato, Salvador y Aviraneta se despidieron de don Juan Martín, salieron
y, al pasar por una calle, sintieron gran alboroto. Se acercaron,
llegaron a la plaza de los Mesones, y vieron delante de la casa de
Fermina un grupo de gente, en su mayoría soldados y nacionales.
--¿Qué hacen?--preguntó Aviraneta.
--Están cantando--dijo Salvador--una canción que han traído de Cádiz:
el _Trágala_.
Efectivamente, una voz aguardentosa en aquel momento cantaba una copla:
Señor doctor,
estoy empachado,
no me ha sentado
la Constitución.
Pues, amiguito,
trague esa china
que no hay más quina
para ese mal.
Concluída la copla, un coro de bárbaros comenzó con el estribillo:
Trágala, trágala,
trágala, trágala
trágala, trágala,
perro,
ya que no quieres
Constitución.
Todo el grupo de soldados y nacionales reía, y, después de la canción,
armaban una algarabía infernal agitando cencerros y dando golpes en
unas calderas. Sobre todo, el coro del _Trágala_ lo repetían de una
manera tan brutal, tan ofensiva, con una intención tan mortificante,
entre carcajadas y gritos, que se comprendía que cualquiera insultado
así se hiciese enemigo a muerte y para siempre de los liberales.
--¡Lo que van a hacer con nosotros si llegan a vencernos!--exclamó
Salvador.
--Sí, creo que todos tendremos que salir corriendo--murmuró Aviraneta.
--Si nos dejan--replicó Manzanares riendo--. ¡Adiós, Eugenio! ¡Buenas
noches!
--¡Adiós, Salvador! Expresiones a Mercedes.
Mercedes era la novia de Salvador.
Aviraneta fué a ver a Diamante, que estaba en el grupo, y a los otros
nacionales a disuadirles de que siguieran cantando; pero a ellos les
parecía ésta una magnífica ocasión y no querían dejarla.


III
EN CAMPAÑA

A la media noche del 29 al 30 de abril salía la columna del Empecinado
para Covarrubias, precedida de la patrulla exploradora de Aviraneta.
Allí se averiguó que el 30 había pasado Merino con su gente por Acinas
y Santo Domingo de Silos. Se avanzó hasta Silos y, siguiendo la pista
del Cura, el Empecinado llegó a Hontoria del Pinar el 1.º de mayo.
En Hontoria un vecino liberal dijo que los facciosos, en número de
unos seiscientos hombres, acababan de salir del pueblo hacía unas ocho
o diez horas. Sin descansar, el Empecinado ordenó que la columna se
pusiera en movimiento. Pasaron por Navas y por Huerta, y al llegar a
Arauzo de Miel, Aviraneta, con su vanguardia exploradora, pudo alcanzar
a la retaguardia de Merino y acuchillarla, hasta hacer huír a los
facciosos precipitadamente hacia el monte.
Era la táctica de Aviraneta no dejar descansar al enemigo, y aquella
misma tarde se volvió a alcanzarlo en Peña Tejada, en una altura de
casi imposible acceso, ocupada por tiradores que hicieron un fuego
vivísimo al divisar la columna liberal.
No quería el Empecinado retroceder y fué colocando en guerrilla sus
tropas. Pasaron una hora respondiendo al fuego hasta que comenzó a
obscurecer. Ya obscuro, Aviraneta, que conocía muy bien los caminos,
con cincuenta hombres, entre los que iba Salvador Manzanares, hizo que
rodearan el alto donde se encontraban los facciosos. Se les desalojó de
allí, se les persiguió en la obscuridad, y a media noche los liberales
retornaron a Pinilla de Trasmontes, donde se había establecido el
cuartel general.
Salvador y Aviraneta volvieron cantando romanzas francesas y españolas.
La noche estaba espléndida, y de las hierbas del monte se levantaba un
olor acre y perfumado...
El día 3 de mayo, a las cinco de la tarde, estaban Aviraneta y el
Empecinado a una legua del pueblo, en compañía de los ordenanzas,
cuando se vió a pequeña distancia la columna facciosa, que marchaba a
paso redoblado y se desplegaba acercándose a ellos en un movimiento
envolvente.
--¡Sálvese usted, mi general!--gritó Aviraneta al Empecinado--.
Nosotros nos defenderemos un momento.
El Empecinado no tuvo tiempo mas que para hincar las espuelas a su
caballo y echar a correr.
--¡Entrégate! ¡Date, Martín!--oyó que gritaban.
Era la voz del Cura Merino, que iba en su persecución. El Empecinado,
encorvado sobre el cuello del caballo, huyó como una flecha entre las
balas y pudo acercarse a sus tropas.
Mientrastanto, Aviraneta, con los ordenanzas, estuvo batiéndose en
retirada, defendiéndose en cada piedra y en cada mata hasta que comenzó
a venir la caballería constitucional y a formarse en orden de batalla.
Los de Merino fueron retirándose y acogiéndose al monte; el Empecinado,
furioso de haber estado a punto de caer prisionero, dió una soberbia
carga de caballería; pero pronto el enemigo desapareció como si se le
hubiera tragado la tierra.
Los días siguientes fueron igualmente de escaso éxito para las
tropas constitucionales y se decidió en el consejo de los oficiales
fraccionar las columnas e ir poniendo guarniciones en los pueblos.
Aviraneta era contrario a este plan. Suponía que dejando guarniciones
de doscientos o trescientos hombres, el Cura podría reunir mil o dos
mil soldados y atacarlas fácilmente. Para guarnecer con probabilidades
de éxito la sierra de Burgos y Soria se necesitaban lo menos diez o
doce mil hombres.
Aviraneta sabía el fracaso de las tentativas de Roquet y Kellerman en
tiempo de la guerra de la Independencia.
Las excitaciones de curas y frailes animaban a los facciosos, y los
soldados de la Fe, feotas, como les llamaban los liberales, iban
presentándose en el campo. Luchaban con Merino, el Blanco, el Rojo de
Valderas, Caraza, el Gorro, los Leonardos, el Inglés, y comenzaban a
campear aparte Cuevillas, el sombrerero Arija, y otros.
Siguiendo el plan de fraccionamiento de las columnas acordado por el
Empecinado y sus oficiales, se decidió que los coroneles Escario,
Ceruti y el teniente coronel Manzanares recorriesen la parte más llana
del país hasta la orilla del Duero, y que en la Sierra operase don Juan
Martín.
Aviraneta quedó en Lerma, en el cuartel general.
El fraccionamiento en columnas no consiguió hacer que Merino cayese
en ninguna trampa. Conocía el terreno como nadie y contaba con el
paisanaje.
En cambio, el defender los pueblos con guarniciones pequeñas produjo
más de una catástrofe en el campo constitucional. En Salas de los
Infantes, el Cura sorprendió a tropas del regimiento de Sevilla y
estuvo a punto de hacer grandes destrozos en otros pueblos.
Uno de éstos fué Tordueles, aldea próxima a Lerma. Se había dejado
aquí, de guarnición, cincuenta hombres al mando de un oficial llamado
Juan José Allegui.
El día 26 de mayo, a las doce del día, se presentó Merino delante de
Tordueles y se dispuso a penetrar en esta aldea. Llevaba el Cura una
fuerza de ochenta caballos y otros tantos infantes. Al acercarse al
pueblo abrió el fuego, que fué contestado por los soldados de Allegui,
que se retiraron a una casona llamada de los Sevillanos, donde se
dispusieron a pelear hasta el final.
Después de dos horas de fuego, el Cura intimó a Allegui a la rendición,
y como Allegui le contestara con desprecio, Merino, dejando el pueblo
sitiado, se retiró al anochecer a Cebreros.
Allegui, de noche, salió él mismo de la casa de los Sevillanos, habló a
un pastor conocido suyo y le confió una carta para el cuartel general
de Lerma.
El campesino, marchando por veredas, llegó a esta villa y entregó la
misiva a Aviraneta.
Aviraneta se vió en un gran aprieto; no había apenas fuerzas que enviar
a Londueles. El Empecinado estaba, en aquel momento, camino de Roa,
donde pensaba unirse con el coronel Ceruti. Manzanares se encontraba en
Aranda de Duero.
Aviraneta no podía abandonar a Allegui, y, llamando al jefe de los
nacionales de Lerma para que preparase con su gente la defensa del
pueblo en caso de ataque, reunió treinta hombres del regimiento de
Jaén, veinte caballos de Calatrava y diez de Lusitania, y con ellos y
seis mulos cargados de municiones marchó a Tordueles, donde entró al
amanecer.
Antes había mandado dos propios, uno al Empecinado y otro a Manzanares,
diciéndoles adónde iba.
La entrada en Tordueles no ofreció dificultad. Aviraneta y Allegui,
reunidos, decidieron ensanchar la posición, para lo cual ocuparon
la manzana en donde estaba enclavada la casona de los Sevillanos, y
fortificaron la puerta de ésta con toneles, carros atados unos con
otros y piedras. La sección de caballos quedó en el patio de una
cuadra, que tenía una puerta sólida y fuerte y que dejaron de modo que
se pudiera abrir y cerrar rápidamente.
Esta cuadra se hallaba comunicada con el resto de la manzana.
Estudiando el terreno, vieron que para defender la entrada de la
casona de los Sevillanos era indispensable ocupar una casucha próxima,
pero que no se hallaba unida a la primera, pues entre ambas había un
callejón de unos dos metros de ancho.
Esta casucha de adobes se llamaba la casa del Cojo, y tenía importancia
porque, desde sus dos ventanas, se podía disparar contra los realistas,
si intentaban el asalto acercándose a la puerta de la casona de los
Sevillanos.
La ventaja se hallaba compensada con el inconveniente de ser la casucha
del Cojo muy fácil de ser tomada.
Para obviar la dificultad, Aviraneta mandó deshacer la escalera hasta
el primer piso, en la casa del Cojo, y luego ordenó que se hiciera un
agujero en la pared del desván de ésta, y otro en el muro espeso de la
de los Sevillanos, de manera que se pudieran comunicar por un puente de
tablas los desvanes de las dos casas.
Los hombres que se quedaran en la casa del Cojo, si llegaban a
verse apurados, pasarían por el puente de tablas a la casona de los
Sevillanos, y después de pasar se quitaría el puente.
Suponiendo que el ataque podría durar varios días, se preparó la
defensa lo mejor posible. Se abrieron agujeros en las paredes del
pajar y en el tejado, y se llevaron piedras y sacos de tierra para
disparar, guareciéndose en ellos. En los balcones se colgaron colchones
y jergones.
Por la mañana, al amanecer, los de Merino, con fuerzas triples a los
sitiados, atacaron la casa de los Sevillanos y llegaron hasta la
puerta. Mandaban a los facciosos los Leonardos, feroces cabecillas
de Merino, que hacían de verdugos por satisfacer sus inclinaciones
sanguinarias. Al acercarse los feotas, gritaron con furia: «¡Viva la
religión! ¡Viva el rey!»
Los de dentro contestaban con el mismo o con mayor entusiasmo: «¡Viva
la Libertad! ¡Viva la Constitución!»
Aviraneta y Allegui dirigieron el fuego, haciendo que no se perdiera un
tiro.
Los encerrados en la casa del Cojo tenían la orden de no disparar
mientras no se les avisase.
El ataque de los Leonardos fué, sin duda, para tantear el terreno. Al
mediodía se dió otro ataque a la casa de los Sevillanos, dirigido por
el mismo Merino.
Unos cuantos exploradores en guerrilla se acercaron a la explanada de
delante de la casona, e intentaron abrir la puerta a tiros. Cuando
habían formado un gran grupo fueron cogidos por los fuegos de la casa
del Cojo, que les hizo bastantes muertos. Merino, entonces, ocupó un
tejado de enfrente y comenzó a dirigir los tiros contra la casa del
Cojo.
El fuego se hizo intermitente. Sólo se disparaba de un lado y de otro
cuando alguno se decidía a dar la cara.
Al anochecer, los absolutistas comenzaron un ataque atrevido contra
la casa del Cojo; rompieron la puerta y entraron en el zaguán. Cuando
estaban en esta faena, los treinta jinetes de los constitucionales al
mando de Aviraneta salieron por la puerta de la cuadra a cargar contra
los facciosos.
Los caballos se alinearon en la callejuela, y a la orden de Aviraneta
avanzaron al trote, y luego, al galope. Las herraduras sacaban chispas
de las piedras del suelo. Al desembocar en la encrucijada, Aviraneta,
irguiéndose en la silla y levantando el sable, gritó; «Soldados:
¡Constitución o Muerte! ¡Viva la Libertad!» El pelotón de caballería
dejó en un instante la plazoleta limpia, acuchillando, atropellando,
matando. Desde la casa de los Sevillanos, Allegui y los suyos
vitoreaban y aplaudían con entusiasmo.
Tras de esta acometida, cesó el fuego, y los realistas se retiraron.
La noche la pasaron los sitiados con la mayor vigilancia, fortificando
algunos puntos, y al amanecer, un parlamentario, con bandera blanca,
se presentó ante la casa de los Sevillanos. Traía una carta para
Aviraneta. La carta decía así:
«Aviraneta: Me es sensible derramar sangre de cristiano, aunque
dudo mucho que la vuestra lo sea. Saliste de una; no saldrás de
otra. Si no haces que toda vuestra gente entregue las armas en
seguida, seréis fusilados en montón.
»JERÓNIMO MERINO.
»La contestación, luego, luego.»
Aviraneta, iracundo, escribió:
«A don Jerónimo Merino: Muy señor mío y capellán: Dejé escapar
la otra vez, por compasión, al cura hipócrita que se presentaba
humilde. Si la sangre de la morralla absolutista es la sangre de
cristiano, prefiero no tener con ella más relación que la necesaria
para derramarla abundantemente. Somos menos que ustedes, es
verdad; pero tenemos más alma. Si se entregan, los trataremos con
conmiseración.
AVIRANETA.»
Al día siguiente volvió de nuevo el ataque, con alternativas de avance
y retroceso de los sitiadores; y por la noche éstos se apoderaron de la
casa del Cojo.
Al amanecer del día siguiente, un soldado que estaba en una guardilla
de la casa de los Sevillanos de vigía vino corriendo a decir que se
acercaban tropas del lado de Lerma. Aviraneta corrió a la guardilla y
enarboló su anteojo. Eran las tropas del Empecinado. Estaban a salvo.
Aviraneta y Allegui pensaron en el medio de cortar la retirada a Merino
y a su gente. Se preparó el pelotón de caballería y se abrió la puerta
del zaguán de la cuadra. Luego todas las fuerzas de Allegui y de
Aviraneta, abandonando la casa de los Sevillanos, se apostaron a la
salida del pueblo por donde Merino tenía que pasar.
El Empecinado y los suyos avanzaron despacio. Los de Merino se
dispusieron a defenderse; pero Allegui y Aviraneta les atacaron por la
espalda y les hicieron diez o doce muertos. Los de Merino se dieron a
la fuga y en un momento desaparecieron.
Después de celebrar la salvación del peligro en que se habían
encontrado, Aviraneta marchó a hablar con el Empecinado. Intentó
convencerle de que el sistema de dejar guarniciones pequeñas en los
pueblos era malo, como el de tener varias columnas, y el general se
decidió a formar solamente dos brigadas que operaran en combinación.
Mientras esperaban en Tordueles la llegada de Manzanares, se supo
que el Cura Merino había avanzado, furioso por su derrota, hasta el
Monasterio de Arlanza, sitiándolo en seguida. Había en el antiguo
edificio ruinoso un destacamento del batallón de voluntarios de
Cataluña, con su jefe.
Merino les intimó la rendición; pero el oficial, que sabía los
procedimientos del Cura, no quiso rendirse hasta que, viéndose sin
municiones, se entregó.
Merino los fusiló y descuartizó a todos y mandó enterrar sus despojos a
orillas del Arlanza.
El Empecinado se indignó al saberlo y ordenó a Salvador Manzanares y a
Aviraneta que redactaran una comunicación enérgica amenazando con las
represalias.
Esta comunicación, firmada en el Campo de Fontioso, se mandó imprimir
y fijar en los Ayuntamientos y en las esquinas de las casas de los
pueblos de la Sierra. Se titulaba:
«Carta de don Juan Martín, el Empecinado, al Cura Merino, con motivo de
la horrenda crueldad que ha usado con los soldados de Cataluña».


IV
MERINO SE OCULTA

AL día siguiente de fijar este bando comenzó la persecución de Merino
con las dos columnas combinadas.
El 30 de mayo el Empecinado y Aviraneta salieron de Lerma y recorrieron
el monte de Villoviado. Se hicieron indagaciones sin éxito y se pasó a
Arlanza.
Se mandaron desenterrar los cadáveres de los soldados de Cataluña que
estaban cerca del río, y se los trasladó a Covarrubias, donde se les
hizo un entierro solemne.
De Covarrubias, las dos columnas se dirigieron a la Sierra. No había
rastro del Cura ni de su partida. Se encontró cerca de Hontoria del
Pinar a un tal Rufo, jefe del batallón de la Fe, que marchaba escapado
con cuatro mulos cargados con armas, y se le detuvo.
El Rufo dijo que había oído decir que el Cura andaba entre Celleruelo
y Roa, y que parte de su tropa estaba guarecida en el monte de la
Ventosilla, cerca de Aranda.
Se fué hacia allá y no se encontraron huellas de Merino.
Aviraneta indicó al Empecinado los refugios que podía haber escogido
el Cura: Neila, la cueva del Abejón, Covaleda, Clunia, y se dieron
órdenes terminantes para que se registraran estos sitios. Se mandaron
patrullas por toda la Sierra. Nada.
--Hay que entrar en las iglesias y en los conventos--se dijo
Aviraneta--. Es posible que Merino se haya escapado a Francia; pero me
parece más probable que esté aquí, escondido en alguna sacristía, en
alguna torre, en una guarida clerical.
Se dictaron órdenes para registrar iglesias y conventos, pero no dieron
resultado.
Aviraneta desconfiaba de algunos agentes que se enviaban en persecución
del Cura; debía haber desconfiado de todos; no sabía que al mismo
tiempo que se dictaban providencias para descubrirle y prenderle, de
Madrid partían órdenes de Palacio para que no se le buscase. Casi todos
los jueces, escribanos y alcaldes de la Sierra eran partidarios del
rey absoluto, y no había que hacer en ellos gran presión para que no
inquietasen a Merino.
Por otra parte, la Junta Apostólica de Burgos, que se reunía en casa de
un mayordomo de frailes benitos, trabajaba para invalidar los esfuerzos
de los constitucionales.
Mientras el cabecilla fantasma era buscado activamente por toda la
provincia, el verdadero Cura Merino estaba muy tranquilo acogido a un
convento de monjas de Santa Clara, próximo a su pueblo, a Villoviado.
Por el día se le vestía un hábito de religiosa para que pudiera
pasearse con las hermanas en el huerto, y por la noche se acostaba en
la iglesia, detrás de una estatua de Santa Clara, en el fondo de un
escondrijo, donde habían puesto una camilla.
Es muy posible que de cuando en cuando la superiora obsequiara al viejo
cura, sátiro y sanguinario, con alguna monja guapa; pues todas ellas le
consideraban como un santo varón. Es muy posible, pero no consta en los
archivos, que Merino dejara en el convento descendencia mística.
En vista de que las partidas facciosas habían desaparecido, se
dispuso hacer una excursión de carácter político por la provincia. El
gobernador de Burgos, Escario, acompañado de González de Navas, el juez
de Arauzo de Miel, de Aviraneta y de algunos oficiales del Empecinado,
recorrieron la provincia.
Los pueblos se encontraban en un estado lastimoso: las calles sucias,
las fuentes cegadas, los caminos deshechos. Las pocas escuelas eran
verdaderas mazmorras, y la viruela reinaba en todas partes que era
un horror. Escario ofició al alcalde de Burgos para que enviase un
cirujano provisto de vacuna; pero la gente de los pueblos no quería
vacunarse.
Se hizo una suscripción voluntaria para plantar árboles en los bordes
de las carreteras, y el jefe político, Aviraneta y otros varios dieron
cada uno quinientos reales, y se comenzó la plantación en Arauzo de
Miel; pero los primeros arbolitos puestos fueron en seguida arrancados.
Queriendo dejar un rastro civilizador por el sitio donde pasaban, se
armó también un teatro en la sala del Ayuntamiento de Huerta del Rey.
Un oficial, aficionado, pintó el telón.
La pintura era cómica, pero llena de intenciones. Una musa con un arpa
en la mano se levantaba entre ruinas y cadenas y, volando por encima
de ellas, marchaba hacia una escalinata verde, vigilada a un lado y a
otro por dos damas: la Libertad, con su gorro frigio, y España, con su
corona y un leoncito amarillo a los pies. Encima había un medallón con
el retrato de Cervantes, coronado de laurel.
Seguramente, aquel telón hubiera parecido muy malo a un profesional;
pero a los oficiales del Empecinado les pareció una obra maestra.
De Huerta del Rey se bajó a Aranda, y después de pasar unos días aquí,
Aviraneta, con la columna del Empecinado, marchó a Valladolid. Se
avanzó luego a Villalar, donde Aviraneta, por orden del Empecinado,
escribió una proclama ardiente. Esta proclama terminaba diciendo:
«Sigamos el ejemplo de los Comuneros de Castilla, que dieron su vida
por las libertades patrias. Soldados, jurad conmigo: ¡Constitución o
Muerte!»


LIBRO QUINTO
ENTRE ARANDA Y MADRID


I
ROSALÍA Y TERESA

DESPUÉS de esta campaña contra Merino, Aviraneta dejó el ejército
y volvió a Aranda de Duero a seguir con sus cargos de regidor, de
subteniente y de comisionado del Crédito Público.
Era la primavera de 1821.
Don Eugenio llegó muy de mañana a Aranda y se presentó en casa de
su madre, que, como de costumbre, se había levantado temprano y se
preparaba a ir a la iglesia.
La madre de Aviraneta seguía con su vieja Joshepa Antoni, sin enterarse
gran cosa de lo que ocurría en el pueblo. Siempre con su cofia blanca
en la cabeza y siempre haciendo calceta; para ella, el tiempo estaba
ocupado principalmente por los pares de medias hechos.
El ama y la criada llevaban la misma vida en Madrid, en Irún o
en Aranda; conversaban de lo que podía ocurrir en su pueblo y se
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