Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 06

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--No se canse usted. No puede usted escapar--dijo fríamente Aviraneta.
--¡Echegaray!--exclamó el Cura--. Tú no puedes tener motivo contra
mí... Yo te estimo en lo que vales; te he querido...
--Sí, me ha querido usted fusilar cuando me tuvo usted entre sus garras.
--No, tonto. ¿Crees que si hubiera querido fusilarte te hubiese
encerrado en aquella casa? No. Quería asustarte nada más, hacerte
reflexionar, llevarte por el buen camino...
--¿El buen camino del absolutismo?
--El absolutismo y la religión son las únicas cosas que pueden salvar a
España.
--Yo creo todo lo contrario, que la Libertad y la Constitución nos han
de salvar.
--Pero, Echegaray, España no es de hoy; vive hace muchísimos siglos...
--Sí, vive hace muchísimos siglos mal, entregada a la barbarie, al
fanatismo...
--No seas necio... Yo te probaría...
--No me probaría usted nada... Yo sí que le probaría, si tuviera tanto
así de fuerza, que le fusilaba sobre la marcha.
--Bueno, fusílame... Fusila a tu antiguo jefe..., a un sacerdote
indefenso...
--Nada de comedias, don Jerónimo... Ya le he dicho a usted que no le
fusilo porque no tengo fuerza...
--¡Bah! Fuerza tienes... Sin embargo, no lo haces... porque no
quieres...
--Porque no quiero, no; porque no puedo... No tengo mas que un mando
eventual. Mis tropas no me conocen; quizá no me obedecieran si les
ordenara su fusilamiento. Son además gentes supersticiosas. Saben ya
que es usted el Cura Merino, y creen que matar a un cura es peor que
matar a otro hombre.
--¿Y tú, no?
--Yo, no. Yo dejaría los santos huesos del ministro del Señor aquí,
revueltos con el estiércol, en esta tierra donde tanta sangre ha
derramado usted.
--¡Sacrílego! ¡Bárbaro!
--¿Pero de verdad cree usted, don Jerónimo, que usted es persona
sagrada? Usted que ha matado a tanta gente..., que ha incendiado...,
que ha violado a las criadas de las posadas y les ha dejado de recuerdo
un pequeño Merino, usted que ha robado...
--¿Yo robar?
--Para el partido, no para usted.
--¡Ah! Eso es otra cosa.
--¿De manera que usted se cree sagrado? ¿Usted cree que son sagrados
todos esos ganapanes vestidos de negro, todos esos farsantes chapeados
de bellaco? Extraña idea.
--Para ti, que eres masón e impío muy extraño.
--Y para usted debe serlo también, si alguna vez hace examen de
conciencia... Aunque usted no tiene conciencia.
--Gracias, hijo.
--No, no la tiene usted. Usted es una alimaña, una fiera... Ahora que
es usted un gran militar... Eso es cierto.
--Vamos. Veo que me concedes algo.
--¿Por qué no? Por eso precisamente le fusilaría a usted si pudiera,
porque sé que ha de hacer usted mucho daño a España, a la Libertad, a
la civilización. Sí, le fusilaría a usted, no por venganza, sino como
quien cumple un deber...; pero no puedo, y lo siento. Le enviaré a
usted con escolta a Burgos; allí el gobernador le soltará un discurso
severo. Usted a todo dirá que sí; luego el señor arzobispo, con la
superioridad que le dan sus sesenta o ochenta mil duros de ganancia al
año, le dirá que hace usted muy mal en rebelarse contra el Gobierno
constitucional, que paga tan bien a los obispos; le dejarán suelto,
y dentro de un par de meses estará usted aquí de nuevo sublevando el
país. En fin, si me coge usted, don Jerónimo, ya sabe que me puede
fusilar sin remordimiento.
--No, no te fusilaré.
--¡Jazmín!--llamó Aviraneta.
--A la orden.
--Llama al sargento.
Entró el sargento en el cuarto.
--Sargento--dijo Aviraneta--, hay que conducir a este señor, que es el
Cura Merino, a Burgos, con escolta. A ver si hay algún carricoche en el
pueblo.
--Sí, hay uno.
--Decomisadlo, y que lo aparejen.
Salió el sargento y Merino; Aviraneta, Frutos y Jazmín quedaron en el
cuarto.
Merino, tranquilo ya por su suerte, iba mascullando las frases de
Aviraneta, y, al recordarlas, la cólera le subía en ráfagas de sangre a
la frente.
Aviraneta sonreía, mirando al Cura, y el joven Frutos se maravillaba
de la audacia de los hombres, de que Merino estuviera sereno y de que
Aviraneta hablara de aquel modo a su antiguo jefe.
Un cuarto de hora después el sargento entró diciendo que ya estaba
preparado el birlocho.
--¿Lo atamos?--dijo, señalando a Merino.
El Cura se levantó furioso y miró al sargento de tal modo que lo
intimidó.
--¡Atarme a mí!--exclamó.
--No hay necesidad de atarle--dijo Aviraneta fríamente--. ¿Cuántos
hombres van?
--Veinte.
--¿El cochero es del pueblo?
--Sí.
--Sustitúyanlo ustedes por un soldado. ¡Bueno, don Jerónimo, a montar!
El Cura Merino, bramando de coraje, salió del cuarto, bajó las
escaleras, cruzó el zaguán de la posada y subió en el vehículo.
La escolta, mandada por el sargento, rodeó el coche, que tomó el camino
de Lerma. Una hora después Aviraneta y Frutos, con su gente, volvían a
Santo Domingo de Silos, y de aquí se encaminaban a Hontoria del Pinar.


IV
LA PARTIDA DE BARRIO

DESCANSARON Aviraneta y Frutos con sus tropas en Hontoria del Pinar.
Aviraneta averiguó que Barrio, perseguido por Diamante, había entrado
en la provincia de Soria, dirigiéndose a la sierra de Yanguas, y
al saberlo envió un parte al jefe político de Soria indicándole la
dirección de Barrio y la conveniencia de colocar algunas patrullas de
soldados o de milicianos a su paso.
Mandó a un aldeano con el parte, y al día siguiente salieron Frutos y
Aviraneta de Hontoria del Pinar. Frutos avanzó hacia San Leonardo, y
Aviraneta recorrió Covaleda y Vinuesa.
Tenían como punto de reunión Hinojosa de la Sierra.
Aviraneta, al pasar por Covaleda, supo que Diamante seguía persiguiendo
al Cura Barrio por Salas y Quintanar; que aquí se habían metido los dos
en las sierras de Hormazas y de Santa Inés, y que iban por el momento
uno tras otro recorriendo la parte de Yanguas.
La única solución del Cura Barrio para no verse obligado a internarse
en la llanura, en cuyo caso se hubiera visto rodeado al momento, era,
o entrar en tierra aragonesa, solución mala, no conociendo el terreno,
o volver de nuevo hacia Burgos; pero para impedirlo estaban al acecho
Aviraneta en Vinuesa y Frutos en San Leonardo. Se reunieron los dos en
Hinojosa y avanzaron juntos hasta Estepa de San Juan.
Aquí supieron que el Cura Barrio y sus guerrilleros, cansados, aspeados
y muertos de hambre, perseguidos por Diamante, que no les dejaba
descansar un momento, ni de día ni de noche, se habían rendido y
entregado las armas al alcalde de Yanguas.
Diamante no pudo coger el fruto de su persecución, porque al día
siguiente, un par de horas antes de que su patrulla entrara en Yanguas,
se presentó una columna salida de Soria y se hizo cargo de los presos.
Diamante, indignado, los reclamó; el jefe de la columna no quiso
entregarlos, y se dirigió con ellos hacia la capital. Al encontrarse
en el camino con las patrullas de Frutos y de Aviraneta éste dió al
comandante explicaciones de cómo habían salido en persecución de Barrio
desde Burgos, y el comandante entregó los prisioneros.
Formaban la partida, además del canónigo don Francisco Barrio, tres
curas de pueblo y los guerrilleros llamados Dionisio Carro, Isidro
Astorga, José Crespo, Agustín Escudero, gente toda conocida por sus
fechorías, y, además de éstos, algunos indocumentados sin importancia.
Diamante quedó muy poco satisfecho de la aventura. Esperaba coger la
presa, y ésta se le había escapado en el momento de echarla mano.
Al contarle Aviraneta la captura del Cura Merino, Diamante exclamó
entristecido:
--¡Qué suerte! ¿Y qué ha hecho usted con él? ¿Lo ha fusilado usted?
--No. El gobernador lo prohibió terminantemente. Si hubiese tenido a
mis órdenes gente fina y revolucionaria les hubiera encargado que al
llevar el Cura a Burgos, con el pretexto de que se quería escapar, le
hubiesen pegado cuatro tiros en el camino...; pero no había gente terne.
--¡Qué lástima!--exclamó Diamante.
Diamante pretendió fusilar a Barrio y a los principales de la partida
capturada, pero Aviraneta se opuso. La orden era de conducirlos
prisioneros; Diamante quiso entonces atarlos a la cola de los caballos;
pero tampoco se aceptó la idea, y se decidió llevarlos en dos grupos.
La columna, cruzando campos, tomó la calzada de Soria a Burgos, y llegó
a esta ciudad a entregar los presos.
El gobernador preguntó a Aviraneta qué recompensa deseaba. Éste le
dijo que si conseguía alguna medalla para Diamante y para Frutos se lo
agradecería.
El gobernador mandó un parte al Gobierno elogiando el servicio prestado
por Aviraneta, y al día siguiente los tres jefes de los tercios de
Aranda volvían a esta villa.


V
HOSTILIDAD POPULAR

TODO Aranda se enteró bien pronto de lo que habían hecho Aviraneta
y sus amigos; los liberales y milicianos alabaron al Tirano, y los
absolutistas consideraron que había cometido una violencia y hasta un
sacrilegio al prender al Cura Merino.
El charlatán del pueblo, voceador de los absolutistas, la _Gaceta_,
añadió al suceso detalles de su invención para pintar más odiosos a
Aviraneta y a Diamante.
Se habló de nuevo del despotismo y de la intransigencia de los
liberales, y don Juan Caspe, latinista e historiador, amigo del señor
Sorihuela, disparó a Aviraneta una carta impresa, con este título:
«Epístola a un Avioncete tirano
(pajecillo masónico de Marte).»
La carta estaba fechada en la Caverna de Abi-Hiram, año primero de la
Libertad de Disparatar, y tenía como lema esta frase en latín:
_Crocodilus, invictum alioquin et perniciosum animal, tamen
Tentyritas adeo metuit, ut at voces etiam expavescat: ita tyranni
cum omnes contemnant, tamen Eruditorum litteras timen (Ex Erasmi
Paraboli)._
El cocodrilo, animal por otra parte invencible y pernicioso, teme tanto
a los Tentiritas, que sólo al oír sus voces se llena de pavor; no de
otra suerte los tiranos: aunque a todos desprecian, temen, sin embargo,
las cartas de los eruditos.
(De las parábolas de Erasmo.)
En su carta, el clérigo derrochaba erudición, pedantería y gracia
zumbona, de esa que siempre ha tenido la gente sacristanesca.
La _Gaceta_ llevó la carta dedicada al Avioncete tirano por todas
partes; la gente se rió de los chistes de don Juan Caspe, y Aviraneta,
deseando vengarse, contestó imprimiendo otro escrito, que no tenía
la erudición ni la gracia de la del cura, pero sí mayor precisión y
brutalidad. Se titulaba:
«Epístola al clérigo Caspa
(licenciado en Baco y en Sodoma).»
La carta estaba dirigida desde la Caverna de Abi-Hiram a la taberna de
la Cochambre, año primero de los Malos Usos y Costumbres.
El escrito de Aviraneta indignó a la mayoría de la gente.
--Eso es una grosería, un disparate--dijeron las personas de orden,
y todos echaron la culpa a Aviraneta, sin indicar que la provocación
había partido del cura.
La réplica quitó las ganas al clérigo de seguir satirizando a don
Eugenio.
El fiel de fechos Santa Olalla hizo una denuncia en el Juzgado por
aquel papel infamatorio; pero la denuncia no progresó. Aviraneta
continuó su vida ordinaria.
Pasaba la mañana en el despacho, y después marchaba a su casa, para
la que había traído una buena colección de libros. Luego comía con su
madre, trabajaba de nuevo, daba por las tardes un paseo en la Acera,
visitaba la confitería de doña Manolita y la relojería del suizo, y
por las noches, después de cenar, iba de tertulia a casa del juez,
donde hablaba y bromeaba con Rosalía y Teresita.
Los domingos, al amanecer, solía ir a cazar con el _Lebrel_, y volvía
para la hora de comer.


VI
LA VID

A principio de invierno Aviraneta recibió orden del Ministerio de
Hacienda para que pasara al próximo convento de La Vid a hacer el
inventario de las propiedades monacales.
La Vid es una aldea o barriada formada principalmente por una manzana
de casas unida al antiguo monasterio de Premonstratenses instalado en
las márgenes del Duero.
La Orden francesa de los Premonstratenses, fundada por San Norberto, en
Premontre, cerca de Laon, en la isla de Francia, tenía varias casas en
España, entre ellas la de Santa Cruz de Rivas, en Palencia; Aguilar de
Campóo, La Vid, y alguna otra en Cataluña.
Las fundaciones premonstratenses procedían en España de su casa matriz
Santa María de Retuerta y habían sido protegidas por Alfonso VII.
La Vid estuvo sometida a Retuerta por orden de Alfonso el Emperador
hasta el año 1532, en que Clemente VII estableció que este monasterio
tuviese abades trienales y fuese cabeza de congregación.
El monasterio de La Vid era un gran edificio fuerte, de gruesos muros,
asentado a orilla del Duero. Tenía un puente largo y estrecho de
piedra, de nueve ojos, sobre el río, y magníficas propiedades, prados,
campos, bosques y dehesas.
El monasterio estaba muy bien conservado. La iglesia ostentaba una
fachada recargada y barroca y una espadaña de varios pisos.
Por dentro era grande y ofrecía la particularidad de ser un cuerpo de
tres naves con el techo sólo de una, como la catedral de Coria.
Lo mejor de la iglesia era la capilla mayor, obra realizada a expensas
del cardenal arzobispo de Burgos, don Iñigo López de Mendoza, y de don
Francisco de Zúñiga y Alella, conde de Miranda, desde el año 1552 hasta
el 1562.
El condestable de Castilla, don Pedro Fernández de Velasco,
testamentario del cardenal Mendoza, en unión del conde de Miranda,
extendieron en 1.º de enero de 1552 el nombramiento de mayordomo de la
obra de la capilla a favor de Hierónimo de Quincoces, a condición de
que había de residir en el monasterio mientras durase aquélla, tener
un libro de cuenta y razón donde constara lo que recibiese y gastase,
y correr con el acopio de materiales, ajuste a los maestros, oficiales
y peones, asignándole para su salario y acostamiento diez y ocho mil
maravedises al año, a contar desde la fecha.
Duró Quincoces en su mayordomía hasta el año 1558, en el cual le
sustituyó Diego Daza, que terminó las obras en 10 de junio de 1562.
En el convento, de sólida construcción, lo más notable era el claustro,
el coro y las escaleras.
Las antiguas viviendas de los frailes se señalaban por lo grandes,
cómodas y espaciosas, y la cocina y el refectorio se veía que había
sido lo más trascendental en aquella santa casa.
Aviraneta supuso que como en todas partes encontraría oposición en
los colonos de La Vid para comenzar el inventario de los bienes de la
comunidad, se hizo acompañar por Jazmín, el _Lebrel_, Diamante y cuatro
milicianos de Aranda, ex guerrilleros del Empecinado, entre ellos, el
sargento Lobo.
El convento de La Vid no tenía en este tiempo el número de frailes que
la ley votada en Cortes exigía para que pudiera existir como agrupación
religiosa. Había únicamente cuatro o cinco monjes que gozaban dignidad
de canónigos y que vivían en las casas del pueblo por no poder habitar
el monasterio, entre ellos un tal don Manuel Castilla, hijo de un
labrador de Vadocondes.
Como suponía Aviraneta, al llegar él y sus amigos a La Vid, a reclamar
las llaves al que hacía de administrador y avisar algunos colonos para
que viniesen a declarar como testigos, vió claramente que todos estaban
dispuestos a oponerse al inventario por cualquier medio.
El fraile don Manuel Castilla se presentó con muchos humos e insultó a
los milicianos. Aviraneta le recomendó que se reportara, porque estaba
dispuesto a emplear todos los medios para amansarle, desde darle una
paliza hasta pegarle cuatro tiros.
Los colonos de La Vid, al oír las razones de Aviraneta, vacilaron.
No era solamente virtud y entusiasmo por la religión los que movían a
los aldeanos a protestar del inventario; la causa principal era que los
vecinos de las noventa casas del pueblo se aprovechaban como de cosa
propia de los bienes, casi abandonados, del monasterio.
Aviraneta y Diamante hicieron como que no se enteraban, y Aviraneta
comenzó a catalogar cuadros, estatuas, joyas, y a medir campos y
bosques.
La indignación cundió en las tres barriadas de La Vid; llovían amenazas
anónimas e insultos; se dispararon varios tiros a las ventanas.
La _Gaceta_ apareció por allá a intrigar con sus chismes y sus embustes.
Aviraneta, Diamante y sus guerrilleros fingían que no se daban cuenta
de la cólera de los vecinos.
Todas las maniobras del inventario se hacían por procedimientos
militares. Se ocupaba un prado como si se tuviera que atacar al
enemigo; se tomaban las medidas, y a casa.
Aviraneta no había querido desperdigar sus hombres; todos ellos vivían
en el monasterio, en la misma sala. Se hacía la comida en la cocina
de la portería y se dormía en el archivo, que estaba encima de la
biblioteca.
La biblioteca era un salón alto, con el techo abovedado y pintado. La
bóveda tenía en medio una gran composición con figuras desconchadas, y
en los cuatro ángulos, los evangelistas con sus atributos.
Cinco ventanas grandes con rejas iluminaban la sala, y cerca del techo,
en la misma bóveda, se abrían en las gruesas paredes unas claraboyas,
por las cuales se veía el cielo y las cumbres de los árboles próximos.
Una fila de armarios de nogal, llenos de libros y papeles, formaba
un zócalo en la biblioteca. Encima de los armarios se veían algunos
lienzos viejos y desgarrados, con retratos de frailes, y dos globos
terráqueos hechos de madera y hierro.
En medio del salón había una mesa maciza y grande.
El suelo era de baldosas blancas y negras, y estaba cubierto de esteras
de cordelillo, ya rotas y apolilladas. En un ángulo de la sala había en
la pared una fuente, que representaba una cabeza de Medusa.
De esta biblioteca se salía a varias habitaciones estrechas y obscuras,
y de una de ellas partía una escalera que iba a otro departamento
destinado a archivo. Era este cuarto, al que se bajaba de un
descansillo por tres escalones, muy grande, muy claro, bajo de techo, y
con el piso de madera.
Tenía una fila de ventanas en una pared, y en la de enfrente, una gran
chimenea de piedra. Alrededor, dejando los huecos, había armarios de
nogal llenos de papeles, y encima, algunas vistas y planos viejos,
negros del polvo y de las moscas.
Este local fué escogido por Aviraneta como habitación para su gente.
Era el cuarto más defendido, y daba hacia la entrada del monasterio.
Desde él se podía mirar quién venía por el puente.
El antiguo archivo sirvió de cuartelillo. Allí se colocaron las camas
de paja para los milicianos.
Por las noches se cerraban las maderas; luego, una puerta pesada y
sólida de cuarterones, y se echaban a dormir mientras uno hacía de
centinela arma al brazo.


VII
AUTO DE FE

UNA noche que hacía más frío que de ordinario, los milicianos
intentaron encender la chimenea del archivo.
Habían ya quemado toda la leña y las astillas en una cocina de la
portería, donde se hacía la comida, y no querían gastar la paja que
tenían para las camas.
--Pues aquí no nos puede faltar papel--murmuró Aviraneta.
Y echó mano del primer tomo que tuvo a mano, en la estantería del
archivo. Era un manuscrito en pergamino, con las primeras letras de los
capítulos pintadas y doradas y varias miniaturas en el texto.
--Esto no arderá--murmuró Aviraneta--. ¡Eh, muchachos!
--¿Qué manda usted?
--A ver si encontráis por ahí tomos en papel.
Jazmín, el _Lebrel_ y Valladares bajaron a la biblioteca y trajeron
cada uno una espuerta de libros.
--Buena remesa--dijo Aviraneta--. Usted, Diamante, que ha sido cura.
--¿Yo cura?--preguntó el aludido con indignación.
--O semicura, es igual. Usted nos puede asesorar. Mire usted qué se
puede quemar de ahí. Una advertencia. Si alguno desea un libro de
éstos, que lo pida. El Gobierno, representado en este momento por mí,
patrocina la cultura... He dicho.
Diamante cogió el primer volumen al azar.
--_Aurelius Augustinus_--leyó--. _De Civitate Dei. Argumentum operis
totius ex-libro retractationum._
--San Agustín--exclamó Aviraneta--. Santo de primera clase. ¿No
lo quiere nadie?--preguntó--. ¿Nadie? Bueno, al fuego. Adelante,
licenciado.
--San Jerónimo: Epístolas.
--¿Nadie está por las epístolas? Al fuego también.
--Santo Tomás: _Summa contra gentiles_.
--Santo Tomás--dijo Aviraneta con solemnidad--, el gran teólogo de...
(no sé de dónde fué)... ¿Nadie quiere a Santo Tomás? Son ustedes unos
paganos. ¡A ver esos papeles!
--_Carta de Alfonso VII, el Emperador_--leyó Diamante--, otorgada en
unión de su hijo don Sancho, donando al abad Domingo y a sus sucesores
la propiedad del lugar que se llama Vide, entre término de Penna Aranda
y Zuzones, con todos sus montes, valles, pertenencias y derechos,
con la condición de que _ibi sub beati augustini regula comniorantes
abbatiam constituatis_.
--Bueno; eso se puede dejar por si acaso--dijo Aviraneta--. Sigamos.
--Fray Juan Nieto: _Manojitos de flores_, cuya fragancia descifra los
misterios de la misa y oficio divino; da esfuerzo a los moribundos,
enseña a seguir a Cristo y ofrece seguras armas para hacer guerra al
demonio, ahuyentar las tempestades y todo animal nocivo...
--Don Eugenio--dijo uno de los milicianos sonriendo.
--¿Qué hay, amigo?
--Que yo me quedaría con ese _Manojito_.
--Dadle a este ciudadano el _Manojito_--exclamó Aviraneta.
--¿Para qué quiere esa majadería?--preguntó Diamante.
--Es un deseo laudable que tiene de instruírse con el _Manojito_. ¡A
ver el _Manojito_! Necesitamos el _Manojito_. La patria es bastante
rica para regalar a este ciudadano ese _Manojito_.
Se entregó al miliciano el libro, y Diamante siguió leyendo:
--Aquí tenemos las obras de San Clemente, San Isidoro de Sevilla y San
Anselmo.
--¿No las quiere nadie?--preguntó Aviraneta.
--Tienen buen papel, buenas hojas--advirtió Diamante.
--¿Nadie? A la una..., a las dos..., a las tres. ¿Nadie?... Al fuego.
--Otra carta de donación otorgada por el Rey Alfonso VIII al Monasterio
de Santa María de La Vid y a su abad Domingo de _meam villam que
dicitur Guma_, con todas sus pertenencias y términos de una y otra
parte del Duero, _et inter vado de Condes et Sozuar_.
--Dejémoslo. Adelante, licenciado.
--Fray Feliciano de Sevilla: _Racional campana de fuego_, que toca a
que acudan todos los fieles con agua de sufragios a mitigar el incendio
del Purgatorio, en que se queman vivas las benditas ánimas que allí
penan.
--Al fuego inmediatamente.
--Otra donación de Alfonso VIII y de su mujer Leonor al Monasterio de
La Vid, de la Torre del Rey, Salinas de Bonella, y varias fincas, y
marcando los límites de Vadocondes y Guma.
--Diablo con los frailes, ¡cómo tragaban!--exclamó Aviraneta.
--Otra donación de Alfonso VIII al Monasterio y a su abad don Nuño
de las villas de Torilla y de Fruela, a cambio de mil morabetinos
alfonsinos.
--Esto de los morabetinos sospecho que no le debió hacer mucha gracia a
don Nuño--dijo Aviraneta.
--Augustinus: _De proedestinatione sanctorum_.
--Al fuego. Siga usted, licenciado.
--_Confirmación de una concordia sobre la división de los términos de
Vadocondes y Guma_, hecha «en el anno que don Odoart ffijo primero e
heredero del Rey Henrric de Inglaterra rrecibio cavalleria en Burgos.
Estuvieron presentes en la confirmacion don Aboabdille Abenazar Rey de
Granada, don Mahomat Aben-Mahomat Rey de Murcia, don Abenanfort Rey de
Niebla, y otros vasallos del Rey».
--¿Tenemos moros en la costa? Bueno; eso también hay que dejarlo.
--Un censo al Concejo y vecinos de Cruña de la granja de Brazacosta,
mediante el canon de doscientas fanegas de pan terciado por la medida
toledana «e un yantar de pan e vino e carne e pescado, e cebada para
las bestias que traire el dicho Abad con los frayles que con él
viniesen».
--Siempre comiendo esa gente--dijo Aviraneta.
--Otro censo--leyó Diamante--a los vasallos de la granja llamada de
Guma, con la condición de morar en ella, pagar cien fanegas de pan
terciado, doscientos maravedises juntamente con los diezmos, ochenta
maravedises de martiniega y una pitanza al abad y monjes.
--Bueno, bueno; basta ya--exclamó Aviraneta--; nos vamos a empachar.
Todo lo que esté manuscrito dejarlo, y lo que esté impreso, ya sea
un libro sencillo de oraciones o de Teología, puede servir para
calentarnos.
Así se hizo, y montones de papel llenaban el hogar de la chimenea todas
las noches.


VIII
NOCHEBUENA EN LA VID

EL día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron
espléndidamente en el convento.
Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y
después de cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron
todos delante de la chimenea del archivo, al amor de la lumbre. Habían
llevado los sillones más cómodos del convento y los tenían colocados
alrededor de la chimenea, formando un semicírculo.
El _Lobo_ y su gente amontonaron leña de roble y de encina, y en un
rincón, grandes brazados de jara, de retama y de sarmientos.
Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada.
Diamante, como oficial, pensaba no debía descender a ciertas cosas, y
no se ocupaba de detalles vulgares.
Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían
frotar con violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y
entraba por la chimenea y hacía salir el humo como una gruesa nube
redondeada, que rebasaba el borde de la campana y se metía en el cuarto.
Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas caían a las
piedras del hogar y otras subían rápidamente en el humo.
Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona;
sonaba el tic-tac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente,
llegaban con estruendo las campanadas del reloj de la torre, que daba
las horas, las medias horas y los cuartos.
Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes, azules, del
techo, que se curvaban en medio, y el escudo que adornaba la chimenea.
Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de
Burgos y abad comendador del convento de Premonstratenses de La Vid.
En el silencio se oían las ratas, que corrían por los armarios royendo
las maderas y los pergaminos.
--Hablemos, contemos algo--dijo Aviraneta.
--¡Qué vamos a contar!--murmuró Diamante.
--Contemos la mejor y peor Nochebuena que hemos pasado cada uno en la
vida.
--Pues empiece usted--dijo Diamante.
Aviraneta contó su mejor Nochebuena en Irún, de joven, y la peor,
guarecido en una cueva del Urbión, en la época en que estaba en la
partida de Merino.
Diamante no recordaba ni las noches buenas ni las noches malas que
había pasado.
El _Lobo_ dijo:
--Yo recuerdo una Nochebuena, en tiempo de la guerra de la
Independencia, que todavía al pensar en ella se me ponen los pelos de
punta.
--¿Qué fué?
--Verán ustedes. Esto pasó hacia la Sierra de Albarracín. Fué un año
de mucho frío. Habíamos salido de Priego, camino de la Muela de San
Juan, persiguiendo a unos franceses; estábamos en una aldea cuando los
franchutes se volvieron contra nosotros y nos obligaron a dispersarnos.
No conocíamos aquel terreno; la noche estaba obscura y el suelo lleno
de nieve. Después de desperdigarnos por el campo quisimos reunimos;
pero fué imposible. Al revés, nos fraccionamos más; el uno decía por
aquí; el otro, por allá. No quedamos mas que tres juntos.
Llevábamos más de una hora de marcha cuando salió la luna, y nos
encontramos rodeados de franceses. Quisimos escapar, pero fué
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