Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 04

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zapatero Simón de Aranda, a quien se le decía _Dominguín_ y _Domingo
Siete_. Este último apodo se lo habían puesto los liberales por su
inoportunidad.
Sabida es la historia del jorobado a quien las brujas colocaron otra
giba por inoportuno.
Había ido un giboso un sábado por la noche a un bosque donde moraban
las brujas, y les había oído cantar repetidas veces, con la melancolía
de una canción que no se conoce bien, este estribillo:
Lunes, martes, miércoles, tres.
Lunes, martes, miércoles, tres.
Entonces el giboso, en el mismo tono triste que las brujas, cantó:
Lunes, martes, miércoles, tres.
Jueves, viernes, sábado, seis.
Las brujas al oír esto lanzaron un ¡ah! de satisfacción, y
entusiasmadas por el segundo verso añadido a su canto fragmentario,
buscaron al autor, encontraron al giboso, le acariciaron, le quitaron
la giba y la colgaron en un árbol.
Llegó el giboso al pueblo derecho y gallardo y contó a otro amigo
jorobado lo ocurrido, y éste el sábado por la noche se fué al bosque y
esperó. Vinieron las brujas y se pusieron a cantar con entusiasmo, con
una algarabía de papagayos:
Lunes, martes, miércoles, tres.
Jueves, viernes, sábado, seis.
Lunes, martes, miércoles, tres.
Jueves, viernes, sábado, seis.
Entonces el giboso, saliendo de debajo del árbol, gritó con voz aguda:
Y domingo, siete.
Las brujas, que tenían cierto sentido estético, lanzaron un grito de
disgusto y de repulsión, digno de un profesor de Retórica, al ver que
no se respetaba la sagrada medida del verso, y cogiendo al jorobado, le
arañaron y le colocaron la joroba del giboso del sábado anterior.
A Dominguín el zapatero se le consideraba tan inoportuno y audaz como
el jorobado del cuento, y por eso se le llamaba _Domingo Siete_.
_Dominguín_, _Tumbatoros_ el cortador, _Payuco_ el gitano, Matías el
sanguijuelero y un matón a quien llamaban el _Tarambana_ formaban la
extrema izquierda arandina.
Aviraneta tenía como colaboradores a su secretario Frutos San Juan y a
Diamante.
Frutos trabajaba sin entusiasmo, Aviraneta no sospechaba que Frutos
estuviera vendido al celebérrimo oro de la reacción; suponía que le
faltaba celo, nada más.
Diamante dedicaba todas sus fuerzas a la lucha liberal. Quería dominar
por el terror. Había echado a volar la noticia por el pueblo de que al
primer intento absolutista haría una sarracina de las gordas.
Aviraneta al principio vivía con su madre y con una criada vieja de
Irún, Joshepa Antoni; luego se separó de ellas por muchas razones. La
primera y más importante era que no quería que sus enemigos pudiesen
vengar en su madre las ofensas que supusieran haberles inferido él.
Aviraneta echó a volar la especie de que la buena señora estaba muy
incomodada con su conducta.
Aviraneta iba a comer con su madre todos los días, y después,
burlonamente, en vascuence, le contaba lo que ocurría en el pueblo.
Ella le oía mientras hacía media y le recomendaba que no fuera
demasiado audaz ni hiciera muchas locuras.
Aviraneta explicaba sus dificultades y sus luchas como asuntos de poca
importancia.
Los domingos Aviraneta iba de caza con Diamante y sus dos criados, el
_Lebrel_ y Jazmín.
Solía andar por las proximidades de Aranda persiguiendo zorras y
liebres, y cuando había varios días de fiesta seguidos marchaba con
algunos amigos a los pinares de San Leonardo o a las sierras de Burgos
y del Urbión.
A Aviraneta le gustaba visitar los parajes que había recorrido como
guerrillero. Al mismo tiempo se evitaba así las fiestas religiosas, a
las cuales, como regidor, no tenía más remedio que acudir estando en
Aranda.
Tenía Aviraneta varios caballos, entre ellos dos magníficos, _Piramo_
y _Tisbe_; tenía también varios perros y uno favorito, al que llamaba
_Murat_.
En el pueblo se odiaba a Aviraneta cordialmente; pero, a pesar de esto,
él se encontraba bien allí y decidió instalarse en Aranda y comprar
una casa vieja bastante alejada de las demás, que se llamaba la _Casa
de la mujer muerta_ o la _Casa de la Muerta_.
Esta casa antigua, colocada en una encrucijada estrecha, construída
a medias de ladrillo y adobes, era sólida, espaciosa y bastante bien
conservada.
Se tenía contra la casa cierta prevención: en tiempo de la guerra de la
Independencia había sido hospital, y después vivió en ella gente pobre.
Era un refugio de chusma maleante y vagabunda; todos los zapateros y
paragüeros remendones que llegaban a Aranda iban a alojarse allá.
La historia de la casa era romántica. Se contaba que hacía dos siglos
había pertenecido a un caballero principal muy desgraciado. Este
caballero tenía un hijo y una hija. La hija había muerto abrasada en un
incendio, y el hijo, con gran disgusto de su padre, pretendió casarse
con una judía.
El pobre caballero, viendo la terquedad de su hijo y sabiendo que la
judía se iba a convertir al cristianismo, la aceptó en su casa, y el
mismo día de la boda la muchacha, al asomarse a una ventana, cayó al
patio y quedó muerta. Desde entonces, al decir de la gente, se tapió
aquella ventana y el padre y el hijo desaparecieron.
No se decía si en la casa se paseaban los duendes con su indumentaria
_ad hoc_ de sábanas, velos, cadenas, etc.; pero no era improbable que
la gente lo pensara.
Aviraneta compró la _Casa de la Muerta_ y llevó obreros para
restaurarla. Puso cristales pequeños y romboidales emplomados en casi
todas las ventanas, cosa que pareció un lujo provocativo e insultante.
Arregló bien las cuadras, blanqueó las habitaciones y compró muebles,
los necesarios para un hombre que podía vivir como un árabe del
Desierto en una tienda de campaña.
Sólo tenía el comedor y una sala biblioteca arreglados con cierto lujo
y comodidad.
En el piso bajo Aviraneta instaló su despacho para sus asuntos de
regidor y de teniente de la Milicia. Había mandado poner marcos a
varias estampas liberales, y en el centro, encima de su mesa, tenía una
lámina, titulada _El entierro de los serviles_, con esta leyenda:
Si el servil esfuerzos hace
para salir de la sima
donde por nuestro bien yace,
¡milicianos, tierra encima
y que _requiescant in pace_!
En este cuarto se celebraban las reuniones masónicas de Aranda.
Aviraneta no pudo ocupar toda la casa; la mayoría de los cuartos los
dejó sin arreglar; muchos, sin piso y sin cristales y con los techos
caídos. El huerto también se hallaba abandonado, lleno de maleza, con
los caminos invadidos por los hierbajos y las paredes por las zarzas.
Aviraneta quiso limpiarlo, y se empezaron a sacar de la huerta a cestos
piedras, suelas de zapato y varillas de paraguas en tal cantidad, que
Aviraneta se cansó de este cementerio de paraguas y de botas y decidió
no cultivar el jardín.
La madre de Aviraneta se quedó asombrada al ver la casa.
--Pero, ¡qué locuras hace este Eugenio!--exclamó, llevándose la mano a
la frente.
La compra de la _Casa de la Muerta_ contribuyó a aumentar la fama de
extravagancia de Aviraneta.
--¡Qué desgracia la de esa señora tener un hijo así!--se decía.
El regidor era para algunos arandinos un enigma; para otros, el enemigo
del pueblo, y a muchos no les hubiera chocado verle la punta de la cola
por debajo de la capa y despedir un olor penetrante de azufre.
Excepción hecha de los milicianos, nadie se acercaba a la _Casa de la
Muerta_.
Aviraneta tenía en ella una criada vieja y dos mozos de cuadra, que
eran también guerrilleros, el _Lebrel_ y Jazmín.
El _Lebrel_ era un gran cazador. Jazmín, como un criado de comedia
antigua, tenía gran fertilidad de recursos y de intrigas y era
atrevido, hábil y valiente.
Estos dos muchachos ternes guardaban las espaldas de Aviraneta en
algunas ocasiones, eran la guardia negra del tirano, dos _bravi_
capaces de batirse a pedradas, a estocadas o a tiros.
Aviraneta les enseñaba la esgrima del palo y del sable. Algunas veces
necesitaba de sus dos muchachos y le acompañaban ambos armados y
embozados en la capa.
Cada día que pasaba Aviraneta era más odiado.
Todas las disposiciones municipales dadas por él para adecentar las
escuelas, sitios sombríos y miserables, para limpiar las calles y los
pozos negros, para sanear las fuentes, poner árboles en los caminos
y unificar las pesas y medidas, la gente las tomaba por verdaderos
insultos.
¿A qué se metía aquel forastero a cambiar las costumbres de los
arandinos? ¿Es que no habían vivido sus padres igual que ellos? ¿No se
habían revolcado en la tradicional suciedad española sin detrimento de
su salud?
La gente consideraba una ofensa el que alguien encontrara puerco y mal
oliente el pueblo, y aquel prurito de limpiar les parecía ridículo y
vejatorio y una manifestación de tiranía insoportable.
Los curas ayudaban este sentimiento canallesco y populachero. Se le
acusaba a Aviraneta de propagandista masón y de tener una policía
a su servicio para descubrir cuanto tramaban los enemigos de las
instituciones liberales y comunicarlo al Gobierno y al jefe político.
La pequeña tropa de Milicia voluntaria de caballería era profundamente
odiada y muchas veces había recibido tiros y pedradas, que no se sabía
de dónde venían.
Otros, más cobardes, se vengaban en el viejo mendigo Guillotina.
Al principio la locura oratoria de este pobre loco había producido
risa; a medida que el sentimiento realista y fanático tomaba violencia,
el Tío Guillotina se iba haciendo odioso, y los chicos y los hombres le
tiraban piedras y le pegaban.
Aviraneta le daba todas las semanas a Guillotina algo para comer, y el
_Lobo_ también le protegía.
Casi constantemente Aviraneta recibía algún anónimo insultante y
amenazador. Él se reía y una de las veces lo clavó con cuatro tachuelas
en el portal de su casa para que todo el mundo pudiese leerlo.
Aviraneta hacía como que no se enteraba de la hostilidad contra él;
recorría el pueblo solo y únicamente de noche iba acompañado de sus
_bravi_. Esta disposición la tomó desde que una vez, al acercarse a la
_Casa de la Muerta_, le dispararon un trabucazo. Por fortuna, ninguna
de las balas le dió.
Aviraneta, al anochecer, marchaba con frecuencia a la posada del
_Zamorano_ o al mesón del Brigante, del que era dueño el _Lobo_.
Allí, en la parte destinada a taberna, debajo de los retratos del
Empecinado y de Riego, hablaba con el guerrillero y con su mujer y
pasaba a la cocina del mesón. Si entraba algún carretero conocido le
decía: «¡Eh, buen amigo! ¿Qué tal? ¿Se viene de lejos?» Y departía con
los arrieros, les preguntaba de dónde venían, adónde iban; se informaba
de las novedades del camino, del precio del aceite y del trigo y de lo
que decían en Almazán, en Soria o en Roa.
El arriero contaba lo que había visto y oído, llevaba sus mulas a la
cuadra, cenaba en la cocina y luego se dedicaba a echar chicoleos a las
criadas.
Aviraneta, después de saturarse de vida pobre, marchaba a su casa, se
mudaba, hacía encender los candelabros y cenaba como un gran señor.


IV
UNA FAMILIA AMIGA

AVIRANETA era hombre poco amigo de la soledad y siempre encontraba
algún sitio adonde ir de tertulia.
Casi todas las tardes, al anochecer, daba unas cuantas vueltas por
la Acera, hablando con los amigos; después solía pasar por la botica
de Castrillo, cuya bola verde iluminaba casi hasta el centro de la
plaza; charlaba allí un rato; luego salía, saludaba a la gente de
la confitería de doña Manolita y cambiaba un saludo con Schültze,
el relojero, que al verle se levantaba y le hacía siempre la misma
pregunta. Le gustaba pasear de noche por la plaza y las calles
inmediatas, mirar el interior de las tiendas y sorprender la vida del
pueblo en sus rincones.
Al mismo tiempo que Eugenio hacía amistades, su madre se había
relacionado con la familia del juez, recién llegado al pueblo, que
vivía en la vecindad, en la misma plaza del Trigo.
Se llamaba este juez don Francisco Auñón.
Don Francisco era hombre culto, inteligente, de unos cuarenta a
cuarenta y cinco años. Se había casado muy joven y tenía dos hijas,
Rosalía y Teresita, de diez y ocho y quince años, respectivamente, y un
niño de diez, Juanito.
Auñón era hombre serio, pero de poca energía. Le dominaba su mujer,
doña Antonia, a quien su marido y luego los íntimos de la casa, entre
ellos Aviraneta, llamaban doña Nona.
Doña Nona debía haber sido de soltera muy guapa, pero había engordado y
su antigua belleza estaba amortiguada por su gordura.
Doña Nona tenía una cara de Dolorosa, pálida y parada; los ojos grandes
y negros, la boca pequeña, el pelo de ébano.
Espiritualmente era el tipo de la mujer española práctica, hacendosa,
indiferente a todo lo que no fuera su casa, con un egoísmo familiar
llevado a las últimas consecuencias.
La hija mayor, Rosalía, debía ser el retrato de su madre joven. Era muy
bonita, muy fresca, muy sonriente, de ojos negros hermosísimos y color
atezado. Tenía muy buen carácter y un aplomo perfecto, ese aplomo del
castellano que ve la vida tal como es y a quien no se le ocurre sentir
de una manera literaria--es decir, exagerada--las pasiones.
Teresita, la otra hija del juez, menos exuberante que su hermana,
acababa de pasar esa edad en que las niñas comienzan a dejar las
muñecas, pero todavía no había llegado al período de los muñecos.
Teresita prometía ser muy lista; le gustaba leer y estudiar. Lo único
que tenía allí eran libros religiosos. Leía _La vida de los Santos_
y la _Guía de Pecadores_, y sabía muchas poesías de Santa Teresa de
Jesús, de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León.
La madre de Aviraneta iba de tertulia a casa del juez y solía estar
hablando y haciendo media.
Aviraneta bromeaba mucho con las dos muchachas.
Don Eugenio y el juez charlaban largamente y se entendían bien.
Aviraneta tenía una gran facundia y no dejaba languidecer la
conversación. Le gustaba sentarse en el comedor de la casa de su amigo
y burlarse de todo el mundo. El Ayuntamiento, la Milicia Nacional de
Aranda, las modas, las murmuraciones del pueblo le proporcionaban tema
inagotable para sus burlas.
A Aviraneta le gustaba que le hicieran encargos, y doña Nona y Rosalía
le pedían una porción de cosas.
Era don Eugenio capaz de hacer un viaje a Valladolid o a Madrid, a
caballo, para llevarles un adorno, una chuchería de moda cualquiera.
Muchos aseguraban que Aviraneta iba principalmente por Rosalía, que
estaba muy guapa; pero era difícil que un hombre tan atareado como
Aviraneta pudiera enamorarse seriamente.
Durante largo tiempo Aviraneta y su madre fueron los contertulios
habituales de la casa del juez; pero al principio de otoño apareció un
curita, don Víctor, muy amigo de doña Nona, a hacer la competencia a
don Eugenio y a minarle el terreno.
Don Víctor conquistó a doña Nona y a la madre de Aviraneta. Luchar con
él era imposible.
Este curita, joven e inteligente--inteligente a lo cura--, se comenzaba
a distinguir por sus sermones anticonstitucionales. Quería ser en
Aranda lo que eran el padre Maduaga en Cáceres y fray Miguel González,
el colector de la Victoria, en Burgos. Decía que la Constitución era
cosa del infierno, que se hallaban condenados irremisiblemente todos
los constitucionales y que el Gobierno Revolucionario estaba hundido en
el cieno y en la sangre.
Este curita había echado a volar desde el púlpito de la iglesia de
San Juan una frase que, según decían, era de San Agustín, frase que
consistía en asegurar lo lícito de la _persecución por amor_.
La _persecución por amor_ era un buen invento para una época de guerra
civil.
Aviraneta pensaba que al cleriguillo aquel él le hubiera pegado con
gusto una paliza para que no intrigara en contra suya en la casa del
juez, no por odio ni por mala voluntad, sino por amor. La persecución
por el amor.
Don Víctor, el cura, tenía un gran ayudante en una señora, doña Cleofé
Navas, viuda de un militar.
Doña Cleofé era una mujer alta, fuerte, enérgica, hombruna, seria y
autoritaria. Tenía una rigidez de fariseo en paso de Semana Santa,
la cara amarillenta y dura, con unas arrugas que parecían hechas con
tiralíneas; la nariz aguileña y los labios finos.
Doña Cleofé era una de estas mujeres caritativas que nacen para
hacer la desesperación de los desdichados. Era el recaudador de
contribuciones, el agente de policía, el tambor mayor de la caridad;
visitaba las casas pobres, donde reñía a la gente; asistía a los
moribundos, para darles la puntilla recordándoles que estaban en las
últimas, y pasaba la vida en la iglesia.
Doña Cleofé tenía un hijo, con quien no se hablaba, una hija reñida con
ella, y un yerno que la hubiese querido ver en el hospital, en la sala
de los tiñosos.
Las criadas no aguantaban en casa de la beata más que unos días.
La paz del Señor reinaba en aquella santa morada.
Doña Cleofé solía tener una tertulia en su casa, en una sala tan
antipática como ella, con unas estampas religiosas tan antipáticas
como la sala, con una consola y unas butacas tan antipáticas como las
estampas, y una alfombra y unas cortinas tan antipáticas como las
butacas y la consola.
En este cuarto antipático se reunía la tertulia de las viejas beatas
más antipáticas del pueblo.


V
EL SEÑOR SORIHUELA

HABÍA un señor que vivía en Aranda dedicado al estudio.
Este señor, viejo, solitario y apolillado, el señor Sorihuela, había
vivido en Madrid en otra época, protegido por Godoy y en relación con
los masones.
El señor Sorihuela se dedicaba a estudiar la historia de España en
tiempos antiguos y a hacer un plano de las calzadas romanas en las
provincias de Burgos y Soria; recogía fósiles, monedas y pedruscos, y
hacía estadísticas. Como se ve, se dedicaba a cosas sin importancia.
El señor Sorihuela era bajo, regordete, cuadrado, feo como buen
erudito. Tenía la cabeza grande, el pelo cano, la cara roja por el
herpetismo--según otros, por el vino--, la frente despejada y blanca, y
las patillas grises.
Este arandino ilustre gastaba larga casaca verde, de cola de abadejo;
chaleco abotonado hasta el cuello, calzones de paño, medias de lana y
una gran corbata de batista de dudosa blancura.
El señor Sorihuela tenía un perro chato, y era un problema, al verlos
juntos, saber si el perro se parecía a él o él se parecía al perro. A
punto fijo no era fácil averiguar quién era más egoísta de los dos, si
el perro o el hombre; probablemente lo era el hombre.
El señor Sorihuela lucía un egoísmo suspicaz e inquieto. Hombre culto,
y sobre todo muy prudente, se había creado fama de loco en el pueblo, y
la cultivaba para disfrutar de libertad.
Sorihuela tenía mucho miedo a los ladrones, y más miedo aún de que
alguna de las piezas de su colección o algunos datos de sus carpetas
desapareciesen.
El señor Sorihuela era un incrédulo; iba todos los días a la iglesia y
solía estar leyendo algún libro de Estrabón o de Plinio.
El señor Sorihuela despreciaba a los hombres, despreciaba más a las
mujeres, despreciaba la política, la religión, todo lo establecido y
por establecer, cosa, después de todo, muy razonable; lo único que no
despreciaba--y aquí estaba el tendón de Aquiles de su personalidad--era
la historia y la numismática. Para este erudito, la idea de que dentro
de cien, quizá de doscientos años, los numismáticos, los investigadores
que se ocuparan de la historia romana en la Celtiberia tendrían que
hablar de él, de él, del señor Sorihuela, a quien nadie consideraba
en el pueblo y que, sin embargo, según el informe desinteresado del
propio Sorihuela, era el único hombre digno de consideración de Aranda;
la idea de que tendrían que citarlo y alabarlo era tan halagüeña, tan
agradable, que constituía su gran esperanza.
Tal pensamiento sumía al viejo erudito en un ambiente de delicia
numismática, que era como el avance de los goces de la inmortalidad.
El único amigo de Sorihuela era un cura llamado don Juan Caspe. Este
hombre tenía un tipo repulsivo, y lo era: su cara roja y pustulosa, el
manteo lleno de lamparones, hacían que fuera poco agradable encontrarlo
en el campo visual del observador.
La fama de este curángano era casi tan mala como su aspecto; se
sabía que era aficionado al vino, y se decían además de él cosas
abominables. Eso sí, todo el mundo reconocía que don Juan, a quien no
había por dónde cogerlo en cuestión de moralidad, era un gran latinista
y que sabía como pocos la historia de la Iglesia.
Verdad es que nadie tenía en el pueblo la pretensión de conocer bien
la historia de la Iglesia, y se cedía este mérito al clérigo sin
inconveniente.
Como todos los personajes excéntricos tienen, naturalmente, una
tendencia a encontrarse, Aviraneta solía ir a visitar al señor
Sorihuela, pensando si en la cabeza del hombre numismático habría algo
útil que aprovechar en un sentido actual.
El numismático recibía a Aviraneta en unos salones bajos y
destartalados, donde tenía sus colecciones, y hablaban.
Aviraneta le reprochaba que se ocupara de cosas que no servían para
nada, y Sorihuela contestaba con acento sarcástico:
--Sí; si yo ya sé que lo que hago no sirve para nada. ¿Qué importancia
tienen las calzadas romanas? Ninguna. Como que los romanos eran unos
imbéciles, unos pobres majaderos...
Aviraneta se reía, y replicaba:
--Yo no sé cómo eran los romanos, ni me importa gran cosa; lo que sí
sé es cómo son los hombres modernos, en especial los españoles, y en
particular los de Aranda, y creo que toda la gente que tiene alguna
inteligencia debe contribuír a mejorar su estado.
--Pues no seré yo el que tal haga.
--Porque es usted un egoísta, señor de Sorihuela.
--Y usted lo es mayor, señor de Aviraneta. Lo que ocurre es que usted
tiene muchas condiciones para intrigar y hacer trastadas.
--Muchas gracias por el favor, señor de Sorihuela.
--Y usted mismo lo reconoce, señor de Aviraneta. Es usted como un perro
perdiguero que dijera: «tengo el deber de cazar», o como un gato que
creyera que se sacrificaba matando ratones. Ha nacido usted para eso,
como yo he nacido para hacer el plano de las calzadas romanas. ¡Vaya un
mérito!
--Esos son argumentos de topo, señor de Sorihuela. Si saliera usted al
sol vería que todos esos sofismas no tienen valor.
--No, no tienen valor. Si usted fuera un hombre culto, señor de
Aviraneta, que no lo es, y en vez de aprender gramática parda en los
suburbios y callejuelas hubiera usted frecuentado los clásicos, le
diría que una vez, leyendo a Diógenes Laercio, me fijé en la frase de
un sofista griego llamado Protágoras, el cual asegura que el hombre es
la medida de todas las cosas. Al principio la proposición me pareció
absurda; pero, dándole vueltas en el pensamiento, vine a caer en la
profundidad de la frase y en que estaba más dentro de la realidad que
ninguna otra.
--¿Y qué consecuencia saca usted de esto, señor de Sorihuela?
--Saco la consecuencia de que usted mira el mundo con la medida de un
regidor del Ayuntamiento de Aranda injerto en miliciano nacional, y
yo...
--Con la medida de un peón caminero...
--Protesto.
--De un peón caminero romano.
--No pretendo convencer a usted, porque es usted un hombre inculto.
--¿Convencerme de qué? ¿De la utilidad de los peones camineros y de las
calzadas? Estoy convencido ya.
--¡Bárbaros! ¡Beocios! ¿Qué os proponéis con ese desprecio por el
pasado?--gritaba el señor Sorihuela--. Si no habéis de durar un
momento. Andad, andad; lucíos, mequetrefes; petulantuelos, echáodlas de
dictadores; ya os darán lo vuestro. Sois orugas que se han convertido
en mariposas. Os creéis dueños del mundo y del aire; pero mañana
vendrán los fríos y se acabarán vuestros triunfos.
--¿Y morirá la libertad? ¿Cree usted...?
--No; la libertad no; vosotros. Porque la libertad no muere; todo
deja un germen, y de esos gérmenes vendrán nuevas crisálidas y nuevas
mariposas... Se eclipsa el absolutismo, y volverá; se eclipsará vuestra
Constitución, y volverá después. Todo vuelve... Pero, en fin, haced lo
que queráis. A mí nada me importa.
--No se incomode usted, señor Sorihuela--replicaba Aviraneta--; no
hay motivo. Le hago a usted hablar para oírle. Su conversación aclara
algunas de mis ideas. Como dice usted, soy un hombre inculto.
--¿Lo reconoce usted?
--Sin duda alguna. Pero vamos a ver: ¿Qué piensa usted de lo que hace
el Gobierno? ¿Qué le parece a usted la gestión de los liberales en
Aranda?
--¿Qué me parece? Mal; muy mal. ¿Qué pretenden ustedes? ¿Me quiere
usted decir? ¿Acabar con la tranquilidad del mundo? ¿Inculcar en el
pobre el odio al rico?
--No.
--Sí; yo digo que sí, y añado que el día que el pobre no respete al
rico, que tiene dinero y poder, precisamente porque es rico y poderoso,
ese día la sociedad caerá en el mayor desorden.
--Que caiga. Es posible que eso sea necesario.
--¿Para qué?
--Para progresar, para mejorar.
--No esperes la República de Platón--dice Marco Aurelio--; conténtate
con llevar remedio a los grandes males.
--Yo no hubiera dicho eso.
--¿No?
--No. Yo hubiera dicho: «No esperes la República de Platón; pero
trabaja por ella como si pudiera venir».
--¡Qué ilusión más absurda! Cuanto más cerca está un país de su
esplendor, está más cerca de su ruina. Se multiplican las necesidades,
vienen nuevas angustias, nuevos dolores, nuevas preocupaciones... Es lo
que sucedió con el Imperio Romano. No hay mas que leer a Tácito.
--Transportémonos a Aranda--replicaba Aviraneta.
--¿Es que los ejemplos no valen?--gritaba irritado el señor Sorihuela.
--Para mí muy poco. Discutamos, si usted quiere, lo que ocurre. ¿Usted
supone que limpiar un pueblo, establecer escuelas, plantar árboles,
organizar mejor la vida, no sirve para nada?
--Sirve; yo no digo que no sirva; sirve para el que tiene esa necesidad
de tener la calle limpia; para el que no le importa que esté su calle
limpia no sirve; al que cree que no conviene ir a la escuela, no le
preocupa que ésta esté bien o mal. Y hoy, en España, a la mayoría de la
gente no le importa, ni por el montón de estiércol, ni por la escuela
mala.
--Pero hay que hacer que les importe.
--¿Cómo?
--Convenciéndoles, demostrándoles que salen ganando.
--No. ¡Qué han de salir ganando! ¿Y la comodidad de no pensar y de
no preocuparse? ¿Y el dejarse llevar por las ideas hechas, por las
costumbres hechas?
--¡Qué miseria!--exclamaba Aviraneta--. ¡Qué cobardía! Nosotros, los
filósofos, ¿vamos a dejar que el mundo se rija por las necedades del
montón?
--¿Qué petulancia es esa de decir nosotros los filósofos?
--¡Pse! En un país en donde los frailes de una Universidad decían:
«Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», no está mal que se
tenga la petulancia de ser filósofo...
* * * * *
Realmente, Aviraneta tenía razón. En tiempo de la primera guerra
carlista había en el campo del Pretendiente el partido ilustrado o de
los listos, y el no ilustrado o el de los brutos.
Los prohombres de este último partido hablaban así a su rey:
--Nosotros, los brutos, llevaremos a Su Majestad a Madrid.
Es muy posible que cuando los hombres se llaman a sí mismo los
filósofos, se equivoquen, y no sean tan filósofos como se figuren, y
es posible también que cuando se llaman a sí mismo los brutos, no sean
brutos como creen.
Pero siempre resultará que los que dicen: «Nosotros los filósofos»,
aspiran a ser filósofos, y los que dicen: «Nosotros los brutos»,
aspiran a ser más brutos de lo que son. Y entre una aspiración y otra,
no cabe duda que la primera es mejor...
* * * * *
El señor de Sorihuela, volviéndose contra Aviraneta, decía:
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