Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 09

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preocupaban poco de lo demás.
Esta limitación voluntaria le producía a Aviraneta gran asombro.
En la calle, la criada del juez le contó lo ocurrido durante su
ausencia en la familia.
Rosalía se había casado con un propietario rico de Aranda. Teresita
asombraba al pueblo con su saber. Se decía que iba a aprender latín.
Su madre, doña Nona, estaba muy contenta con ella. El juez se
encontraba enfermo; al chico, Juanito, querían hacerle estudiar para
cura.
Aviraneta veía que desde que había entrado el cura don Víctor la casa
se transformaba. El cura mandaba en rey y señor.
Así como había habido un principio de moda el año 1820 entre la gente
distinguida, mujeres y hombres, en llamarse liberales y masones, en
1821 se volvía a la reacción religiosa, y los curas empezaban a tener
no sólo el mismo, sino mucho más ascendiente que antes.
Aviraneta pudo hablar un momento a Teresita, y notó que las bromas que
dirigió a la muchacha por su ciencia y su beatitud no fueron aceptadas.
Teresita consideraba que cualquier alusión irónica dirigida acerca de
puntos religiosos era horriblemente blasfematoria.
Aviraneta supo que el marido de Rosalía era tiránico y usurero, incapaz
de dar un cuarto a nadie y celoso como un turco.
Unos días después vió a Rosalía flaca y triste.
Teresita se iba haciendo cada vez más religiosa, y empezaba a
considerar que todo podía ser pecado.
Dejando a Teresita, Aviraneta se fué al Ayuntamiento. Frutos San Juan
no apareció por allá. Después de comer, Aviraneta se marchó a la _Casa
de la Muerta_ y recibió a sus amigos.
Unos días más tarde estaba charlando con Diamante cuando se presentó a
verle una muchacha muy bonita.
Esta muchacha quería hablar a solas con Aviraneta.
Aviraneta la conocía de verla en la plaza. Se decía de ella que andaba
en malos pasos, y que era algo más que novia de Frutos San Juan. Don
Eugenio supuso que vendría a quejarse de algo referente a su amante.
--¿Vienes a hablar de Frutos?--la dijo.
--Sí.
--Puedes hablar delante de Diamante. Es un amigo.
La muchacha contó que Frutos la había seducido y abandonado después.
La voz pública había comenzado a tacharle a ella de ser la querida de
Frutos, y su padre, un hombre severo, le había dicho varias veces que
si lo que se murmuraba resultaba cierto la echaría de casa.
Ella veía que de un momento a otro se iba a averiguar la verdad, y,
buscando una solución, había pensado en ir en solicitud de ayuda y de
consejo a casa de Aviraneta. ¿Por qué a casa de Aviraneta y no a otra?
No lo sabía.
Sin duda había creído que el hombre más revolucionario de Aranda debía
ser también el menos severo en asuntos de amor.
Aviraneta quedó perplejo al oír a la muchacha. La Soledad, así se
llamaba, era una mujer verdaderamente bonita, con los ojos negros y
tristes, la boca pequeña y la tez nacarada.
--¿Y qué piensas hacer?--la dijo Aviraneta.
--No sé--replicó ella--. Eso venía a preguntarle a usted.
--¡A mí! Si fuera un asunto municipal; pero una cuestión de amor... ¿Le
has hablado a Frutos?
--Sí.
--¿Y qué dice?
--Que no tiene nada que ver; que me las arregle como pueda.
--Si quieres--exclamó Diamante de pronto--, ahora mismo lo traigo a
Frutos de una oreja y lo pongo ahí, a tus pies, para que lo pises.
--No, no--murmuró ella--; yo le quiero...
--¿A ese mequetrefe?... ¿A ese miserable?--gritó Diamante--. Yo siento
que no sea un hombre de valor, para matarlo en desafío con mi espada...
--Pero tú algo has pensado al venir a verme--dijo Aviraneta a la
muchacha.
--Yo había pensado marcharme a Madrid.
--Es lo mejor.
--Sí; pero tengo mucho miedo a ir sola: qué sé yo lo que me puede pasar.
--Bueno, yo te acompañaré la semana que viene. Mientrastanto, ¿dónde
podría ir a vivir esta chica?
--Que venga a mi casa--dijo Diamante.
--Van a hablar mucho de usted, licenciado.
--Que hablen; me tiene sin cuidado.
--Magdaleno se va a indignar.
--Le romperé la cabeza si se atreve a decir nada.
--Bueno, pues si ella quiere, que vaya a vivir a su casa. Y yo le
avisaré cuándo partimos para Madrid.
Se habló mucho en el pueblo de este asunto; la Soledad, Aviraneta y
Diamante dieron abundantísimo pasto a la murmuración.
Aviraneta, a quien la situaciones violentas no asustaban, se presentó
en casa del padre de la Soledad, que era un botero.
El botero, hombre violento e impulsivo, quiso lanzarse contra
Aviraneta; Aviraneta lo calmó, le contó la verdad, le dijo que iba a
acompañar a la Sole a Madrid, sin más objeto que evitar una desgracia
y un escándalo, y el botero y su mujer se amansaron. En la corte, la
muchacha podía ponerse a trabajar, o a servir.
Unos días después, la Sole y Aviraneta tomaron la diligencia de Madrid.
En el camino, desde Aranda a Buitrago, la muchacha, medio llorando,
contó al revolucionario su vida y sus amores, y coqueteó un tanto con
él. Desde Buitrago a Lozoyuela, Aviraneta echó un discurso a la Sole,
hablándole de las excelencias de la moral, cosa que ella no entendió
muy bien.
Entre Lozoyuela y Alcobendas merendaron, bebieron un vinillo blanco
que llevaban en la bota, y la Sole se permitió reírse de don Eugenio.
Al llegar a las proximidades de Madrid, Aviraneta estaba perplejo. No
sabía qué hacer con la muchacha.
Le dijo que le buscaría una casa de huéspedes. La Sole preguntó: ¿Para
qué? Aviraneta pensó que quizá ella daría la solución.
Aviraneta bajó de la diligencia y fué, como de costumbre, a una casa
de huéspedes de la calle Mayor. La Sole le siguió y se instaló allí.
Aviraneta dijo:
--Indudablemente, es el destino.


II
UNA NUEVA SOCIEDAD

MUCHAS veces Aviraneta decidió ocuparse únicamente de sus asuntos
personales. Pensaba así responder al olvido en que le tenía la gente de
Madrid.
Este olvido le irritaba. Había trabajado tanto como el que más por el
triunfo de la Constitución y de la Libertad; expuesto la vida; empleado
parte de su dinero; acudido siempre al primer llamamiento, y, a pesar
de esto, nadie se acordaba de su persona.
Aviraneta veía en todas partes cierta hostilidad en contra suya. Sus
trabajos, sus esfuerzos, su desinterés, no se apreciaban, no tenían
valor. Las recompensas saltaban al llegar a él. Se hubiera creído que
alguien tenía la constante intención de anularle, de achicarle.
Los masones no se ocupaban para nada de Aviraneta; éste recibía el
periódico inspirado por ellos, _El Espectador_, y colaboraba en él;
pero jamás se les había ocurrido llamarle para algo.
En Madrid, Aviraneta se enteró del proyecto de conspiración y de la
muerte del Cura Vinuesa en la cárcel; de la revolución de Nápoles,
ahogada inmediatamente por los austriacos; de la conspiración
republicana, fraguada en Málaga por el aventurero Mendialdúa, y de los
sucesos a las puertas de Palacio, en que intervinieron los guardias de
Corps.
Aviraneta suponía que se seguiría conspirando por los absolutistas.
Había perdido el deseo de intervenir en las intrigas políticas del
momento cuando recibió un aviso, sin firma, citándole en la Fontana de
Oro. Dentro de la carta le enviaban una tarjeta cortada que le serviría
de contraseña.
Aviraneta, que se creía harto de complicaciones y de intrigas, pero que
en el fondo estaba deseando meterse en nuevos líos, decidió acudir a la
reunión.
La Sole, los días anteriores, le había pedido que le acompañase y le
enseñara Madrid, y don Eugenio hizo de cicerone y la llevó también
por los barrios en donde había correteado de chico y había hecho mil
barbaridades con sus amigos.
Por la noche, después de cenar con la Sole, Aviraneta se presentó en la
Fontana de Oro. Estaban allí Salvador Manzanares, Félix Mejía, Remigio
Morales, Mac-Crohon, José Joaquín Mora, Romero Alpuente, el francés
Bessieres, con un amigo suyo apellidado Lobo, el ex fraile Patricio
Moore y dos italianos, uno llamado Gipini, que era dueño del café de la
Fontana de Oro, y el otro, un cantante de ópera, con unos bigotes como
dos escobillones.
Aviraneta se presentó en la reunión y entregó el trozo de tarjeta, que
coincidía con otro que guardaba el cantante italiano.
Aviraneta saludó a los conocidos y se sentó.
Estaba hablando Mac-Crohon y contaba anécdotas de su amigo el abate
Marchena, que acababa de morir hacía poco tiempo.
Entre varias cosas que contó dijo que, durante una época, Marchena
vivió con un jabalí que tenía domesticado y que hacía dormir a los pies
de su cama.
Un día el jabalí, al salir a la escalera, se cayó y se le rompieron las
patas. Marchena mandó matarlo y dió un banquete a sus amigos con la
carne del animal, y después leyó un epitafio en su honor.
Se celebró la humorada del abate, y cuando concluyó de hablar
Mac-Crohon, Aviraneta paseó la mirada por el grupo del café como
preguntando por qué le llamaban.
Romero Alpuente tomó la palabra y explicó el motivo de la llamada.
Romero Alpuente, que se las echaba de Robespierre, era un viejo
ridículo, alto, seco, con la cara arrugada y una estúpida sonrisa.
El ciudadano Romero Alpuente usaba patillas cortas, gorro negro
y anteojos de hierro; hablaba de una manera pesada, pedantesca y
monótona. Se creía un hombre genial. Sus argumentaciones de patán mixto
de leguleyo asombraban a sí mismo.
Al parecer, de Italia, pasando primero por Francia--explicó Romero
Alpuente--, había llegado a España una nueva sociedad secreta llamada
de los Carbonari. Esta sociedad tenía menos ritos que la masónica y era
esencialmente política. Su objeto era limpiar el bosque de lobos o,
dicho en lenguaje más claro, acabar con los tiranos. El carbonarismo
comenzaba a avanzar en España; pero la masonería, recelosa de sus
progresos, había acordado exigir a los masones juramento de no formar
parte de otra sociedad secreta.
Entonces, unos cuantos, encontrando en el carbonarismo un principio de
acción más útil y más práctico que en la masonería con sus misterios
ridículos, y al mismo tiempo, viendo que su simbolismo de ventas,
barracas y florestas no respondía a nada, al menos en España, habían
pensado en aceptar un pensamiento de don Bartolomé José Gallardo y
formar una sociedad titulada los Comuneros, en donde el simbolismo
fuera más español y caballeresco.
En la proyectada sociedad todo tendría aire guerrero. Las logias y
puntos de reunión se llamarían, según su importancia, casas fuertes,
torres, fortalezas, etc.
Después de oír la explicación del proyecto, Aviraneta, con bastante
frialdad, dijo que no le parecía mal, y añadió que, para él, las
palabras y las fórmulas simbólicas no tenían valor.
--¿Quiénes son los que van a afiliarse?--preguntó Aviraneta.
--Por ahora--contestó Mejía--está Torrijos, Palarea, Ballesteros, Díaz
del Moral, Moreno Guerra, el Empecinado, todos nosotros, Regato...
--¿Regato también?
--Sí.
--Entonces yo no entro en la sociedad.
--¿Por qué?--preguntó Romero Alpuente.
--Porque tengo la seguridad de que Regato es un hombre vendido a la
policía.
--Engaña a la policía--aseguró el viejo Romero Alpuente con una sonrisa
de estupidez senil, mostrando sus dientes podridos.
--Yo tengo la evidencia--contestó Aviraneta--de que nos denunció cuando
la conspiración de Renovales.
No se pusieron de acuerdo. Mejía y Morales afirmaron que la mala
opinión que se tenía de Regato la habían echado a volar los masones al
saber que éste iba a separarse de ellos. Con tal motivo se enzarzaron
todos en una discusión en que nadie se entendía. Mejía y Morales y los
que vivían en Madrid usaban una serie de palabras cuyo significado
exacto que se les prestaba en el momento sólo ellos conocían. Hablaron
repetidas veces de pasteleros, renegados, de los del gorro negro,
serviles, servilones, hipócritas, pancistas, fanáticos, feotas,
anarquistas, tragalistas, descamisados, anilleros, camarilleros,
moderados, exaltados, afrancesados, verdaderos ciudadanos, nacionales
puros, nacionales sospechosos. Además se refirieron al señorito, al
marqués, al maestro.
Aquello era un lío que nadie lo entendía.
Después de la inútil discusión se acabó quedándose cada uno con su
idea anterior: la mayoría, dispuesta a seguir lanzando la Sociedad
de los Comuneros; los dos italianos, Bessieres y Lobo y el ex fraile
Patricio Moore, creyendo más útil el carbonarismo, y Aviraneta,
asegurando que él con Regato no iba a ninguna parte.
Terminada la entrevista, Aviraneta y Manzanares salieron de la Fontana
y fueron a la pastelería de Ceferino, de la calle de León.
--Amigo Aviraneta--dijo Manzanares--, haces mal en no entrar en esta
nueva sociedad.
--¿Por?
--Porque hay que ir siempre en compañía de alguien para hacer algo.
--¿Aunque sea en compañía de granujas?
--Sí. ¿No te parece que sería mejor un Gobierno de pillos y de granujas
listos que el que tenemos?
--Seguramente. Pero es que estos hombres como Regato no son grandes
pillos que tienen ambición. Son pilletes que se venden por dos cuartos.
¡Ah! Si tuviéramos un político ambicioso e inteligente, aunque fuera un
granuja, yo lo serviría con gusto.
--Y yo también, siempre que fuera liberal.
--¡Ah, claro!, condición indispensable. Necesitábamos un Dantón...;
aunque fuera un Fouché nos bastaría.
--Lo malo es que estos hombres no se improvisan. Además hay que tener
en cuenta--dijo Manzanares--que los pillos, naturalmente, se inclinan a
los Gobiernos fuertes, bien constituídos y bien despóticos, porque son
los que pueden dar más dinero, más cargos y más honores.
--¡Y, claro!--añadió Aviraneta--. Nada hay tan goloso de honores como
un granuja que necesita reforzar la responsabilidad suya, que por
dentro no siente.
--¿Sabes tú quién podría ser nuestro hombre?
--¿Quién?
--Tú.
--¡Bah! No soy bastante granuja para eso.
--Creo que sí. Eres un granuja honrado. Tú no robarás para ti; pero tú
mandarías asesinar a uno si estorbara al país.
--¡Ah, seguramente!
--Nada, nada. Tú eres el hombre.
--No, no. Me faltan muchas cosas. Primeramente no sé hablar; es
decir, no sé mentir con efusión. Yo no creo que la oratoria sea una
cosa positiva; me parece un arte que puede tener un valor cuando se
traduce en hechos; pero aquí en España se considera la oratoria como
si tuviera objeto en sí misma... La charlatanería triunfa, y yo no soy
charlatán... Para mí eso es imposible: decir mentiras o vulgaridades
con calor y entusiasmo está por encima de mis fuerzas. No puedo ser un
farsante.
--Lástima. Porque tú tienes madera de político.
--¿Tú crees?
--Sí. ¿Sabes tú lo que debías hacer?
--¿Qué?
--Esperar. Orientarte, ver qué marcha lleva esto sin significarte
demasiado. Al mismo tiempo estudiar, dominar una especialidad, irte
preparando.
--Me parece que sería tiempo perdido. Yo creo que no sirvo mas que para
una cosa.
--¿Para qué?
--Para mandar.
--¡Tiene gracia! ¡Es posible que hubieras sido un gran ministro de un
tirano, o un secretario de Estado del Papa!
--Sí; creo que sí.
Manzanares se echó a reír. En esto entraron en la pastelería unos
cuantos señores.
--La redacción de _El Censor_--dijo Manzanares.
Era la junta de abates afrancesados y sus amigos. Estaban Reinoso,
Lista, Hermosilla, Miñano, Narganes, Javier de Burgos y otros.
Comenzaron a hablar, burlándose de las necedades y exageraciones de
los exaltados con cierta gracia erudita y clerical. Sobre todo, don
Sebastián Miñano se distinguía por su crítica satírica.
--¡Es gente que me molesta!--exclamó Manzanares en voz alta--. Si para
valer un poco necesita uno ser un canalla, realmente no se gana en el
cambio. Se burlan de nosotros. ¿Pero qué hacen ellos? Han servido a
Bonaparte; ahora son absolutistas y enemigos de la Constitución; mañana
serán cualquier cosa, si les pagan.
Miñano miró a Manzanares con impertinencia, y Salvador dijo:
--Estos clérigos renegados me repugnan. ¡Vámonos!
Dicho esto, Manzanares y Aviraneta salieron de la pastelería.


III
CONFUSIÓN

AUNQUE sin dar gran importancia al consejo amistoso de Salvador
Manzanares, Aviraneta quiso, durante algún tiempo, tomar el pulso a
Madrid y ver si de la baraúnda de opiniones de unos y otros se sacaba
algo en limpio.
Pronto pudo ver que no se sacaba nada. La agitación producida por el
movimiento revolucionario era todavía superficial: no llegaba a la
gran masa del pueblo; únicamente la clase media y parte del ejército
aceptaban las ideas liberales. Además, entre éstos había muchos
constitucionales y asiduos asistentes a las logias y a las sociedades
patrióticas por motivos de medro personal.
Los directores del movimiento eran todos oradores y de una mentalidad
semejante.
Es indudable que en los períodos políticos de trascendencia de un país
los tipos representativos se parecen. El momento presta a los hombres
una fisonomía moral casi idéntica.
¿Es que la naturaleza tira en algunas épocas una edición numerosa de
ejemplares humanos, o es que estos ejemplares existen siempre, pero
no tienen ocasión favorable de desarrollarse mas que en determinadas
circunstancias? No lo sabemos. El caso es que, en este período, todos
los tipos salientes estaban cortados por el patrón del militar o del
orador. Cierto que entre ellos había gente de talento y de inventiva;
pero eran los que tenían menos influencia. Pesaba demasiado la
tradición y la costumbre, para que las lucubraciones de un político
original influyeran en el medio ambiente.
La Revolución española era como un carro pesado tirado por mariposas;
no podía avanzar.
Algunos de los oradores célebres de la época conocían a fondo las bases
del sistema constitucional; otros muchos hablaban de oídas, y sus
discursos tenían el aire de improvisaciones de estudiantes traviesos. A
cada paso se oía citar a Rousseau, a Montesquieu, a Maquiavelo, y los
que no estaban muy seguros de sus citas se defendían hablando de la
Constitución, código inmortal de las libertades patrias; de la Prensa,
esa palanca del progreso; del ejército, brazo defensor de la soberanía
nacional, etc., etc.
Los más jóvenes citaban con preferencia a Benjamín Constant y a
Jeremías Bentham, que iban tomando en España una fama inmensa entre los
eruditos y doctrinarios de la política liberal.
Con tanta oratoria, más o menos elocuente, la confusión era completa,
un verdadero caos; había orador de la Fontana y de la Cruz de Malta que
defendía tesis ultrarrealista, creyendo defender las ultraliberales,
y el público, que se tenía por liberal, sin poder distinguir unas de
otras, las aplaudía con entusiasmo.
Para mayor lío y obscuridad, surgía la división entre masones y
comuneros, que se dedicaron a desacreditarse mutuamente.
Los comuneros abominaban de los masones, a quienes llamaban pasteleros:
Aunque se disfracen
esos pasteleros,
ya los conocemos.
Los masones acusaban a los comuneros de estar protegidos por los
absolutistas, y de recibir dinero de Fernando y de la Santa Alianza.
Desde el negro profundo al rojo más subido, había una porción de
grupos y sociedades medio públicas, medio secretas. La primera en las
filas de los feotas era El Angel Exterminador, sociedad absolutista y
teocrática, que duró hasta la muerte de Fernando VII y que, unas veces
valiéndose de denuncias y otras por medio de sus hombres, produjo miles
de víctimas. La Concepción, otra sociedad teocrática, no llegó a tener
la importancia del Angel Exterminador.
En septiembre de 1825, El Angel Exterminador celebró una gran junta
en el monasterio de Poblet, dirigida por el arzobispo Creux, a la
que asistieron 127 prelados y el vicario general de Barcelona. Esta
junta tenía por objeto organizar matanzas de liberales en Cataluña.
Según informe dado a la Audiencia de Barcelona, desde 1823 al 25, El
Angel Exterminador había producido la muerte de 1.828 liberales en las
posadas y en los caminos. Esta sociedad fué también la que provocó el
levantamiento de Jorge Bessieres, en la Alcarria; la de los Agraviados,
en Cataluña; la que tendió un lazo a Torrijos y a sus compañeros, por
intermedio del general González Moreno, y la que se alió con Calomarde
para traer a Don Carlos.
Después de los absolutistas clericales de El Angel Exterminador y
de La Concepción venían los carlistas, en donde los partidarios de
la teocracia pura estaban mezclados con los cortesanos; luego, los
absolutistas fernandinos, y, por último, los absolutistas afrancesados,
que más tarde inventaron la frase del absolutismo ilustrado.
Entre los constitucionales, los más tímidos eran los Sabios o los del
Anillo. Estos, que, como los jovellanistas de años después, no se sabe
si llegaron a estar constituídos en sociedad o no, querían modificar
la Constitución, convirtiéndola en una Carta otorgada por el rey,
suprimiendo la Cámara única y reemplazándola por dos; tras ellos venían
los liberales moderados, entonces dirigidos por el Gran Oriente, que
eran, en su mayoría, masones; luego, los liberales exaltados, entre los
que había masones y comuneros; por último, estaban algunos comuneros
republicanos y el grupo de los carbonarios, formado por Gipini,
Nepsenti, el ex coronel Latorde y algunos oficiales extranjeros.
Además de éstas se decía que existía una sociedad, dedicada al cultivo
de la pornografía, llamada La Bella Unión. Es muy posible que la tal
sociedad fuera algún alarde de inmoralismo de la época o una invención
de los clericales.
Los absolutistas exaltados no tenían, por entonces, periódicos
importantes; publicaban folletos y papeles. Los afrancesados escribían
_El Censor_, redactado por Miñano, Lista y Hermosilla, que se dedicaba
a satirizar a masones y a comuneros y a burlarse de los oradores de las
sociedades patrióticas.
Miñano era un periodista de mucha gracia y de muy mala intención. Sabía
mortificar a una persona sin citarla, como hizo con Alcalá Galiano, en
un artículo de _El Censor_, titulado «Defensa legal de la borrachera y
de los borrachos».
Don Sebastián era todo un clérigo. Vivía con una señora, de la
que tenía tres o cuatro hijos. Había sido masón, afrancesado,
constitucional moderado, apostólico; fué amigo de Soult y de Calomarde
y murió años después declarándose en su testamento protestante.
Con grandes relaciones con los hombres de _El Censor_, los
constitucionales tibios publicaban _El Imparcial_ y _El Universal_,
dirigidos por Javier de Burgos.
Los masones tenían _El Espectador_, que escribía San Miguel y Pidal.
_El Espectador_ defendía la política de las logias de los ataques de
los absolutistas y acusaba a los periódicos comuneros de exasperar los
ánimos y hacer odiosa la libertad de imprenta.
Los comuneros tuvieron, poco después de fundarse, _El Eco de Padilla_,
y al último, _El Zurriago_ y _La Tercerola_, que atacaban a derecha e
izquierda con procacidades e insultos.
Cada fracción constitucional tenía su color predilecto: los liberales
puros y sin mezcla, el verde; los masones, el azul, y los comuneros, el
morado, que recordaba el color del pendón de Castilla.
De los hombres de la Revolución ninguno gozaba de completo prestigio.
Argüelles, Martínez de la Rosa y Toreno lo habían perdido entre los
exaltados; de Riego se hablaba entre los hombres de orden como de un
botarate incapaz. Se daba como cierto el hecho de que en el teatro,
en Madrid, se había puesto a cantar desde un palco el _Trágala_.
Otros decían que no había sido él, sino un ayudante suyo. Aviraneta
no había conocido a nadie que hubiese presenciado esta escena, y, sin
embargo, la cosa pasaba como cierta, como uno de tantos detalles que
desacreditaban a Riego y lo pintaban como un mequetrefe ridículo.
Liberales y absolutistas vivían en plena demagogia. Unos y otros tenían
que adular al pueblo; unos y otros tenían que escamotear la voluntad
popular a su gusto.
En los dos partidos se señalaban los caracteres de la demagogia
populachera, el dogmatismo fanático, los celos entre las personas y, en
último término, el culto a la fuerza militar.
El dogmatismo fanático provenía de la falta de benevolencia y de
elasticidad del español, los celos entre los hombres del mismo partido,
de la necesidad de lucirse ante la plebe, de la vida histriónica de
los héroes de las masas democráticas y el culto a la fuerza, del
convencimiento de que las palabras y los argumentos no tenían valor mas
que para los ya convencidos.
La Revolución española fatigaba a todo el mundo; los absolutistas no
veían en ella mas que el encono contra la religión; los liberales la
encontraban demasiado torpe.
La gente comenzaba a poner la mirada en los militares. Ballesteros,
Palarea, el Empecinado, O'Donnell, eran los hombres en quienes se
esperaba para dominar la anarquía.
No había vigilancia alguna con los conspiradores. Aviraneta veía a
Regato conferenciando con Cecilio Corpas, con Freire y con otros
agentes de Quesada y de Ugarte.
Corpas trabajaba al mismo tiempo a favor de los Anilleros y de don
Carlos y se entendía con Regato, que representaba su papel de liberal
exaltado y no producía sospechas entre sus cándidos compañeros.
El oro de la Santa Alianza y de Fernando corría alegremente entre
aquellos pícaros, y Aviraneta se indignaba al ver a sus amigos
liberales tan desorientados y tan idiotas.


IV
OLLOQUI, EL FERRETERO

HABÍA ido a vivir Aviraneta con la Sole a una casa de huéspedes de la
calle Mayor, próxima a la plaza de San Miguel.
La casa podía conocerse por este rótulo misterioso que había en la
tienda:
SALC IC RÍA D FROI AN CANT
Cualquiera hubiera dicho que esta inscripción era de un idioma de
Oriente o de Occidente, misterioso y obscuro; pero no, el letrero
estaba puesto en castellano, sólo que se habían borrado unas cuantas
letras, y quería decir, sencillamente: Salchichería de Froilán Cantos.
A la puerta de la salchichería del tal Froilán colgaban chorizos y
cerdos raspados y embadurnados de pimentón.
Aviraneta veía a sus pies, con la indiferencia de un conquistador,
aquellos cadáveres abiertos en canal.
Aviraneta visitaba a su hermana, y con ella solía ir con frecuencia de
tertulia a una ferretería instalada en una planta baja de la calle de
los Estudios.
Era el ferretero un alavés, de Aramayona, llamado Olloqui, que tenía
una familia muy numerosa. Olloqui era hombre de unos cuarenta y
tantos años, tenía un hijo ya crecido, que llevaba las cuentas de la
ferretería, y tres hijas, muchachas, a cual más sonrientes y alegres.
Olloqui era hombre muy entusiasta de su país; hubiera considerado una
desgracia que sus hijos no supieran hablar vascuence, y a todos los
había enviado al pueblo a que pasaran largas temporadas.
Las hijas de Olloqui, medio madrileñas, medio vascas, tenían un
excelente carácter.
Muchas noches en que Aviraneta iba de tertulia a la ferretería, Olloqui
traía la guitarra y cantaba él y cantaban sus hijas zortzicos.
Que no le preguntaran al ferretero qué opinión política tenía; él
afirmaba que era cristiano, español y vascongado. De aquí no salía.
Para Olloqui, España era una balsa de aceite. Si le contaban que había
disturbios, él replicaba que todo se arreglaría en seguida.
Aviraneta visitaba con mucha frecuencia a Olloqui, para librarse de la
Soledad, que a veces se ponía muy pesada.
La Sole era demasiado mujer para Aviraneta; se manifestaba celosa sin
motivo; lloraba, reía, tenía remordimientos, se sentía pecadora; era
una mujer espectacular. Aviraneta odiaba todo lo que fueran gritos,
lágrimas, tragedia...
Don Eugenio, huyendo de esta pequeña vida trágica, solía ir a
refugiarse a la ferretería del alavés. Un día, al salir de la tienda
de Olloqui, se encontró en la calle con el padre de Fermina. El viejo,
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