Con la Pluma y con el Sable: Crónica de 1820 a 1823 - 05

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--Sois de una necedad verdaderamente inaguantable; habláis de todo, y
resulta que no comprendéis nada.
--¿Es que siempre las costumbres viejas son cómodas?--preguntaba
Aviraneta.
--Siempre más cómodas que el tener que inventar otras. El hombre de
aquí o de allá sabe lo que tiene que hacer en la ceremonia de la boda,
cuando nace el hijo, cuando se le muere el padre... Todo el mundo,
queriendo ser original, sería el salvajismo.
--Yo lo preferiría a la rutina.
--Pues afortunadamente, amigo mío, es usted de los pocos. La gente
está contenta con sus prejuicios, con sus hábitos, y le va bien así, y
nadie quiere cambiar, y los que parece que quieren cambiar no son mas
que ambiciosos que, como han visto que al Arco Agüero, al Riego y a los
demás les han dado tres grados y buenas pensiones, esperan que a ellos
les pase igual.
--¿Y yo también soy un ambicioso, señor de Sorihuela?
--No. Usted es algo peor que eso: usted es un canalla.
--Gracias. Desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos de
numismática os contemplan.
--¡Sí, usted es un canalla, que goza mortificando a los demás!
--¿De manera que, para usted, todo el que no se sienta peón caminero de
las carreteras romanas es un bandido?
--Todos, no; pero usted, sí.
--¿De manera que fuera de la numismática no hay salvación?
--Para el que está hundido en el fango, no.
--Me conmueve esta opinión halagüeña que tiene usted de mí, señor de
Sorihuela. ¿De manera que, según usted, no se debe protestar contra
lo malo, y cuanto peor está la sociedad está mejor? Así es que vengan
las calles sucias, la falta de agua, la falta de escuelas, la peste...
Vengan frailes bien puercos, sacristanes, legos, donados, demandaderos
de monjas, pordioseros, ermitaños; paguemos diezmos y primicias a la
Iglesia de Dios, y sufragios para las benditas ánimas del Purgatorio,
y viva la viruela, el tifus y las lacras... Es usted gracioso, señor
de Sorihuela. Pero dejemos esto, que no tiene importancia. Vamos a lo
trascendental, a lo científico. ¿Cuántos granos de uva cree usted que
tendrá la cosecha de este año en Aranda?
--¡Vaya usted a paseo!
--Hoy no se siente usted estadístico. Bueno; enséñeme ese nuevo plano
de las calzadas romanas que está usted inventando.
--¡Inventando yo!... ¡Si usted mismo las ha visto!
Aviraneta reconocía que las había visto, y el viejo abría la puerta de
su despacho y pasaba adentro a su contradictor.


VI
LA MORAL DEL TIRANO

EN general, para el que ha vivido con entusiasmo durante la guerra, el
tiempo de paz es un día pálido y sin sol, en que nada brilla, en que
todo es desabrido e insignificante.
Tal fuerza tiene la barbarie innata y consubstancial humana, que, a
pesar del miedo a la muerte, el hombre que se siente lleno de energías
prefiere vivir matando que vivir en paz dentro de las férulas de la
civilización. Esto demuestra lo agradable de matar y lo desagradable
de obedecer. Sin duda, a pesar de todos los progresos, en cada uno de
nosotros sigue ardiendo la llama del corazón del troglodita.
Aviraneta era hombre poco propicio a vivir del pasado. Aviraneta era
siempre actual.
De sus empresas conservaba un vago recuerdo, casi siempre confuso y sin
detalles. Los acontecimientos del día, de la hora, del momento, tenían
tal importancia para él, que no le dejaban fantasear sobre lo pasado.
Aviraneta no era de los turbulentos que languidecen en tiempo de paz.
Llevaba la turbulencia allí por donde iba; la paz era también para
él la guerra, porque constantemente estaba intrigando, conspirando,
ejerciendo sus facultades de dominación y de lucha.
La vida de casi todos los hombres es como una cadena de eslabones
iguales; la vida de los tipos como Aviraneta es una cadena en que cada
eslabón es diferente. Sin embargo, la cadena de su existencia en ellos
es también una unidad.
Del fondo del espíritu suyo brotaba un manantial de energía que
le permitía elasticidad suficiente para no dejarse laminar por la
reglamentación estrecha de un pueblo; estaba rompiendo constantemente
el tejido de preocupaciones que forma la vida estancada alrededor del
hombre.
Ese tejido conjuntivo de la sociedad, que fija al individuo en el
ambiente y lo inmoviliza y lo deforma, no tenía para el Tirano, para el
Robespierre de Aranda, más valor que una cosa que se dejaba penetrar
sin dificultad.
Aviraneta no podía, seguramente, deshacer la tradición en el espíritu
de los demás, ni en el espíritu del pueblo; pero la rompía en sí mismo
constantemente.
Él pensaba lo contrario; se hacía la ilusión de que su empuje
demoledor, su acometividad de revolucionario, iba abriendo una brecha
en la vieja fortaleza de la España arcaica.
El Tirano se encontraba siempre con energía suficiente para adaptarse
y para desadaptarse, para soportar los lazos sociales y para cortarlos
bruscamente. A veces tenía algún miedo retrospectivo por haber hollado
y despreciado la costumbre respetada; pero en el momento de ejecutar
estaba siempre tranquilo.
La ilusión, la eterna esperanza, fingiéndole para el día siguiente
oasis espléndidos, le hacía en el instante de decidirse a algo ligero y
fuerte como un pájaro de presa.
Cuando perdía su aliento, el Tirano, hombre dinámico antetodo, que
no había llegado a un estado completo de conciencia, consideraba que
sus períodos de desmayo para la acción eran resultado de un morbo
psicológico.
No suponía nunca que el mundo pudiese ser una estepa, un pedregal
árido, sin una mata, sin una fuente, sin una humilde flor; la Ilusión,
esa gran Maia de los indios, le hacía ver siempre delante de los
ojos un magnífico telón con hermosas perspectivas, sobre el cual las
miserias de la vida próxima eran únicamente negruras para contrastar
con la claridad y la belleza de las cosas futuras y lejanas.
El terrible egoísmo de los hombres, su vanidad, su envidia, su
petulancia, la mezquindad de espíritu de las mujeres, el odio entre sí
por rivalidad sexual, tan despreciable y tan bajo; la vida basada en
la cobardía y en la constante abdicación de lo más noble, eran para él
pequeños episodios, ligeras manchas sin importancia.
Todo el conjunto inarmónico de voces de la naturaleza y del hombre, el
clamor del rencor, de la desesperación, del egoísmo de la Humanidad
entera, animado por la ilusión constante, le parecía una sinfonía con
su ritmo, el coro trágico sobre el cual se levantaba la voz poderosa
del héroe.
Podía suponer que el terreno pisado hoy sería ingrato para él. ¿Y qué?
En cambio, el de mañana tenía que ser admirablemente bello.
Aviraneta caía rara vez en el desaliento y en la desgana. Bastaba
que encontrara algo que hacer para que huyeran en seguida todas sus
vacilaciones.
Su pensamiento era siempre dinámico; no podía discurrir sin unir al
discurso una idea de acción, y cuando llegaba a ésta comenzaba a poner
los medios para realizarla.
Sólo algunas veces, muy raras, deprimido por ligeras afecciones
artríticas, sentía que su inteligencia comenzaba a vagar en lo
abstracto, y entonces se decía a sí mismo:
--Algo me ha hecho daño.
Uno de los entusiasmos de Aviraneta era lo difícil. Lo difícil es la
gran atracción de todos los aventureros; lo difícil exige inteligencia,
tesón, frialdad, nervios duros, espíritu ecuánime. Intentar lo difícil,
imponerse una tarea ardua y superior a las fuerzas de la generalidad,
trabajar como un condenado. Este era su orgullo.
Para un hombre tan fértil en recursos como él, de un valor y de una
serenidad rara, la dificultad era el mayor atractivo.
Si Aviraneta hubiera sido filósofo y hubiera intentado postular su ley
moral, la hubiera formulado así: «Obra de modo que tus actos concuerden
y parezcan dimanar lógicamente de la figura ideal que te has formado de
ti mismo».
Aviraneta creía que era valiente, sereno, frío; pues sus actos debían
estar a la altura de su valor, de su serenidad y de su frialdad
supuesta.
Generalizando la norma de Aviraneta, el Tenorio debía obrar como
Tenorio; el intrigante como intrigante; el ladrón como ladrón. La moral
de Aviraneta era moral de cómico, moral de teatro, moral un tanto
inmoral; pero moral fuerte, al menos para él.
Aviraneta acertaba o no acertaba en sus acciones, pero no tenía
remordimientos.
La conciencia, indudablemente, tiene algo parecido con una función
orgánica como la digestión. No es sólo la bondad o maldad de
las acciones, o de las substancias ingeridas, la que produce el
remordimiento en la conciencia o la indigestión en el estómago; es, más
que nada, la fuerza del órgano de pensar y de digerir la que falla o la
que vence.
Hay conciencias como el buche de los avestruces, que deshacen las
piedras; hay otras, en cambio, como las corolas de las sensitivas, que
se marchitan al menor contacto.
El Tirano tenía una conciencia fuerte; digería todas sus acciones
y no se acordaba de ellas. Jamás le venía a la imaginación la idea
de preguntarse si había obrado bien o mal en estas o las otras
circunstancias del pasado; lo único que se le ocurría preguntarse era
si en este o en el otro momento se había conducido con habilidad.
No quería juzgar su vida y someterla a normas de sacristía ni de logia
masónica.
Inconscientemente, la moral era para él una cuestión de pulcritud, como
la buena ropa o la buena caligrafía.
Su amigo de la mocedad el capitán Sanguinetti le decía muchas veces:
«Mio caro, studiate la matematica», y Aviraneta estudiaba la matemática
a su modo.
Aviraneta tendía siempre, como su primer maestro, Merino, a dejar en el
misterio sus fines y sus medios de acción. Así infundía en los demás
la idea de que era más poderoso de lo que era en realidad, y esta idea
refluía después en sí mismo y le daba fuerza.
Estos hombres de acción se forjan, sin saberlo, motivos que salen de
ellos y vuelven a ellos, y los toman como si vinieran del ambiente.
Aviraneta creía en la fisiognomía; había leído a Lavater, e intentaba
aplicar sus teorías.
Le gustaba estudiar a una persona mirándola. Creía que la primera
impresión visual era importante; que se podía llegar a averiguar el
sentido de una vida por la cara de un hombre.
Por esto uno de sus esfuerzos era aprender a conocer a los demás y
aprender a disimular.
Aviraneta suponía que cada momento que pasaba mejoraba su juicio;
toda su vida anterior le parecía infancia. Ilusión, seguramente; pero
ilusión halagadora.
Aviraneta no se sentía fatalista, y, sin embargo, lo era. Tenía
demasiada confianza en sí mismo para no creer un poco en su estrella.
El Tirano no se analizaba, no se preocupaba de sus contradicciones;
quería prepararse para la vida sedentaria, y había días que andaba
cinco leguas a caballo. Le dolía perder los hábitos de un guerrillero;
esperaba volver a serlo.
Pensaba también que podía convertirse en un buen señor sedentario y
tranquilo; pero en el fondo, ni la familia, ni la mujer, ni el hogar
le seducían. Era el pajarraco salvaje que necesita espacio, soledad,
desolación...
Aviraneta creía que trabajaba para los demás; pero en el fondo
trabajaba para sí mismo, no por sentido utilitario práctico, sino
porque era un coleccionista de empresas difíciles y peligrosas.
Aviraneta, que había suprimido el remordimiento, quería suprimir el
temor.
Su tío y maestro Gastón Etchepare le había escrito una vez: «Un
hombre digno no debe temer nunca, al menos en los momentos de salud
y de razón; ni la muerte, y después la nada, si es incrédulo; ni la
muerte, y después el infierno, si es creyente. ¿Temor? Jamás. Ni aunque
fuéramos responsables de nuestros actos debemos temer».
Aviraneta intrigaba, iba, venía; se le solía ver esperando con
impaciencia las galeras que llegaban con el correo desde Irún y
Madrid...
En aquel pueblo castellano, pardo, terroso, de casas de madera y
adobes, había un hombre que vivía con la misma energía que un ciudadano
de una república italiana del Renacimiento, o que un vecino de París
en tiempos de la Revolución. Era don Eugenio de Aviraneta, que
llevaba bajo su cráneo, ancho y espacioso, un mundo de intrigas, de
maquinaciones, de sueños de ambición y de poder...


LIBRO TERCERO
ASECHANZAS Y EMBOSCADAS


I
UN OFICIO

UNA mañana de a mediados de julio, poco antes de la hora de comer,
estaba don Eugenio en su despacho del Ayuntamiento cuando se le
presentó un correo con un pliego. Aviraneta lo abrió y leyó, no sin
cierta sorpresa, este oficio:
«Gobierno político de la provincia de Burgos. Cerciorado de la
ardiente adhesión de usted al régimen constitucional, de su celo y
amor por el bien público y de que, al mismo tiempo, se halla dotado
de actividad y de un carácter enérgico y decidido, creo que podía
usted hacer un servicio importante a la provincia y a la patria si
se prestara gustoso a una comisión ardua y honorífica que trato de
encomendarle.
»Para esto convendría se avistara usted conmigo sin pérdida de
tiempo, viniendo provisto de lo necesario para algunos días de
expedición. Dios guarde a usted muchos años. Burgos, 12 de julio de
1820.--_José Marrón._»
Leyó Aviraneta el oficio detenidamente, lo guardó, y poco después se
levantó de la mesa y salió a la calle.
El joven Frutos había seguido con curiosidad todos los movimientos de
Aviraneta. Salió también del despacho, y en la puerta del Ayuntamiento
se encontró con el alguacil Argucias.
--¿Quién ha venido con la carta para don Eugenio?--le preguntó.
--Dos hombres de Burgos, a caballo.
--¿Qué clase de hombres eran?
--Algunos milicianos, probablemente, aunque no traían uniforme.
--¿Qué habrá de nuevo?--exclamó Frutos.
--Este hombre está comprometiendo al Ayuntamiento y al pueblo--murmuró
Argucias--. Debías abandonarlo.
--El caso es...
--No le dejéis hacer lo que quiera.
--¡Yo cómo me voy a oponer!
--Sí. Entre el secretario y tú podéis pararle los pies.
--No es tan fácil.
--Sí. ¡No ha de ser fácil! Todos los buenos tenemos que unirnos. Lo que
tú sepas me lo cuentas a mí, yo se lo advertiré al párroco. Éste me
dijo el otro día: «Parece mentira; Frutos, un buen muchacho que tantas
veces me ha ayudado a misa, de monaguillo, que esté al lado de ese
hombre». Y yo le contesté: En el fondo, Frutos está con nosotros.
--¿Eso le dijo usted?
--Sí.
El joven Frutos quedó perplejo.
--No, no; yo...--balbuceó.
--¿Por qué no averiguas lo que le han escrito? Es posible que le llamen
a algún lado, y entonces...
--¿Qué?
--Vas con él.
--Sí; y luego, el pueblo creerá...
--No; ya lo advertiremos nosotros en todos lados. Tenemos a la
_Gaceta_.
En esto entró Diamante en el portal, miró con desdén a los dos hombres,
y preguntó:
--¿Está don Eugenio?
--No; ha salido--contestó Frutos, secamente.
--Es extraño. Me dijo que estaría.
--Ha recibido un oficio y se ha marchado.
--¿Un oficio? Voy a ver lo que es.
--Iré con usted.
Se acercaron ambos a la _Casa de la Muerta_ y vieron a don Eugenio que
estaba aparejando dos caballos en compañía de sus criados Jazmín y el
_Lebrel_.
--¿Qué es esto?--preguntó Diamante.
--Nada; que me voy a Burgos.
--Pues... ¿qué sucede?
--Que me llama el gobernador para encargarme de una comisión.
--¿De qué comisión?
--Pues no sé cuál es.
El primer movimiento de Diamante fué de envidia.
¿Por qué le llamaban a Aviraneta y no a él? Aquel hombre había
estado en la guerra de la Independencia, se había mezclado en las
conspiraciones liberales, había estado en Méjico, en París, y ahora le
llamaban..., y a él no.
Pasado el movimiento de envidia vino la curiosidad.
--A usted no le molestará que yo le acompañe--dijo Diamante.
--No, hombre.
--Entonces, voy con usted.
--Y si usted quiere--dijo Frutos--, yo iré también.
--Como ustedes quieran. Pero yo no sé si tendrán ustedes que hacer algo.
--Eso allí se verá--replicó Diamante.
--Entonces vayan ustedes al hospital a verle a Valdivieso y a decirle
que tenemos una comisión del Gobierno, y que nos substituyan el domingo
próximo en el mando de los tercios. Yo, mientrastanto, voy a avisar a
mi madre.
Diamante hizo el encargo rápidamente, y una hora después cuatro
hombres, jinetes en briosos caballos, marchaban al trote largo por el
camino de Lerma.


II
CONFERENCIA CON EL GOBERNADOR

DON José Marrón, brigadier de los ejércitos nacionales, era uno de
tantos militares adictos a la causa constitucional. Su adhesión no
llegaba al entusiasmo firme y constante; y al ver la lentitud de la
obra renovadora del liberalismo, se desilusionó en seguida y comenzó a
mirar con indiferencia los acontecimientos.
Elegido jefe político de Burgos, había comenzado su tarea con ahinco, y
al ver las dificultades presentadas consideró la obra como imposible al
poco tiempo.
Don José Marrón se encontraba en el despacho del Gobierno civil cuando
le anunciaron que un señor llamado Eugenio de Aviraneta quería hablarle.
Inmediatamente, abandonando el despacho, entró en un cuarto pequeño,
contiguo, y dijo al ordenanza:
--Tráigale usted aquí a ese señor.
Aviraneta entró; el gobernador le dió la mano y le hizo sentar frente a
él.
--¿De manera que usted es Aviraneta?--le preguntó.
--El mismo.
--¿El regidor de Aranda?
--Sí, señor.
--Tiene usted fama de hombre enérgico y decidido.
--No creí que tuviera fama ninguna.
--Pues sí la tiene usted.
--Me alegro.
--¿Sabe usted quién me ha indicado que le llame a usted?
--No.
--El juez de Primera Instancia de Burgos, don Modesto Cortázar.
--No es extraño; Cortázar es muy amigo mío, y es, como yo, masón.
--¿Puede usted disponer de un par de semanas, Aviraneta?
--Sí... Es decir, según de lo que se trate.
--Verá usted--y el gobernador se levantó de la silla y paseó por el
cuarto--. Tengo datos para creer que varios agentes absolutistas de
Madrid han recorrido la provincia de Burgos y han repartido dinero,
preparando un alzamiento en la sierra contra el Gobierno constitucional.
--¡Ya empiezan!--exclamó Aviraneta--. No me choca.
--Ya hace tiempo que han comenzado. La primera trama la han urdido
unos empleados del Palacio Real; entre ellos, el secretario del rey,
don Domingo Baso, y el capellán Erroz. Su objeto era sacar al rey de
Madrid, pretextando que los liberales iban a establecer la República,
y traerlo a Burgos y ponerlo a la cabeza de los absolutistas. Baso
contaba con el infante don Carlos para influír en Fernando VII; pero
no pudo convencer a éste de que hablara a su hermano. Entonces, Baso y
Erroz salieron de Madrid, fueron a Daimiel, vieron al ex ministro de
Policía Echevarri, que vivía en este pueblo, y le instaron para que se
sublevara. Echevarri lo hizo, y los conspiradores fueron presos.
--¿Pero el movimiento sigue?
--Sin duda. El primer tanteo en esta provincia ha sido la partida del
Cura Barrio. Usted estará enterado, seguramente, de que hace un mes se
levantó el canónigo de la colegiata de San Quirce don Francisco Barrio
en la sierra de Quintanar.
--Sí, lo sabía.
--Este hombre lleva unos veintitantos hombres a caballo, y ha recorrido
las sierras de Burgos y de Soria, deteniéndose en Covaleda y en
Hontoria del Pinar, comprometiendo a la gente, recogiendo armas y
municiones y guardándolas en las iglesias y en las cuevas. De acuerdo
conmigo, el gobernador militar mandó varias columnas en persecución de
los facciosos.
--¿Y han conseguido algo?
--Nada. Los jefes de nuestras tropas no tienen relaciones en el país;
ignoran el terreno que pisan y andan completamente desorientados.
Además, yo sospecho que algunos, en el fondo, son absolutistas. Esto,
unido a que el espíritu del pueblo es hostil, hace que esa partida de
veinte hombres sea inhallable.
--En Aranda se dijo que se había acabado con ello.
--Sí, eso se ha dicho; pero no es cierto, y Barrio anda campando por
ahí con absoluta impunidad. Ahora, al parecer, ya no se trata sólo
de la partida del canónigo, sino que se quiere dar al movimiento una
gran extensión. Los absolutistas han preparado la fuga del rey a las
provincias del Norte; el general Echevarri, Santos Ladrón, Eguía y
otros sublevarán las provincias vascas y Navarra, y la sierra de Burgos
se levantará en masa cuando se presente el Cura Merino, que ha salido
de Valencia con el objeto de tomar el mando de la partida de Barrio,
que se engrosará con sus antiguos guerrilleros. Con estos datos, y como
no tiene uno medios para hacer nada, me determiné a reunir una junta
formada por el comandante general y el juez de Primera Instancia, don
Modesto Cortázar. Expuse ante ellos la situación en que me encontraba,
desarmado, sin confianza en nadie, y entonces Cortázar me habló de
usted. Me dijo que había sido usted guerrillero con Merino. ¿Es verdad?
--Sí.
--Es extraño. Me dijo también que conocía usted la sierra a palmos y
que tenía usted amistades y relaciones en ella.
--Todo eso es cierto.
--Y concluyó afirmando que si le daban a usted medios, acabaría usted
con la facción al momento.
--Tanto como eso, no lo puedo asegurar. Nadie puede contar con el
éxito; pero intentaré.
--¿De manera que acepta usted?
--Sí, señor.
--¿Condiciones?
--Para mí, ninguna. Lo hago por amor al arte.
--¿Qué necesita usted?
--Un escuadrón de caballería con buenos caballos y buenos jinetes. Yo
mismo escogeré los caballos. Formaré tres pequeñas columnas, que las
mandarán dos amigos míos y yo.
--Muy bien.
--¿Qué instrucciones son las mías? Si cojo a los facciosos, ¿qué hago
con ellos?
--Prenderlos.
--¿A los jefes también?
--También. ¿Le parece a usted mal?
--Muy mal.
--¿Pues qué cree usted que se debía hacer con ellos?
--Fusilarlos.
--No, no. Tomarán represalias.
--Las tomarán de todas maneras.
--No, no. Nada de fusilar.
--Esta guerra que empieza ha de ser terrible--dijo Aviraneta
pensativo--. Ha de ser más larga y peor que la de la Independencia. Lo
verá usted.
--Aunque así sea. Nada de fusilar.
--Está bien.
Aviraneta salió del despacho del gobernador y fué a encontrarse con
Diamante y Frutos, que le estaban esperando. Les contó lo ocurrido en
la entrevista y les expuso su plan.
Al día siguiente, al amanecer, el escuadrón entero marchaba a
Covarrubias. Aquí se dividieron en tres partidas.
Diamante fué el encargado de marchar a Salas de los Infantes y de
seguir sin detenerse las huellas de Barrio. Diamante era hombre
infatigable y enérgico, y había de hacer los imposibles para alcanzar
al cabecilla y lograr el éxito.
Aviraneta y Frutos obrarían en combinación, sin separarse apenas.
Frutos marchó a Barbadillo del Mercado, y Aviraneta quedó en
Covarrubias con sus tropas alojadas en el archivo y en la torre de Doña
Urraca, y al día siguiente fué a Santo Domingo de Silos.
Aviraneta estableció un servicio de confidentes en el campo.
Conocía bien las guaridas y recursos de que podía echar mano una
partida en la sierra, y como un jugador de ajedrez que va dando jaque
al rey con las dos torres, pensaba acorralar al Cura Barrio.
Cuatro días después de llegar a Santo Domingo de Silos, Aviraneta tuvo
vagos indicios de que un emisario de Barrio se encontraba en Tordueles.
Inmediatamente dió orden de montar, y las dos partidas, la de Frutos y
la suya, llegaron a media noche a la aldea y la rodearon por completo,
con la consigna de no dejar escapar una mosca.
Ya cercado el pueblo, Aviraneta, en compañía de Frutos y de una escolta
de diez hombres, entró hasta la plaza, mandó abrir la posada y llamar
al alcalde. Este se presentó escamado y suspicaz.
Aviraneta había subido al primer piso de la posada, a un cuarto
desmantelado, con una alcoba obscura en el fondo.
La posadera, en chanclas y a medio vestir, se presentó ante los
irruptores de su casa.
--¿Tomarán ustedes algo?--preguntó.
--Yo, una taza de chocolate--contestó Aviraneta.
--Nosotros veremos si hay alguna cosa más sólida--dijo Frutos.
Llegó el alcalde, y entre Aviraneta y él se entabló un diálogo rápido.
--¿Usted es el alcalde del pueblo?--preguntó Aviraneta.
--Sí, señor.
--Va usted a contestarme a las preguntas que le haga claramente y sin
rodeos.
--Sí, señor.
--¿Dónde está el forastero que vino ayer al pueblo?
--Ayer no vino nadie al pueblo.
--Ayer o anteayer, es igual. ¿Dónde está el que ha venido al pueblo a
hablar de parte del Cura?
--Yo no lo he visto.
--¿Pero usted sabía que estaba aquí?
--No, señor.
--Entonces, ¿cómo ha dicho que no lo ha visto?
--Porque no lo he visto.
--Pero sabía usted que estaba, si no, no hubiera usted dicho que no lo
había visto.
--No, señor, no sabía que estaba.
--Tenga usted en cuenta que nosotros fusilamos a los que nos engañan.
--Está bien.
--Otro testigo--dijo Aviraneta.
Entró un vecino y comenzó un nuevo interrogatorio.
Estaba clareando; algunos aldeanos se acercaban, curiosos, a la puerta
de la posada atraídos por la patrulla de caballería.
Aviraneta, después de interrogar a varios vecinos, se convenció de que
el pájaro había volado.
--No tenemos suerte--le dijo a Frutos--. Almorzaremos y seguiremos
adelante.
* * * * *
Al mismo tiempo que se hacían estos interrogatorios en la posada, un
bulto negro había intentado salir del pueblo y cruzar por entre dos
soldados de caballería.
--Alto, ¿quién vive?--dijeron los soldados.
--España.
--¿Qué gente?
--Gente de paz.
--¡Adelante!
El hombre dió varios pasos. Los soldados se apearon y se acercaron al
individuo.
--Dese usted preso--le dijeron--; y cuatro manos le sujetaron.
--Preso, ¿por qué?
--Eso ya se lo explicarán a usted.
Los dos soldados, con el hombre en medio, entraron en el pueblo,
llegaron a la posada, cruzaron el zaguán, subieron las escaleras y
entraron en el cuarto, en donde Aviraneta, sentado a la mesa con el
sombrero calado, tomaba una taza de chocolate. Un candil humeante
iluminaba la estancia.
--¿Da usted su permiso?--dijeron los soldados.
--¡Adelante! ¿Qué ocurre?
--Que traemos un preso.
--¡Cristo!--exclamó Aviraneta levantándose lleno de asombro--. El Cura
Merino.
--El mismo soy, ¿qué me quieren?
--Vigilad la puerta--dijo Aviraneta a los soldados y a Jazmín--; que
este hombre no se escape.
Los soldados se agolparon a la puerta. Aviraneta apagó el candil y
luego se sentó. Entraba ya la luz de la mañana.


III
FRENTE A FRENTE

QUEDÓ la estancia en una semiobscuridad borrosa y triste. El Cura
Merino, con voz agria, preguntó:
--¿Quién manda aquí? ¿Por qué se me prende?
--El canónigo de Valencia no tiene nada que hacer en estos
montes--repuso Aviraneta.
--Eso ¿quién lo dice?
--Lo digo yo.
--¡Esa voz, ese tipo!--murmuró el Cura extrañado acercándose a
Aviraneta--. ¿Eres tú, Pisaverde?
--Soy yo, señor cura.
--¿Tú eres el que manda esta patrulla?
--El mismo.
--¿El que me ha mandado prender?
--Sí, señor.
El Cura cogió una silla y se sentó en ella.
--¿Qué piensas hacer conmigo?--dijo tras un momento de silencio.
--No sé lo que hará el gobernador de Burgos con usted. Si yo tuviera un
poco de poder--añadió con acento duro--, antes de cinco minutos estaría
usted fusilado.
El Cura se estremeció, se levantó de la silla y echó una mirada a su
alrededor.
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