Cádiz - 03

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La condesa afectó estar conforme con la reprimenda y la repitió, dándola
más fuerza con sus irónicos donaires. Después, ablandándose doña Flora y
llevándome adentro, me dio a probar de unos dulces finísimos que no se
repartían sino entre los amigos de confianza. Cuando volvimos a la sala,
Amaranta me dijo:
--Desde que doña María y la marquesa decidieron que no viniera Inés,
parece que falta algo en esta tertulia.
--Aquí no hacen falta niñas, y menos la condesa de Rumblar, que con sus
remilgos impedía toda diversión. Nadie se había de acercar a la niña, ni
hablar con la niña, ni bailar con la niña, ni dar un dulce a la niña.
Dejémonos de niñas: hombres, hombres quiero en mi tertulia; literatos
que lean versos, currutacos que sepan de corrido las modas de París,
diaristas que nos cuenten todo lo escrito en tres meses por las
Gacetas de Amberes, Londres, Augsburgo y Rotterdam; generales que nos
hablen de las batallas que se van a ganar; gente alegre que hable mal de
la regencia y critique la cosa pública, ensayando discursos para cuando
se abran esas saladísimas Cortes que van a venir.
--Yo no creo que haya tales Cortes--dijo Amaranta--porque las Cortes no
son más que una cosa de figurón, que hace el rey para cumplir un antiguo
uso. Como ahora estamos sin rey...
--¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esas Cortes. Cortes nos han
prometido, y Cortes nos han de dar. Pues poco bonito será este
espectáculo. Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho
a diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública,
amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que a mí me gusta.
--Habrá Cortes--dije yo--porque en la Isla están pintando y arreglando
el teatro para salón de sesiones.
--¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia--dijo doña Flora.
--El estamento de próceres y clérigos se reunirá en una iglesia--indicó
Amaranta--y el de procuradores en un teatro.
--No, no hay más que un estamento, señoras. Al principio se pensó en
tres; pero ahora se ha visto que uno solo es más sencillo.
--Será el de la nobleza.
--No, hija, serán todos clérigos. Esto parece lo más propio.
--No hay más estamento que el de procuradores, en que entrarán todas las
clases de la sociedad.
--¿Y dices que están pintando el teatro?
--Sí, señora. Le han puesto unas cenefas amarillas y encarnadas que
hacen una vista así como de escenario de titiriteros en feria... En fin,
monísimo.
--Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D. Pedro los cincuenta
uniformes amarillos y encarnados que le estamos haciendo, todos
galoneados de plata y cortados en forma que llaman de española antigua.
--Me temo mucho--dijo Amaranta riendo--que D. Pedro y otros tan
extravagantes y locos como él, pongan en ridículo a Cortes y
procuradores, pues hay personas que convierten en mojiganga todo aquello
en que ponen la mano.
--Ya principia a venir gente. Aquí está Quintana. También vienen Beña y
D. Pablo de Xérica.
Quintana saludó a mis dos amigas. Yo le había visto y oído hablar en
Madrid en las tertulias de las librerías, pero sin tener hasta entonces
el placer de tratar a poeta tan insigne. Su fama entonces era grande, y
entre los patriotas exaltados gozaba de mucha popularidad, conquistada
por sus artículos políticos y proclamas patrióticas. Era de fisonomía
dura y basta, moreno, con vivos ojos y gruesos labios, signo claro esto,
así como su frente lobulosa, de la viril energía de su espíritu. Reía
poco, y en sus ademanes y tono, lo mismo que en sus escritos, dominaba
la severidad. Tal vez esta severidad, más que propia, fuera atribuida y
supuesta por los que conocían sus obras, pues en aquella época ya habían
salido a luz las principales odas, las tragedias y algunas de las
Vidas; Píndaro, Tirteo y Plutarco a la vez, estaba orgulloso de su
papel, y este orgullo se le conocía en el trato.
Quintana era entusiasta de la causa española y liberal ardiente con
vislumbres de filósofo francés o ginebrino. Más beneficios recibió de su
valiente pluma la causa liberal que de la espada de otros, y si la
defensa de ciertas ideas, que él enaltecía con todas las galas del
estilo y todos los recursos de un talento superior y valiente cual
ninguno; si la defensa de ciertas ideas, repito, no hubiera corrido
después por cuenta de otras manos y de gárrulas plumas, diferente sería
hoy la suerte de España.
Más simpático en el trato que Quintana, por carecer de aquella
grandílocua y solemne severidad, era D. Francisco Martínez de la Rosa,
recién llegado entonces de Londres, y que no era célebre todavía más que
por su comedia Lo que puede un empleo, obra muy elogiada en aquellos
inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la
amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago,
nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa.
Pero hablo aquí de una persona a quien todos han conocido, y a quien
vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que
le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era
Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna
diferencia, no así en su carácter, que fue en la forma festivamente
afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la
juventud.
No sé por qué me he ocupado aquí de este eminente hombre, pues la verdad
es que no concurrió aquella noche a la tertulia de doña Flora, que estoy
con mucho gusto describiendo.
Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de que me
acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de
su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me
acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la
índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus
sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas
partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases.
Este llegó más tarde a la tertulia.
Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de
unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D.
Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como
palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano,
aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba,
y los ademanes un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de
aquel singularísimo hombre era su vestido, a la manera de los de
Carnaval, consistente en pantalones a la turquesca, atacados a la
rodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada o herreruelo, calzas
negras, sombrero de plumas como el de los alguaciles de la plaza de
toros y en el cinto un tremendo chafarote, que iba golpeando en el
suelo, y hacía con el ruido de las pisadas un compás triple, cual si el
personaje anduviese con tres pies.
Parecerá a algunos que es invención mía esto del figurón que pongo a los
ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que
yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje, a quien llamo D. Pedro,
para no ridiculizar como él lo hizo, un título ilustre, que después han
llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como he pintado, y no
fue él solo quien dio por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar a
la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez
Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo por
no aburrir a mis lectores presentándoles uno tras otro a estos tipos tan
característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen
los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las
extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos a uno solo de
ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.
Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala;
pero doña Flora salió al punto a la defensa de su amigo, diciendo:
--No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse a la antigua; y
si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la
costumbre de vestir a la antigua vendría el pensar a la antigua, y con
el pensar el obrar, que es lo que hace falta.
D. Pedro hizo profundas reverencias y se sentó junto a las damas, antes
satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.
--No me importan burlas de gente afrancesada--dijo mirando de soslayo a
los que le contemplábamos--ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos,
ni de francmasones, ni de democratistas, enemigos encubiertos de la
religión y del rey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este
traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada
que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser
español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza
española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus
corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y
demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los
que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de
la persona porque saben que no lo tolero.
--Está muy bien--dijo Amaranta--. Está muy bien ese traje, y sólo las
personas de mal gusto pueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren ustedes
ser buenos españoles sin vestir a la antigua?
--Pero señor marqués (D. Pedro era marqués, aunque me callo su
título)--dijo Quintana con benevolencia--¿por qué un hombre formal y
honrado como usted, se ha de vestir de esta manera, para divertir a los
chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no
ha de poder guarecerse en una chupa?
--Las modas francesas han corrompido las costumbres--repuso D. Pedro
atusándose los bigotes--y con las modas, es decir, con las pelucas y los
colores, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la
irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto a los
mayores, el mucho jurar y votar, el descoco e impudor, el atrevimiento,
el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la
filosofía, el ateísmo, el democratismo, y eso de la soberanía de la
nación que ahora han sacado para colmo de la fiesta.
--Pues bien--repuso Quintana--si todos esos males han venido con las
pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va a echar de aquí vistiéndose
de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor marqués hará reír
a las gentes.
--Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted que se empeña en combatir a
los franceses, imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.
--Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han
hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército por grande que sea;
pero contra las costumbres hijas del tiempo, no es posible alzar las
manos, y me dejo cortar las dos que tengo, si hay cuatro personas que le
imiten a usted.
--¿Cuatro?--exclamó con orgullo D. Pedro--. Cuatrocientas están ya
filiadas en la Cruzada del obispado de Cádiz, y aunque todavía no hay
uniformes para todos, ya cuento con cincuenta o sesenta, gracias al celo
de respetables damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos
así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla
por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza e
irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Cortes
ni cortijos, ni para echar sermones a lo dómine Lucas, sino para salir
por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos
de la Iglesia y del rey. Ríanse del traje en buena hora, que en cuanto
sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de
Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del Semanario
Patriótico
se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más
les cuadra.
Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego
tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir a la
antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi
veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del Conciso que conservo
en la memoria:
«Otro de los medios indirectos--decía--pero muy poderoso, para renovar
el entusiasmo, sería volver a usar el antiguo traje español. No es
decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh,
padres de la patria, diputados del augusto congreso! A vosotros dirijo
mi humilde voz: vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua
prosperidad; vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera
seguirá vuestro ejemplo».
Esto lo escribía poco después aquel mismo Sr. Beña, poeta de
circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a
los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro,
pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado
Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía,
Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de
arlequines!
Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los
liberales como los absolutistas, han tenido aquí desde el principio de
su aparición en el mundo ocurrencias graciosísimas.
Quintana preguntó a D. Pedro si la Cruzada del obispado de Cádiz
pensaba presentarse a las futuras Cortes en aquel talante el día de la
apertura.
--Yo no quiero nada con Cortes--repuso--. ¿Pero usted es de los bolos
que creen habrá tal novedad? La regencia está decidida a echar la tropa
a la calle para hacer polvo a los vocingleros que ahora no pueden
pasarse sin Cortes. ¡Angelitos! Déseles la novedad de este juguete para
que se diviertan.
--La regencia--repuso el poeta--hará lo que la manden. Callará y
aguantará. Aunque carezco de la perspicacia que distingue al señor D.
Pedro, me parece que la nación es algo más que el señor obispo de
Orense.
--Verdaderamente, Sr. D. Manuel--dijo Amaranta--eso de la soberanía de
la nación que han inventado ahora... anoche estaban explicándolo en casa
de la Morlá, y por cierto que nadie lo entendía; eso de la soberanía de
la nación si se llega a establecer va a traernos aquí otra revolución
como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades. ¿No lo cree
usted?
--No, señora; no creo ni puedo creer tal cosa.
--Que pongan lo que quieran con tal que sea nuevo--dijo doña Flora--;
¿no es verdad, Sr. de Xérica?
--Justo, y afuera religión, afuera rey, afuera todo--vociferó D. Pedro.
--Denme trescientos años de soberanía, de la nación--dijo Quintana--y
veremos si se cometen tantos excesos, arbitrariedades y desafueros como
en trescientos años que no la ha habido. ¿Habrá revolución que contenga
tantas iniquidades e injusticias como el solo período de la privanza de
D. Manuel Godoy?
--Nada, nada, señores--dijo D. Pedro con ironía--. Si ahora vamos a
estar muy bien; si vamos a ver aquí el siglo de oro; si no va a haber
injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa mala
alguna, pues para que nada nos falte, en vez de padres de la Iglesia;
tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos; en vez de teólogos,
ateos.
--Justamente; el Sr. de Congosto tiene razón--replicó Quintana--. La
maldad no ha existido en el mundo hasta que no la hemos traído nosotros
con nuestros endiablados libros... Pero todo se va a remediar con
vestirnos de mojiganga.
--Pero en último resultado--preguntó la condesa--¿hay Cortes o no?
--Sí, señora, las habrá.
--Los españoles no sirven para eso.
--Eso no lo hemos probado.
--¡Ay, qué ilusión tiene usted, Sr. D. Manuel! Verá usted qué escenas
tan graciosas habrá en las sesiones... y digo graciosas por no decir
terribles y escandalosas.
--El terror y el escándalo no nos son desconocidos, señora, ni los
traerán por primera vez las Cortes a esta tierra de la paz y de la
religiosidad. La conspiración del Escorial, los tumultos de Aranjuez,
las vergonzosas escenas de Bayona, la abdicación de los reyes padres,
las torpezas de Godoy, las repugnantes inmoralidades de la última Corte,
los tratados con Bonaparte, los convenios indignos que han permitido la
invasión, todo esto, señora amiga mía, que es el colmo del horror y del
escándalo, ¿lo han traído por ventura las Cortes?
--Pero el rey gobierna, y las Cortes, según el uso antiguo, votan y
callan.
--Nosotros hemos caído en la cuenta de que el rey existe para la nación
y no la nación para el rey.
--Eso es--dijo D. Pedro--el rey para la nación, y la nación para los
filósofos.
--Si las Cortes no salen adelante--añadió Quintana--lo deberán a la
perfidia y mala fe de sus enemigos; pues estas majaderías de vestir a la
antigua y convertir en sainete las más respetables cosas, es vicio muy
común en los españoles de uno y otro partido. Ya hay quien dice que los
diputados deben vestirse como los alguaciles en día de pregón de Bula, y
no falta quien sostiene que todo cuanto se hable, proponga y discuta en
la Asamblea, debe decirse en verso.
--Pues de ese modo sería precioso--afirmó doña Flora.
--En efecto--dijo Amaranta--y como se reúnen en un teatro la ilusión
sería perfecta. Prometo asistir a la inauguración.
--Yo no faltaré. Sr. de Quintana, usted me proporcionará un palco o un
par de lunetas. ¿Y se paga, se paga?
--No, amiga mía--dijo Amaranta burlándose--. La nación enseña y pone al
público gratis sus locuras.
--Usted--le dijo Quintana sonriendo--será de nuestro partido.
--¡Ay, no, amigo mío!--repuso la dama--. Prefiero afiliarme a la Cruzada
del obispado
. Me espantan los revolucionarios, desde que he leído lo
que pasó en Francia. ¡Ay, Sr. Quintana! ¡Qué lástima que usted se haya
hecho estadista y político! ¿Por qué no hace usted versos?
--No están los tiempos para versos. Sin embargo, ya usted ve cómo los
hacen mis amigos; Arriaza, Beña, Xérica, Sánchez Barbero no dejan
descansar a las prensas de Cádiz.
Beña y Xérica se habían apartado del grupo.
--¡Ay, amigo mío!, que no oiga yo aquello de
¡Oh! Velintón, nombre amable
grande alumno del dios Marte.
--Es horrible la poesía de estos tiempos, porque los cisnes callan,
entristecidos por el luto de la patria, y de su silencio se aprovechan
los grajos para chillar. ¿Y dónde me deja usted aquello de
Resuene el tambor;
veloces marchemos...?
--Arriaza--indicó Quintana--ha hecho últimamente una sátira preciosa.
Esta noche la leerá aquí.
--Nombren al ruin...--dijo Amaranta, viendo aparecer en el salón al
poeta de los chistes.
--Arriaza, Arriaza--exclamaron diferentes voces salidas de distintos
lados de la estancia--. A ver, léanos usted la oda A Pepillo.
--Atención, señores.
--Es de lo más gracioso que se ha escrito en lengua castellana.
--Si el gran Botella la leyera, de puro avergonzado se volvería a
Francia.
Arriaza, hombre de cierta fatuidad, se gallardeaba con la ovación hecha
a los productos de su numen. Como su fuerte eran los versos de
circunstancias y su popularidad por esta clase de trabajos
extraordinaria, no se hizo de rogar, y sacando un largo papel, y
poniéndose en medio de la sala, leyó con muchísima gracia aquellos
versos célebres que ustedes conocerán y cuyo principio es de este modo:
«Al ínclito Sr. Pepe, Rey (en deseo) de las Españas y (en visión) de sus
Indias.
Salud, gran rey de la rebelde gente,
salud, salud, Pepillo, diligente
protector del cultivo de las uvas
y catador experto de las cubas».
. . . . . . . . . . . . . . . .
A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, las
felicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágico
habíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento de
desprecio y burla hacia nuestro rey pegadizo. Por instantes hasta el
gran D. Pedro y D. Manuel José Quintana parecieron conformes.
La composición de Pepillo corrió manuscrita por todo Cádiz. Después la
refundió su autor, y fue publicada en 1812.
Dividiose después la tertulia. Los políticos se agruparon a un lado, y
el atractivo de las mesas de juego llevó a la sala contigua a una buena
porción de los concurrentes. Amaranta y la condesa permanecieron allí, y
D. Pedro, como hombre galante no las dejaba de la mano.


VI

--Gabriel--me dijo Amaranta--es preciso que te decidas a trocar tu
uniforme a la francesa por este español que lleva nuestro amigo. Además,
la orden de la Cruzada tiene la ventaja de que cada cual se encaja
encima el grado que más le cuadra, como por ejemplo D. Pedro, que se ha
puesto la faja de capitán general.
En efecto, D. Pedro no se había andado con chiquitas para subirse por
sus propios pasos al último escalón de la milicia.
--Es el caso--dijo sin modestia el héroe--que necesita uno condecorarse
a sí propio, puesto que nadie se toma el trabajo de hacerlo. En cuanto a
la entrada de este caballerito en la orden, venga en buen hora; pero
sepa que los nuestros hacen vida ascética durmiendo en una tarima y
teniendo por almohada una buena piedra. De este modo se fortalece el
hombre para las fatigas de la guerra.
--Me parece muy bien--afirmó Amaranta--y si a esto añaden una comida
sobria, como por ejemplo, dos raciones de obleas al día, serán los
mejores soldados de la tierra. Ánimo, pues, Gabriel, y hazte caballero
del obispado de Cádiz.
--De buena gana lo haría, señores, si me encontrara con fuerzas para
cumplir las leyes de un instituto tan riguroso. Para esa Cruzada del
obispado se necesitan hombres virtuosísimos y llenos de fe.
--Ha hablado perfectamente--repuso con solemne acento D. Pedro.
--Disculpas, hijo--añadió Amaranta con malicia--. La verdadera causa de
la resistencia de este mozuelo a ingresar en la orden gloriosa es no
sólo la holgazanería, sino también que las distracciones de un amor tan
violento como bien correspondido, le tienen embebecido y trastornado. No
se permiten enamorados en la orden, ¿verdad, Sr. D. Pedro?
--Según y conforme--respondió el grave personaje tomándose la barba con
dos dedos y mirando al techo--. Según y conforme. Si los catecúmenos
están dominados por un amor respetuoso y circunspecto hacia persona de
peso y formalidad, lejos de ser rechazados, con más gusto son admitidos.
--Pues el amor de este no tiene nada de respetuoso--dijo Amaranta,
mirando con picaresca atención a doña Flora--. Mi amiga, que me está
oyendo, es testigo de la impetuosidad y desconsideración de este
violento joven.
D. Pedro fijó sus ojos en doña Flora.
--Por Dios, querida condesa--dijo esta--usted con sus imprudencias es la
que ha echado a perder a este muchacho, enseñándole cosas que aún no
está en edad de saber. Por mi parte la conciencia no me acusa palabra ni
acción que haya dado motivo a que un joven apasionado se extralimitase
alguna vez. La juventud, Sr. D. Pedro, tiene arrebatos; pero son
disculpables, porque la juventud...
--En una palabra, amiga mía--dijo Amaranta dirigiéndose a doña Flora--.
Ante una persona tan de confianza como el Sr. D. Pedro, puede usted
dejar a un lado el disimulo, confesando que las ternuras y patéticas
declaraciones de este joven no le causan desagrado.
--Jesús, amiga mía--exclamó mudando de color la dueña de la casa--, ¿qué
está usted diciendo?
--La verdad. ¿A qué andar con tapujos? ¿No es verdad, señor de Congosto,
que hago bien en poner las cosas en su verdadero lugar? Si nuestra amiga
siente una amorosa inclinación hacia alguien, ¿por qué ocultarlo? ¿Es
acaso algún pecado? ¿Es acaso un crimen que dos personas se amen? Yo
tengo derecho a permitirme estas libertades por la amistad que les tengo
a los dos, y porque ha tiempo que les vengo aconsejando se decidan a
dejar a un lado los misterios, secreticos y trampantojos que a nada
conducen, sí señor, y que por lo general suelen redundar en desdoro de
la persona. En cuanto a mi amiga, harto la he exhortado, condenando su
insistente celibato, y se me figura que al fin mis prédicas no serán
inútiles. No lo niegue usted. Su voluntad está vacilante, y en aquello
de si caigo o no caigo; de modo que si una persona tan respetable como
el Sr. D. Pedro uniera sus amonestaciones a las mías...
D. Pedro estaba verde, amarillo, jaspeado. Yo, sin decir nada, procuraba
al mismo tiempo que contenía la risa, corroborar con mis actitudes y
miradas lo que la condesa decía. Doña Flora, confundida entre la
turbación y la ira, miraba a Amaranta y al esperpento, y como viera a
este con el color mudado y los ojos chispeantes de enojo, turbose más y
dijo:
--Qué bromas tiene la condesa, Sr. D. Pedro ¿quiere usted tomar un
dulcecito?
--Señora--repuso con iracunda voz el estafermo--, los hombres como yo se
endulzan con acíbar la lengua, y el corazón con desengaños.
Doña Flora quiso reír, pero no pudo.
--Con desengaños, sí señora--añadió D. Pedro--, y con agravios recibidos
de quien menos debían esperarse. Cada uno es dueño de dirigir sus
impulsos amorosos al punto que más le conviene. Yo en edad temprana los
dirigí a una ingrata persona, que al fin... mas no quiero afear su
conducta, ni pregonar su deslealtad, y guardareme para mí solo las penas
como me guardé las alegrías. Y no se diga para disculpar esta
ingratitud, que yo falté una sola vez en veinticinco años al respeto, a
la circunspección, a la severidad que la cultura y dignidad de entrambos
me imponía, pues ni palabra incitativa pronunciaron mis labios, ni gesto
indecoroso hicieron mis manos, ni idea impúdica turbó la pureza de mi
pensamiento, ni nombré la palabra matrimonio, a la cual se asocian
imágenes contrarias al pudor, ni miré de mal modo, ni fijé los ojos en
las partes que la moda francesa tenía mal cubiertas, ni hice nada, en
fin, que pudiera ofender, rebajar o menoscabar el santo objeto de mi
culto. Pero ¡ay!, en estos tiempos corrompidos no hay flor que no se
aje, ni pureza que no se manche, ni resplandor que no se oscurezca con
alguna nubecilla. Está dicho todo, y con esto, señoras, pido a ustedes
licencia para retirarme.
Levantábase para partir, cuando doña Flora le detuvo diciendo:
--¿Qué es eso, Sr. D. Pedro? ¿Qué arrebato le ha dado? ¿Hace usted caso
de las bromas de Amaranta? Es una calumnia, sí señor, una calumnia.
--¿Pero qué es esto?--dijo Amaranta fingiendo la mayor estupefacción--.
¿Mis palabras han podido causar el disgusto del Sr. D. Pedro? Jesús,
ahora caigo en que he cometido una gran imprudencia. Dios mío, ¡qué daño
he causado! Sr. D. Pedro, yo no sabía nada, yo ignoraba... Desunir por
una palabra indiscreta dos voluntades... Este mozalbete tiene la culpa.
Ahora recuerdo que mi amiga le está recomendando siempre que le imite a
usted en las formas respetuosas para manifestar su amor.
--Y le reprendo sus atrevimientos--dijo doña Flora...
--Y le tira de las orejas cuando se extralimita de palabra u obra, y le
pellizca en el brazo cuando salen juntos a paseo.
--Señoras, perdónenme ustedes--dijo don Pedro--pero me retiro.
--¿Tan pronto?
--Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted.
--Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar.
--Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra.
--La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea del
decoro.
--Pero no hace vestidos para los Cruzados.
--La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a los
politiquillos y diaristas que infestan a Cádiz.
--Ya.
--Allí no se juega tampoco. Allí no van Quintana el fatuo, ni Martínez
de la Rosa el pedante, ni Gallego el clerizonte ateo, ni Gallardo el
demonio filosófico, ni Arriaza el relamido, ni Capmany el loco, ni
Argüelles el jacobino, sino multitud de personas deferentes con la
religión y con el rey.
Y dicho esto, el estafermo hizo una reverencia que medio le descoyuntó,
marchándose después con paso reposado y ademán orgulloso.
--Amiga mía--dijo doña Flora--, ¡qué imprudente es usted! ¿No es verdad,
Gabriel, que ha sido muy imprudente?
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