Cádiz - 13

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lo posible por traérmela conmigo. Un hombre me acompaña, no temo a lord
Gray, y veremos si persiste en sus viles proyectos delante de mí.
--No persistirá. Lo que está pasando es un plan admirable de la
Providencia.
--La pobre Asunción es una tonta. Su fondo es bueno, pero con la
santidad, con el encierro y con lord Gray se le ha convertido la
imaginación en un hervidero. Nos queremos mucho. Varias veces he
conseguido de ella con mis cariñosas amonestaciones más que su madre con
el rigor y toda la Iglesia católica con sus santidades... Volverá,
volverá con nosotros... ¡Qué peligroso paso!... ¡Ella y yo fuera de
casa!... Corramos, corramos. La casa de ese hombre está en el fin del
mundo.
--Lord Gray abandonará su presa. Ya pronto llegamos. Lord Gray tendrá el
castigo que merece.
--¡Así te oyera Dios! ¡Pobre Asunción! ¡Pobre amiga! ¡Tan buena y tan
loca! Se me parte el corazón al considerarla deshonrada y perdida para
siempre. La arrancaremos de manos de su seductor... No, no huirá de
Cádiz... Aún faltan muchas horas para el día... Vamos, corramos pronto.


XXVI

Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué fuertemente a la puerta y un
criado soñoliento y malhumorado bajó a abrirnos.
--El señor no está--nos dijo.
Creyendo que nos engañaba, empujé puerta y portero para abrir paso, y
entramos diciendo:
--Sí está. Me consta que está.
Como la casa de lord Gray era centro de aventuras, y allí entraban con
frecuencia hombres y mujeres a distintas horas del día y de la noche, el
criado no puso obstáculo a que invadiéramos imperiosamente la casa, y
guiándonos a la sala, encendió luces, sin cesar de repetir:
--El señor no está, el señor no ha venido esta noche.
Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón. Yo recorrí la casa toda, y
en efecto, lord Gray no estaba. Después de mis pesquisas Inés y yo nos
miramos con angustiosa perplejidad, confundidos ante la inutilidad del
arriesgado paso que habíamos dado.
--No están, Inés. Lord Gray ha tomado sus precauciones y es inútil
pensar en impedir la fuga.
--¡Inútil!--exclamó con dolor--. No sé qué pensar. Llévame otra vez a mi
casa. ¡Dios mío santísimo, si me sienten llegar contigo!... ¡Si doña
María se levanta y ve que Asunción y yo no estamos allí!... ¡Esto ha
sido una locura! ¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!
Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de su amiga.
--Para mí es como si hubiera muerto--añadió--. ¡Que Dios la perdone!
--Engañado por su aparente santidad, jamás creí que tuviera tan ciega
pasión por un hombre.
--Su hipocresía es superior a todo lo que puede concebirse. Ha aprendido
a disimular con tal arte sus sentimientos, que todos se engañan respecto
a ella.
--Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creí que la que amaba a lord
Gray eras tú. Todos, incluso Amaranta, creían lo mismo.
--Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto, porque deseando evitar a mi
amiga las crueles reprensiones y castigos de su madre, callaba y sufría
siempre, y las sospechas caían sobre mí. Conmigo tenían cierta
tolerancia, y como sólo se trataba de cartitas y tonterías, dejé correr
el engaño, pasando por casquivana... Algunas veces me apropiaba
deliberadamente las faltas de Asunción, por el beneficio que me
traían... ¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a D. Diego,
diciendo que no se casaría nunca conmigo.
--Él espera que pronto le darás tu mano.
Por primera vez en aquella noche la vi reír.
--Yo sabía--añadió después--que todas las sospechas caían sobre mí, y
callaba. Jamás hubiera delatado a la pobre Asunción. Esperaba arrancarle
de la cabeza esa locura, y en una ocasión creí conseguirlo. Lord Gray
ponía en juego mil ingeniosas estratagemas... ¿Tú sabes todo lo que pasó
el día que fuimos a las Cortes?... ¡Hombre más original!... Yo esperaba
que siguieras yendo a casa por la noche... te hubiera informado de
todo... Pasaron días y meses, y entretanto, sola y abandonada de todos,
necesitaba valerme de mis propios esfuerzos para ir prolongando,
prolongando mi situación, con la esperanza de verme libre algún día...
Pero marchemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!
--Inés, te he recobrado, te he reconquistado después de creerte perdida
para siempre--afirmé olvidando la situación en que nos encontrábamos--.
Has resucitado para mí. ¡Querida mía, imitemos la conducta de Asunción y
lord Gray, y vámonos por esos mundos!
Me miró con severidad.
--¿Deseas volver a aquella horrible prisión, más cerrada y más sombría
que la casa de los Requejos?--le dije con exaltación, estrujando sus
manecitas entre las mías.
--Más vale esperar--me contestó--. Llévame a mi casa.
--¡Otra vez allá!--exclamé deteniéndola en su marcha con la barrera de
mis brazos, que hubieran querido ser muralla indestructible para
separarla del resto del mundo--. ¡Otra vez allá! Ya no te volveré a ver
más. Se cerrarán las puertas de ese purgatorio presidido por doña María,
y adiós para siempre. Querida mía, vamos a casa de la condesa; allí te
convenceremos. Sabrás lo que importa más que nada en el mundo.
Inés demostraba gran impaciencia.
--¡Pero un momento más, un momento! Pasan meses sin verte. Sabe Dios
hasta cuándo no nos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El gobierno ha
dispuesto que salga una expedición para desembarcar en Cartagena y
socorrer a las partidas de Castilla. Me han designado para formar parte
de ella. Pobre soldado, tengo que obedecer. ¿Cuándo nos volveremos a
ver? Nunca. No te separes de mí esta noche. Salgamos de aquí, y te
llevaré al lado de la condesa, tu prima.
--¡No, a casa, a casa!
--La puerta de aquella mansión me parece que es la losa de tu sepulcro.
Cuando se cierre, dejándote dentro, todo se acabó.
--No, yo no quiero salir como Asunción, acechando el sueño de su madre
para escapar. Yo no quiero salir así de mi encierro, sino en pleno día,
con las puertas abiertas y a la vista de todos. Vámonos. ¡Qué locura he
hecho esta noche, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Has muerto ya para
mí y para los demás?... No puedo estar aquí ni un instante más. Me
parece que siento la voz de doña María llamándome, y los cabellos se me
erizan de espanto.
Inés se dirigió a la salida. En el mismo instante oímos ruido de un
coche en la calle. Aguardamos, sintiendo que alguien subía, y por fin
abriose la puerta de la sala, y apareció lord Gray. Estaba sombrío,
fosco, agitado, nervioso.
Nos miró con asombro, quiso reír, pero su colérico semblante no echaba
de sí más que rayos. Temblaba de ira, iba de un lado para otro de la
sala, como un tigre en su jaula, nos miraba, nos decía algo inconexo,
risible, estúpido, y luego hablaba consigo mismo en monosílabos
incomprensibles, mezclando la lengua inglesa con la española.
--Sr. de Araceli, buenas noches... Y usted, niña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!,
ya... Mi casa sirve de refugio a los amantes... Son ustedes más
afortunados que yo... ¡Condenación eterna para las niñas mojigatas!...
Un hombre como yo... No debí acceder... ¡Por San Jorge y San
Patricio!...
--Lord Gray--dije--hemos venido a esta casa con móvil muy distinto del
que usted supone.
--¿En dónde está Asunción?--exclamó Inés con vehemencia--. No, no saldrán
ustedes de Cádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.
--¿Asunción?--repuso el inglés pateando con cólera y elevando el puño--.
He sido un necio... pero mañana veremos... El demonio me lleve si
cedo... ¿Qué decía usted? Asunción... es una niña honradita y
formalita... ¡Maldito bigotism!... Mucho lloro, mucho hipo, mucho
suspirito... ¡Mala peste!... ¿Qué decía usted?... Perdone usted... Estoy
nervioso... despido fuego y electricidad... Pues como decía, Asunción...
--¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.
--La pobrecita niña está ya de vuelta en casa rezando el Confiteor
con las manecitas cruzadas delante del altarejo... ¡Malditas sean las
niñas piadosas!... Parece que su voluntad ha de ser de roca, y es cera
de iglesia. Están buenas para sacristanes... Pues sí. En su casa está ya
de vuelta. El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en
lugar extraño... ¡No les gusta más que la sacristía!... Lloró, rabió,
quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a
donde la llevé... Jamás me ha pasado otra como esta... ¡Pobre gatita,
cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su
honor!... Nada; es preciso ser fraile o sacristán... En fin, ya está
otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo
que la saqué... Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta...
Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo... No hay que
hacer aspavientos de honor y demás bambolla... La señora condesa me lo
ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ella quería que
yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en
ello... Pero ustedes lo han sabido arreglar. Así se hace... Esta noche
las contrariedades y las desdichas son para mí... Pero mañana... tomaré
precauciones... O hizo Lucifer a las mojigatas para reírse de los
enamorados, o las hizo Dios para castigarlos... Recapacitemos; ¡las hizo
Dios, Dios, Dios!...
--Salgamos al instante de aquí--dijo Inés--. Este hombre está loco. Si
es cierto que la infeliz ha vuelto a casa, pronto lo sabremos.
Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés:
--Milord, ¿me presta usted su coche?
--Está a la puerta.
--Pues vamos.
Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (una
de las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray)
dije al cochero:
--A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.


XXVII

--¿A dónde me llevas?--exclamó Inés con espanto cuando me senté junto a
ella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente.
--Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomado
esta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella. No es una
calaverada; es un deber.
--¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amiga de la deshonra, y la
deshonrada soy yo.
--Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida a casarte con D. Diego?
--Déjate de simplezas.
--Pues entonces calla y resígnate a ir a donde yo te lleve. Una serie de
acontecimientos providenciales te ha puesto en mi poder y creería
cometer un crimen si te llevara de nuevo a aquel aborrecido encierro,
donde al fin serías víctima del egoísmo fanático y de la insoportable
autoridad de quien no tiene ningún derecho a martirizarte... Pobrecilla,
graba en tu memoria lo que te estoy diciendo y más tarde bendecirás esta
locura mía. No, no volverás allá. No pienses más en doña María. Confía
en mí. Dime: ¿te he engañado alguna vez? Desde que nos conocimos ¿no has
sido para mí una criatura venerada a quien de ningún modo se puede
ofender? ¿No has visto siempre en mí, junto con el cariño más vivo que
jamás se tuvo hacia persona alguna, un respeto, un culto superior a
todas las debilidades humanas? Inés, tú eres víctima de un gran error.
¿Temes a doña María, temes a la de Leiva, temes a esas siniestras y
medrosas figuras que constantemente te están vigilando con sus ojos
terribles? Pues bien; esas dos personas no son para ti otra cosa que dos
figurones como los que asustan a los chicos. Acércate, tócalos y verás
cómo son cartón puro.
--No sé qué quieres decir.
--Quiero decir--continué hablando con tanta vehemencia como rapidez--que
te has forjado respetos de familia, consideraciones e ideas que son
hijas de un error. Te han engañado, están abusando de tu bondad, de tu
dulzura para fines execrables, y no pudiendo amoldar tu hermosa
condición a la suya, te corrompen por grados, falsificándote, querida
mía, con la escuela del disimulo. No hagas caso, no pienses en ellas,
considérate libre. Vivirás al amparo de la única persona que tiene
derecho a mandar en ti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes,
de los nobles placeres de la Naturaleza; podrás mirar al cielo, admirar
las obras de Dios, podrás ser buena sin hipocresía, alegre sin
desenfado, vivir rodeada de personas que te adoren, y con la conciencia
en paz y tranquila. No interrumpirá tu sueño la cavilación de los
fingimientos que tendrás que hacer al día siguiente para que no te
castiguen. No te verás en el doloroso caso de mentir; no te aterrará la
idea de desposarte con un hombre aborrecido; no estarás expuesta a la
alternativa de que peligre tu virtud o seas desgraciada, desgraciadísima
y digna de lástima en esta breve vida y luego condenada en la eternidad
de la otra.
--Gabriel--me dijo ella bañado el rostro en lágrimas--no entiendo lo que
me dices. No puedo creer que tú seas capaz de engañarme. ¿Lo que dices
es una locura o qué es...? ¿A dónde me llevas...? Por Dios, no hagas una
locura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargura.
--El cochero irá donde yo le mande--exclamé alzando la voz, porque el
ruido del carruaje nos obligaba a hablar a gritos--. Regocíjate, Inés,
alégrate, amiguita. El aspecto de tu existencia va a cambiar desde esta
noche. ¡Cuántas penas, pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes en tan
pocos años! Por un lado tú, por otro yo. Ambos sujetos a mil fatigas,
mecidos y arrastrados por este oleaje terrible que ya nos sube, ya nos
baja, ya nos junta, ya nos separa...
--Es verdad, es verdad.
--¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirte que en tu grandeza serías
tan desgraciada como en tu miseria!
--Sí, es verdad, es verdad... Pero me dejo arrastrar por tu demencia.
¡Llévame a mi casa, por Dios! Después concertaremos...
--Ya está concertado...
--Pero mi familia... Yo tengo nombre y familia...
--A eso voy.
--No, no puedo consentirlo. Es imposible que me engañes... ¡A casa, a
casa! ¡Qué dirán de mí! ¡Virgen Santísima!
--No dirán nada.
--Yo tengo imaginado un gran plan...
--Este plan es el mejor... Tu prima acabará de dártelo a conocer. Al
diablo doña María y la de Leiva.
--Es el jefe de la familia. Ella manda.
--Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla. ¿No recuerdas que en todos los
instantes supremos de tu vida has necesitado de mi ayuda? Ahora es lo
mismo. Hace tiempo que buscaba esta ocasión... te atisbaba con vigilante
mirada... quería robarte, como te robé en casa de los Requejos, y al fin
lo he conseguido... Que venga acá doña María a arrancarte de mi poder.
Lo demás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.
Fuera que confiaba en mí entonces como en otras ocasiones de su vida,
abandonándose a aquel destino suyo, de que yo había sido tantas veces
celoso ejecutor; fuera que un vago presentimiento la inclinaba a aprobar
mi conducta, lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistir cuando
entré con ella en la casa y la conduje arriba, despertando con el
estruendo de mi llegada a todos los habitantes de la casa. Gran susto
tuvo Amaranta al sentir tan a deshora los golpes y voces con que yo me
anuncié. Al salir a mi encuentro, doña Flora y la condesa estaban
aturdidas de puro asombradas.
--¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa?--exclamó la condesa,
besándola con ternura--. A Gabriel debemos sin duda esta buena obra.
--Qué placer es estar junto a usted, querida primita--dijo Inés
sentándose en el sofá de la sala tan cerca de Amaranta, que casi estaba
sobre sus rodillas--. Me olvido de la falta que he cometido huyendo de
mi casa, y los gritos de mi conciencia son ahogados por la gran
felicidad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratito nada más.
--Gabriel--dijo Amaranta con el rostro inundado de lágrimas--¿cuándo
sale la expedición? Yo pediré permiso para marchar en ella y nos
llevaremos a Inés.
--¡Huir!--exclamó la muchacha con terror--. Yo apareceré a los ojos de
todos como una criatura sin pudor que deshonra y envilece a su
familia... Volveré a casa de doña María.
--¡Fuera engañosas apariencias!--grité yo--. Por más que vuelvas a todos
lados la vista, no encontrarás más familia que la que en estos momentos
te rodea.
La condesa con su mirada penetrante quiso imponerme silencio; pero yo no
podía callar, y los pensamientos que se agitaban con febril empuje en mi
cerebro, afluían precipitadamente a mis labios, dándome una locuacidad
que no podía contener.
--El entrañable amor que te ha manifestado siempre la persona en cuyos
brazos estás, ¿no te dice nada, Inés? Cuando pasaste de la humildad de
tu niñez a la grandeza de tu juventud, ¿qué brazos te estrecharon con
cariño? ¿Qué voz te consoló? ¿Qué corazón respondió al tuyo? ¿Quién te
hizo llevadera la soledad de tu nobleza? Seguramente has comprendido que
entre ella y tú existían lazos de parentesco más estrechos que los que
reconoce el mundo. Tú lo conoces, tú lo sabes, tu corazón no puede
haberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelo más claro? La voz de la
Naturaleza antes de ahora, en todas ocasiones, y más que nunca ahora
mismo clamará dentro de ti para declarártelo. Señora condesa, abrácela
usted, porque nadie vendrá a arrancarla de manos de su verdadero dueño.
Inés, descansa tranquila en ese seno, que no encierra egoísmo ni
intrigas contra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo más santo, lo más
noble, lo más querido, porque es tu madre.
Diciendo esto callé; descansé como Dios después de haber hecho el mundo.
Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación,
la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y
oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me
halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el
delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera
algo que nos ahoga.


XXVIII

Mientras madre e hija espaciaban a sus anchas y a solas los sentimientos
y ternezas de su corazón, yo me encontraba (seis horas después de lo
contado, y ya muy entrado el día) frente a frente de mi señora doña
Flora, separada su persona de la mía tan sólo por la breve superficie de
una mesa, donde dos regulares tazones de chocolate nos servían de
almuerzo. Hablamos un rato del acontecimiento que mis lectores conocen,
y después, arrimando con arte la conversación hacia asunto más de su
gusto, me dijo:
--Amaranta me asegura que no miras con malos ojos a esa jovenzuela que
nos trajiste anoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y qué dirán de un
chiquillo que en vez de inclinarse a buscar apoyo para sus
inexperiencias en la compañía de personas mayores, se enloquece con las
niñas de su misma edad?... Vuelve en ti, hombre... oye la voz de la
razón... penétrate bien de...
--Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora. Estoy arrepentido de mi
locura... Tentome el demonio, y... Pero siento pasos, que se me figura
son los del Sr. D. Pedro del Congosto.
--Jesús, María y José... ¡Y tú ahí tan serio tomando chocolate
conmigo!... Pero hombre, ¿y el pudor y la decencia?
No pudo continuar porque entró D. Pedro, todo lleno de bizmas y parches,
fruto amarguísimo de la brillante campaña del Condado. Levantose azorada
doña Flora, y dijo:
--Sr. D. Pedro... es una casualidad, créalo usted, que se encuentre aquí
este mozuelo... Nunca está una libre de calumnias... Este chico es tan
loco, tan imprudente...
Congosto me miró con ira, y tomando asiento, habló así:
--Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiempo será tratada... Ahora
vengo a decir a usted que se prepare a recibir a la señora condesa de
Rumblar, que viene seguida de respetables personas para que le sirvan de
testigos.
--¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!
--Parece que lord Gray robó anoche a la señora doña Inesita,
depositándola aquí.
--¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando...
Alguien ha entrado en la casa.
No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arriba
gran conmoción. Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintos
pareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la de
Rumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en el
mismo los hacía.
Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubre
cortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad que
le habrían envidiado reinas y emperatrices. Profundo silencio reinó en
la sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo en
saludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentro
de las cavidades de su pecho.
--Señora condesa--dijo--venimos a casa de usted en busca de una doncella
puesta a mi cuidado, la cual ha sido robada esta noche de mi casa por un
hombre que se supone sea lord Gray.
--Aquí está, sí, señora--repuso Amaranta--. Es Inés. Si estaba puesta al
cuidado de personas extrañas, yo la reclamo porque es mi hija.
--Señora--dijo doña María temblando de cólera--ciertas supercherías no
producen efecto ante la declaración categórica de la ley. La ley no la
reconoce a usted por madre de esa joven.
--Pues yo me reconozco y declaro aquí delante de los que me escuchan,
para que conste con arreglo a derecho. Si usted alega una ley, yo alego
otra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venido
espontáneamente y por su propia voluntad, no seducida por un cortejo,
sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente y
cariñosa.
--No me sorprende la conducta de lord Gray--dijo doña María--. Los
nobles de Inglaterra suelen corresponder de este modo a la hospitalidad
que se les da en las casas honradas... Pero no debo culpar tan sólo a
él, hombre de mundo, privado de ideas religiosas y ciego ante la luz de
la verdadera y única Iglesia, no. ¿Qué ha de hacer el ciego sino
tropezar? A quien principalmente acuso es a ella; lo que más que nada me
asombra es la liviandad de esa muchacha casquivana... Verdaderamente,
señora condesa, voy creyendo que tiene usted razón en llamarla su hija.
Árbol y fruto con iguales propiedades se distinguen.
--Señora doña María--replicó Amaranta con la voz tan temblorosa, a causa
de la cólera, que apenas se entendían sus palabras--no vino mi hija
seducida por lord Gray. Vino acompañada por él o por otro, que esto no
hace al caso, y movida de propia inspiración y deseo. Me congratulo de
ello, porque así la persona que más amo en el mundo estará libre de
corromperse con el mal ejemplo de dos conocidas niñas mojigatas, que
esconden a sus novios bajo las faldas de brocado de los santos que
tienen en los altares de su casa.
Doña María se levantó como si el sillón en que estaba sentada se
sacudiera repelido por subterránea explosión. Sus ojos fulminaban rayos,
su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el
cortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba
picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo
ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las
reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia,
señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo:
--Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Me he equivocado. Señora
condesa, quise que no se agriara esta cuestión; quise evitar a usted la
visita de los emisarios de la ley. Pero usted no merece otra cosa, y no
seré yo quien desempeñe en esta casa el papel que corresponde a
alguaciles y polizontes.
--Como experta en pleitos--repuso Amaranta--y conocedora de tal laya de
gente, puede usted buscar en la familia de estos una esposa para su
digno hijo el señor conde, varón insigne en las tabernas y garitos de
Madrid. Jugando al monte podrá restablecer el mermado patrimonio, sin
verse en el caso de solicitar un enlace violento con una joven
mayorazga.
--Salgamos de aquí, señores; son ustedes testigos de lo que aquí ha
pasado--dijo doña María dirigiéndose a la puerta.
Y sin esperar a más, resueltamente y bramando de ira, que expresaba con
olímpico fruncimiento de cejas, salió de la sala y de la casa, seguida
de los mismos que le habían acompañado, a cuya cola iba D. Paco.
Por largo rato reinó profundo silencio en la sala. Amaranta, después de
desahogar las antiguas cóleras de su pecho, estaba meditabunda y aun
diré que arrepentida de todo lo que había dicho, doña Flora preocupada,
y Congosto, con los ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en su
cabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacó a todos de su
perplejidad una visita que nadie esperaba, y que causara general
asombro. En la sala se presentó de improviso lord Gray.
Advertí en su fisonomía las huellas de la agitación de la pasada noche,
y lo turbado de su hablar indicaba que aquel singular espíritu no había
recobrado su asiento.
--En mal hora viene milord--le dijo secamente D. Pedro--. Ahora acaba de
salir de aquí doña María, cuyo enojo por las picardías de usted es tan
fuerte como justo.
--La he visto salir--repuso el inglés--. Por eso he entrado. Deseo
saber... ¿Se sospecha de mí, señora condesa, se me acusa?...
--¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!...--dijo D. Pedro--. Pues
a fe que echó requiebros la señora doña María... y con mucha razón por
cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento
de la que se llama su madre...
--Vamos, estoy tranquilo--dijo lord Gray--. Veo que me imputan las
hazañas de este pícaro Araceli, dejando en el olvido las mías propias.
Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yo acepto todas las glorias
de esta clase que me quieran adjudicar... La señora condesa estará ya
contenta.
Amaranta no contestó.
--Disimule usted--dijo D. Pedro--. Eche usted sobre el prójimo sus
abominables culpas.
--Veo con dolor--repuso lord Gray jovialmente--que en el rostro de
usted, Sr. de Congosto, están escritas con parches y ungüentos las
gloriosas páginas de la expedición al Condado.
--Milord--exclamó el héroe con ira--, no es propio de un caballero
zaherir desgracias motivadas por la casualidad. Antes que hacer tal cosa
examinaría yo mi conciencia por ver si está libre de faltas. La mía no
me acusa de haber cometido en ningún tiempo bellaquerías como la de
anoche.
--¿Cuál?
--Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la señora de Rumblar--añadió la
estantigua enfureciéndose gradualmente--. Digo y repito que es una gran
bellaquería.
--Eso va con usted, Araceli.
--No, con usted, con usted, lord Gray. Usted es quien ha sacado a esa
joven de aquella honesta casa, morada augusta de los buenos principios;
usted quien la ha quitado de la protección y amparo de doña María, cuya
santidad y nobleza engrandecen cuanto a su alcance se halla.
--¿Con que es una gran bellaquería?--repitió lord Gray burlonamente--.
Eso quiere decir que soy un gran bellaco.
--¡Sí señor, un grandísimo bellaco!--repitió don Pedro, poniéndose tan
encendido que las arrugas de su rostro semejaban los pliegues y
abolladuras de un pimiento riojano--. Y aquí está D. Pedro del Congosto,
para sostener lo que ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma y manera
que usted lo crea conveniente.
--¡Oh, Sr. D. Pedro!--exclamó lord Gray con júbilo--. ¡Qué gran placer me
proporciona usted! Desde que por primera vez visité esta noble tierra,
he buscado ansiosamente al gran D. Quijote de la Mancha; yo quería
verle, yo quería hablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazo con la
del suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo he buscado en vano. He revuelto
media península buscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecía por
ninguna parte. Yo creí que tan noble tipo se había extinguido,
disipándose en la corruptora sociedad de los modernos tiempos; pero no,
aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje y rostro, un Quijote
algo degenerado en verdad, pero Quijote al fin, que no se encuentra ni
puede encontrarse más que en España.
--Si usted bromea, señor lord, yo soy hombre serio--repuso D. Pedro--.
Yo tomo a mi cargo la defensa de esa ultrajada señora que acaba de
salir; yo desharé su agravio y me tomo a pechos el castigar esta gran
injuria que ha recibido limpiando con la sangre del traidor la infame
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