Cádiz - 02

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--Toma, toma aire, que te incendias por todos lados--me dijo agitando
delante de mí su abanico--. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo
que este general en agraz.
Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre.
Doña Flora dijo:
--Pase usted milord, que aquí está la condesa.
--Mírale... verás--me dijo Amaranta con crueldad--y juzgarás por ti
mismo si la niña ha tenido mal gusto.
Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de
hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color
blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte.
El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el gusto de la
época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de
treinta o treinta y tres años. Era grave y triste pero sin la pesadez
acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente
inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el sol,
desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella
del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y
delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como
la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía
dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto
en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos años después me
hizo recordar a lord Gray.
Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de
paño muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y
llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse.
Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres
entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de dos
relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé
ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ¡ay!, no le
encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección el
castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y
con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la
esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo no dijo ninguna.
Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que
impertinentemente había tocado doña Flora al entrar.
--Querida amiga--dijo la vieja--, lord Gray nos va a contar algo de sus
amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y
África.
Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran
militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid
por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que
había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heroicos
a españoles y franceses. El extranjero pareció oír con suma complacencia
mi elogio, y me dijo después de hacerme varias preguntas sobre la
guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas
cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con
que me veía precisado a responder a ellas. La maligna Amaranta reíase a
hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras
la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.
--Hoy--dijo lord Gray--hay en Cádiz gran cuestión entre españoles e
ingleses.
--No sabía nada--exclamó Amaranta--. ¿En esto ha venido a parar la
alianza?
--No será nada, señora. Nosotros somos algo rudos, y los españoles un
poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas,
casi siempre con razón.
--Los franceses están sobre Cádiz--dijo doña Flora--, y ahora salimos
con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.
--Así parece. Pero Wellesley--añadió el inglés--ha pedido permiso a la
Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda
algunos castillos.
--Que desembarquen; si vienen, que vengan--exclamó Amaranta--. ¿No crees
lo mismo, Gabriel?
--Esa es la cuestión que no se puede resolver--dijo lord Gray--, porque
las autoridades españolas se oponen a que nuestra gente les ayude. Toda
persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los ingleses
deben desembarcar. Seguro estoy de que este señor militar que me oye es
de la misma opinión.
--Oh, no señor; precisamente soy de la opinión contraria--repuse con la
mayor viveza, anhelando que la disconformidad de pareceres alejase de mí
la intolerable y odiosísima amistad que quería manifestarme el inglés--.
Creo que las autoridades españolas hacen bien en no consentir que
desembarquen los ingleses. En Cádiz hay guarnición suficiente para
defender la plaza.
--¿Lo cree usted?--me preguntó.
--Lo creo--respondí procurando quitar a mis palabras la dureza y
sequedad que quería infundirles el corazón--. Nosotros agradecemos el
auxilio que nos están dando nuestros aliados, más por odio al común
enemigo que por amor a nosotros; esa es la verdad. Juntos pelean ambos
ejércitos; pero si en las acciones campales es necesaria esta alianza,
porque carecemos de tropas regulares que oponer a las de Napoleón, en la
defensa de plazas fuertes harto se ha probado que no necesitamos ayuda.
Además, las plazas fuertes que como esta son al mismo tiempo magníficas
plazas comerciales, no deben entregarse nunca a un aliado por leal que
sea; y como los paisanos de usted son tan comerciantes, quizás gustarían
demasiado de esta ciudad, que no es más que un buque anclado a vista de
tierra. Gibraltar casi nos está oyendo y lo puede decir.
Al decir esto, observaba atentamente al inglés, suponiéndole próximo a
dar rienda suelta al furor, provocado por mi irreverente censura; pero
con gran sorpresa mía, lejos de ver encendida en sus ojos la ira, noté
en su sonrisa no sólo benevolencia, sino conformidad con mis opiniones.
--Caballero--dijo tomándome la mano--, ¿me permitirá usted que le
importune repitiéndole que deseo mucho su amistad?
Yo estaba absorto, señores.
--Pero milord--preguntó doña Flora--; ¿en qué consiste que aborrece
usted tanto a sus paisanos?
--Señora--dijo lord Gray--, desgraciadamente he nacido con un carácter
que si en algunos puntos concuerda con el de la generalidad de mis
compatriotas, en otros es tan diferente como lo es un griego de un
noruego. Aborrezco el comercio, aborrezco a Londres, mostrador
nauseabundo de las drogas de todo el mundo; y cuando oigo decir que
todas las altas instituciones de la vieja Inglaterra, el régimen
colonial y nuestra gran marina tienen por objeto el sostenimiento del
comercio y la protección de la sórdida avaricia de los negociantes que
bañan sus cabezas redondas como quesos con el agua negra del Támesis,
siento un crispamiento de nervios insoportable y me avergüenzo de ser
inglés.
»El carácter inglés es egoísta, seco, duro como el bronce, formado en el
ejército del cálculo y refractario a la poesía. La imaginación es en
aquellas cabezas una cavidad lóbrega y fría donde jamás entra un rayo de
luz ni resuena un eco melodioso. No comprenden nada que no sea una
cuenta, y al que les hable de otra cosa que del precio del cáñamo, le
llaman mala cabeza, holgazán y enemigo de la prosperidad de su país. Se
precian mucho de su libertad, pero no les importa que haya millones de
esclavos en las colonias. Quieren que el pabellón inglés ondee en todos
los mares, cuidándose mucho de que sea respetado; pero siempre que
hablan de la dignidad nacional, debe entenderse que la quincalla inglesa
es la mejor del mundo. Cuando sale una expedición diciendo que va a
vengar un agravio inferido al orgulloso leopardo, es que se quiere
castigar a un pueblo asiático o africano que no compra bastante trapo de
algodón.
--¡Jesús, María y José!--exclamó horrorizada doña Flora--. No puedo oír a
un hombre de tanto talento como milord hablando así de sus compatriotas.
--Siempre he dicho lo mismo, señora--prosiguió lord Gray--, y no ceso de
repetirlo a mis paisanos. Y no digo nada cuando quieren echársela de
guerreros y dan al viento el estandarte con el gato montés que ellos
llaman leopardo. Aquí en España me ha llenado de asombro el ver que mis
paisanos han ganado batallas. Cuando los comerciantes y mercachifles de
Londres sepan por las Gacetas que los ingleses han dado batallas y las
han ganado, bufarán de orgullo creyéndose dueños de la tierra como lo
son del mar, y empezarán a tomar la medida del planeta para hacerle un
gorro de algodón que lo cubra todo. Así son mis paisanos, señoras. Desde
que este caballero evocó el recuerdo de Gibraltar, traidoramente ocupado
para convertirle en almacén de contrabando, vinieron a mi mente estas
ideas, y concluyo modificando mi primera opinión respecto al desembarco
de los ingleses en Cádiz. Señor oficial, opino como usted: que se queden
en los barcos.
--Celebro que al fin concuerden sus ideas con las mías, milord--dije
creyendo haber encontrado la mejor coyuntura para chocar con aquel
hombre que me era, sin poderlo remediar, tan aborrecible--. Es cierto
que los ingleses son comerciantes, egoístas, interesados, prosaicos;
pero ¿es natural que esto lo diga exagerándolo hasta lo sumo un hombre
que ha nacido de mujer inglesa y en tierra inglesa? He oído hablar de
hombres que en momentos de extravío o despecho han hecho traición a su
patria; pero esos mismos que por interés la vendieron, jamás la
denigraron en presencia de personas extrañas. De buenos hijos es ocultar
los defectos de sus padres.
--No es lo mismo--dijo el inglés--. Yo conceptúo más compatriota mío a
cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones
iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a
ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor que
no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre.
¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos
él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido en
un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay
distancias más enormes que las que separan un polo de otro?
--La patria, señor inglés, es la madre común, que lo mismo cría y
agasaja al hijo deforme y feo que al hermoso y robusto. Olvidarla es de
ingratos; pero menospreciarla en público indica sentimientos quizás
peores que la ingratitud.
--Esos sentimientos, peores que la ingratitud, los tengo yo, según
usted--dijo el inglés.
--Antes que pregonar delante de extranjeros los defectos de mis
compatriotas, me arrancaría la lengua--afirmé con energía, esperando por
momentos la explosión de la cólera de lord Gray.
Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más
lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras:
--Caballero, el carácter de usted y la viveza y espontaneidad de sus
contradicciones y réplicas, me seducen de tal manera, que me siento
inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto
profundo.
Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.
--No acostumbro tolerar que nadie se burle de mí, milord--dije, creyendo
efectivamente que era objeto de burlas.
--Caballero--repuso fríamente el inglés--, no tardaré en probar a usted
que una extraordinaria conformidad entre su carácter y el mío ha
engendrado en mí vivísimo deseo de entablar con usted sincera amistad.
Óigame usted un momento. Uno de los principales martirios de mi vida, el
mayor quizás, es la vana aquiescencia con que se doblegan ante mí todas
las personas que trato. No sé si consistirá en mi posición o en mis
grandes riquezas; pero es lo cierto que en donde quiera que me presento,
no hallo sino personas que me enfadan con sus degradantes cumplidos.
Apenas me permito expresar una opinión cualquiera, todos los que me oyen
aseguran ser de igual modo de pensar. Precisamente mi carácter ama la
controversia y las disputas. Cuando vine a España, hícelo con la ilusión
de encontrar aquí gran número de gente pendenciera, ruda y primitiva,
hombres de corazón borrascoso y apasionado, no embadurnados con el vano
charol de la cortesanía.
»Mi sorpresa fue grande al encontrarme atendido y agasajado, cual lo
pudiera estar en Londres, sin hallar obstáculos a la satisfacción de mi
voluntad, en medio de una vida monótona, regular, acompasada, no
expuesto a sensaciones terribles, ni a choques violentos con hombres ni
con cosas, mimado, obsequiado, adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada aborrezco
tanto como la adulación. El que me adula es mi irreconciliable enemigo.
Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí los caracteres altivos,
que no se doblegan sonriendo cobardemente ante una palabra mía; gusto de
ver bullir la sangre impetuosa del que no quiere ser domado ni aun por
el pensamiento de otro hombre; me cautivan los que hacen alarde de una
independencia intransigente y enérgica, por lo cual asisto con júbilo a
la guerra de España.
»Pienso ahora internarme en el país, y unirme a los guerrilleros. Esos
generales que no saben leer ni escribir, y que eran ayer arrieros,
taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo. He
estado en academias militares y aborrezco a los pedantes que han
prostituido y afeminado el arte salvaje de la guerra, reduciéndolo a
reglas necias, y decorándose a sí mismos con plumas y colorines para
disimular su nulidad. ¿Ha militado usted a las órdenes de algún
guerrillero? ¿Conoce usted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, a Porlier?
¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figura ver en ellos a los héroes de
Atenas y del Lacio.
»Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un momento
que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de las armas a
su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un honroso
puesto en la milicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa vivamente,
usted será mi amigo, quiéralo o no. Adoro a los hombres que no han
recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra este
oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición en la Isla? Pues
venga a vivir a mi casa siempre que pase a Cádiz. ¿En dónde reside usted
para ir a visitarle todos los días...?
Sin atreverme a rechazar tan vehementes pruebas de benevolencia, me
excusé como pude.
--Hoy, caballero--añadió--es preciso que venga usted a comer conmigo. No
admito excusas. Señora condesa, usted me presentó a este caballero. Si
me desaíra, cuente usted como que ha recibido la ofensa.
--Creo--dijo la condesa--que ambos se congratularán bien pronto de haber
entablado amistad.
--Milord, estoy a la orden de usted--dije levantándome cuando él se
disponía a partir.
Y después de despedirnos de las dos damas, salí con el inglés. Parecía
que me llevaba el demonio.


IV

Lord Gray vivía cerca de las Barquillas de Lope. Su casa, demasiado
grande para un hombre solo, estaba en gran parte vacía. Servíanle varios
criados, españoles todos a excepción del ayuda de cámara que era inglés.
Dábase trato de príncipe en la comida, y durante toda ella no tenían un
momento de sosiego los vasos, llenos con la mejor sangre de las cepas de
Montilla, Jerez y Sanlúcar.
Durante la comida no hablamos más que de la guerra, y después, cuando
los generosos vinos de Andalucía hicieron su efecto en la insigne cabeza
del mister, se empeñó en darme algunas lecciones de esgrima. Era gran
tirador según observé a los primeros golpes; y como yo no poseía en tal
alto grado los secretos del arte y él no tenía entonces en su cerebro
todo aquel buen asiento y equilibrio que indican una organización
educada en la sobriedad, jugaba con gran pesadez de brazo, haciéndome
más daño del que correspondía a un simple entretenimiento.
--Suplico a milord que no se entusiasme demasiado--dije conteniendo sus
bríos--. Me ha desarmado ya repetidas veces para gozarse como un niño en
darme estocadas a fondo que no puedo parar. ¡Ese botón está mal y puedo
ser atravesado fácilmente!
--Así es como se aprende--repuso--. O no he de poder nada, o será usted
un consumado tirador.
Después que nos batimos a satisfacción, y cuando se despejaron un tanto
las densas nubes que oscurecían y turbaban su entendimiento, me marché a
la Isla, a donde me acompañó deseoso, según dijo, de visitar nuestro
campamento. En los días sucesivos casi ninguno dejó de visitarme. Su
afectuosidad me contrariaba, y cuanto más le aborrecía, más desarmaba él
mi cólera a fuerza de atenciones. Mis respuestas bruscas, mi mal humor,
y la terquedad con que le rebatía, lejos de enemistarle conmigo,
apretaban más los lazos de aquella simpatía que desde el primer día me
manifestó; y al fin no puedo negar que me sentía inclinado hacia hombre
tan raro, verificándose el fenómeno de considerar en él como dos
personas distintas y un solo lord Gray verdadero, dos personas, sí, una
aborrecida y otra amada; pero de tal manera confundidas, que me era
imposible deslindar dónde empezaba el amigo y dónde acababa el rival.
Érale sumamente agradable estar en mi compañía y en la de los demás
oficiales mis camaradas. Durante las operaciones nos seguía armado de
fusil, sable y pistolas, y en los ratos de vagar iba con nosotros a los
ventorrillos de Cortadura o Matagorda, donde nos obsequiaba de un modo
espléndido con todo lo que podían dar de sí aquellos establecimientos.
Más de una vez se hizo acompañar al venir desde Cádiz por dos o tres
calesas cargadas con las más ricas provisiones que por entonces traían
los buques ingleses y los costeros del Condado y Algeciras; y en cierta
ocasión en que no podíamos salir de las trincheras del puente Suazo,
transportó allá con rapidez parecida a la de los tiempos que después han
venido, al Sr. Poenco con toda su tienda y bártulos y séquito mujeril y
guitarril, para improvisar una fiesta.
A los quince días de estos rumbos y generosidades no había en la Isla
quien no conociese a lord Gray; y como entonces estábamos en buenas
relaciones con la Gran Bretaña, y se cantaba aquello de
La trompeta de la Gloria
dice al mundo Velintón...
(lo mismo que está escrito) nuestro mister era popularísimo en toda la
extensión que inunda con sus canales el caño de Sancti-Petri.
Su mayor confianza era conmigo; pero debo indicar aquí una
circunstancia, que a todos llamará la atención, y es que aunque
repetidas veces procuré sondear su ánimo en el asunto que más me
interesaba, jamás pude conseguirlo. Hablábamos de amores, nombraba yo la
casa y la familia de Inés, y él, volviéndose taciturno, mudaba la
conversación. Sin embargo, yo sabía que visitaba todas las noches a doña
María; pero su reserva en este punto era una reserva sepulcral. Sólo una
vez dejó traslucir algo y voy a decir cómo.
Durante muchos días estuve sin poder ir a Cádiz, a causa de las
ocupaciones del servicio, y esta esclavitud me daba tanto fastidio como
pesadumbre. Recibía algunas esquelas de la condesa suplicándome que
pasase a verla, y yo me desesperaba no pudiendo acudir. Al fin logré una
licencia a principios de Marzo y corrí a Cádiz. Lord Gray y yo
atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que
por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas
de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho
istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran
arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso
viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía
formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de
la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra
españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de
Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se
cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres
y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.
Lord Gray, contemplando por el camino tan gran desolación, el furor del
viento, los horrores del revuelto cielo, ora negro, ora iluminado por la
siniestra amarillez de los relámpagos, la agitación de las olas verdosas
y turbias, en cuyas cúspides, relucientes como filos de cuchillos, se
alcanzaban a ver restos de alguna nave que se hundía luego en los
cóncavos senos para reaparecer después; contemplando lord Gray, repito,
aquel desorden, no menos admirable que la armonía de lo creado, aspiraba
con delicia el aire húmedo de la tempestad y me decía:
--¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo! Mi vida se centuplica ante
esta fiesta sublime de la Naturaleza, y se regocija de haber salido de
la nada, tomando la execrable forma que hoy tiene. Para esto te han
criado ¡oh mar! Escupe las naves comerciantes que te profanan, y prohíbe
la entrada en tus dominios al sórdido mercachifle, ávido de oro,
saqueador de los pueblos inocentes que no se han corrompido todavía y
adoran a Dios en el ara de los bosques. Este ruido de invisibles
montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como
los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el
cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se
revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo, abandonando su
lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión
armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo,
encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza
irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo... Esta
alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de
salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde
caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también
ensordece mi alma; este delirio es mi delirio, y este afán con que
vuelan nubes y olas hacia un punto a que no llegan nunca, es mi propio
afán.
Yo pensé que estaba loco, y cuando le vi bajar del calesín, acercarse a
la playa e internarse por ella hasta que el agua le cubrió las botas,
corrí tras él lleno de zozobra, temiendo que en su enajenación se
arrojase, como había dicho, en medio de las olas.
--Milord--le dije--volvámonos al coche, pues no hay para qué convertirse
ahora en ola ni nube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz, que para
agua bastante tenemos con la que llueve, y para viento, harto nos azota
por el camino.
Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua. El calesero,
que era muy pillo, hizo gestos significativos para indicar que lord Gray
había abusado del Montilla; pero a mí me constaba que no lo había
probado aquel día.
--Quiero nadar--dijo lacónicamente lord Gray, haciendo ademán de
desnudarse.
Y al punto forcejeamos con él el calesero y yo, pues aunque sabíamos que
era gran nadador, en aquel sitio y hora no habría vivido diez minutos
dentro del agua. Al fin le convencimos de su locura, haciéndole volver a
la calesa.
--Contenta se pondría, milord, la señora de sus pensamientos si le viera
a usted con inclinaciones a matarse desde que suena un trueno.
Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cambiando de aspecto y tono,
dijo:
--Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.
--El lamparín no quiere andar.
--¿Qué lamparín?
--El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este
caballo es muy respetoso.
--¿Por qué?
--Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen
cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.
--¿Quién es Pelaítas?
--El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo:
«vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y
bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para
que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la
muralla de Puerta Tierra.
Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto
¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.
--Pronto llegaremos--dijo el inglés--. No sé por qué el hombre no ha
inventado algo para correr tanto como el viento.
--En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal
vez.
--Una sola. Las demás no valen nada, señor de Araceli... Su alma es
grande como el mar. Nadie lo sabe más que yo, porque en apariencia es
una florecita humilde que vive casi a escondidas dentro del jardín. Yo
la descubrí y encontré en ella lo que hombre alguno no supo encontrar.
Para mí solo, pues, relampaguean los rayos de sus ojos y braman las
tempestades de su pecho... Está rodeada de misterios encantadores, y las
imposibilidades que la cercan y guardan como cárceles inaccesibles más
estimulan mi amor... Separados nos oscurecemos; pero juntos llenamos
todo lo creado con las deslumbradoras claridades de nuestro pensamiento.
Si mi conciencia no dominara casi siempre en mí los arrebatos de la
pasión, habría cogido a lord Gray y le habría arrojado al mar... Hícele
luego mil preguntas, di vueltas y giros sobre el mismo tema para
provocar su locuacidad; nombré a innumerables personas, pero no me fue
posible sacarle una palabra más. Después de dejarme entrever un rayo de
su felicidad, calló y su boca cerrose como una tumba.
--¿Es usted feliz?--le dije al fin.
--En este momento sí--respondió.
Sentí de nuevo impulsos de arrojarle al mar.
--Lord Gray--exclamé súbitamente--¿vamos a nadar?
--¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Usted también?
--¡Sí, arrojémonos al agua! Me pasa a mí algo de lo que a usted pasaba
antes. Se me ha antojado nadar.
--Está loco--contestó riendo y abrazándome--. No, no permito yo que tan
buen amigo perezca por una temeridad. La vida es hermosa, y quien
pensase lo contrario, es un imbécil. Ya llegamos a Cádiz. Tío Hígados,
eche aceite a la lamparilla, que ya estamos cerca de la taberna de
Poenco.
Al anochecer llegamos a Cádiz. Lord Gray me llevó a su casa, donde nos
mudamos de ropa, y cenamos después. Debíamos ir a la tertulia de doña
Flora, y mientras llegaba la hora, mi amigo, que quise que no, hubo de
darme nuevas lecciones de esgrima. Con estos juegos iba, sin pensarlo,
adiestrándome en un arte en el cual poco antes carecía de habilidad
consumada, y aquella tarde tuve la suerte de probar la sabiduría de mi
maestro dándole una estocada a fondo con tan buen empuje y limpieza, que
a no tener botón el estoque, hubiéralo atravesado de parte a parte.
--¡Oh, amigo Araceli!--exclamó lord Gray con asombro--. Usted adelanta
mucho. Tendremos aquí un espadachín temible. Luego, tira usted con mucha
rabia...
En efecto; yo tiraba con rabia, con verdadero afán de acribillarle.


V

Por la noche fuimos a casa de doña Flora; pero lord Gray, a poco de
llegar, despidiose diciendo que volvería. La sala estaba bien iluminada,
pero aún no muy llena de gente, por ser temprano. En un gabinete
inmediato aguardaban las mesas de juego el dinero de los apasionados
tertuliantes, y más adentro tres o cuatro desaforadas bandejas llenas de
dulces nos prometían agradable refrigerio para cuando todo acabase.
Había pocas damas, por ser costumbre en los saraos de doña Flora que
descollasen los hombres, no acompañados por lo general más que de una
media docena de beldades venerables del siglo anterior, que, cual
castillos gloriosos, pero ya inútiles, no pretendían ser conquistables
ni conquistadas. Amaranta representaba sola la juventud unida a la
hermosura.
Saludaba yo a la condesa, cuando se me acercó doña Flora, y
pellizcándome bonitamente con todo disimulo el brazo por punto cercano
al codo, me dijo:
--Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí.
Ya sé que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas
que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días... ¡Bonita conducta! Yo
empeñada en apartarle a usted del camino de la perdición, y usted cada
vez más inclinado a seguir por él... Ya se sabe que la juventud ha de
tener sus trapicheos; pero los muchachos decentes y bien nacidos
desfogan sus pasiones con compostura, antes buscando el trato honesto de
personas graves y juiciosas que el de la gentezuela maja y tabernaria.
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