Cádiz - 04

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--¡Ya lo creo; contarlo todo en sus propias barbas!
--Yo temblaba por ti, niñito, temiendo que te ensartara con el
chafarote.
--La condesa nos ha comprometido--afirmé con afectado enojo.
--Es un diablillo.
--Amiga mía--dijo Amaranta--, lo hice con la mayor inocencia. Después de
lo que he descubierto, me pongo de parte del desairado don Pedro. La
verdad, señora doña Flora; es una gran picardía lo que ha hecho usted.
Trocarle, después de veinticinco años, por este mozuelo sin
respetabilidad...
--Calle usted, calle usted, picaruela--repuso la dueña--. Por mi parte
ni a uno ni a otro. Si usted no hubiera incitado a este joven con sus
provocaciones...
--De aquí en adelante--dije yo--seré respetuoso, comedido y
circunspecto, como don Pedro.
Doña Flora me ofreció un dulce, pero viose obligada a poner punto en la
cuestión, porque otras damas, que como ella pertenecían a la clase de
plazas desmanteladas y con artillería antigua, intervinieron
inoportunamente en nuestro diálogo.
He referido la anterior burlesca escena, que parece insignificante y
sólo digna de momentánea atención, porque con ser pura broma, influyó
mucho en acontecimientos que luego contaré, proporcionándome sinsabores
y contrariedades. De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen
tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la
vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera.


VII

Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y
de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, ni
esta tuvo a bien dirigirle mirada alguna. Reconociéndome al punto,
llegose a mí, y con la mayor afabilidad me saludó y felicitó por mi
rápido adelantamiento en la carrera de las armas, de que ya tenía
noticias. No nos habíamos visto desde mi aventura famosa en el palacio
del Pardo. Yo le encontré bastante desfigurado, sin duda por recientes
enfermedades y molestias.
--Aquí serás mi amigo, lo mismo que en Madrid--me dijo entrando juntos
en la sala de juego--. Si estás en la Isla, te visitaré. Quiero que
vengas a las tertulias de mi casa. Dime, cuando vienes a Cádiz, ¿paras
aquí en casa de la condesa?
--Suelo venir aquí.
--¿Sabes que mi parienta aprecia la lealtad de los que fueron sus
pajes?... Ya sabrás que de esta me caso.
--La condesa me lo ha dicho.
--La condesa ya no priva. Hay divorcio absoluto entre ella y los demás
de la familia... ¡oh!, ahora me acuerdo de cuando te encontramos en el
Pardo... Cuando le preguntaron a Amaranta que qué hacías allí, no supo
contestar. Lo que hacías, tú lo podrás decir... ¿Juegas, o no?
--Jugaremos.
--Aquí al menos se respira, chico. Vengo huyendo de las tertulias de mi
casa, que más que tertulias son un cónclave de clérigos, frailucos y
enemigos de la libertad. Allí no se va más que a hablar mal de los
periodistas y de los que quieren Constitución. No se juega, Gabriel, ni
se baila, ni se refresca, ni se hablan más que sosadas y boberías... De
todos modos, es preciso que vengas a mi casa. Mis hermanas me han dicho
que quieren conocerte; sí, me lo han dicho. Las pobres están muy
aburridas. Si no fuese porque lord Gray distrae un poco a las tres
muchachas... Vendrás a casa. Pero cuidado con echártela de liberal y de
jacobino. No abras la boca sino para decir mil pestes de las futuras
Cortes, de la libertad de la imprenta, de la revolución francesa, y ten
cuidado de hacer una reverencia cuando se nombre al rey, y de decir algo
en latín al modo de conjuro siempre que citen a Bonaparte, a Robespierre
o a otro monstruo cualquiera. Si así no lo haces, mi mamá te echará al
punto a la calle, y mis hermanas no podrán rogarte que vuelvas.
--Muy bien; tendré cuidado de cumplir el programa. ¿En dónde nos
veremos?
--Yo iré a la Isla o nos veremos aquí, aunque la verdad... Tal vez no
vuelva. Mi mamá me tiene prohibido poner los pies en esta casa. Vete a
la mía, y pregunta por tu amigo don Diego, el que ganó la batalla de
Bailén. Yo le he hecho creer a mi mamá que entre tú y yo ganamos aquella
célebre batalla.
--¿Y Santorcaz?
--En Madrid sigue de comisario de policía. Nadie le puede ver; pero él
se ríe de todos y cumple con su obligación. Con que juguemos. Yo voy al
caballo.
El juego, antes frío y mal sostenido por personas sin entusiasmo, se
animó con la presencia de Amaranta, que fue a poner su dinero en la
balanza de la suerte. Para que todo marchase a pedir de boca, llegó en
aquel crítico punto lord Gray, de quien dije había desaparecido al
comienzo de la tertulia. Como de costumbre, el espléndido inglés reclamó
para sí las preeminencias de banquero, y tallando él con serenidad,
apuntando nosotros con zozobra y emoción, le desvalijamos a toda prisa.
Sobre todo Amaranta y yo tuvimos una suerte loca. Doña Flora, por el
contrario, veía mermados con rapidez sus exiguos capitales y D. Diego se
mantuvo en tabla con vaivenes de desgracia y fortuna.
Indiferente a su ruina el inglés, más sacaba cuanto más perdía, y todo
lo que de sus bolsillos se trasegó al montón, venía después del montón a
visitar los míos, que se asombraban de una abundancia jamás por ellos
conocida. La función no concluyó sino cuando lord Gray no dio más de sí,
acabándose la tertulia. Los políticos, sin embargo, continuaban
disputando en la sala vecina, aun después de retirada la última moneda
de la mesa de juego.
Cuando salimos para continuar el monte en casa de lord Gray, D. Diego me
dijo:
--Mi mamá cree a estas horas que duermo como un talego. En casa nos
retiramos a las diez. Mi mamá, después de cenar, nos echa la bendición,
rezamos varias oraciones y nos manda a la cama. Yo me retiro a la
alcoba, fingiendo tener mucho sueño, apago la luz y cuando todo está en
silencio, escápome bonitamente a la calle. Muy de madrugada vuelvo, abro
mis puertas con llaves a propósito, y me meto en el lecho. Sólo mis
hermanitas están en el secreto y favorecen la evasión.
Lord Gray nos obsequió en su casa con una espléndida cena; sacamos luego
el libro de las cuarenta hojas y con sus textos pasamos febrilmente
entretenidos la noche. D. Diego en tabla, el inglés perdiendo las
entrañas, y yo ganando hasta que cansados los tres y siempre invariable
y terca la fortuna, dimos por terminada la partida. ¡Oh!, en los
gloriosos años de 1810, 1811 y 1812 se jugaba mucho, pero mucho.
Desde aquella noche no pude volver a Cádiz hasta la tarde del 28 de
Mayo, formando parte de las fuerzas que se enviaron para hacer los
honores a la Regencia, que al día siguiente debía instalarse en el
palacio de la Aduana. Esta ceremonia de la instalación fue muy divertida
y animada tanto el día 29 como el 30, por ser en este los de nuestro
señor rey D. Fernando VII. Cuando estábamos en la Aduana, haciendo
guardia de honor a la Regencia, reunida dentro en sesión solemne, oímos
decir que en aquel mismo día se presentarían en Cádiz al pie de cien
coraceros a la antigua que querían ofrecer sus respetos al poder
central. Al punto que tal oí, acordeme del insigne D. Pedro, y no dudé
que él fuese autor de la diversión que se nos preparaba.
Las doce serían, cuando una gran turba de chicos desembocando por las
calles de Pedro Conde y de la Manzana, anunció que algo muy
extraordinario y divertido se aproximaba; y con efecto, tras el infantil
escuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidos
manifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien a
caballo vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo había
visto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con faja
de capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado,
satisfecho y orgulloso, que no se cambiara por Godofredo de Bouillón
entrando triunfante en Jerusalén.
Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y en
cuanto a armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Como
diversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzada
del obispado de Cádiz
para acabar con los franceses, era de lo más
grotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempo
encontrar.
La multitud les victoreaba, por la sencilla razón de que se divertía;
ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que las
huestes de César o Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto de
Santa María, donde estaban los franceses, no podía verse ni con
telescopio semejante fiesta, que si la vieran, de buena gana habrían
hecho más ruido las risas que los cañones.
Llegaron a la Aduana, pidió permiso el que los mandaba para entrar a
saludar a la Regencia, se lo negamos, creyendo que los de la Junta no
habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el
sable y profiriendo amenazas y bravatas; entramos a notificar a los
señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del
gobierno, y este al fin consintió en ser felicitado por los caballeros a
la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia
de autoridades españolas!
Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entre
los más granados, atravesó el salón de corte, y al encarar con los de la
Regencia hizo una profunda cortesía, irguiose después, paseó su
orgullosa vista de un confín a otro de la sala, metió la mano en el
bolsillo de los gregüescos y con gran sorpresa de todos los que le
veíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre la
martilluda nariz. Tal facha y vestido con anteojos era de lo más
ridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre el
enojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello, no disimulaban
su contento por disfrutar de escena tan chusca.
Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados en
las orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otro
bolsillo y saco un papel, ¡pero qué papel! Lo menos tenía una vara.
Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores, eran unos versos.
Entonces, para hablar al Rey o al público o a las autoridades, privaban
los malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel,
tosió limpiando el gaznate, se atusó los largos bigotes, y con voz
cavernosa y retumbante dio principio a la lectura de una sarta de
endecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos como
obra que eran del mismo personaje que los leía. Siento no poder dar a
mis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieron
ni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido,
que se reducía a encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistiera
a la antigua, único modo de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmo
de los antiguos tiempos.
Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frases
fuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire,
volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotesco
papel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadados
versos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, y
envainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salón
seguido de los suyos.
¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras de
incredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las que
andan en manos de todos, sino otras algo íntimas, y que testigos
presenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condición
sainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en el
período de su incubación? Verdad purísima, santa verdad es lo que he
referido, aunque parece inverosímil, y aún me callo otras cositas por no
ofender el decoro nacional.
Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cádiz con grande
alegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivo
extraordinariamente, sin decidirse por eso a vestir a la antigua... ¡Tan
grande era su buen sentido! Los balcones y miradores se poblaban de
damas, y en la calle la multitud seguía a los cruzados. Sobre todo los
chicos tuvieron un día felicísimo. No faltó más para que aquello se
pareciese a la entrada de D. Quijote en Barcelona, sino que los
muchachos aplicaran a ciertas partes del caballo que montaba don Pedro
las célebres aliagas, y aun creo que algo de esto aconteció al fin del
triunfal paseo y cuando se volvían a la Isla.
Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimos
determinan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mi
vida que voy refiriendo. El 1º de Junio sentíame enfermo y caí con la
fiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueron
víctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor de
ustedes, el cual escapó de las garras de la muerte, después de verse en
estado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.
Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto carácter) no fue
muy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente;
visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron
largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron
fuera de peligro las dos lloraban de alegría.
Durante la convalecencia, D. Diego fue a visitarme, y me dijo:
--Mañana mismo vendrás a mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntan
por ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!
--Iré mañana--le respondí.
Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar e inapelable que
por algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso que D.
Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañas
realizó en Zaragoza, fue destinado a mandar una expedición que debía
salir de Cádiz para desembarcar en el Norte. Renovales era un hombre muy
bravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres de
guerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demás
talentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillero
una proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabado
representando a Pepe Botellas cayéndose de borracho y con un jarro de
vino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía a lo innoble
y ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron mucho
y le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacer
fortuna.
Pues señor, como decía, diose a Renovales un pequeño cuerpo de ejército,
y en este cuerpo de ejército me incluyeron a mí, obligándome, casi
enfermo todavía, a seguir al loco guerrillero en su más loca expedición.
Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, qué
aventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiad
empresas delicadas a hombres ignorantes y populacheros que no tienen más
cualidad que un valor ciego y frenético.
No quiero contar los repetidos desastres de la expedición. Sufrimos
tempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo de
desgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho, parte de las tropas
desembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Gracias
dimos a Dios los pocos que después de tres meses y medio de angustiosas
penas, pudimos regresar a Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de
la aventura. Yo comparé a mis compañeros de entonces con los individuos
de la Cruzada en la falta de sentido común.
Regresamos a Cádiz. Algunos fueron a recibirnos con júbilo creyendo que
volvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos lo
ocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que el
valiente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase de
héroes hemos tenido muchos.
Luego que descansamos un poco, después de poner el pie en tierra, fuimos
a presentarnos a las autoridades de la Isla. Era el 24 de Setiembre.


VIII

Una gran novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla.
Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y edificios
públicos, y endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de
gala la Naturaleza a causa de la hermosura de la mañana y esplendente
claridad del sol, todo respiraba alegría. Por el camino de Cádiz a la
Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plaza
de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros:--¡A las
Cortes, a las Cortes!
Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la
sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del
rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso
comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los
muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con
sus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de la
multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos
matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus
esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta
alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que
unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne
decía sin cesar:--¡A las Cortes, a las Cortes!
Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus
meriendas a la espalda y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de
las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia
estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus
andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla,
dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y
algazara se distinguía claramente el grito general:--¡A las Cortes, a las
Cortes!
Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el
blanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros
de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y
marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y
veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse
paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el
primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y
periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la
aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella
felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero
de:--¡Las Cortes, las Cortes!
En la taberna del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en
honor del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos,
picadores, carniceros y chalanes, habían diferido sus querellas para que
la majestad de tan gran día no se turbara con ataques a la paz, a la
concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron
sus puestos corriendo hacia la Cortadura que se inundó de mancos, cojos
y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre la
mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y la
caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime,
diciendo:--¡Por las Cortes, por las Cortes!
Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza,
juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran
acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros
porque habían oído hablar de las Cortes y querían saber lo que eran. La
general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid en Abril
de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.
Cuando llegué a la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha
gente. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión.
En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz
en grito las campanas y gritaba el pueblo, y se estrujaban hombres y
mujeres contra las paredes, y los chiquillos trepaban por las rejas, y
los soldados formados en dos filas pugnaban por dejar el paso franco a
la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no era posible que vieran
todos.
Aquella procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes
ni de príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara
la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos
de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los
más. Precedíales el clero con el infante de Borbón de pontifical y los
individuos de la Regencia, y les seguía gran concurso de generales,
cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo, altos empleados,
consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de los cuales
ignoraban qué era aquello.
La procesión venía de la iglesia mayor donde se había dicho solemne misa
y cantado un Te Deum. El pueblo no cesaba de gritar ¡Viva la
nación!
, como pudiera gritar ¡viva el rey!, y un coro que se había
colocado en cierto entarimado detrás de una esquina entonó el himno, muy
laudable sin duda, pero muy malo como poesía y música; que decía:
Del tiempo borrascoso
que España está sufriendo
va el horizonte viendo
alguna claridad.
La aurora son las Cortes
que con sabios vocales
remediarán los males
dándonos libertad.
El músico había sido tan inhábil al componer el discurso musical, y tan
poco conocía el arte de las cadencias, que los cantantes se veían
obligados a repetir cuatro veces que con sabios, que con sabios, etc.
Pero esto no quita su mérito a la inocente y espontánea alegría popular.
Cuando pasó la comitiva encontré a Andrés Marijuán, el cual me dijo:
--Me han magullado un brazo dentro de la iglesia. ¡Qué gentío! Pero me
propuse ver todo y lo vi. Lindísimo ha estado.
--¿Pero ya empezaron los discursos?
--Hombre no. Dijo una misa muy larga el cardenal narigudo, y luego los
regentes tomaron juramento a los procuradores, diciéndoles:--¿Juráis
conservar la religión católica? ¿Juráis conservar la integridad de la
nación española? ¿Juráis conservar en el trono a nuestro amado rey D.
Fernando? ¿Juráis desempeñar fielmente este cargo?, a lo cual ellos iban
contestando que sí, que sí y que sí. Después echaron un golpe de órgano
y canto llano y se acabó. Gabriel, a ver si podemos entrar en el salón
de sesiones.
Yo no creí prudente intentarlo; pero fui hacia allá, codeando a diestro
y siniestro, cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se
agolpaban masas de gente y no pocos coches, sentí que vivamente me
llamaban, diciendo:--Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel, Sr. de
Araceli.
Miré a todos lados, y entre el gentío vi dos abanicos que me hacían
señas y dos caras que me sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flora. Al
punto me uní a ellas, y después que me saludaron y felicitaron
cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta dijo:
--Ven con nosotras, tenemos papeletas para entrar en la galería
reservada.
Subimos todos, y por la escalera pregunté a la condesa si algún
acontecimiento había modificado la situación de nuestros asuntos,
durante mi ausencia, a lo que me contestó:
--Todo sigue lo mismo. La única novedad es que mi tía padece ahora un
reumatismo que la tiene baldada. Doña María la domina completamente y es
quien manda en la casa y quien dispone todo... No he podido ni una vez
sola ver a Inés, ni ellas salen a la calle, ni es posible escribirle. Yo
esperaba con ansia tu llegada, porque D. Diego prometió llevarte allá.
Cuando vayas espero grandes resultados de tu celosa tercería. A lord
Gray no hay quien le saque una palabra; pero los indicios de lo que te
dije aumentan. Por la criada sabemos que doña María está con una oreja
alta y otra baja, y que el mismo D. Diego, con ser tan estúpido, lo ha
descubierto y rabia de celos. Mañana mismo es preciso que vayas allá,
aunque yo dudo mucho que la de Rumblar quiera recibirte.
No hablamos más del asunto porque el Congreso Nacional ocupó toda
nuestra atención. Estábamos en el palco de un teatro; a nuestro lado en
localidades iguales veíamos a multitud de señoras y caballeros, a los
embajadores y otros personajes. Abajo en lo que llamamos patio, los
diputados ocupaban sus asientos en dos alas de bancos: en el escenario
había un trono, ocupado por un obispo y cuatro señores más y delante los
secretarios del despacho. Poco habían unos y otros calentado los
asientos, cuando los de la Regencia se levantaron y se fueron como
diciendo: «Ahí queda eso».
--Esta pobre gente--me dijo Amaranta--no sabe lo que trae entre manos.
Mírales cómo están desconcertados y aturdidos sin saber qué hacer.
--Se ha marchado el venerable obispo de Orense--dijo doña Flora--. Por
ahí se susurra que no le hacen maldita gracia las dichosas Cortes.
--Por lo que oigo, están eligiendo quien las presida--dije--. Hay aquí
un traer y llevar de papeletas que es señal de votación.
--Buenas cosas vamos a ver hoy aquí--añadió Amaranta con el regocijo que
da la esperanza de una diversión.
--Yo lo que quiero es que prediquen pronto--añadió doña Flora--.
Prontito, señores. Veo que hay muchos clérigos, lo cual es prueba de que
no faltarán picos de oro.
--Pero estos clérigos filósofos son torpes de lengua--afirmó Amaranta--.
Aquí hablarán más los seglares, y será tal el barullo, que veremos
escenas tan graciosas como las de un concejo de pueblo con fuero. Amiga,
preparémonos a reír.
--Ya parece que tienen presidente. Oigamos lo que lee aquel caballerito
que está en el escenario y que parece un mal actor que no sabe el papel.
--Está conmovido por la majestad del acto--repuso Amaranta--. Me parece
que estos señores darían algo ahora porque les mandasen a sus casas.
Verdaderamente las fachas no son malas.
--Desde aquí veo al vizconde de Matarrosa--indicó doña Flora--. Es aquel
mozalbete rubio. Le he visto en casa de Morlá, y es chico despejado...
Como que sabe inglés.
--Ese angelito debiera estar mamando, y le van a dispensar la edad para
que sea diputado--repuso la condesa--. Como que no tiene más años que
tú, Gabriel. Vaya unos legisladores que nos hemos echado. Aquí tenemos
Solones de veinte abriles.
--Querida condesa--dijo la otra--desde aquí veo todas las narices y toda
la boca de D. Juan Nicasio Gallego. Está abajo entre los diputados.
--Sí, allí está. De un bocado se tragará Cortes y Regencia. Es el hombre
de mejores ocurrencias que he visto en mi vida, y de seguro ha venido
aquí a reírse de sus compañeros de procuraduría. ¿No es aquel que está a
su lado D. Antonio Capmany? ¡Miren qué facha! No se puede estar quieto
un instante y baila como una ardilla.
--Ese que se sienta en este momento es Mejía.
--También veo la cara seráfica de Agustinito Argüelles. Dicen que este
predica muy bien. ¿Ve usted a Borrull? Cuentan que este no quiere
Cortes. Pero empiece de una vez la función ¡qué pesados son!
--Aquí como no se paga la entrada, no hay derecho a impacientarse.
--Ya está dispuesta la presidencia. ¿Tocarán un pito para empezar?
--Yo tengo una curiosidad por oír lo que digan...
--Y yo.
--Será un disputar graciosísimo--dijo Amaranta--porque cada cual pedirá
esto y lo otro y lo de más allá.
--Conque salga uno diciendo: «Yo quiero tal cosa», y otro responda:
«Pues no me da la gana», se animará esta desabrida reunión.
--¡Cuándo las habrán visto más gordas! Será gracioso oír a los clérigos
gritar: «Fuera los filósofos», y a los seglares: «Fuera los curas». Veo
con sorpresa que el presidente no tiene látigo.
--Es que guardarán las formas, amiga mía.
--¿En dónde han aprendido ellos a guardar formas?
--Silencio, que va a hablar un diputado.
--¿Qué dirá? Nadie lo entiende.
--Se vuelve a sentar.
--En el escenario hay uno que lee.
--Se levantarán algunos de sus asientos.
--Ya. Acaban de decir que quedan enterados.
--Nosotros también. Tanto ruido para nada.
--Silencio, señores, que vamos a oír un discurso.
--¡Un discurso! Oigamos. ¡Qué ruido en los palcos!
Si no calla el público, el presidente mandará bajar el telón.
--¿Es aquel clérigo que está allí enfrente quien va a hablar?
--Se ha levantado, se arregla el solideo, echa atrás la capa. ¿Le conoce
usted?
--Yo no.
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