Cádiz - 11

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obsequió con un banquete como para reyes. Dioles a beber los mejores
vinos; los pobres, se reían unos y lloraban otros; pero todos se
emborracharon. Luego fue preciso echarles a puntapiés de la casa, y
trabajamos tres días para limpiarla, porque dejaron por fanegas las
pulgas y otra cosa peor.
--Pero ¿dónde está en este momento milord?
--Debe andar ahora allá por el Carmen.
Dirigime hacia el Carmen Calzado, cuyo gran pórtico frontero a la
Alameda, llama la atención del forastero. No es una obra maestra de los
buenos tiempos de nuestra arquitectura aquella fachada, pero los mil
accidentes con que lujosamente la adornó la imaginación del artista, le
dan cierta belleza que el mar allí cercano parece que fantasea a su
antojo. No sé por qué se me ha parecido siempre dicho frontispicio a las
popas de los grandes navíos antiguos; hasta parece que se mece
gallardamente impulsado por el viento y las olas. Los santos que lo
adornan semejan farolones gigantescos; las hornacinas troneras, los
barandajes, los nichos, las mórbidas roscas de las columnas salomónicas,
todo se me antoja como perteneciente al dominio de la antigua
arquitectura naval.
Caía la tarde. Entraban mansamente los buenos frailes, como ovejas que
vuelven al aprisco; los pobres árboles de la Alameda apenas sombreaban
el espacio que media entre el edificio y la muralla, y el sol iluminaba
el frontis, dorándolo completamente. En línea recta se extendía la
pequeña pared del convento; y en su extremo una puertecilla estrecha,
que servía de ingreso al claustro, estaba completamente obstruida por un
regular gentío que hormigueaba allí en formas oscuras y movedizas,
acompañadas de un rumor sordo o gruñido chillón, como de plebe menuda
que se impacienta. Eran los pobres que esperaban la sopa boba.
En Cádiz no han abundado tanto como en otros lugares los mendigos
haraposos y medio desnudos, esos escuadrones de gente llagada, sarnosa e
inválida que aún hoy nos sale al encuentro en ciudades de Aragón y
Castilla. Pueblo comercial de gran riqueza y cultura, Cádiz carecía de
esa lastimosa hez; pero en aquellos tiempos de guerra muchos pedigüeños
que pululaban en los caminos de Andalucía, refugiáronse en la
improvisada corte. Para que nada faltase y fuese Cádiz en tales días
compendio de la nacionalidad española, puso allí sus reales hasta la
hermandad de pan y piojos, que tanto ha figurado en nuestra historia
social, y tanto, tantísimo ha dado que hablar a propios y extranjeros.
Acerqueme a los infelices y los vi de todas clases; unos mutilados,
otros entecos, demacrados y andrajosos los más, y todos chillones,
desenfadados, resueltos, como si la mendicidad, más que la desgracia,
fuese en ellos un oficio y gozasen a falta de rentas, del fuero
inalienable y sagrado de pedir al resto del humano linaje. Salió el lego
con el calderón de bazofia, y allí era de ver cómo se empujaban y
revolvían unos contra otros, disputándose la vez, y con qué bríos y con
qué altivo lenguaje alargaban el cazuelillo. Repartía el cogulla a
diestro y siniestro golpes de cuchara, y ellos se aporreaban para
quitarse la ración, y entre manotadas y coces iban logrando la parte
correspondiente, para retirarse después a un rincón, donde pacíficamente
se lo comían.
Yo les miraba con lástima, cuando divisé en el hueco de una puerta una
figura que me hizo quedar perplejo y aturdido. No creyendo a mis ojos la
miré y remiré, sin convencerme de que era realidad lo que ante mí tenía.
El mendigo que así llamaba mi atención (pues mendigo era) vestía con los
andrajos más desgarrados, más rotos, más desordenados y extravagantes
que puede darse. Aquel vestido no era vestido, sino una informe hilacha
que se deshacía al compás de los movimientos del individuo. La capa no
era capa sino un mosaico de diversas y descoloridas telas; pero tan mal
hilvanadas que el aire se entraba por las mil puertas, ventanas y rejas,
obra de la tosca aguja. Su sombrero no era sombrero, sino un mueble
indefinido, una cosa entre plato y fuelle, entre forro y cojín vacío; y
por este estilo las demás prendas de su cuerpo anunciaban el último
grado de la miseria y abandono, cual si todas hubiesen sido recogidas
entre aquello que la misma mendicidad arroja de sí, materias que se
devuelven a la masa general de lo inorgánico, para que de nuevo tomen
forma en las revoluciones del universo.
También me causó sorpresa ver el garbo con que el hi de mala mujer se
terciaba la capita y echaba sobre la ceja el sombrerete y guiñaba el ojo
a los compañeros, y decía donaires al buen lego. Pero ¡ay!, lo que más
que traje y sombrero me asombró, dejándome lelo delante de tan
esclarecido concurso, fue la cara del mendigo, sí señores, su cara;
porque sepan ustedes que era la del mismísimo lord Gray.


XXII

Creí soñar, le miré mejor, y hasta que no me llamó saludándome, no me
atreví a hablarle, temiendo padecer una equivocación.
--No sé, milord--le dije--si debo reírme o enfadarme de ver a un hombre
como usted, con ese traje, y llenando su escudilla en la puerta de un
convento.
--El mundo es así--me respondió--. Un día arriba y otro abajo. El hombre
debe recorrer toda la escala. Muchas veces paseando por estos sitios, me
detenía a contemplar con envidia la pobre gente que me rodea. Su
tranquilidad de espíritu, su carencia absoluta de cuidados, de
necesidades, de relaciones, de compromisos; despertaron en mí el deseo
de cambiar de estado, probando por algún tiempo la inefable satisfacción
que proporciona este eclipse de la personalidad, este verdadero sueño
social.
--Es verdad, milord, que tan descomunal extravagancia no la he visto
jamás en ningún inglés, ni en hombre nacido.
--Parece esto una aberración--me dijo--. La aberración está en usted y
en los que de ese modo piensan. Amigo, aunque parezca contradictorio, es
cierto que para ponerse encima de todo lo creado, lo mejor es bajar aquí
donde yo estoy... Lo explicaré mejor. Yo tenía la cabeza loca del ruido
de los martillos de Londres, y venía maldiciendo la ingrata tierra en
que el hombre para poder vivir necesita hacer clavos, bisagras y
cacerolas. ¡Bendita tierra esta, donde el sol alimenta y donde lleva la
atmósfera en su inmensa masa ignoradas sustancias!...
»Mi cuerpo se rebela hace tiempo contra los repugnantes bodrios de
nuestros cocineros, inmundos envenenadores del humano linaje. Yo sentía
ha tiempo profundo rencor hacia los sastres, que serían capaces de
ponerle casaquín, chupa y corbata al Apolo de Fidias si se lo
permitieran. Yo experimentaba profunda aversión hacia las casas y
ciudades, que, según vamos viendo en nuestra graciosa época, sólo sirven
para que se luzcan y diviertan los artilleros destruyéndolas. Yo
detestaba cordialmente la sociedad de los hombres de hoy compuesta de
multitud de casacas que hacen cortesías, y dentro de las cuales suele
haber la persona de un hombre. Me horrorizaba al oír hablar de naciones,
de políticas, de diferencias religiosas, de guerras, de congresos;
invenciones todas de la necedad humana que al mismo tiempo que ha
establecido leyes, estados, privilegios, dogmas, ha inventado cañones y
fusiles para destruirlo todo. Yo detestaba los libros que se han creado
para muestra de que no hay en todo el mundo dos hombres que piensen de
la misma manera, y que nacieron en manos de un artesano, como en manos
de un fraile la pólvora, otra especie de libro que habla más alto, pero
que tampoco dice nada que no sea confusión.
Lord Gray se expresaba con exaltado acento. Tomé su mano y advertí que
quemaba.
--Vi luego este país bendito, y mi pensamiento agitado descansó
contemplando esta suprema estabilidad, este profundo reposo, este sueño
benéfico de la sociedad española. Mis ojos se deleitaron contemplando en
la inmensidad de la tierra las siluetas de los grandes conventos, a cuyo
amparo protector un pueblo, a quien todo se lo dan hecho, puede esparcir
su gran fantasía por los espacios de lo soñado y buscar lo ideal en la
única región donde existe; sin cuidarse de desempeñar papeles más o
menos difíciles en la sociedad, sin cuidarse de su persona, ni de los
molestos accidentes del escenario humano, que se llaman posición,
representación, nombre, fortuna, gloria... Quise saciar mi ardiente
anhelo de conocer este beatífico estado, y aquí me tiene usted en él.
»Amigo mío, durante dos días he vivido tan lejos de la sociedad, cual si
me hubiera transportado a otro planeta; he podido apreciar la rara
hermosura de un día de sol, la pureza del ambiente, la profunda
melancolía de la noche, mar donde el pensamiento navega a su antojo sin
llegar jamás a ninguna orilla; he experimentado la indecible
satisfacción de que centenares de hombres con casaca, entorchados y
sombreros de distintas formas, pero todos más feos que los que en Egipto
ponen al buey Apis, pasen junto a mí sin saludarme; he conocido el
purísimo deleite de ver pasar los minutos, las horas, los días, cual
cortejo de dulces sombras que llevan en sus suaves manos la vida, a la
manera de aquellas deidades hermosísimas que pintaron los antiguos,
transportando en sus brazos las almas de los justos al cielo; he
saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de
sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi
pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el
lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes,
de ocupaciones, de molestias sin fin.
Después de una breve pausa, prosiguió así:
--Esta gente que me rodea tiene las mismas pasiones que las de allá
arriba; pero no disimula nada. Es una ventaja. Prendas diversas les
caracterizan, pero aquí todo es abrupto y primitivo como las rocas,
donde no ha golpeado aún el martillo del hombre para labrar un camino.
Los hay más crueles que Glocester, más mentirosos que Walpole, más
orgullosos que Cromwell, más poetas que Shakespeare, y casi todos son
ladrones. Yo me deleito con la salvaje manifestación de sus pasiones y
me finjo ignorante de sus truhanerías. Aquel viejo que allí se ve
haciendo cruces encima de la escudilla, me ha robado todos los doblones
de oro que yo llevaba en mi bolsillo. Juntos pasábamos largas horas por
las noches en la muralla. Él me contaba vidas de santos españoles; yo
fingía dormitar, embelesado por los místicos encantos de su relato, y
entonces metía bonitamente sus manos en mi bolsillo para sacarme el
dinero. Yo lo observaba y callaba, gozándome en su avariciosa
concupiscencia, como se goza viendo un abismo, una tempestad, un
incendio o cualquier aparente desorden de la naturaleza. Aquellos
gitanos que están allí rezando el rosario, me han entretenido dulcemente
contándome sus ingeniosas maneras de robar.
»Amigo mío; aquí también hay una especie de alta sociedad, y se pasa el
rato alegremente en conciertos, fiestas y representaciones. Los romances
moriscos que recita aquella vieja que parece exacto traslado de la tía
Fingida, y en efecto lo es, han producido en mí mayor sensación que las
fanfarronadas de todos los cómicos modernos. Hay allí una muchacha
ciega, a quien llaman la Tiñosa, la cual canta el jaleo y el ole con
tanto primor, que oyéndola he sentido emociones dulcísimas y me he
trasportado a las últimas, a las más remotas regiones de lo ideal.
Aquellos niños cojos y mancos, en cuyos grandes ojos negros parece
centellear el genio del gran pueblo que guerreó durante siete siglos con
los moros y descubrió, conquistó y dominó regiones y continentes hasta
que ya no había más mundo para saciar su ambición, aquellos niños, digo,
son la más graciosa pareja de pilletes que he visto en mi vida, y cuanta
sal, ingenio y travesura ha derramado la Naturaleza en granujas de
Madrid, léperos de Méjico, lazzaronis de Nápoles, lipendes de Andalucía,
pilluelos de París, pic-pockets de Londres, es nada en comparación de
su gran ciencia. Si les educaran, es decir, si les corrompieran
torciendo el natural curso de sus instintos, yo quisiera ver dónde se
quedaban Pitt, Talleyrand, Bonaparte, y todos los grandes políticos de
la época.
--Amigo--le dije sin poder reprimir mi enfado--me da compasión verle a
usted entre esta desgraciada gente, y más aún oírle encomiar su triste
estado.
--No parece sino que nosotros somos mejores que ellos. ¡Ah! Desde que
hay en España filósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos
de estadista, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis
buenos amigos, lo mismo que a los salteadores de caminos, que no son
otra cosa que una protesta viva contra los privilegios de los
cosecheros; a los buenos frailes que son la piedra fundamental de esta
armonía envidiable, de este sistema benéfico, en que todos viven
modestamente sin molestarse unos a otros.
Esto decía cuando una vieja que acababa de llenar la escudilla, llegose
a nosotros y después de pedirme una limosna, que le di, puso la
descarnada mano sobre el hombro del par de Inglaterra y cariñosamente le
dijo:
--Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te traigo esta tarde! Alégrate,
picarón, y escupe otra moneda amarilla, otro pedazo de sol como el que
ayer me diste en premio de mis desinteresados servicios.
--¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de las busconas?
--A mí no se me han de decir esos feos vocablos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi
vida he hecho algo que tenga olor de alcahuetería? Aquí donde me ven,
yo, doña Eufrasia de Hinestrosa y Membrilleja soy muy principal y mi
difunto fue empleado en la renta del noveno y el excusado. Pero vamos a
lo que importa.
--¿Fuiste allá, brujita mía?
--Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi doña María! Hemos brindado
juntas muchos paternoster, a modo de copas de vino, en esta iglesia
del Carmen y en obsequio de nuestros respectivos difuntos. Señora más
enseñorada no la hay en todo Cádiz. En generosidad no, pero en
principalidad se monta por encima de cuanta gente conozco, que es medio
mundo. Me da algunos ochavos y lo que sobra de la olla que es (dicho sea
sin incurrir en el feo vicio de la murmuración) bien poco sustanciosa.
Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y
huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la
noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más
patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera
de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y
allí de las mías.
»En cuarenta años de piadoso ejercicio en este ajetreo de ablandar
muchachas, avivar inclinaciones, y hacer el recado, ¿qué no habré
aprendido, niñito mío, qué trazas no tendré, qué maquinaciones no
inventaré, y qué sutilezas no me serán tan familiares como los dedos de
la mano? Así es que si me hallo con bríos para pegársela al mismo
Satanás, de quien estos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómo no
he de poder pegársela a doña María, que aunque principalota, se deja
embobar por un credo bien rezado y por una parla sobre la gente antigua,
siempre que cuide uno de adornar el rostro con dos lagrimones, de cruzar
las manos y mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos de las maldades
y vicios de estos modernos tiempos!»?
--Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Qué recado me traes?
--¿Qué recado? Tres días de santa conferencia he empleado, mi niño. ¿Qué
ha de hacer la pobrecita? Creo que está dispuesta a echarse fuera y huir
contigo a donde quieras llevarla. Para entrar en la casa y en el sagrado
tabernáculo de su alcoba, ya tienes las llavecitas que has forjado,
gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh, dichoso, mil veces dichoso
niño! Ya sabes que la doña María duerme en aquella alcobaza de la
derecha y las tres niñas en un cuarto interior. La sala y dos piezas más
separan un dormitorio de otro: no hay peligro ninguno.
--¿Pero no te ha dado recado escrito o de palabra?
--Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niña poco cortés para no
contestarte. En esta hoja de libro que aquí traigo, marca, apunta y
especifica el día, hora y punto en que caerá en los brazos de este
haraposo la más...
--Calla y dame.
--Paciencia. Hoy me ha dicho doña María que tiene un dormir tan profundo
como el de los muertos. Eso prueba una conciencia tranquila. ¡Dios la
bendiga!... Ahora, para darte el documento, deja caer sobre mí el rocío
de esas monedas de oro que me fueron prometidas.
Lord Gray dio algunas monedas a la vieja, recogiendo luego un papel que
guardó en el seno. Después se levantó, dispuesto a partir conmigo.
--Vámonos--le dije--o estrangulo a esa maldita bruja.
--Es una respetable señora esta doña Eufrasia--me contestó con ironía--.
Admirable tipo que hace revivir a mi lado la incomparable tragicomedia
de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.
Y luego, volviéndose hacia la miserable turba, con voz entre grave y
burlona, le dijo:
--Adiós España; adiós soldados de Flandes, conquistadores de Europa y
América, cenizas animadas de una gente que tenía el fuego por alma y se
ha quemado en su propio calor; adiós, poetas, héroes y autores del
Romancero; adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Almadrabas de
Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de Córdoba, Vistillas de Madrid,
Azoguejo de Segovia, Mantería de Valladolid, Perchel de Málaga,
Zocodover de Toledo, Coso de Zaragoza, Zacatín de Granada y los demás
que no recuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, holgazanes que en un
siglo habéis cansado a la historia. Adiós, mendigos, aventureros,
devotos, que vestís con harapos el cuerpo y con púrpura y oro la
fantasía. Vosotros habéis dado al mundo más poesía y más ideas que
Inglaterra clavos, calderos, medias de lana y gorros de algodón. Adiós,
gente grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y
trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación, de dignidad,
y con más chispa en la mollera que lumbre tiene en su masa el sol. De
vuestra pasta se han hecho santos, guerreros, poetas y mil hombres
eminentes. ¿Es esta una masa podrida que no sirve ya para nada? ¿Debéis
desaparecer para siempre, dejando el puesto a otra cosa mejor, o sois
capaces de echar fuera la levadura picaresca, oh nobles descendientes de
Guzmán de Alfarache?... Adiós, Sr. Monipodio, Celestina, Garduña,
Justina, Estebanillo, Lázaro, adiós.
Indudablemente lord Gray estaba loco. Yo no pude menos de reír oyéndole,
en lo cual me imitaron los pilletes a quienes se dirigía, y pensé que
las ideas expresadas por él eran frecuentes entre los extranjeros que
venían a España. Si eran exactas o no, mis lectores lo sabrán.
--Amigo--me dijo el lord--uno de los placeres más halagüeños de mi vida
es pasar largas horas entre las ruinas.
Marchábamos despacio por la muralla adelante hacia las Barquillas de
Lope, cuando encontramos a dos padres del Carmen que volvían
apresuradamente a su casa.
--Adiós, Sr. Advíncula--dijo lord Gray.
--¡San Simeón bendito!--exclamó perplejo uno de los frailes--. ¡Es
milord! ¡Quién le había de conocer en semejante traje!
Uno y otro carmelita rieron a carcajada tendida.
--Voy a soltar el manto real.
--Creíamos que milord se había marchado a Inglaterra.
--Y me alegré, sí señor me alegré--dijo el más joven--porque no quiero
compromisos, y milord me está comprometiendo. Acabáronse las
condescendencias peligrosas.
--Bueno--dijo Gray con desdén.
El más anciano preguntó:
--¿Entró al fin milord en el seno de la iglesia católica?
--¿Para qué?
--Ese traje--dijo fray Pedro Advíncula con sorna--indica que milord se
prepara a ello con dolorosas penitencias... Veo que ahora usted se las
arregla usted por sí mismo, y que no necesita amigos.
--Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe usted que mañana me marcho?
--¿Sí? ¿Para dónde?
--Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz. Vayan al diablo los
gaditanos.
--Me alegro. La señora se defiende bien. Su casa es una fortaleza a
prueba de galanes. ¿Sabe usted que lo ha hecho por consejo mío?
--¡Picarón!...
--¿De veras que ya no hay nada?
--Nada.
--Es una determinación acertada. Hágase usted católico y le prometo
arreglarlo todo.
--Ya es tarde.
Advíncula rió de muy buena gana, y apretando las manos al lord, ambos
frailes se despidieron de él con cariñosas demostraciones.


XXIII

Dos horas después, lord Gray estaba en el salón de su casa, vestido como
de costumbre, después de haber borrado con abundantes abluciones la
huella de sus barrabasadas picarescas.
Vestido al fin con la elegancia y el lujo que le eran comunes, mandó que
pusiesen la cena, y en tanto que venían dos personas a quienes dirigió
verbal invitación por conducto de sus criados, paseábase muy agitado en
la larga estancia. A ratos me dirigía algunas palabras, preguntas
incongruentes y sin sentido; a ratos se sentaba junto a mí como
intentando hablarme, pero sin decir nada.
Como el oro improvisa maravillas en la casa del rico, la mesa (sólo
había en ella cuatro cubiertos) ofrecía esplendidez portentosa.
Centenares de luces brillaban en dorados candelabros, reflejándose en
mil chispas de varios colores sobre los vasos tallados y los vistosos
jarros llenos de flores y frutas. El mismo desorden que allí había, como
en todo lo perteneciente a lord Gray, hacía más deslumbradora la extraña
perspectiva del preparado festín.
Al fin, mostrando impaciencia, dijo el inglés:
--Ya no pueden tardar.
--¿Los amigos?
--Son amigas. Dos muchachas.
--¿Las que dan quehacer a la señora Alacrana?
--Araceli--dijo con inquietud--¿usted oyó el coloquio que conmigo tuvo
aquella mujer?... Es una indiscreción. Los buenos amigos cierran los
oídos al susurro de lo que no les importa.
--Yo estaba tan cerca, y la señora Alacrana se cuidaba tan poco de la
presencia de un extraño, que no pude cerrar los oídos. Milord, lo oí
todo.
--Pues muy mal, muy mal--exclamó con acritud--. Todo aquel que se jacte
de conocer lo que yo quiero ocultar hasta de Dios, es mi enemigo. ¿No he
dicho lo mismo otra vez?
--Entonces reñiremos, lord Gray.
--Reñiremos.
--¿Por tan poca cosa?--dije afectando buen humor, pues no me convenía
chocar con él en ocasión tan inoportuna--. Yo soy el más discreto y
prudente de los hombres. Usted mismo me ha puesto al corriente de sus
aventuras. Vamos, amigo mío, seamos francos. ¿No me dijo usted mismo que
pensaba llevársela a Malta?
Lord Gray sonrió.
--Yo no he dicho eso--exclamó vacilando.
--Usted... usted mismo. Y yo prometí ayudarle en la empresa, a cambio de
su auxilio para matar a mi aborrecido rival Currito Báez.
--Es verdad--dijo riendo--. Bien, amigo mío. Mataremos a Currito y
robaremos a la muchacha. En caso de que necesite ayuda ¿puedo contar con
usted?
--Sin duda. Sólo me falta saber para cuándo se dispone el gran golpe.
--¿Qué golpe?
--El del rapto.
Lord Gray meditó largo rato. Sin duda vacilaba en fiarse de mí.
--Para el rapto no necesito de nadie--dijo al fin--. Necesitaré sí para
huir de Cádiz, lo cual no es cosa fácil.
--Yo sacaré a usted del apuro. Sepamos cuándo...
--¿Cuándo?
--Para ayudar a usted necesito pedir licencia con anticipación.
--Es verdad. Pues bien. Antes me arrancaré la lengua que revelarle a
usted todavía el lugar y la persona...
--Ni yo quiero saberlo: lo que me importa es la hora...
--Es cierto... Bien; repito que ni lugar ni persona los sabrá usted.
Diré únicamente...
Sacó un papel que reconocí como el mismo que le entregara la Alacrana, y
añadió:
--Este papel fija día y hora. Será mañana por la noche.
--Basta. Es todo lo que necesito saber. Mañana por la noche.
--Lo demás no lo diré ni a mi sombra. Temo traiciones y emboscadas y
desconfío hasta de mis mejores amigos.
--Ni yo quiero ser indiscreto preguntando... No me importa. Me basta
saber que mañana a la noche tengo que venir a Cádiz para ponerme a
disposición de un amigo a quien estimo mucho.
Yo pensé que lord Gray escondería de mis ojos el papel que tan extraños
avisos traía para él, pero con gran sorpresa mía, me lo mostró. Era una
hoja de un libro, en cuyo margen había algunas rayas con lápiz.
--¿Esta es la carta? A fe que no puedo entender lo que dice, ni es fácil
conocer el carácter de la escritura.
--Yo lo entiendo bien... Estas rayas se refieren a determinadas letras
de los renglones impresos y con un poco de paciencia se descifra. Pero
me parece que sabe usted bastante. Silencio, pues, y no se nombre más
este asunto. Me mortifica, me pone nervioso y colérico el ver que hay
alguien que posee una parte de mi secreto. Ahora no pensemos más que en
Currito Báez. Amigo, siento deseo irresistible, anhelo profundo de matar
a un hombre.
--Yo también.
--¿Cuándo le despachamos?
--Mañana por la noche se lo diré a usted.
--¿Quiere usted que le ejercite un poco en la esgrima?
--Nada más oportuno. Vengan los floretes. Espero adquirir de aquí a
mañana tanta destreza como mi maestro.
Empezamos a tirar.
--¡Oh, qué fuerte está usted, amigo!--dijo al recibir una estocada
medianilla.
--No estoy mal, no.
--¡Pobre Currito Báez!
--Sí. ¡Pobre Currito Báez! Mañana veremos.
Sonó en la escalera gran estrépito, suspendimos al punto el juego,
permaneciendo con los floretes en la mano en actitud observadora, y he
aquí que entran metiendo ruido y cual brazos de mar que todo lo arrollan
e inundan delante de sí, dos mozas de lo mejor que puede criar
Andalucía. ¿Las conocéis? Eran María Encarnación llamada la Churriana y
Pepilla la Poenca, a quien nombraban así por ser sobrina del Sr. Poenco.
--¡Endinote!--exclamó una corriendo ligerísima hacia mi amigo--. ¿Cómo
tanto tiempo sin verte? ¿No sabías que esta probe se estaba muriendo?
--Miloro está encalabrinao por aquí dentro, y ya no quiere nada con la
gente de la Viña.
--Amable canalla--dijo el inglés--, sentaos. Sentaos y cenemos.
Los cuatro tomamos asiento y no pasó después nada digno de contarse, por
lo cual me abstengo de quitar espacio y atención a asuntos de mayor
importancia.


XXIV

D. Diego de Rumblar fue a despertarme a mi alojamiento en la tarde del
siguiente día. No habiendo podido dormir en la noche, había pasado en
calenturientos sueños parte del día, y me hallaba al despertar afectado
de gran postración. Mi alma llena de tristeza se abatía, incapaz del
menor vuelo, y encontrándose inferior a sí misma, hasta parecía perder
aquella antigua pena que le producían sus propias faltas, y se adormecía
en torpe indiferencia. Tolerante con los errores, con los extravíos, con
el mismo vicio, iba degradándose de hora en hora. D. Diego me dijo:
--Te participo que el sábado de esta semana tendrán lugar en casa dos
acontecimientos. Yo me caso y mi hermana entrará de novicia en las
Capuchinas de Cádiz.
--Lo celebro.
--Ya he perdido aquellos escrúpulos, hijos de una delicadeza excesiva y
ridícula. Mi mamá me dice que soy un asno si al punto no me decido.
--Tiene razón.
--Además, chico, has de saber que mi mamá me ha sitiado por hambre.
--¡Por hambre!
--Sí, hombre. Asegura que nuestra fortuna está por los suelos a causa de
la guerra, y luego añade: «Como no te cases, hijo, ¡no sé cómo podremos
vivir!». A todas estas ni un real para mis gastos. Eminente joven,
gloria de la patria, si le prestaras cuatro duros al señor conde de
Rumblar, Europa entera te lo agradecería.
Le di los cuatro duros.
--Gracias, gracias, benemérito soldado. Te los pagaré cuando me case.
Dime, ¿no te parece que hago bien en desechar vanos escrúpulos?
--¿Eso qué duda tiene?
--Lord Gray no ha vuelto por casa; nadie sabe dónde está, y es probable,
que haya marchado a Inglaterra.
--Creo que en efecto se ha marchado a su país.
--Te advierto que mi novia no me puede ver ni pintado; pero eso no hace
al caso. Mi madre me ha bloqueado por mar y tierra, y yo me rindo,
chico, me rindo a discreción. Con mi señora mamá no hay burlas,
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