Cádiz - 16

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en aquella sala, y no podía apartar el pensamiento del desolado cuadro
que había visto. Delante de mí estaba la de Rumblar en la misma actitud
en que antes la he descrito. El fenómeno de su llanto me llenaba de
asombro. A mi lado la marquesa de Leiva lloraba también.
Pero no estábamos solos los tres. Acababa de entrar una figura
estrambótica, un mamarracho de los antiguos tiempos, una caricatura de
la caballería, de la nobleza, de la dignidad, del valor español de otras
edades. Mirando aquella figura de sainete que se presentaba tan
inoportunamente, dije para mí:
--¿Qué vendrá a hacer aquí D. Pedro del Congosto? ¿Si creerá que sus
caballerías ridículas sirven de alguna cosa en estas circunstancias?
La de Leiva abrió los ojos, vio al estafermo, y como si no diera
importancia alguna a su persona, volviose a mí y me dijo:
--¿Qué piensa usted de lord Gray?
--Que es un infame, señora.
--¿Quedará sin castigo?
--No quedará--exclamé arrebatado por la ira.
D. Pedro del Congosto dio algunos pasos, púsose delante de doña María, y
alzando el brazo, con voz y gesto que al mismo tiempo parecían trágicos
y cómicos, habló así:
--Señora doña María... ¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta!
--¡Oh! ¡Gracias a Dios!--exclamó la noble señora levantándose con
ímpetu--. Gracias a Dios que hay en España un caballero... Cuatro
personas han presenciado el lastimoso cuadro de la deshonra de mi hija,
y a ninguno se le ha ocurrido tomar por su cuenta el castigo de ese
miserable.
--Señora--dijo Congosto con voz hueca, que antes que risa, como otras
veces, me produjo un espanto indefinible--. Señora, lord Gray morirá.
Aquellas palabras retumbaron en mi cerebro. Miré a D. Pedro y me pareció
trasfigurado. Aquel espantajo, recuerdo de los heroicos tiempos, dejó de
ser a mis ojos una caricatura desde el momento en que me lo representé
como providencial brazo de la justicia.
--No es usted, D. Pedro--dijo con incredulidad la de Leiva--quien ha de
arreglar esto.
--Señora doña María--repitió el estafermo sublimado por una alta idea de
su propio papel, por la idea de la hidalguía, del honor, de la
justicia--¡esta noche!... ¡a las once!... ¡en la Caleta! Todo está
dispuesto.
--¡Oh! Bendita sea mil veces la única voz que ha sonado en mi defensa en
esta sociedad indiferente. Abominables tiempos, aún hay dentro de
vosotros algo noble y sublime.
Esto que en otras circunstancias hubiera sido ridículo, tratándose de D.
Pedro, en aquellas me hacía estremecer.
--Bendito sea mil veces--continuó doña María--el único brazo que se ha
alzado para vengar mi ultraje en esta generación corrompida, incapaz de
un sentimiento elevado.
--Señora--dijo D. Pedro--adiós... voy a prepararme.
Y partió rápidamente de la sala.
--María--dijo la de Leiva a su parienta--sosiégate; debes procurar
dormir...
--No puedo sosegar--repuso la dama--. No puedo dormir... ¡Oh Dios mío!
Si permites que el miserable quede sin castigo... Si vieras, mujer...
siento una salvaje complacencia al recordar aquellas palabras «esta
noche... a las once... en la Caleta».
--No esperes de D. Pedro más que ridiculeces... Sosiégate... Han dicho
aquí que el desafío de D. Pedro con lord Gray era una función
quijotesca. ¿No es verdad, caballero?
--Sí, señora--repuse--. Son ya las diez... Soy amigo de lord Gray y no
puedo faltar.
Respetuosamente me despedí de ellas y salí. Detúvome en la escalera D.
Diego, que a toda prisa y muy sofocado subía, y me dijo:
--Gabriel, ahí me traen otra vez a la buena alhaja de doña Inesita.
--¿Quién?
--El gobernador. Esta noche todas las ovejas descarriadas vuelven al
redil... Vengo de allá... si vieras. La condesa ha llorado mucho y se ha
puesto de rodillas delante de Villavicencio; pero no pudo conseguir
nada. La ley y siempre la ley. Si es lo que yo digo: la ley... Por
supuesto, chico, no puedo negarte que me dio lástima de la pobre
condesa. Lloraba tanto... Inés estaba más serena y se conformaba.
Aguárdate y la verás llegar. Sin embargo, más vale que no parezcas en tu
vida por aquí. Villavicencio quiso averiguar el cómo y cuándo de la fuga
de Inés, y allá le dijeron que la sacaste tú de la casa. Te anda
buscando porque no te conoce. Dice que eres cómplice de lord Gray y el
verdadero criminal. Calumnia, pura calumnia; pero no te metas en
vindicar tu honra mancillada y echa a correr, que Villavicencio tiene
malas pulgas, y aunque te escuda el fuero militar... Conque en marcha y
no vuelvas a Cádiz en tres meses.
--Pues sí; yo fui quien la sacó de casa.
--¡Tú!--exclamó con tanto asombro como cólera--. Ya no me acordaba que
eres servidor de mi famosa parienta la condesa. ¿Conque la sacaste tú?
--Y la volveré a sacar.
--Tú bromeas... no pienses que me apuro mucho... ¿Crees que insisto en
casarme con ella?... Pues ahora de mejores veras debes poner los pies en
polvorosa, porque voy a contarle a mamá tu hazaña... Francamente, yo
creí que era una calumnia. Ahora me explico el furor de Villavicencio
contra ti. ¿Pues no dice que tú eres el autor de todo y que es preciso
sentarte la mano?
--¿A mí?
--Y disculpaba a lord Gray... Se me figura que quieren hacer justicia en
tu persona sin molestar para nada al señor milord. Ándate con cuidado,
pues se le ha puesto en la cabeza que tú eres cómplice del maldito
inglés y le ayudaste en esta gran bribonada que nos ha hecho.
--¿Ha visto usted a lord Gray?--le pregunté--. ¿Dónde se le podrá
encontrar?
--Ahora mismo me han dicho que le acaban de ver paseando solo por la
muralla. ¡Maldito inglés! Las pagará todas juntas... Hace poco la
Inesita me llamó vil y cobarde por dejar sin castigo esto de anoche, y
aseguraba que si ella fuera hombre... estaba furiosa la niña. Por
supuesto, yo pienso buscar a lord Gray, y cuando le vea le he de decir
«so tunante...», pues... conque márchate... tú también eres buena pieza.
Adiós.
No me podía detener a contestar sus majaderías, porque un pensamiento
fijo me atormentaba, y dirigida mi voluntad a un punto invariable con
arrebatadora fuerza; nada podía apartarme de aquella corriente por donde
se precipitaba impetuosamente todo mi ser.


XXXIII

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, con
lord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así:
--¡Oh, Sr. de Araceli... gracias a Dios que viene alguien a hacerme
compañía!... He dado siete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo de la
muralla... ¡Aburrimiento y desesperación!... Mi destino es dar
vueltas... dar vueltas a la noria.
--¿Está usted triste?
--Mi alma está negra... más negra que la noche--repuso con
alucinación--. Camino sin cesar buscando la claridad, y no hago más que
dar vueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz es una cárcel redonda,
cuya pared circular gira alrededor de nuestro cerebro... Me muero aquí.
--¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy!--le dije--. ¡Cuán limitada es la
creación que está a nuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!... El
Omnipotente se ha reservado para sí lo mejor, dejándonos la escoria...
No podemos salir de este maldito círculo... no hay escape por la
tangente... El ansia de lo infinito quema nuestra alma, y no es posible
dar un paso en busca de alivio... Vueltas y más vueltas... ¡Mula de
noria... arre!... Otro circulito y otro y otro...
--Lord Gray, Dios le ha dado a usted todo y usted malgasta y arroja las
riquezas de su alma haciéndose infortunado sin deber serlo.
--Amigo--me dijo apretándome la mano tan fuertemente que creí me la
deshacía--soy muy desgraciado. Tenga usted lástima de mí.
--Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos a la horrenda agonía de una
criatura, a quien usted acaba de precipitar en la mayor deshonra y
vergüenza?
--¿Usted la ha visto?... ¡Infeliz muchacha!... Le he rogado que vaya
conmigo a Malta y no quiere.
--Y hace bien.
--¡Pobre santita! Cuando la vi, más que su hermosura que es mucha, más
que su talento que es grande, me cautivó su piedad... Todos decían que
era perfecta, todos decían que merecía ser venerada en los altares...
Esto me inflamaba más. Penetrar los misterios de aquella arca santa; ver
lo que existía dentro de aquel venerable estuche de recogimiento, de
piedad, de silencio, de modestia, de santa unción; acercarme y coger con
mis manos aquella imagen celestial de mujer canonizable; alzarle el velo
y mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que la
envolvían; coger para mí lo que no estaba destinado a ningún hombre y
apropiarme lo que todos habían convenido en que fuese para Dios... ¡Qué
inefable delicia, qué sublime encanto!... ¡Ay!, fingí, engañé, burlé...
Maldita familia... Luchar con ella es luchar con toda una nación... Para
atacarla toda la inteligencia y la astucia toda no bastan... Mil veces
sea condenada la historia que crea estas fortalezas inexpugnables.
--La audacia y la despreocupación de un hombre son más fuertes que la
historia.
--Pero cómo se desvanece todo... Aquello que ayer aún valía, hoy no vale
nada y su encanto desaparece como el humo, como la nave, como la
sombra... El hermoso misterio se disipó... La realidad todo lo mata...
¡Ay! Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublime
en aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos;
yo esperaba un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sed
inextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste que
transportara mi alma a la esfera de las más altas concepciones; pero
¡maldita Naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada de
nubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, se
descompuso, como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbaro
titiritero diciendo: «buenas noches...». Todo desapareció... Las alas de
ángel agitándose zumbaban en mi oído, pero yo me desencajaba los ojos
mirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer... una
mujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer...
--Hay que conformarse con lo que Dios nos ha dado y no aspirar a más. En
resumen: usted sacó a Asunción de su casa, jurándole que abrazaría el
catolicismo y se casaría con ella.
--Es verdad.
--Y lo cumplirá usted.
--No pienso casarme.
--Entonces...
--Ya le he dicho que venga conmigo a Malta.
--Ella no irá.
--Pues yo sí.
--Milord--dije dando a mis palabras toda la serenidad posible--usted
debajo de ese humor melancólico, debajo de los oropeles de su
imaginación tan brillante como loca, guarda sin duda un profundo sentido
y un corazón de legítimo oro, no de vil metal sobredorado como sus
acciones.
--¿Qué quiere usted decirme?
--Que una persona honrada como usted sabrá reparar la más reciente y la
más grave de sus faltas.
--Araceli--me dijo con mucha sequedad--es usted impertinente. ¿Acaso es
usted hermano, esposo o cortejo de la persona ofendida?
--Lo mismo que si lo fuera--repuse, obligándole a detenerse en su marcha
febril.
--¿Qué sentimiento le impulsa a usted a meterse en lo que no le importa?
Quijotismo, puro quijotismo.
--Un sentimiento que no sé definir y que me mueve a dar este paso con
fuerza extraordinaria--repuse--. Un sentimiento que creo encierra algo
de amor a la sociedad en que vivo y amor a la justicia que adoro... No
le puedo contener ni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo que usted
es una peligrosa, aunque hermosa bestia, a quien es preciso perseguir y
castigar.
--¿Es usted doña María?--me dijo con los ojos extraviados y la faz
descompuesta--¿es usted doña María que toma forma varonil para ponérseme
delante? Sólo a ella debo dar cuentas de mis acciones.
--Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte de la responsabilidad
corresponde a la madre de la víctima, eso no aminora la culpa de
usted... Pero no es una sola víctima; las víctimas somos varias. La
salvaje pasión de una furia loca y desenfrenada para quien no hay en el
mundo ni ley, ni sentimiento, ni costumbre respetables, alcanza en sus
estragos a cuanto la rodea. Por la acción de usted personas inocentes
están expuestas a ser mortificadas y perseguidas, y yo mismo aparezco
responsable de faltas que no he cometido.
--En fin, Araceli, ¿en qué viene a parar toda esa música?--dijo con tono
y modales que me recordaban el día de la borrachera en casa de Poenco.
--Esto viene a parar--repuse con vehemencia--en que usted se me ha hecho
profundamente aborrecible, en que me mortifica verle a usted delante de
mí, en que le odio a usted, lord Gray, y no necesito decir más.
Yo sentía inusitado fuego circulando por mis venas. No me explicaba
aquello. Deseaba sofocar aquel sentimiento exterminador y sanguinario;
pero el recuerdo de la infeliz muchacha a quien poco antes había visto,
me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se me
quería saltar del pecho. No había cálculo en mí. Todo lo que determinaba
mi existencia en aquel momento era pasión pura.
--Araceli--añadió respirando con fuerza--, esta noche no estoy para
bromas. ¿Crees que soy Currito Báez?
--Lord Gray--repuse--tampoco yo estoy para bromas.
--Todavía--dijo con amargo desdén--no he gustado el placer de matar a un
deshacedor de agravios propios y amparador de doncellas ajenas.
--Maldito sea yo, si no es noble y nuevo lo que inflama mi espíritu en
este instante.
--¡Araceli!--exclamó con súbita furia--¿quieres que te mate? Deseo acabar
con alguien.
--Estoy dispuesto a darle a usted ese gusto.
--¿Cuándo?
--Ahora mismo.
--¡Ah!--dijo riendo a carcajadas--. Tiene la preferencia el Sr. D.
Quijote de la Mancha. España, me despido de ti luchando con tu héroe.
--No importa. Después de las burlas pueden venir las veras.
--Nos batiremos... ¿Quiere usted antes recibir las últimas lecciones de
esgrima?
--Gracias, ya sé lo bastante.
--¡Pobre niño!... ¡Le mataré a usted!... Pero son las diez y media...
mis amigos me esperan...
--A la Caleta.
--¿Nombramos padrinos?
--No nos faltarán amigos para elegir.
--Vamos pronto.
--Ahora mismo.
--Creí--dijo con espontánea fruición--, que no había en Cádiz más
Quijote que D. Pedro del Congosto... ¡Oh, España! ¡Delicioso país!


XXXIV

La noche era oscura y serena. Al acercarnos a la puerta de la Caleta
vimos de lejos la iluminación que había en la plazuela de las
Barquillas, junto al teatro y en las barracas. Inmensa multitud se
apiñaba en aquellos improvisados sitios de recreo, y oíanse los gritos y
vivas con que se celebraba el gran suceso de la Albuera.
Aguardamos largo rato. Los amigos de lord Gray y D. Pedro esperaban en
la muralla en dos grupos distintos.
--¿Se han traído los garrotes?--preguntó sigilosamente uno de los de lord
Gray.
--Sí... son vergajos de cuero para que pueda ser vapuleado sin recibir
golpes mortales...
--¿Y las hachas de viento?
--¿Y los cohetes?
--Todo está--dijo uno sin poder disimular su gozo--. El figurón vestido
de todas armas a la antigua que ha de presentarse en lugar de lord Gray
aguarda en aquella casa. Mamarracho igual no le ha visto Cádiz.
--Pero D. Pedro no parece...
--Allá viene... sus amigos los cruzados le rodean.
--Todo ha de hacerse como lo he dispuesto yo...--indicó lord Gray--quiero
despedirme de Cádiz con buen bromazo.
--Lástima que esto no pudiera hacerse en el escenario del teatro.
--Señores, se acerca la hora. ¿Baja usted... Araceli?
--Al instante voy.
Bajaron todos, y me detuve deseando aislarme por breve rato para recoger
mi espíritu y dar alas a mi pensamiento. Habíame paseado un poco entre
la puerta y la plataforma de Capuchinos, cuando vi en la muralla una
persona, un bulto negro, cuya forma y figura no podía distinguirse bien,
y que se volvía hacia la playa, siguiendo con la vista a los
espectadores y héroes del burlesco desafío. Picábame la curiosidad por
saber quién era; mas teniendo prisa, no me detuve y bajé al instante.
Dos grandes grupos se formaron en la playa, y los de uno y otro bando,
excepto algunos bobalicones que vestían el traje de cruzados, estaban en
el ajo. Entre los de lord Gray, vi un figurón armado de pies a cabeza,
con peto y espaldar de latón, celada de encaje, rodela y con tantas
plumas en la cabeza que más que guerrero parecía salvaje de América.
Dábanle instrucciones los demás y él decía:
--Ya sé lo que tengo que hacer. Triste cosa es dejarse matar, manque sea
de mentirijiyas... Yo le diré que me pongo en guardia, luego hablaré
inglés así: «Pliquis miquis...», y después daré un berrido, cétera,
cétera...
--Haz todo lo posible por imitar mis modales y mi voz--le dijo lord
Gray.
--Descuide miloro.
Uno de los presentes acercose al otro grupo y dijo en voz alta:
--Su excelencia lord Gray, duque de Gray, está dispuesto. Vamos a partir
el sol; pero como no hay sol, se partirán las estrellas... Hagamos una
raya en la arena.
--Por mi parte, pronto estoy--dijo D. Pedro, viendo avanzar hacia el
ruedo la espantable figura del caballero armado--. Me parece que tiembla
usted, lord Gray.
Y en efecto, el supuesto lord temblaba.
--Dios venga en mi ayuda--exclamó huecamente Congosto--y que este brazo,
pronto a defender la justicia y a vengar un vergonzoso ultraje, sea más
fuerte que el del Cid... ¿Lord Gray, reconoce usted su error y se
dispone a reparar la afrenta que ha causado?
El Sr. Poenco (pues no era otro) creyó prudente contestar en inglés de
esta manera:
--Pliquis miquis... ¡ay!, ¡ooo!... Esperpentis Congosto... ¡Nooo!
--¡Pues sea!--dijo D Pedro sacando la espada--y a quien Dios se la dé...
Cruzáronse los terribles aceros; daba don Pedro unos mandobles que
habrían hendido en dos mitades al Sr. Poenco, si este con prudencia suma
no se retirara dando saltos hacia atrás. Los presentes aguantaban con
gran trabajo la risa, porque el desafío era una especie de baile, en el
cual veíase a don Pedro saltando de aquí para allí para atrapar bajo el
filo de su espada al supuesto lord Gray. Por fin, después de repetidas
vueltas y revueltas, este exhaló un rugido y cayó en tierra, diciendo:
--Muerto soy.
Al punto D. Pedro viose rodeado por un lado y otro. Multitud de vergajos
cayeron sobre sus lomos, y con loco estrépito repetían los
circunstantes:
--¡Viva el gran D. Pedro del Congosto, el más valiente caballero de
España!
Las hachas de viento se encendieron y comenzó una especie de escena
infernal. Este le empujaba de un lado, aquel del otro, querían llevarle
en vilo; pero fue preciso arrastrarle, y en tanto llovían los palos
sobre el infeliz caballero y los dos o tres cruzados que salieron en su
defensa.
--¡Viva el valiente, el invencible D. Pedro del Congosto, que ha matado
a lord Gray!
--¡Atrás canalla!--gritaba defendiéndose el estafermo--. Si le maté a él,
haré lo mismo con vosotros, gentuza vengativa y desvergonzada.
Y apaleado, pinchado, empujado, arrastrado, fue conducido hacia la
puerta como en grotesco triunfo, hasta que condolidos de tanta crueldad,
le cargaron a cuestas, llevándole procesionalmente a la ciudad. Unos
tocaban cuernos, otros golpeaban sartenes y cacharros, otros sonaban
cencerros y esquilas, y con el ruido de tales instrumentos y el fulgor
de las hachas, aquel cuadro parecía escena de brujas o fantástica
asonada del tiempo en que había encantadores en el mundo. Ya en lo alto
de la muralla, dejaron de mortificar al héroe, y llevado en hombros, su
paseo por delante de las barracas fue un verdadero triunfo. La espada de
D. Pedro quedó abandonada en el suelo. Era según antes he dicho, la
espada de Francisco Pizarro. A tal estado habían venido a parar las
grandezas heroicas de España.
Lord Gray y yo con otros dos, nos habíamos quedado en la playa.
--¿Una segunda broma?--preguntó Figueroa, que era uno de los padrinos,
sobre el terreno nombrados.
--Acabemos de una vez--dijo lord Gray con impaciencia--. Tengo que
arreglar mi viaje.
--Dense explicaciones--dijo el otro--y se evitará un lance desagradable.
--Araceli es quien tiene que darlas, no yo--afirmó el inglés.
--A lord Gray corresponde hablar, sincerándose de su vil conducta.
--En guardia--exclamó él con frenesí--. Me despido de Cádiz matando a un
amigo.
--En guardia--exclamé yo sacando la espada.
Los preliminares duraron poco y los dos aceros culebrearon con luz de
plata en la oscuridad de la noche.
De pronto uno de los padrinos dijo:
--Alto, alguien nos ve... Por allí avanza una persona.
--Un bulto negro... Maldito sea el curioso.
--Si será Villavicencio, que ha tenido noticia de la broma y creyendo
venir a impedirla, sorprende las veras...
--Parece una mujer.
--Más bien parece un hombre. Se detiene allí... nos observa.
--Adelante--dijo lord Gray--. Que venga el mundo entero a observarnos.
--Adelante.
Volvieron a cruzarse los aceros. Yo me sentía fuerte en la segunda
embestida; lord Gray era habilísimo tirador; pero estaba agitado,
mientras que yo conservaba bastante serenidad. De pronto mi mano avanzó
con rápido empuje; sintiose el chirrido de un acero al resbalar contra
el otro, y lord Gray articulando una exclamación, cayó en tierra.
--Muero--dijo, llevándose la mano al pecho--. Araceli... buen
discípulo... honra a su maestro.


XXXV

Arrojando la espada, mi primer impulso fue correr hacia el herido y
auxiliarle; pero Figueroa lleno de turbación, me dijo:
--Esto es hecho... Araceli, huye... no pierdas tiempo. El gobernador...
la embajada... Wellesley.
Comprendiendo lo arriesgado de mi situación, corrí hacia la muralla.
Turbado y hondamente impresionado y conmovido andaba hacia la puerta,
cuando me detuvo una persona que avanzaba resueltamente hacia el lugar
de la catástrofe.
--¡El gobernador Villavicencio!--dije en el primer momento antes de
distinguir con claridad el bulto de aquel extraño espectador del duelo.
Mas reconociendo a la persona al acercarme a ella, exclamé con asombro:
--Señora doña María... ¡Usted aquí a esta hora!
--Ha caído--dijo mirando con viva atención hacia donde estaba lord
Gray--. Acertó la marquesa al asegurar que no era D. Pedro hombre a
propósito para llevar adelante esta grande empresa. Usted...
--Señora--dije bruscamente--no alabe usted mi hazaña... Quiero
olvidarla, quiera olvidar que esta mano...
--Ha castigado usted la infamia de un malvado, y el alto principio del
honor ha quedado triunfante.
--Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mi hazaña es una llama que me
quema el corazón.
--Quiero verlo--dijo bruscamente la señora.
--¿A quién?
--A lord Gray.
--Yo no--exclamé con espanto, deseando alejarme de allí.
Doña María se acercó al cuerpo y lo examinó.
--Una venda--dijo uno.
Doña María arrojó un pañuelo sobre el cuerpo, y quitándose luego un chal
negro que bajo el manto traía, hízolo jirones y lo tiró sobre la arena.
Lord Gray abriendo los ojos, con voz débil habló así:
--¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura de este amigo?... Si tu hija
entra en el convento, la sacaré.
La condesa de Rumblar se alejó con presteza de allí.
Movido de un sentimiento compasivo, acerqueme a lord Gray. Aquella
hermosa figura, arrojada en tierra, aquel semblante descolorido y
cadavérico me inspiraba profundo dolor. El herido se incorporó al verme,
y alzando su mano me dijo algunas palabras que resonaron en mi cerebro
con eco que no pude nunca olvidar; ¡extrañas palabras!
Aparteme rápidamente de allí y entraba por la puerta de la Caleta,
cuando la de Rumblar, andando a buen paso tras de mí, me detuvo.
--Lléveme usted a mi casa. Si es preciso ocultarle a usted, yo me
encargo. Villavicencio quiere prenderle a usted; pero no permito que tan
buen caballero caiga en manos de la justicia.
Ofrecile el brazo y anduvimos despacio. Yo no decía nada.
--Caballero--prosiguió--. ¡Oh, cuánto me complazco en dar a usted este
nombre! La hermosa palabra rarísima vez tiene aplicación en esta
corrompida sociedad.
No le contesté. Seguimos andando, y por dos o tres veces me prodigó los
mismos elogios. Yo principiaba a cobrar aborrecimiento a mi estupenda
caballerosidad. La sangre de lord Gray corría en surtidor espantoso
delante de mis ojos.
--Desde hoy, valeroso joven, ha adquirido usted el último grado en mi
estimación, y le daré una prueba de ello.
Tampoco dije nada.
--Cuando mi hija se presentó en casa en el lastimoso estado en que usted
pudo verla, invoqué a Dios, pidiéndole el castigo de ese verdugo de
nuestra honra. Me indignaba ver que de tantos hombres como en casa se
reunieron, ni uno solo comprendió los deberes que el honor impone a un
caballero... Cuando vi al buen Congosto dispuesto a vengar mi ultraje,
creí firmemente que Dios le había hecho ejecutor de su justicia. Dicen
que D. Pedro es ridículo; pero ¡ay!, como la hidalguía, la nobleza y la
elevación de sentimientos son una excepción en esta sociedad, las gentes
llaman ridículo al que discrepa de su nauseabunda vulgaridad... Yo, no
sé por qué confiaba en el éxito del valor de Congosto... Anhelaba ser
hombre, y me consumía en mi profundo dolor. Yo creía que la armonía del
mundo no podía existir mientras lord Gray viviera, y una curiosidad
intensa devoraba mi alma... No podía dormir, el velar me hacía daño...
no se apartaba de mi pensamiento la escena que después he presenciado
aquí, y cada minuto que pasaba sin saber el resultado de una contienda
que yo creí seria, me parecía un siglo...
--Señora doña María--dije procurando echar fuera el gran peso que tenía
sobre mi alma--el varonil espíritu de usted me asombra. Pero si vuelve
usted a nacer y vuelve a tener hijas...
--Ya sé lo que me quiere usted decir, sí... que las tenga más sujetas,
que no les permita ni siquiera mirar a un hombre. He sido demasiado
tolerante... Pero apartémonos de aquí... el ruido de esa canalla me hace
daño.
--Son los patriotas que celebran la victoria de Albuera y la
Constitución que se ha leído hoy a las Cortes.
Detúvose un instante ante las barracas y al andar de nuevo, habló así
lúgubremente:
--Yo he muerto, he muerto ya. El mundo acabó para mí. Le dejo entregado
a los charlatanes. Al dirigirle la última mirada, mi espíritu se recoge
en sí mismo, se alimenta de sí mismo, y no necesita más... Siento haber
nacido en esta infame época. Yo no soy de esta época, no... Desde esta
noche mi casa se cerrará como un sepulcro... Valeroso joven, al
despedirme de usted para siempre, quiero darle una prueba de mi
gratitud.
Tampoco dije nada... Lord Gray continuaba delante de mí.
--Usted--prosiguió--se presenta desde este instante a mis ojos rodeado
de una aureola. Usted ha respondido a mis ideas como responde el brazo
al pensamiento.
--Maldita aureola--exclamé para mí--maldito brazo y maldito pensamiento.
--Le premiaré a usted del modo siguiente. Ya sé que usted ama a la
estudianta... me lo ha dicho la de Leiva.
--¿Quién es la estudianta, señora?
--La estudianta es Inés, hija como usted sabe... dejémonos de
misterios... hija de la buena pieza de mi parienta la condesa y de un
estudiantillo llamado D. Luis. He querido sacar algún partido de esa
infeliz; pero no es posible. Su liviana condición la hace incapaz de
toda enmienda. Vale bien poco. ¿Es cierto que la sacó usted de casa?
--Sí, señora. La saqué para llevarla al lado de su madre. Me vanaglorio
de esta acción más que de la que usted acaba de presenciar.
--¿Y la ama usted?
--Sí, señora.
--Es una lástima. La estudianta es indigna de usted. Yo se la regalo.
Puede usted divertirse con ella... Será como su madre... le han dado una
educación lamentable, y criada entre gente humildísima, tuvo tiempo de
aprender toda clase de malicias.
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