Cádiz - 10

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distinguir a las dos muchachas.
--¡Allí están, allí están!...--dije a mi acompañante.
--Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, está
lord Gray. ¿No le ve usted?... Está con la cabeza entre las manos,
pensativo y meditabundo.
--No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa.
Acaban de entrar en este momento.
Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndose paso por
entre la apiñada muchedumbre de galerios (así llamaban a los devotos
de aquella religión, y así les nombraron después en son de remoquete en
el tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:
--¡Gracias a Dios que han parecido!... Lord Gray las llevó engañadas al
campanario de la iglesia... después adentro... después a la calle...
¿Hase visto infamia semejante?... ¡Estoy bramando de furor!... ¿Qué
habrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?... La señora doña
Inesita estaba más pálida que una muerta, y la señora doña Asuncioncita
más roja que una amapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.
--Sí, vámonos--repetí yo.
--Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho. Ya han acabado
de leer periódicos y papeles y vuelven los discursos... ¿Quién habla?
--Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas está
oyendo la niña!--dijo D. Paco en voz más alta que la que a la
respetabilidad del sitio correspondía--. Tratar de abolir las
jurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho de
poner la horca a la entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quieren
quitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste la
grandeza de estos reinos.
--Pues que lo supriman todo--dijo Presentación con enfado--. De aquí no
me muevo hasta que lo supriman todo.
--La niña no sabe lo que habla--exclamó D. Paco, suscitando los
murmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz--. Ahora la
señora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña-Horadada, ni
cobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinas
de Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casa
podrán meterse en las heredades del vecino a comerse lo que se les
antoje.
--Señó abate--gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidable
empuje sobre los hombros del preceptor--; siéntese y calle.
--Caballero--dijo otro--¿se podría saber quién es usted?
--Soy D. Francisco Xavier de Jindama--repuso con timidez y urbanidad el
viejo.
--Lo digo porque en cuanto le vi a usted y le oí, diome olor a
lechucería.
--Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos--añadió una
moza que frontera a D. Paco estaba--. Con su voz de matraca no nos deja
oír los escursos.
--Haya paz, señores--exclamó un tercero--y silencio. Aquí no se viene a
lamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.
--El asno será él.
--¡Orden y conveniencia!--gritó el portero--. Si no, en nombre de Su
Majestad les echo a todos a la calle.
--Aquí no hay ninguna Majestad--dijo D. Paco.
--La Majestad son las Cortes, señor esparaván--afirmó con enfado un
galerio.
--Es de los que vienen a aplaudir cuando rebuzna Ostolaza--dijo otro
señalando a don Paco.
Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio del
gentío, y esto causó nueva confusión y reconvenciones. Al mismo tiempo
entre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en la
tribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, y
acallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra. Como si
la primera pronunciada por el buen cura de Algeciras fuera señal
convenida, desatose una tempestad de risas y demostraciones, y cuanto
más el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los de
arriba.
Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron como
avalancha de la tribuna pública, fuera imposible. Jamás actor aborrecido
o antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extraño
es que siempre pasaba lo mismo. Ya se sabía: hablar Teneyro y
alborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo el
suyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar a las
tribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara,
qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por la
Inquisición, ya por una soberanía popular a la moda, representada por
una especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente,
era cosa de morir de risa.
El presidente sabía que sesión en la cual Teneyro hablase, era sesión
perdida, por no ser posible contener a las tribunas; trabábanse disputas
inevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándalo
obligaba a despejar los altos de la iglesia.
Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndose
hacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:
--Ya sabemos que esa es gente pagada.
Al oír esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaron
el ámbito de la iglesia en términos que aquello parecía una jaula de
locos. Agitábanse los diputados, echándose unos a otros la culpa del
alboroto; nos apostrofaban también desde abajo llamándonos canalla soez,
y los porteros dieron principio a la expulsión. Aquí de los apuros.
Presentación y yo queríamos salir sin poder lograrlo, por tener delante
una muralla de carne humana que resistía la orden del presidente.
Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peor
fue que aparecieron de súbito dos o tres personas que tomaron el partido
del orador silbado contra el silbante pueblo.
--¡Que ustedes son unos servilones, mata candelas!
--¡Que ustedes son unos afrancesados!
--Que ustedes son...--imagínese el lector lo peor que haya oído en
plazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.
Y no paró aquí el desastre, sino que don Paco, viendo que alguien tomaba
a pechos la defensa del pobre Teneyro, arriesgose, como leal amigo y
contertulio, a ponerse de su parte.
--Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños que
dice--exclamó.
En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masa
uniforme de brazos y manos. Presentación gritó con angustia:
--¡Que matan al pobre D. Paco!
Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá se fue todo junto,
víctima y verdugos, por la puerta afuera. Con esto se despejó un tanto
la tribuna y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente que
mal de su grado abandonaba la sesión. Quisimos auxiliar al maestro, pero
no nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibió
golpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le hacían mucho
daño. Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por la
escalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.
Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masa
enorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamos
abajo, en vano mirábamos a todos lados. D. Paco no estaba. Hacíamos
preguntas a todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía;
«le han llevado adentro»; quién «le han llevado afuera».
--¡Qué situación, qué compromiso!--decía la muchacha--. ¿Pero dónde está
el pobre don Paco? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.
En la calle había también apiñado gentío, entre el cual vi a uno de esos
individuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitación
popular, dispuestos a echar el peso, no de su autoridad, sino de sus
garrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡Desgraciado
Teneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!
La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; pero
entradilla en años es.
--Busquemos, busquemos a ese infeliz--me decía mi linda pareja--. De
modo que tengo que ir sola a casa... ¿Y qué voy a decir?... Y mi hermana
e Inés ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra la
tierra y me trague!
Al fin nos dio razón del desgraciado preceptor un soldado, diciéndonos:
--Se lo llevaron entre cuatro.
--¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?
El soldado, encogiéndose de hombros, fijó su vista en la puerta de San
Felipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente y gracias a la
intervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían a
obsequiar a Teneyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho; mas con la
agudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música a
ambos personajes por largo trecho de la calle.
Fue aquel lance uno de los muchos que afearon la primera época
constitucional; pero no llegó a ser tan escandaloso como el ocurrido
poco después con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso en
gran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, el
cual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no le
librara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.
--¡Virgen Santísima!--repetía Presentación--. ¡Y esas niñas no
parecen!... Vámonos al punto de aquí. Allí sale el Sr. Ostolaza... Me va
a conocer.
Marchamos por la calle de San José para tomar la del Jardinillo: pero no
nos fue posible esquivar las miradas y la persecución del Sr. Ostolaza,
que llamándonos desde lejos nos obligó a detenernos.
--Señora mía--dijo el taimado clérigo--eso está muy bien... En la calle
con un mozalbete... Por fuerza ha muerto la señora condesa.
--Por Dios y la Virgen--exclamó la muchacha llorando--. Sr. de
Ostolaza... no diga usted nada a mamá... Yo le explicaré a usted...
Salimos a paseo y como nos perdiéramos, pues... No diga usted nada a
mamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; usted es un buen sujeto y tendrá lástima de
mí.
--En efecto; siento lástima de la señorita.
--Quiero decir... Lléveme usted a casa... Amigo--añadió esforzándose en
aparecer jovial--oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien habla
usted, qué bien!... Da gusto...
--Basta de lisonjas--dijo el clérigo; y luego mirándome añadió--: y
usted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacar
de su casa a esta señorita?
--Yo no he sacado de su casa a esta señorita--repuse--; la acompaño
porque la he encontrado sola.
--A causa del gentío nos perdimos D. Paco y yo... quiero decir: se
perdieron ellas.
--Comprendido, comprendido.
--¿Sabe usted, señor oficial-teólogo--me dijo con aviesa mirada--que
antes de poner esto en conocimiento de doña María voy a dar parte a la
justicia?
--¿Sabe usted--respondí--señor clerigón-entrometido, que si no se me
quita de delante ahora mismo, le enseñaré a ser comedido y a no meterse
en camisa de once varas?
--Comprendido, comprendido--repuso poniéndose como de almagre su
abominable rostro, y echándome de lleno su insolente mirada--. Sigan los
pimpollitos su camino. Adiós...
Marchose a toda prisa y cuando le perdimos de vista, Presentación me
dijo dando un suspiro.
--Nos llamó pimpollitos y cree que somos novios, y que nos hemos
escapado... Ahora ¿qué diré a mamá cuando me vea entrar con usted?
Necesito inventar algo muy ingenioso y bien urdido.
--Lo mejor es decir la verdad clara y desnuda. Esto ofenderá menos a la
señora que las invenciones con que usted pretenda engañarla.
--¡La verdad!... ¿está usted loco? Yo no digo la verdad aunque me
maten... Corramos... ¿Habrán llegado ya las otras dos? ¡Jesús divino! Si
ellas dicen una mentira distinta de la mía...
--Por eso lo mejor es decir la verdad.
--Eso ni pensarlo. Mamá nos mataría... A ver qué le parece a usted mi
proyecto. Yo entraré llorando, llorando mucho.
--Malo...
--Pues me desmayaré, diciendo que usted es un traidor que quiso robarme.
--Peor. Diga usted que se perdieron, que encontraron a lord Gray...
--No nombraré al inglés; eso jamás.
--¿Por qué?
--Porque ahora, nombrar en casa a lord Gray y nombrar al demonio es lo
mismo.
--Yo sé la causa, lord Gray es amado por una de ustedes.
--¡Oh, qué cosas dice usted!--exclamó muy turbada--. Nosotras...
--Usted.
--No; ni mi hermana tampoco.
--Sé que la señora Inesita está loca por él.
--¡Oh! Sí... ¡loca... loca!... Dios mío ya llegamos... Estoy medio
muerta.
Al entrar en la calle y acercarnos a la casa, alcé la vista y detrás del
vidrio de uno de los miradores, distinguí un bulto siniestro, después
dos ojos terribles separados por el curvo filo de una nariz aguileña,
después un rayo de indignación que partía de aquellos ojos. Presentación
vio también la fatídica imagen y estuvo a punto de desmayarse en mis
brazos.
--Mi mamá nos ha visto--dijo--. Sr. de Araceli. Escápese usted, sálvese
usted, pues todavía es tiempo.
--Subamos, y diciendo la verdad nos salvaremos los dos.


XX

En el corredor Presentación cayó de rodillas ante su madre que al
encuentro nos salía, y exclamó con ahogada voz:
--Señora madre ¡perdón!, yo no he hecho nada.
--¡Qué horas son estas de venir a casa!... ¿Y D. Paco, y las otras dos
niñas?...
--Señora madre...--continuó con aturdimiento la muchacha--íbamos por la
muralla... cayó una bomba, que partió en dos pedazos a D. Paco... no, no
fue tanto... pero corrimos, nos separamos, nos perdimos, yo me
desmayé...
--¿Cómo es eso?--dijo la madre con furor--. Si el Sr. de Ostolaza que
acaba de llegar, dice que te vio en la tribuna de las Cortes...
--Eso es... me desmayé... me llevaron a las Cortes... Después mataron a
D. Paco...
--Esto debe de ser obra de alguna infame maquinación--exclamó la condesa
llevándonos a la sala--. ¡Señores... ya no hay nada seguro... no pueden
las personas decentes salir a la calle!
En la sala estaban Ostolaza, D. Pedro del Congosto y un joven como de
treinta y cuatro años y de buena presencia, a quien yo no conocía.
Mirome el primero con penetrante encono, el segundo con altanero desdén
y el tercero con curiosidad.
--Señora--dije a la condesa--usted se ha exaltado sin razón,
interpretando mal un hecho que en sí no tiene malicia alguna.
Y le conté lo ocurrido, disfrazando de un modo discreto los accidentes
que pudieran ser desfavorables a las pobres niñas.
--Caballero--me contestó con acrimonia--dispénseme usted, pero no puedo
darle crédito. Yo me entenderé después con estas inconsideradas y locas
niñas; y en tanto no puedo menos de creer que usted y lord Gray han
urdido un abominable complot para turbar la paz de mi casa. Señores, ¿no
hablo con razón? Estamos en una sociedad donde se hallan indefensos y
desamparados el honor de las familias y el decoro de las personas
mayores. ¡No se puede vivir! Me quejaré al gobierno, a la Regencia...
¡pero a qué, si todo esto proviene de las altas regiones, donde no se
alberga más que alevosía, desvergüenza, escándalo y despreocupación!
Los tres personajes, que cual tres estatuas exornaban con simétrica
colocación el testero de la sala, movieron sus venerables cabezas con
ademán afirmativo, y alguno de ellos golpeó con la maciza mano el brazo
del sillón.
--Señor de Araceli, siento decir a usted que ya reconozco la lamentable
equivocación en que incurrí respecto al carácter de usted.
--Señora, usted puede juzgarme como guste, pero en el suceso de hoy, no
ha habido malicia por mi parte.
--Yo me vuelvo loca--repuso la señora--. Por todas partes asechanzas,
celadas, inicuos planes. No hay defensa posible; son inútiles las
precauciones; de nada sirve el aislamiento; de nada sirve el apartarse
de ese corruptor bullicio. En nuestro secreto asilo viene a buscarnos la
traidora maldad que todo lo invade y hasta en lo más recóndito penetra.
Los tres personajes dieron nuevas señales de su unánime asentimiento.
--Basta de farsas--dijo Ostolaza--. La señora doña María no necesita que
usted se disculpe ante ella, porque le conoce. ¿Cómo va de teología?
--Con la poca que sé--repuse--cualquier sacristán podía pronunciar en
las Cortes discursos dignos de ser oídos.
--El señor es de los que van todos los días a alborotar a la tribuna. Es
un oficio con el cual viven muchos.
--¡Qué aberración! ¿Y desde tal sitio y desde tales tribunas se piensa
gobernar el reino?
--No quiero hacer aquí apologías de mi conducta--repuse con calma--ni
las injurias de ese hombre me harán olvidar el hábito que viste y el
respeto que debo a la casa en que estoy. Aquí está una persona que, si
puede haber formado de mí juicio desfavorable en ciertas cuestiones,
conoce muy bien mis antecedentes y mi reputación como hombre honrado. El
Sr. D. Pedro del Congosto me oye, y yo apelo a su lealtad, para que doña
María sepa si ha admitido en su casa a una persona indigna.
Oyendo esto D. Pedro, que indolentemente se apoyaba en el respaldo del
sillón, irguiose, atusó los largos bigotes y gravemente habló de esta
manera:
--Señora, señorita y caballeros: puesto que este joven apela a mi
lealtad, probada en cien ocasiones, declaro que no una, sino muchísimas
veces he oído elogiar su buen comportamiento, su caballerosidad, su
valor como militar, con otras distinguidas prendas de paisano que le han
creado abundante número de amigos en el ejército y fuera de él.
--¡Pues qué duda tiene!--exclamó Presentación, descuidándose en
manifestar sus sentimientos.
--Calla tú, necia--dijo la madre--. Tu cuenta se ajustará después.
--Nunca--continuó el estafermo--ha llegado a mis oídos noticia alguna de
este joven que no le sea favorable. Bien quisto de todos, ha hecho su
carrera por el mérito, no por la intriga; por el valor, no por la
astucia; y como esto es verdad, y yo lo sé, y me consta, y lo afirmo y
lo sostengo, y soy hombre que sabe sostener lo que dice, estoy dispuesto
a defenderle contra todo agravio que en este terreno se le haga. Señora,
señorita y caballeros: como hombre que ama a ese don del cielo, esa
inmaculada virgen de la verdad, que es norte de los buenos, he dicho
todo lo que puede favorecer a este joven; ahora voy a decir lo que le
desfavorece...
Mientras D. Pedro tosía y sacaba el infinito pañuelo encarnado y azul
para limpiarse boca y narices, reinó solemne silencio en la sala y todos
me miraban con afanosa curiosidad.
--Es, pues, el caso--continuó el cruzado--que este joven, si bajo un
aspecto es la misma virtud, bajo otro es un monstruo, señores, un
monstruo; el mayor enemigo del sosiego doméstico, el corruptor de las
familias, el terror de la pudorosa amistad...
Nueva pausa y asombro de todos. Presentación me miraba con la mitad de
su alma en cada ojo.
--Sí; ¿qué otro nombre merece quien posee un arte infernal para romper
lazos de muy antiguo trabados entre dos personas, y que resistieran
durante veinticinco años a las asechanzas del mundo y a la persecución
de los más diestros cortejos?... Permítanme los presentes que no nombre
personas. Básteles saber que este joven, poniendo en juego sus malas
artes amorosas, embaucó y engañó y arrastró tras sí a quien había sido
la misma firmeza, el pudor mismo y la mismísima lealtad, dejando burlada
la ideal adoración de un hombre que había sido el dechado de la
constancia y delicadeza.
»El desairado llora en silencio su desaire, y el victorioso mozalbete
goza sin reparo de las incomparables delicias que puede ofrecer aquel
tesoro de hermosura. Pero ¡guay!, que no es bueno confiar en las
delicias de un día; ¡guay!, que en la hora menos pensada encontrarán uno
y otro criminales amantes delante de sí la aterradora imagen del hombre
ofendido, que está dispuesto a vengar su afrenta... Conque díganme si el
que tal ha hecho, si el que en la difícil conquista de esa humana
fortaleza, jamás antes rendida, ha probado su travesura, ¿qué no hará
dirigiéndola contra inexpertas jovenzuelas? Abrirle las puertas de una
casa es abrirlas a la liviandad, a la seducción, a la imprudencia. Esto
es todo lo que sé acerca del Sr. de Araceli, sin quitar ni poner cosa
alguna.
Presentación estaba absorta y doña María aterrada.
--Señora, señorita y caballeros--repuse yo, no disimulando la risa--. Al
Sr. D. Pedro del Congosto han informado mal respecto al suceso que
últimamente ha contado. Ese portento de hermosura habrá caído en las
redes de otra persona, que no en las mías.
--Yo sé lo que me digo--exclamó D. Pedro con atronadora voz--y basta.
Denme licencia para retirarme, que avanza la hora y esta tarde he de
embarcarme con la expedición que va al Condado de Niebla a operar contra
los franceses. La ociosidad me enfada y deseo hacer algo en bien de la
patria oprimida. No tenemos gobierno, no tenemos generales; las Cortes
entregarán maniatado el reino al pícaro francés... Sr. de Araceli, ¿va
usted al Condado?
--No señor; guarneceré a Matagorda en todo el mes que viene... Pero yo
también me retiro, porque la señora doña María no ve con buenos ojos que
entre en su casa.
--La verdad, Sr. de Araceli, si hubiese sabido... Aprecio sus buenas
prendas de militar y de caballero; pero... Presentación, retírate. ¿No
te da vergüenza oír estas cosas?... Pues, como decía, deseo aclarar el
punto oscurísimo del encuentro de usted en la calle con mi hija. Aún
creo que hay tribunales en España, ¿no es verdad, Sr. D. Tadeo
Calomarde?
Esto lo dijo dirigiéndose al joven que antes he mencionado.
--Señora--repuso este desplegando para sonreír toda su boca, que era
grandísima--; a fe de jurisconsulto diré a usted que aún puede
arreglarse. Hablemos con franqueza. Estoy acostumbrado a presenciar
lances muy chuscos en mi carrera y nada me asusta. ¿Ha habido noviazgo?
--¡Jesús!, qué abominación--exclamó con indecible trastorno doña
María--. ¡Noviazgo!... Presentación, retírate al instante.
La muchacha no obedeció.
--Pues si ha habido noviazgo, y los dos se quieren, y han dado un
paseíto juntos, y el señor es un buen militar, a qué andar con
farándulas y mojigatería, lo mejor es casarlos y en paz.
Doña María, de roja que estaba volviose pálida y cerró los ojos, y
respiró con fuerza, y el torbellino de su dignidad se le subió a la
cabeza, y se mareó, y estuvo a punto de caer desmayada.
--No esperaba yo tales irreverencias del Sr. D. Tadeo Calomarde--dijo
con voz entrecortada por la ira--. El Sr. D. Tadeo Calomarde no sabe
quién soy; el Sr. D. Tadeo Calomarde recuerda los planes casamenteros
que servían para hacer fortuna en los tiempos de Godoy. Mi dignidad no
me permite seguir este asunto. Ruego al Sr. D. Tadeo Calomarde y al Sr.
D. Gabriel de Araceli que se sirvan abandonar mi casa.
Calomarde y yo nos levantamos. Presentación me miró, y con toda su alma
en los ojos, me dijo en mudo lenguaje:
--Lléveme usted consigo.
Cuando nos retirábamos, entraron en la sala Inés y Asunción, conducidas
por un fraile.
--Fray Pedro Advíncula, ¿qué es esto?--dijo doña María--. ¿Me explicará
usted al fin el singular suceso de la desaparición de las niñas?
--Señora... nada más natural--repuso jovialmente el fraile, que era
joven por más señas--. Una bomba... ¡Pobre D. Paco!, no se ha sabido más
de él... ¡Iban por la muralla!... Las dos niñas corrieron, corrieron...
pobrecitas... Las recogimos en casa... se les dio agua y vino... ¡qué
susto!, pobrecillas... a la señora doña Presentacioncita no se la pudo
encontrar...
--La pícara se fue a las Cortes con... ¡Justicia, cielos divinos,
justicia!
No oí más porque salí de la casa. Desde aquel momento fui amigo de
Calomarde. ¿Hablaré de él algún día? Creo que sí.


XXI

Pasaron días y San Lorenzo de Puntales me vio ocupado en su defensa
durante un mes, en compañía de los valientes canarios de Alburquerque.
Allí ni un instante de reposo, allí ni siquiera noticias de Cádiz, allí
ni la compañía de lord Gray, ni cartas de Amaranta, ni mimos de doña
Flora, ni amenazas de D. Pedro del Congosto.
Dentro de Cádiz, el sitio era una broma y los gaditanos se reían de las
bombas. La alegre ciudad, cuyo aspecto es el de una perpetua sonrisa,
miraba desde sus murallas el vuelo de aquellos mosquitos, y aunque
picaran, los recibía con coplas donosas, como los bilbaínos de la
presente época. Cuando el bombardeo hizo verdaderos estragos, los
llantos y lágrimas perdiéronse en el bullicioso rumor de aquel hervidero
de chistes. Pero eran contadas las desgracias. Una bomba mató a un
inglés, y estuvo a punto de ser víctima de otra en los mismos brazos de
su nodriza D. Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio. Fuera de
estos casos y otros que no recuerdo, los efectos de la artillería
enemiga eran risibles. Un proyectil penetró en cierta iglesia,
arrancando las narices a un ángel de madera que sostenía la lámpara;
otro destrozó el lecho de un fraile de San Juan de Dios que
afortunadamente se hallaba fuera en el instante crítico.
Cuando, después de ausencia tan larga, fui a visitar a Amaranta, la
encontré desesperada, porque el aislamiento de Inés en la casa de la
calle de la Amargura, había tomado el carácter de una esclavitud
horrorosa. Cerrada la puerta a los extraños con rigor inquisitorial, era
locura aspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspicacias y menos a
romper la fatal clausura. La desgraciada condesa me expresó con estas
palabras sus pensamientos:
--Gabriel, no puedo vivir más tiempo en esta triste soledad. La ausencia
de lo que más amo en el mundo, y más que su ausencia, la consideración
de su desgracia, me causan un dolor inmenso. Estoy decidida a intentar,
por cualquier medio, una entrevista con mi hija, en la cual, revelándole
lo que ignora, espero conseguir que ella misma rompa espontáneamente los
hierros de su esclavitud y se decida a vivir, a huir conmigo. No me
queda ya más recurso que el de la violencia. Yo esperé que tú me
sirvieras en este negocio; pero con la necedad de tus celos no has hecho
nada. ¿No sabes cuál es mi proyecto ahora? Confiarme a lord Gray,
revelarle todo, suplicándole que me facilite lo que tanto deseo. Ese
inglés tiene una audacia sin límites, en nada repara y será capaz de
traerme aquí la casa entera con doña María dentro, cual una cotorra en
su jaula. ¿No le crees tú capaz de eso?
--De eso y de mucho más.
--Pero lord Gray no parece. Nadie sabe su paradero. Fue a la expedición
del Condado, y aunque se cree que regresó a Cádiz, no se le ve por
ninguna parte. Búscamele por Dios, Gabriel, tráemele aquí o dile de mi
parte que me interesa hablar con él de un asunto que es de vida o muerte
para mí.
Efectivamente, nadie sabía el paradero del noble inglés, aunque se
suponía que estuviese en Cádiz. Había tomado parte en la expedición que
fue al condado de Niebla con objeto de hostilizar a los franceses por su
ala derecha, y que, si menos célebre, no fue menos lastimosa que la de
Chiclana, con su célebre batallón del Cerro de la cabeza del Puerco.
Acaeció en la jornada del Condado un suceso digno de pasar a la
historia, y fue que en ella descalabraron del modo más lamentable a
nuestro heroico y por tantos títulos famoso D. Pedro del Congosto, quien
en lo más recio de un combate que cerca de San Juan del Puerto trabaron
con los nuestros los franceses, metiose denodadamente, llevando en pos a
sus cruzados de rojo y amarillo, con lo cual dicen hubo gran risa en el
campo francés. Trajéronlo todo molido y quebrantado a Cádiz, donde decía
que por haber perdido una herradura su caballo no se ganó la batalla,
pues cuando el maldito jaco tropezó, ya empezaban a huir cual bandadas
de conejos los batallones franceses; y fija esta idea en su acalorada
mente, no cesaba de repetir: «¡Si no me hubiese faltado la
herradura!...».
Lord Gray también fue al Condado, y se contaban de él maravillas; pero a
su regreso desapareció su persona de todos los sitios públicos, y aun
hubo quien le creyese muerto. Fui a su casa y el criado me dijo:
--Milord está vivo y sano, aunque no del juicio. Estuvo encerrado quince
días sin querer ver a nadie. Después me mandó que reuniese a todos los
mendigos de Cádiz, y cuando lo hice, juntolos en el comedor, y allí les
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