Cádiz - 01

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Cádiz
Benito Pérez Galdós
1878


I

En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla,
donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan
discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día
era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros
compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban,
el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de
estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de
Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y
personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre
si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro
lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la
Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de
Dios, para marchar cada cual a su destino. Repito que era en Febrero, y
aunque no puedo precisar el día, sí afirmo que corrían los principios de
dicho mes, pues aún estaba calentita la famosa respuesta: «La ciudad de
Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al
señor D. Femando VII. 6 de Febrero de 1810».
Cuando llegué a la calle de la Verónica, y a la casa de doña Flora, esta
me dijo:
--¡Cuán impaciente está la señora condesa, caballerito, y cómo se conoce
que se ha distraído usted mirando a las majas que van a alborotar a casa
del señor Poenco en Puerta de Tierra!
--Señora--le respondí--juro a usted que fuera de Pepa Hígados, la
Churriana, y María de las Nieves, la de Sevilla, no había moza alguna en
casa de Poenco. También pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos
más que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos
caballeros.
--Me gusta la frescura con que lo dice--exclamó con enfado doña Flora--.
Caballerito, la condesa y yo estamos muy incomodadas con usted, sí
señor. Desde el mes pasado en que mi amiga acertó a recoger en el Puerto
esta oveja descarriada, no ha venido usted a visitarnos más que dos o
tres veces, prefiriendo en sus horas de vagar y esparcimiento la
compañía de soldados y mozas alegres, al trato de personas graves y
delicadas que tan necesario es a un jovenzuelo sin experiencia. ¡Qué
sería de ti--añadió reblandecida de improviso y en tono de confianza--,
tierna criatura lanzada en tan temprana edad a los torbellinos del
mundo, si nosotras, compadecidas de tu orfandad, no te agasajáramos y
cuidáramos, fortaleciéndote a la vez el cuerpecito con sanos y gustosos
platos, el alma con sabios consejos! Desgraciado niño... Vaya se
acabaron los regaños, picarillo. Estás perdonado; desde hoy se acabó el
mirar a esas desvergonzadas muchachuelas que van a casa de Poenco y
comprenderás todo lo que vale un trato honesto y circunspecto con
personas de peso y suposición. Vamos, dime lo que quieres almorzar. ¿Te
quedarás aquí hasta mañana? ¿Tienes alguna herida, contusión o rasguño,
para curártelo en seguida? Si quieres dormir, ya sabes que junto a mi
cuarto hay una alcobita muy linda.
Diciendo esto, doña Flora desarrollaba ante mis ojos en toda su
magnificencia y extensión el panorama de gestos, guiños, saladas muecas,
graciosos mohínes, arqueos de ceja, repulgos de labios y demás signos
del lenguaje mudo que en su arrebolado y con cien menjurjes albardado
rostro servía para dar mayor fuerza a la palabra. Luego que le di mis
excusas, dichas mitad en serio mitad en broma, comenzó a dictar órdenes
severas para la obra de mi almuerzo, atronando la casa, y a este punto
salió conteniendo la risa la señora condesa que había oído la anterior
retahíla.
--Tiene razón--me dijo después que nos saludamos--; el Sr. D. Gabriel es
un chiquilicuatro sin fundamento, y mi amiga haría muy bien en ponerle
una calza al pie. ¿Qué es eso de mirar a las chicas bonitas? ¿Hase visto
mayor desvergüenza? Un barbilindo que debiera estar en la escuela o
cosido a las faldas de alguna persona sentada y de libras que fuera un
almacén de buenos consejos... ¿cómo se entiende? Doña Flora, siéntele
usted la mano, dirija su corazón por el camino de los sentimientos
circunspectos y solemnes, e infúndale el respeto que todo caballero debe
tener a los venerandos monumentos de la antigüedad.
Mientras esto decía, doña Flora había traído luengas piezas de damasco
amarillo y rojo y ayudada de su doncella empezó a cortar unas como
dalmáticas o jubones a la antigua, que luego ribeteaban con galón de
plata. Como era tan presumida y extravagante en su vestir, creí que doña
Flora preparaba para su propio cuerpo aquellas vestimentas; pero luego
conocí, viendo su gran número, que eran prendas de comparsa de teatro,
cabalgata o cosa de este jaez.
--¡Qué holgazana está usted, señora condesa!--dijo doña Flora--, y ¿cómo
teniendo tan buena mano para la aguja no me ayuda a hilvanar estos
uniformes para la Cruzada del Obispado de Cádiz, que va a ser el
terror de la Francia y del Rey José?
--Yo no trabajo en mojigangas, amiguita--repuso mi antigua ama--y de
picarme las manos con la aguja, prefiero ocuparme, como me ocupo, en la
ropa de esos pobrecitos soldados que han venido con Alburquerque de
Extremadura, tan destrozados y astrosos que da lástima verlos. Estos y
otros como estos, amiga doña Flora, echarán a los franceses, si es que
les echan, que no los monigotes de la Cruzada, con su D. Pedro del
Congosto a la cabeza, el más loco entre todos los locos de esta tierra,
con perdón sea dicho de la que es su tiernísima Filis.
--Niñita mía, no diga usted tales cosas delante de este joven sin
experiencia--indicó con mal disimulada satisfacción doña Flora--; pues
podría creer que el ilustre jefe de la Cruzada, para quien doy estos
puntos y comas, ha tenido conmigo más relaciones que la de una afición
purísima y jamás manchadas con nada de aquello que D. Quijote llamaba
incitativo melindre. Conociome el Sr. D. Pedro en Vejer en casa de mi
primo D. Alonso y desde entonces se prendó de mí de tal modo, que no ha
vuelto a encontrar en toda la Andalucía mujer que le interesara. Ha sido
desde entonces acá su devoción para mí cada vez más fina, espiritada y
sublime, en tales términos que jamás me lo ha manifestado sino en
palabras respetuosísimas, temiendo ofenderme; y en los años que nos
conocemos ni una sola vez me ha tocado las puntas de los dedos. Mucho ha
picoteado por ahí la gente suponiéndonos inclinados a contraer
matrimonio; pero sobre que yo he aborrecido siempre todo lo que sea obra
de varón, el señor D. Pedro se pone encendido como la grana cuando tal
le dicen, porque ve en esas habladurías una ofensa directa a su pudor y
al mío.
--No es tampoco D. Pedro--dijo Amaranta riendo--con sus sesenta años a
la espalda, hombre a propósito para una mujer fresca y lozana como
usted, amiga mía. Y ya que de esto se trata, aunque le parezcan
irrespetuosas y tal vez impúdicas mis palabras, usted debiera
apresurarse a tomar estado para no dejar que se extinga tan buena casta
como es la de los Gutiérrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscar varón
a propósito, no por cierto un jamelgo empedernido y seco como D. Pedro,
sino un cachorro tiernecito que alegre la casa, un joven, pongo por
caso, como este Gabriel, que nos está oyendo, el cual se daría por muy
bien servido, si lograra llevar a sus hombros carga tan dulce como
usted.
Yo, que almorzaba durante este gracioso diálogo, no pude menos de
manifestarme conforme en todo y por todo con las indicaciones de
Amaranta; y doña Flora sirviéndome con singular finura y amabilidad,
habló así:
--Jesús, amiga, qué malas cosas enseña usted a este pobrecito niño, que
tiene la suerte de no saber todavía más que la táctica de cuatro en
fondo. ¿A qué viene el levantarle los cascos con...? Gabriel, no hagas
caso. Cuidado con que te desmandes, y mal instruido por esta pícara
condesa, vayas ahora a deshacerte en requiebros, y desbaratarte en
suspiros y fundirte en lágrimas... Los niños a la escuela. ¡Qué cosas
tiene esta Amaranta! Criatura, ¿acaso el muchacho es de bronce?... Su
suerte consiste en que da con personas de tan buena pasta como yo, que
sé comprender los desvaríos propios de la juventud, y estoy prevenida
contra los vehementes arrebatos lo mismo que contra los lazos del
enemigo. Calma y sosiego, Gabriel, y esperar con paciencia la suerte que
Dios destina a las criaturas. Esperar sí, pero sin fogosidades, sin
exaltaciones, sin locuras juveniles, pues nada sienta tan bien a un
joven delicado y caballeroso, como la circunspección. Y si no aprende de
ese Sr. D. Pedro del Congosto, aprende de él; mírate en el espejo de su
respetuosidad, de su severidad, de su aplomo, de su impasible y jamás
turbado platonismo; observa cómo enfrena sus pasiones; como enfría el
ardor de los pensamientos con la estudiada urbanidad de las palabras;
cómo reconcentra en la idea su afición y pone freno a las manos y
mordaza a la lengua y cadenas al corazón que quiere saltársele del
pecho.
Amaranta y yo hacíamos esfuerzos por contener la risa. De pronto oyose
ruido de pasos, y la doncella entró a anunciar la visita de un
caballero.
--Es el inglés--dijo Amaranta--. Corra usted a recibirle.
--Al instante voy, amiga mía. Veré si puedo averiguar algo de lo que
usted desea.
Nos quedamos solos la condesa y yo por largo rato, pudiendo sin testigos
hablar tranquilamente lo que verá el lector a continuación si tiene
paciencia.


II

--Gabriel--me dijo--, te he llamado para decirte que ayer, en una
embarcación pequeña, venida de Cartagena, ha llegado a Cádiz el sin par
D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta, la monumental y
grandiosa señora doña María.
--Ya sospechaba--respondí--que ese perdido recalaría por aquí. ¿No trae
en su compañía a un majo de las Vistillas o a algún cortesano de los de
la tertulia del Sr. Mano de Mortero?
--No sé si viene solo o trae corte. Lo que sé es que su mamá ha recibido
mucho gusto con la inesperada aparición del niño, y que mi tía, ya sea
por mortificarme, ya porque realmente haya encontrado variación en el
joven, ha dicho ayer delante de toda la familia: «Si el señor conde se
porta bien y es hombre formal, obtendrá nuestros parabienes y se hará
acreedor a la más dulce recompensa que pueden ofrecerle dos familias
deseosas de formar una sola».
--Señora condesa, yo a ser usted me reiría de don Diego y de las
mortificaciones de cuantas marquesas impertinentes peinan canas y
guardan pergaminos en el mundo.
--¡Ah, Gabriel; eso puede decirse; pero si tú comprendieras bien lo que
me pasa!--exclamó con pena--. ¿Creerás que se han empeñado en que mi hija
no me tenga amor ni cariño alguno? Para conseguirlo han principiado por
apartarla perpetuamente de mí. Desde hace algunos días han resuelto
terminantemente que no venga a las tertulias de esta casa, y tampoco me
reciben a mí en la suya. De este modo, mi hija concluirá por no amarme.
La infeliz no tiene culpa de esto, ignora que soy su madre, me ve poco,
las oye a ellas con más frecuencia que a mí... ¡Sabe Dios lo que le
dirán para que me aborrezca! Di si no es esto peor que cuantos castigos
pueden padecerse en el mundo; di si no tengo razón para estar muerta de
celos, sí, y los peores, los más dolorosos y desesperantes que pueden
desgarrar el corazón de una mujer. Al ver que personas egoístas quieren
arrebatarme lo que es mío, y privarme del único consuelo de mi vida, me
siento tan rabiosa, que sería capaz de acciones indignas de mi categoría
y de mi nombre.
--No me parece la situación de usted--le dije--ni tan triste ni tan
desesperada como la ha pintado. Usted puede reclamar a su hija,
llevándosela para siempre consigo.
--Eso es difícil, muy difícil. ¿No ves que aparentemente y según la ley
carezco de derechos para reclamarla y traerla a mi lado? Me han jurado
una guerra a muerte. Han hecho los imposibles por desterrarme, no
vacilando hasta en denunciarme como afrancesada. Hace poco, como sabes,
proyectaron marcharse a Portugal sin darme noticia de ello, y si lo
impedí presentándome aquella noche en tu compañía, me fue preciso
amenazar con un gran escándalo para obligarlas a que se detuvieran. La
de Rumblar me cobró un aborrecimiento profundo, desde que supo mi
oposición a que Inés se desposase con el tunantuelo de su hijo. Mi tía
con su idea del decoro de la casa y de la honra de la familia me
mortifica más que la otra con su enojo, que tiene por móvil una
desmedida avaricia. Si me encontrara en Madrid, donde mis muchas
relaciones me ofrecen abundantes recursos para todo, tal vez vencería
estos y otros mayores obstáculos; pero nos hallamos en Cádiz, en una
plaza que casi está rigurosamente sitiada, donde tengo pocos amigos,
mientras que mi tía y la de Rumblar, por su exagerado españolismo
cuentan con el favor de todas las personas de poder. Suponte que me
obliguen a embarcarme, que me destierren, que durante mi forzada
ausencia engañen a la pobre muchacha y la casen contra su voluntad;
figúrate que esto suceda, y...
--¡Oh!, señora--exclamé con vehemencia--eso no sucederá mientras usted y
yo vivamos para impedirlo. Hablemos a Inés, revelémosle lo que ya
debiera saber...
--Díselo tú, si te atreves...
--¿Pues no me he de atrever?...
--Debo advertirte otra cosa que ignoras, Gabriel; una cosa que tal vez
te cause tristeza; pero que debes saber... ¿Tú crees conservar sobre
ella el ascendiente que tuviste hace algún tiempo y que conservaste aun
después de haber mudado tan bruscamente de fortuna?
--Señora--repuse--, no puedo concebir que haya perdido ese ascendiente.
Perdóneseme la vanidad.
--¡Desgraciado muchacho!--me dijo en tono de dulce compasión--. La vida
consiste en mil mudanzas dolorosas, y el que confía en la perpetuidad de
los sentimientos que le halagan, es como el iluso que viendo las nubes
en el horizonte, las cree montañas, hasta que un rayo de luz las
desfigura o un soplo de viento las desbarata. Hace dos años, mi hija y
tú erais dos niños desvalidos y abandonados. El apartamiento en que
vivíais y la común desgracia, aumentando la natural inclinación,
hicieron que os amarais. Después todo cambió. ¿Para qué repetir lo que
sabes tan bien? Inés en su nueva posición no quiso olvidar al fiel
compañero de su infortunio. ¡Hermoso sentimiento que nadie más que yo
supo apreciar en su valor! Aprovechándome de él, casi llegué hasta
tolerarle y autorizarle, impulsada por el despecho y por mortificar a mi
orgullosa parienta; pero yo sabía que aquella corazonada infantil
concluiría con el tiempo y la distancia, como en efecto ha concluido.
Oí con estupor las palabras de la condesa, que iban esparciendo densas
oscuridades delante de mis ojos. Pero la razón me indicaba que no debía
dar entero crédito a las palabras de mujer tan experta en ingeniosos
engaños, y esperé aparentando conformarme con su opinión y mi desaire.
--¿Te acuerdas de la noche en que nos presentamos aquí viniendo del
Puerto de Santa María? En esta misma sala nos recibió doña Flora.
Llamamos a Inés, te vio, le hablaste. La pobrecita estaba tan turbada
que no acertó a contestar derechamente a lo que le dijiste.
Indudablemente te conserva un noble y fraternal afecto; pero nada más.
¿No lo comprendiste? ¿No se ofreció a tus ojos o a tus oídos algún dato
para conocer que ya Inés no te ama?
--Señora--respondí con perplejidad--, aquel instante fue tan breve y
usted me suplicó con tanta precipitación que saliese de la casa, que
nada observé que me disgustara.
--Pues sí, puedes creerlo. Yo sé que Inés no te ama ya--afirmó con una
entereza tal que se me hizo aborrecible en un momento mi hermosa
interlocutora.
--¿Lo sabe usted?
--Yo lo sé.
--Tal vez se equivoque.
--No: Inés no te ama.
--¿Por qué?--pregunté bruscamente y con desabrimiento.
--Porque ama a otro--me respondió con calma.
--¡A otro!--exclamé tan asombrado que por largo rato no me di cuenta de
lo que sentía--. ¡A otro! No puede ser, señora condesa. ¿Y quién es ese
otro? Sepámoslo.
Diciendo esto, en mi interior se retorcían dolorosamente unas como
culebras, que me estrujaban el corazón mordiéndolo y apretándolo con
estrechos nudos. Yo quería aparentar serenidad; pero mis palabras
balbucientes y cierta invencible sofocación de mi aliento descubrían la
flaqueza de mi espíritu caído desde la cumbre de su mayor orgullo.
--¿Quieres saberlo? Pues te lo diré. Es un inglés.
--¿Ese?--pregunté con sobresalto señalando hacia la sala donde resonaba
lejanamente el eco de las voces de doña Flora y de su visitante.
--¡Ese mismo!
--¡Señora, no puede ser!, usted se equivoca--exclamé sin poder contener
la fogosa cólera que desarrollándose en mí como súbito incendio, no
admitía razón que la refrenara, ni urbanidad que la reprimiera--. Usted
se burla de mí; usted me humilla y me pisotea como siempre lo ha hecho.
--Qué furioso te has puesto--me dijo sonriendo--. Cálmate y no seas
loco.
--Perdóneme usted si la he ofendido con mi brusca respuesta--dije
reponiéndome--; pero yo no puedo creer eso que he oído. Todo cuanto hay
en mí que hable y palpite con señales de vida, protesta contra tal idea.
Si ella misma me lo dice, lo creeré; de otro modo no. Soy un ciego
estúpido tal vez, señora mía, pero yo detesto la luz que pueda hacerme
ver la soledad espantosa que usted quiere ponerme delante. Pero no me ha
dicho usted quién es ese inglés ni en qué se funda para pensar...
--Ese inglés vino aquí hace seis meses, acompañando a otro que se llama
lord Byron, el cual partió para Levante al poco tiempo. Este que aquí
está, se llama lord Gray. ¿Quieres saber más? ¿Quieres saber en qué me
fundo para pensar que Inés le ama? Hay mil indicios que ni engañan ni
pueden engañar a una mujer experimentada como yo. ¿Y eso te asombra?
Eres un mozo sin experiencia, y crees que el mundo se ha hecho para tu
regalo y satisfacción. Es todo lo contrario, niño. ¿En qué te fundabas
para esperar que Inés estuviera queriéndote toda la vida, luchando con
la ausencia, que en esta edad es lo mismo que el olvido? ¡Pues no pedías
poco en verdad! ¿Sabes que eres modestito? Que pasaran años y más años,
y ella siempre queriéndote... Vamos, pide por esa boca. Es preciso que
te acostumbres a creer que hay además de ti, otros hombres en el mundo,
y que las muchachas tienen ojos para ver y oídos para escuchar.
Con estas palabras que encerraban profunda verdad, la condesa me estaba
matando. Parecíame que mi alma era una hermosa tela, y que ella con sus
finas tijeras me la estaba cortando en pedacitos para arrojarla al
viento.
--Pues sí. Ha pasado mucho tiempo--continuó--. Ese inglés se apareció en
Cádiz; nos visitó. Visita hoy con mucha frecuencia la otra casa, y en
ella es amado... Esto te parece increíble, absurdo. Pues es la cosa más
sencilla del mundo. También creerás que el inglés es un hombre
antipático, desabrido, brusco, colorado, tieso y borracho como algunos
que viste y trataste en la plaza de San Juan de Dios cuando eras niño.
No: lord Gray es un hombre finísimo, de hermosa presencia y vasta
instrucción. Pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra, y es
más rico que un perulero... Ya... ¡tú creíste que estas y otras
eminentes cualidades nadie las poseía más que el Sr. D. Gabriel de
Tres-al-Cuarto! Lucido estás... Pues oye otra cosa.
»Lord Gray cautiva a las muchachas con su amena conversación. Figúrate,
que con ser tan joven, ha tenido ya tiempo para viajar por toda el Asia
y parte de América. Sus conocimientos son inmensos; las noticias que da
de los muchos y diversos pueblos que ha visto, curiosísimas. Es hombre
además de extraordinario valor; hase visto en mil peligros luchando con
la naturaleza y con los hombres, y cuando los relata con tanta
elocuencia como modestia, procurando rebajar su propio mérito y
disimular su arrojo, los que le oyen no pueden contener el llanto. Tiene
un gran libro lleno de dibujos, representando paisajes, ruinas, trajes,
tipos, edificios que ha pintado en esas lejanas tierras; y en varias
hojas ha escrito en verso y prosa mil hermosos pensamientos,
observaciones y descripciones llenas de grandiosa y elocuente poesía.
¿Comprendes que pueda y sepa hacerse amar? Llega a la tertulia, las
muchachas le rodean; él les cuenta sus viajes con tanta verdad y
animación, que vemos las grandes montañas, los inmensos ríos, los
enormes árboles de Asia, los bosques llenos de peligros; vemos al
intrépido europeo defendiéndose del león que le asalta, del tigre que le
acecha; nos describe luego las tempestades del mar de la China, con
aquellos vientos que arrastran como pluma la embarcación, y le vemos
salvándose de la muerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil y
poderosa; nos describe los desiertos de Egipto, con sus noches claras
como el día, con las pirámides, los templos derribados, el Nilo y los
pobres árabes que arrastran miserable vida en aquellas soledades; nos
pinta luego los lugares santos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del
Señor, hablándonos de los millares de peregrinos que le visitan, de los
buenos frailes que dan hospitalidad al europeo; nos dice cómo son los
olivares a cuya sombra oraba el Señor cuando fue Judas con los soldados
a prenderle, y nos refiere punto por punto cómo es el monte Calvario y
el sitio donde levantaron la santa Cruz.
»Después nos habla de la incomparable Venecia, ciudad fabricada dentro
del mar, de tal modo, que las calles son de agua y los coches unas
lanchitas que llaman góndolas; y allí se pasean de noche los amantes,
solos en aquella serena laguna, sin ruido y sin testigos. También ha
visitado la América, donde hay unos salvajes muy mansos que agasajan a
los viajeros, y donde los ríos, grandísimos como todo lo de aquel país,
se precipitan desde lo alto de una roca formando lo que llaman
cataratas, es decir, un salto de agua como si medio mar se arrojase
sobre el otro medio, formando mundos de espuma y un ruido que se oye a
muchísimas leguas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta con tan
vivos colores, que parece que lo estamos viendo. Cuenta sus acciones
heroicas sin fanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullo de los
hombres que le oyen con tanta atención, si no con tanta complacencia
como las mujeres.
»Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven, ¿por lo que digo comprendes que
ese inglés tiene atractivos suficientes para cautivar a una muchacha de
tanta sensibilidad como imaginación, que instintivamente vuelve los ojos
hacia todo lo que se distingue del vulgo enfatuado? Además, lord Gray es
riquísimo, y aunque las riquezas no bastan a suplir en los hombres la
falta de ciertas cualidades, cuando estas se poseen, las riquezas las
avaloran y realzan más. Lord Gray viste elegantemente; gasta con
profusión en su persona y en obsequiar dignamente a sus amigos, y su
esplendidez no es el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la
gala y generosidad del rico de alta cuna, que emplea sabiamente su
dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean. Es galante sin
afectación, y más bien serio que jovial.
»¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás a entender que hay en
el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D. Gabriel
Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo; reflexiona bien quién eres tú. Un
buen muchacho y nada más. Excelente corazón, despejo natural, y aquí paz
y después gloria. En punto a posición oficialito del ejército... bien
ganado, eso sí... pero ¿qué vale eso? Figura... no mala; conversación,
tolerable; nacimiento humildísimo, aunque bien pudieras figurarlo como
de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo negaré; al contrario,
creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimiento.
Literatura, escasa... cortesía, buena... Pero, hijo, a pesar de tus
méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en
hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV que heredó
la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.
El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible.
Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera cogido
el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España... y me lo
hubiese echado encima.
Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.


III

¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el
hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen
encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su
situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por
quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de noble
dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me impulsó
a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino
indiferencia ante el golpe recibido.
--Señora condesa--dije--, comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que
pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un
atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni
he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga
pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición. Los
que no somos nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que ofrecer
nuestro corazón a las fregatrices y damas del estropajo, no siempre con
la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos llenamos de
resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el que usted se ha
servido darme, nos encogemos de hombros y decimos: «paciencia». Luego
seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan tranquilos... Es una
tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.
--Estás hecho un basilisco de rabia--me dijo la condesa en tono de
burla--, y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego... toma mi
abanico y refréscate con él.
Antes que yo lo tomara, la condesa me dio aire con su abanico
precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella después de un rato
de silencio, me habló así:
--Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso
tener paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al
amor del inglés.
--Lo creo señora--respondí apretando con convulsa fuerza los dientes, ni
más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.
--Sí--prosiguió--, todo suceso que me dé esperanzas de ver a mi hija
fuera de la tutela y dirección de la marquesa y la condesa, es para mí
lisonjero.
--Pero ese inglés será protestante.
--Sí--repuso--, mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico.
De todos modos, ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada.
Vea yo a mi hija libre, hállese en situación tal que yo pueda verla,
hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo rabiaría doña
María si llegara a comprender...! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu
discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera
a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los tres a
Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera pariente
de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para
permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.
--Creo que usted verá satisfechos sus deseos.
--¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante
raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos
noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables
obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.
--Inés lo habrá revelado a usted.
--No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué
desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas por
la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y yo hemos trabajado lo que
no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y nos lo
revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un
avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de
algunas, muy pocas personas de las que van a la casa. No hay duda de que
es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des un disgusto. Cuidado
con el suicidio.
--¿Yo?--dije afectando indiferencia.
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