Cádiz - 15

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hacía muchísimo daño su determinación de partir para Inglaterra... ¡Ay,
Inés qué noche! Entré en casa llena de miedo. Me parecía ver a mi madre
esperándome en la escalera con una espada de fuego... subí temblando...
Tardé más de una hora en volver a mi cuarto, porque no andaba, sino que
me arrastraba lentamente para no hacer ruido. Al fin, llegando a la
alcoba, corrí a tu cama para confesártelo todo y no estabas allí.
Figúrate cuál sería mi confusión.
--Yo desperté--dijo la otra--. Creí sentir pasos dentro de la casa. Te
vi salir, y por un instante el temor no me permitió hacer ningún
movimiento ni tomar resolución alguna. Quise después correr tras de ti;
yo sabía que tenía poder bastante para destruir tu alucinación, y fiaba
en el cariño que nos profesábamos, en lo que me debes, en la deuda que
tienes conmigo por haberte librado de las sospechas de tu madre. La idea
de tu deshonor me volvía loca... Salí en busca tuya. Lo demás no
necesitas saberlo. Yo no soy esclava de la autoridad de doña María como
lo eres tú; aquella casa no es la mía; mi casa es esta. Asunción,
querida amiga y hermana mía, nos separamos hoy quizás para siempre.
--No te separes de mí--exclamó Asunción abrazando a su amiga y besándola
con ardiente cariño--. Si te separas, no sé qué será de mí. Recuerda lo
que hice anoche... Inés, no me dejes. Vuelve a mi casa, y prometo no
hacer cosa alguna sin tu permiso, esclavizando mi pensamiento al tuyo, y
lograré adquirir una parte al menos de la santa serenidad que te
distingue. He venido sólo a rogarte que vuelvas a mi casa. Prométeme que
volverás.
--Por distintos caminos nos lleva Dios a ti y a mí, Asunción. Por de
pronto no admitas cartas, ni avisos, ni recados de lord Gray. Levántate
a la altura de tu dignidad, abraza con resignación la vida del claustro,
y dentro de algún tiempo te verás libre de ese gran peso.
--No, no puedo. La vida del claustro me aterra. ¿Sabes por qué? Porque
tengo la seguridad de que en el convento he de amarle más, mucho más. Lo
sé por experiencia, sí: la soledad, el mucho rezar, las penitencias, las
meditaciones, las vueltas y revueltas y dolorosos giros del pensamiento,
más y más avivan en mí la pasión que me quema. Lo sé muy bien, lo veo,
lo toco. Yo he amado a lord Gray porque en mis solitarias devociones se
ha apoderado de mi espíritu como el demonio tentador... No, no iré al
claustro, porque sé que lo tendré siempre delante, mezclado con aquella
dulce poesía del coro y el altar. ¡Ay, amiga mía! ¿Creerás esto que te
digo? ¿Creerás esta profanación horrible? Pues sí, es verdad. En la
iglesia ha tomado cuerpo esta insensata inclinación. Tal efecto hace en
mi espíritu turbado todo lo que se refiere a devociones y piedades, que
siempre que escucho el son de un órgano, tiemblo de emoción; las
campanas de la iglesia hacen palpitar mi pecho con ardiente viveza; la
oscuridad de los templos me marea, y Jesucristo crucificado no puede
serme amable si no me lo presento con el mismo rostro que veo en todas
partes... Esto espanta, ¿no es verdad? Pero no puedo remediarlo. Yo creo
que esto es una enfermedad. ¿Tendré yo un mal incurable? Ojalá me muera
mañana de él. Así descansaría...
»No, no quiero claustro. Quiero distraerme con el trato de multitud de
gentes, ver diversidad de espectáculos, visitar el mundo, la sociedad,
asistir a tertulias donde se hable de muchas cosas que no sean lord
Gray: quiero que mi pensamiento se enrede aquí y allí, se desparrame
pasando y repasando por distintos caminos, para dejarse un vellón de
lana en cada flor, en cada espina. Lo que me ha de curar es el mundo,
amiga querida, es el mundo con todo lo bueno que encierra, la sociedad,
la amistad, las artes, el viajar, el mucho ver y el mucho oír; que
verdaderamente, aunque mi madre crea lo contrario, la mayor parte de lo
que se ve y oye en el mundo es honrado, lícito y provechoso... Apártenme
de la soledad, que es causa de mi perdición; apártenme de las
meditaciones, del cavilar, de este perenne volteo y constante rodar
sobre el eje de una sola idea. Si he de curarme, no me curarán los
conventos. Querida amiga, segura estoy de que si entro en él, amaré más
locamente a lord Gray, porque no habrá cosa alguna que lo aparte de los
vigilantes y calenturientos ojos de mi espíritu; y si ese hombre se
empeña en perseguirme aun en la casa de Dios, como sabe hacerlo, no
podré guardar la santidad de mis juramentos, y rompiendo rejas y votos,
me asiré a la primera cuerda que ponga en la ventana de mi celda para
arrojarme a la calle. Yo me conozco, querida mía; sé leer claramente en
este oscuro libro de mi alma, y no me equivoco, no.
Oyendo estas palabras en boca de la infeliz joven, al paso que
compadecía su desventurada pasión, admiraba la gran perspicacia de su
entendimiento.
--Pues ten valor. Di a tu madre que no quieres ser monja--indicó Inés.
--Ayudada por tu amistad, podría hacerlo. Sola no me atrevo. Ella
considerará esto como una deshonra, y entonces tendré el claustro en
casa, porque me encerrará para siempre.
--Todo eso puede vencerse. Principia por rechazar a lord Gray.
--Lo haré si no le veo, si no me persigue...
Asunción pronunciaba estas palabras, cuando sentimos los pasos de lord
Gray.
--¡Es él!--dijo con terror.
--Ocúltate y sal de la casa.
Amaranta hizo pasar a lord Gray a una estancia inmediata y al instante
me llamó a su lado. El inglés afectaba tranquilidad; mas la condesa
adivinando sus propósitos, le desconcertó al momento.
--Ya sé a que viene usted--le dijo--. Sabe que Asunción ha entrado en mi
casa... Por Dios, lord Gray, retírese usted. No quiero tener nuevas
ocasiones de disgusto con doña María.
--Discreta amiga mía--repuso él con vehemencia--. Usted me juzgue mal.
¿Impedirá usted que me despida de ella? Dos palabras nada más. ¿Saben
que me voy esta noche?
--¿Es de veras?
--Tan cierto como que nos alumbra el sol... ¡Pobrecita Asunción!...
También ella se alegrará de verme... Vamos, no salgo de aquí sin decirle
adiós...
--Francamente, milord--indicó Amaranta--. No creo en su partida.
--Señora, aseguro a usted que partiré de madrugada. Me ha detenido tan
sólo la broma que pensamos dar a Congosto... Sea testigo Araceli de lo
que digo.
La condesa sin aguardar más, abrió la mampara, y las dos muchachas
aparecieron ante nosotros.
Asunción no podía ocultar la angustia que la dominaba y quiso retirarse.
--¿Se marcha usted porque estoy aquí?--dijo secamente lord Gray--.
Pronto saldré de Cádiz y de España, para no pisar más esta tierra de la
ingratitud. Los desengaños que aquí he padecido me impelen con fuerza a
huir, aunque mi corazón no ha de encontrar ya reposo en ninguna parte.
--Asunción no puede detenerse para oírle a usted--dijo Inés--. Tiene que
marcharse a su casa.
--¿No merezco ya ni dos minutos de atención?--afirmó con amargura el
noble lord--. ¿Ya no se me concede ni el favor de una palabra?... Está
bien, no me quejo.
--Ahora parece indudable que parte--dijo Amaranta.
--Señora, adiós--exclamó lord Gray con emoción profunda, verdadera o
fingida--. Araceli, adiós; Inés, amigos míos, procuren olvidar a este
miserable. Y usted, Asunción, a quien sin duda debo haber ofendido,
según el encono con que me mira, adiós también.
La infeliz se deshacía en lágrimas.
--Había solicitado de usted el último favor, una entrevista para
despedirme de la que tanto he amado, pero no espero conseguirlo. He sido
un insensato... Ha hecho usted bien en cobrarme de pronto ese
aborrecimiento que me están revelando sus bellos ojos... ¡Miserable de
mí, he aspirado a lo que me era tan superior! En mi demencia juzgué
posible apartar esta noble alma de la piedad a que desde el nacer se
inclina; aspiré a lo imposible, a luchar con Dios, único amante que cabe
en la inconmensurable grandeza de ese corazón... Adiós, vuelva usted a
sus santidades, remóntese usted a aquellas celestiales alturas, de donde
este infame quiso hacerla descender. Entre usted en el claustro... entre
usted... Perdóneme Dios mis arrebatados pensamientos... cada cual a su
puesto. Ángeles al cielo, miseria y debilidad a la tierra... Antes amor,
locura, ardientes arrebatos; ahora respeto, culto. Mañana, como ayer,
vivirá usted en mi corazón; pero ahora, santa mujer, está usted dentro
de él canonizada... Adiós, adiós.
Y apretando calurosamente las manos de la joven, partió con tales modos,
que todos le creíamos con el corazón despedazado y tuvimos lástima de
él.
Poco después Asunción, acompañada de su ayo, salió a la calle, y la
santa imagen, entrando en la casa materna, volvió a su altar.
Mis lectores creerán, juzgando a lord Gray por las palabras arriba
reproducidas, que el astuto seductor partía realmente renunciando a la
empresa frustrada en la célebre noche. ¡Qué error! Sigan leyendo un poco
más, y verán que aquella despedida, admirable y hábil recurso
estratégico empleado contra la alucinada muchacha, sirviole de
preparación para el hecho (catástrofe podemos llamarlo) consumado
aquella misma noche, y con el cual da fin la curiosa aventura que estoy
contando.


XXXI

Narraré punto por punto. Aconteció, pues, que cerca ya del oscurecer en
el siguiente día entraba yo con toda tranquilidad en casa de doña Flora,
cuando esta, Amaranta y su hija saliéronme al encuentro con gran
sobresalto y alarma.
--¿No sabes lo que ocurre?--dijo doña Flora--. El bribón de lord Gray ha
cargado con la santa y la limosna. La Asuncioncita ha desaparecido
anoche de la casa.
--Pero ha sido violentamente--dijo Inés--porque D. Paco apareció atado
al barandal de la escalera. Ella debió de resistir... A sus gritos
despertose doña María, pero cuando salieron ya estaban fuera. Esta
mañana, Presentación, hostigada por su madre, hizo confesión de los
amores de su hermana.
--No me digan a mí que ha resistido--objetó doña Flora--; lord Gray es
muy galán y muy lindo mozo... ¿A qué vienen con hipocresías?... La niña
se marchó con él porque le dio la gana.
--Doña María estará satisfecha de la formalidad de las niñas...--dijo
Amaranta riendo--. Ahora repetirá su muletilla: «Yo educo a mis hijas
como me educaron a mí».
--¿Pero se ha marchado lord Gray con ella?--pregunté.
--Se dispone a partir.
--Ahora acaba de estar aquí un capitán de navío, el cual me ha dicho que
milord ha fletado el bergantín inglés Deucalión, que sale mañana.
--¿Pero no corremos a impedirlo?--dijo Inés con gran zozobra--. Aún es
tiempo.
--Eso será de cuenta de doña María.
--Pero será forzoso avisarle que el Deucalión sale esta noche y que
lo ha fletado lord Gray.
--Sí, es preciso avisárselo--repitió Inés con energía--. Iré yo misma.
--Gabriel irá al momento.
--¿Por qué no? Aunque doña María me arrojó ayer de su casa, no tengo
inconveniente en prestarle este servicio.
--Pero no pierdas tiempo... Yo me muero de impaciencia--indicó Inés.
--Ve pronto, que la niña se impacienta.
--Allá voy... De veras no creí volver a poner los pies en aquella
casa... ¿Conque el Deucalión?... Un bergantín inglés... Me parece que
no les atraparán.
Corrí a la casa de Rumblar, y desde que entré todo me indicó que reinaba
allí la consternación más profunda. D. Diego y D. Paco estaban sentados
en el corredor, el uno frente al otro, mirándose como dos esfinges de la
tristeza, y en las manos del último los verdes cardenales indicaban el
suplicio de que había sido víctima. El infeliz anciano a ratos hendía
los aires con la ráfaga de sus fuertes suspiros, que habrían hecho
navegar de largo a un navío de línea. Cuando entré, levantáronse los
dos, y el ayo dijo:
--Vamos a ver si la encontramos ahora. Es el sétimo viaje...
La condesa de Rumblar y su hija menor estaban escondiendo su dolor y
vergüenza en un gabinete inmediato a la sala, y en ésta la marquesa de
Leiva, atada por el reuma a un sillón portátil; Ostolaza, Calomarde y
Valiente sostenían viva polémica sobre el gran suceso. Cuando oí la voz
de la de Leiva, lleno de recelo, aunque sin arredrarme, dije para mí:
--Ahora va a ser la tuya, Gabriel. La marquesa te conocerá, con lo cual,
hijo, has hecho tu suerte.
Entré, sin embargo, resueltamente.
--De modo--decía la marquesa--que un inglés se puede burlar impunemente
de toda España...
--En la embajada--indicó Valiente--rieron mucho cuando les conté lo
ocurrido, y dijeron: «Cosas de lord Gray».
--Yo he afirmado siempre--dijo Ostolaza con petulancia--que la alianza
con los ingleses sería a España muy funesta.
Yo corté de súbito el coloquio, diciendo:
--Traigo noticias de lord Gray.
La marquesa examinome de pies a cabeza, y luego, señalándome
impertinentemente con la muleta que sus doloridas piernas le obligaban a
usar, preguntó:
--¿Usted?... ¿Y usted quién es?
--Es el Sr. de Araceli--dijo Ostolaza con sonsonete desdeñoso.
--Ya... ya conozco a este caballero--dijo la de Leiva con malicia--.
¿Sigue usted al servicio de mi sobrina?
--Me honro en ello.
--¿Viene usted de allá? ¿Inés está ya dispuesta a volver a su casa? Ya
sabrá que el gobernador de Cádiz va esta noche misma por ella...
--No saben nada--repuse tan desconcertado como sorprendido.
--Creo que bajo el punto legal, la cosa no ofrecerá dificultad alguna,
¿no es verdad, señor de Calomarde?
--Absolutamente ninguna. La niña volverá a casa de usted, que es el jefe
de la familia, y cuantas sutilezas se aleguen en contrario no tienen
fuerza de derecho.
--Tal vez la señora condesa--dije--alegue algún motivo que no esté
previsto.
--Todo está previsto; Sr. Calomarde, ¿no es verdad? Y agradézcame mi
sobrina que no he solicitado se dicte auto de prisión contra ella...
Pero a esta fecha no nos ha dicho usted lo que anunciaba con respecto a
lord Gray. ¿En qué piensa usted, señor de... de qué?
--De Araceli--repitió Ostolaza con el mismo sonsonete.
Muy brevemente les dije lo que sabía.
--Pues hay que avisar a la Comandancia de Marina--replicó la de Leiva
con viveza--. Plumas, papel...
En aquel instante entró en la sala un personaje grave, al cual saludaron
todos con el mayor respeto. Era D. Juan María Villavicencio, gobernador
de la ciudad, varón estimabilísimo, buen patriota, instruido, algo
filósofo y hábil por demás en el conocimiento y trato de las gentes.
--Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio--dijo la marquesa, contándole lo
del Deucalión.
--En este negocio, señora--respondió el funcionario bajando la voz--hay
que andar con prudencia... Antes de ocuparme de lord Gray voy a cumplir
el acto legal, en cuya virtud la Inesita volverá esta noche a su casa.
El alma se me partió al oír esto.
--Pronto, pronto, amigo mío--dijo la reumática--. También temo que se me
escapen. La gente de esta casa se marcha por el escotillón, y esto
parece escenario de un teatro... Y creímos que había sido robada por
lord Gray. La pícara se marchó sola...
--En cuanto a lord Gray--dijo Villavicencio en tono dubitativo y con
cierto embarazo--me parece que no podemos hacer nada contra él... La
Asuncioncita volverá al lado de su madre o a donde la quieran llevar;
pero eso de prender y castigar a milord...
--Pero...
--Señora, no podemos chocar con la embajada... Ya conoce usted las
circunstancias; Wellesley es quisquilloso... la alianza...
--¡Maldita sea la alianza!
--¡Y esto lo dice una dama española--exclamó Villavicencio con
entusiasmo--el día en que nos llega la noticia de una gloriosa batalla,
de esa gran victoria, señores, ganada por españoles, ingleses y
portugueses en los campos de Albuera!
--¡Otra batalla!--exclamó la marquesa con hastío--. Siempre batallas, y
la guerra no se acaba nunca.
--Creo que ha sido muy sangrienta--dijo Calomarde.
--Como todas las que damos--repuso con orgullo Villavicencio--. Hemos
perdido cinco mil hombres y matado a los franceses más de diez mil...
¡Precioso resultado!... Han muerto dos generales franceses, dos
ingleses, y de los nuestros han quedado heridos D. Carlos España y el
insigne Blake.
--De todo eso se deduce que no podemos hacer nada contra Gray--dijo con
disgusto la de Leiva.
--Nada, señora... Se va a erigir un monumento a Jorge III... La embajada
inglesa... Wellesley... ¡Oh!, esta batalla de la Albuera estrechará más
aún las relaciones entre ambos países.
--¡Gran victoria!--dijo Valiente--. En Extremadura nos envalentonamos un
poco.
--Pero está muy mal de la parte del Ebro. Tortosa ha caído ya en poder
del enemigo...
--Traición, pura traición del conde de Alacha.
--También se han apoderado los franceses del fuerte de San Felipe en el
Coll de Balaguer.
--Pero aún resiste Tarragona.
--Y resistirá más todavía.
--Y de Manresa, ¿qué se ha dicho hoy?
--Ya es seguro que ha sido incendiada.
--Nada de eso nos importa por ahora--dijo la marquesa, interrumpiendo la
chispeante conversación patriótica--. En suma, Sr. Villavicencio, si
milord se escapa...
--¡Qué le hemos de hacer! Nadie sabe dónde está.
--Creo que esta noche se le podrá ver--dijo Valiente--porque a las diez
se verificará, según he oído, entre lord Gray y D. Pedro del Congosto
una especie de desafío quijotesco con que espera reírse mucho la gente.
--Bobadas... En fin, señora marquesa, Wellesley me ha prometido que la
muchacha volverá, pero hay que dejar en paz a lord Gray... Señora
marquesa, me llama mucho la atención este extraño caso. Soy experto en
ciertos asuntos, y creo que en el lance de que nos ocupamos juega alguna
persona que no es lord Gray.
--¿Lo cree usted? Yo opino que Inés se ha marchado sola.
--Pues yo creo que no.
--O con lord Gray. Ese señor inglés se propone desocupar mi casa.
--Algún otro pájaro, señora, algún otro pájaro ha enredado aquí, y no
pararé hasta averiguar quién es... Los dos raptos tienen entre sí íntima
conexión.
--Busque usted, pues--dijo la marquesa--a ese cómplice desconocido, y
haga caer sobre él todo el peso de la ley, si es que nada puede hacerse
contra lord Gray.
--Espero sacar mucho partido de mis averiguaciones esta noche.
--Verdaderamente--dijo Calomarde--si ha de haber un choque con la
embajada inglesa, lo mejor es dar fuerte sobre el pobre cómplice si se
descubre, y decir: «aquí que no peco».
--Así anda la justicia en España--objetó la de Leiva.
--Veremos lo que saco en limpio--dijo Villavicencio--. Vaya, señora mía,
me voy a hacer una visita de cumplido a la calle de la Verónica. Creo
que bastará mi autoridad...
De pronto presentose D. Paco en la sala sofocado y jadeante, y exclamó:
--¡Ahí está, ahí está ya!... al fin la encontramos.
--¿Quién?
--La señora doña Asuncioncita... ¡Pobre niña de mi alma!... Está en la
escalera... No quiere subir... ¡parece medio muerta la pobrecita!...


XXXII

Reinó sepulcral silencio, y miramos todos a la puerta del fondo por
donde apareció doña María. Con decoroso silencio, que no con lágrimas,
mostraba esta señora su honda pena. El color blanco de su cara habíase
convertido en una palidez pergaminosa; su frente estaba surcada de
repentinas arrugas, y los secos ojos tan pronto irradiaban el fulgor de
la ira como se abatían amortiguados. Pero otro incidente llamó la
atención más que el grave silencio y la amarillez y las arrugas, y fue
que sus cabellos, entrecanos algunos días antes, estaban enteramente
blancos.
--¡Está ahí!--repitió un sordo murmullo.
--¿Te negarás a recibirla?--dijo con emoción la marquesa, adivinando los
pensamientos de doña María.
--No... que venga aquí--repuso la madre con energía--. Veré a la que ha
sido mi hija... ¿La encontró usted? ¿Estaba sola?
--Sola, señora--exclamó llorando D. Paco--. ¡Y en qué triste y lastimoso
estado! Los vestidos están rotos, en su preciosa cabecita tiene varias
heridas, y en su voz y ademanes demuestra el más grande arrepentimiento.
No ha querido subir, y yace exánime y sin fuerzas en la escalera.
--Que entre--dijo la de Leiva--. La infeliz empieza a expiar su culpa.
María, pasó la ocasión del rigor y ha llegado el momento de la
benevolencia. Recibe a tu hija, y si acabó para el mundo, no acabe para
ti.
--Retirémonos para evitarle la vergüenza de verse delante de
nosotros--dijo Valiente.
--No, queden todos aquí.
--Sr. D. Francisco--dijo doña María al ayo--traiga usted a Asunción.
El ayo salió determinando fuertes corrientes atmosféricas con la
violencia de sus suspiros.
Bien pronto oímos la voz de Asunción que gritaba:
--Mátenme, que me maten: no quiero que mi madre me vea.
Por D. Diego y el ayo conducida, a intervalos suavemente arrastrada,
casi traída a cuestas, entró la infeliz muchacha en la sala. En la
puerta arrojose al suelo, y sus cabellos en desorden sueltos, le cubrían
la cara. Todos acudimos a ella, la levantamos, la consolamos con
palabras cariñosas; pero ella clamaba sin cesar:
--Mátenme de una vez. No quiero vivir.
--La señora doña María la perdonará a usted--le dijimos.
--No, mi madre no me perdonará. Estoy condenada para siempre.
Doña María, por largo tiempo llena de entereza y superioridad, comenzó a
declinar y su grande ánimo se abatió ante espectáculo tan lamentable.
Después de mucho luchar con la sensibilidad y el cariño materno, pugnó
por sobreponerse a este, y resueltamente exclamó:
--¿He dicho que la traigan aquí? No, me equivoqué. No quiero verla, no
es mi hija. Váyase a los lugares de donde ha venido. Mi hija ha muerto.
--Señora--exclamó D. Paco poniéndose de rodillas--si la señora doña
Asuncioncita no se queda en la casa, usted se condenará. ¿Pues qué ha
hecho? Salir a dar un paseo. ¿Verdad, niña mía?
--No; ¡mi madre no me perdona!--gritó con desesperación la muchacha--.
Llévenme fuera de aquí. No merezco pisar esta casa... Mi madre no me
perdona. Vale más que me maten de una vez.
--Sosiégate, hija mía--dijo la de Leiva--. Grande es tu culpa; pero si
no puedes reconquistar el cariño de tu madre y la estimación de todos,
no serás abandonada a tu dolor. Levántate. ¿Dónde está lord Gray?
--No sé.
--¿Vino a buscarte con conocimiento y consentimiento tuyo?
La desgraciada se cubría el rostro con las manos.
--Habla, hija mía, es preciso saber la verdad--dijo la de Leiva--. Tal
vez tu culpa no sea tan grande como parece. ¿Saliste de buen grado?
La presencia de doña María se conocía por su respiración que era como un
sordo mugido. Luego oímos distintamente estas palabras que parecían
salir de la cavernosa garganta de una leona:
--Sí... de grado... de grado.
--Lord Gray--dijo Asunción--me juró que al día siguiente abrazaría el
catolicismo.
--Y que se casaría contigo, ¡pobrecita!--dijo con benevolencia la
marquesa.
--Lo de siempre... historia vieja--balbuceó Calomarde a mi oído.
--Señores--dijo Villavicencio--retirémonos. Estamos aumentando con
nuestra presencia la confusión de esta desgraciada niña.
--Repito que se queden todos--dijo la de Rumblar con fúnebre acento--.
Quiero que asistan a los funerales del honor de mi casa. Asunción, si
quieres, no que te perdone, sino que tolere tu presencia aquí, confiesa
todo.
--Me prometió abrazar el catolicismo... me dijo que marcharía de Cádiz
para siempre, si no... Yo creí...
--Basta--exclamó Villavicencio--. Que se retire a buscar algún reposo
esta criatura.
--Pero ese infame hombre la ha abandonado...
--La ha arrojado de su casa--dijo D. Paco.
Múltiple exclamación de horror resonó en la sala.
--Esta mañana--añadió Asunción sacando difícilmente de su pecho el
aliento necesario para hablar--lord Gray salió dejándome sola en la
casa. Yo temblaba de zozobra... Entraron luego unas mujeres, unas
mujerzuelas... ¡qué horrible gente!... Con sus gritos me desvanecieron y
con sus manos me maltrataron. Todas se reían de mí y me desgarraron los
vestidos, diciéndome palabras ignominiosas... Bebían y comían en una
mesa que el criado de milord les dispuso... disputaban unas con otras
sobre cuál de ellas era más amada por él... Entonces comprendí el abismo
en que había caído... Lord Gray volvió... Le increpé por su vil
conducta... Estaba taciturno y sombrío... Tomó una chinela y con ella
les azotó la cara a aquellas viles mujeres... Me colmó de cuidados. Me
dijo que me iba a llevar a Malta... Yo me negué a ello y empecé a llorar
amargamente invocando el nombre de Jesús... Volvieron las mujeres
acompañadas de hombres soeces; uno de ellos quiso ultrajarme. Lord Gray
le rompió la cabeza con una silla... Corrió la sangre... ¡Dios mío, qué
horror!...
Deteníase a cada rato, y luego con gran esfuerzo seguía:
--Lord Gray me dijo después que él no podía hacerse católico, y que se
alegraba de que yo entrase en el convento para robarme. Quise salir y el
criado anunció la llegada de una señora... ¡Oh! Entró una señora
principal que le llamó ingrato... La señora se reía de mí... ¡Qué hora,
Dios mío, qué hora!... La señora dijo que yo era la más piadosa y devota
señorita de todo Cádiz, y luego me rogó que encomendase a lord Gray a
Dios en mis oraciones... La vergüenza me inflamaba, y busqué un cuchillo
para matarme... Después...
Estábamos todos conmovidos y aterrados con la patética relación de la
desgraciada niña, digna de mejor suerte.
--Después... entraron unos hombres; ¡qué hombres! Vestían de cruzados
como don Pedro del Congosto, y venían a recordar a lord Gray que este le
había desafiado... Entraron los amigos de lord Gray y todos se rieron
mucho del desafío con D. Pedro. Luego... milord me rogó de nuevo que
partiese con él a Malta... Yo le decía que me hiciese el favor de
matarme... Reíase a carcajadas y jugando con un puñal hacía como que me
quería matar... Me inspiraba tal horror que huí de su lado... Yo corrí
por la casa dando gritos... él se reía... un criado me dijo: «milord me
ha mandado que la acompañe a usted a su casa». Salimos a la calle y en
la puerta añadió: «No tengo ganas de ir tan lejos: vaya usted sola», y
cerró la puerta... Di algunos pasos... una mujer frenética que dijo
haber perdido por mí los favores de lord Gray, quiso castigarme... ¡Ay!,
yo estaba medio muerta y me dejé castigar... Libre al fin recorrí varias
calles... me perdí... yo buscaba la muralla para arrojarme al mar... al
fin después de dar mil vueltas volví junto a la casa de lord Gray...
Encontráronme D. Paco y mi hermano... yo no quería venir aquí... pero me
trajeron al fin a mi casa de donde salí culpable, y a donde vuelvo
castigada, pues las penas todas del purgatorio y el infierno no son
superiores a las que yo he padecido hoy... Aun así no merezco perdón. Mi
falta es grande... No merezco más que la muerte, y pido a Dios que me la
conceda esta noche misma, para que ni un día más soporte la vergüenza y
el deshonor que han caído sobre mí. ¡Señora madre mía, adiós! ¡Hermana
mía, adiós! ¡No quiero vivir!
No dijo más y cayó desmayada en el pavimento.
Conmovidos y aterrados, contemplamos el semblante de doña María, que
reclinada en el sillón, con la barba apoyada en la mano, silenciosa,
ceñuda primero como una sibila de Miguel Ángel, y conmovida después,
pues también las montañas se quebrantan al sacudimiento del rayo,
derramó lágrimas abundantes. Parecía que su rostro se quemaba. Su llanto
era metal derretido.
--Hija mía--dijo la marquesa--, retírate a descansar... Sr. D.
Francisco, o tú, Diego, llévala a su cuarto.
El conmovedor espectáculo de la infeliz Asunción desapareció de nuestra
vista.
--Señoras--dijo Villavicencio--tengo el alma despedazada, y me retiro.
--Siento mucho... pues...--murmuró Ostolaza, y se retiró también.
--He tenido un verdadero sentimiento...--dijo Valiente, marchándose tras
el anterior.
--Por mi parte...--indicó Calomarde saludando--. Si es preciso entablar
recurso...
Se fueron todos. Yo me quedé, porque una fuerza irresistible me clavaba
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