Cádiz - 14

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mancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya se ve... en esta casa no me
entienden. Es indudable que han entrado aquí las ideas filosóficas,
ateas y masónicas, según las cuales ya se acabó el honor y la grandeza,
lo noble y lo justo, para que no haya más que pillería, liberalismo,
libertad de la imprenta, igualdad y demás corruptelas... Lo dicho,
dicho. Este traje que visto prueba que he tomado a mi cargo la defensa
de los principios en cuyo nombre se ha levantado la nación contra
Bonaparte. ¡Oh, si todos me imitaran!... ¡Si todos empezando por el
traje acabaran por las obras!... Pero basta de palabras. Elija usted
hora y sitio. Acción tan aleve no puede quedar sin castigo.
--D. Quijote, sí, es él mismo--dijo el inglés--. D. Quijote degenerado y
nacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre del
padre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza del
caballo.
--¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo?--exclamó Congosto
requiriendo coléricamente la espada.
--No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy se
parece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demás
acepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable,
espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Pronto
partiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuando
guste.
--¿De verás se marcha usted?--dijo Amaranta saliendo de su atonía.
--Sí, señora, estoy decidido... Vendré a despedirme de usted... Conque
Sr. D. Pedro...
--Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.
--Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.
D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír a
todos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo de sujetar
a nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Después
la condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escena
cómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en el
mundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:
--Temo haberme dejado arrastrar demasiado lejos por la ira que me
produjo la presencia de aquella mujer. Le dije cosas demasiado duras, y
cada palabra me pesa sobre la conciencia. Exasperada por lo que le dije,
tomará venganza de mí, y si acude a la ley, no creo que la ley me sea
favorable. Yo no tomé precaución alguna cuando se verificó el
reconocimiento de Inés.
--Venceremos esas y otras dificultades, señora.
--Yo transigiría con ella y con mi tía, con tal que me dejaran a Inés.
Creo que cediendo a doña María parte de mis derechos mayorazguiles,
sería fácil aplacar esa furia. La de Leiva no es ni con mucho tan
inconquistable.
--¿Quiere usted que lo proponga a la señora doña María?... Nada se
pierde... No sé si me recibirá; pero intentaré hablarla. Me favorece el
que no sospecha nada de mí en el suceso de anoche.
--Es una buena idea. Sí... tampoco sería malo que yo me mostrase
arrepentida de las atrocidades que le dije... no... ¡Oh, qué confusión,
Dios mío! No sé qué hacer...
--Cualquiera de esos actos me parece aceptable.
--¿Te parece que debo ir allá?
--Hoy no es conveniente. Se reanudaría al punto la reyerta, porque aquel
volcán en erupción estará echando fuego, humo y lava por algún tiempo.
Será prudente que yo me anticipe e indique a doña María esa idea de
transacción que usted le propone, con tal que no la priven de su hija.
--Sí, hazlo tú primero. Yo me arriesgaré a tratar con mi tía, que es el
jefe de la familia, pero antes conviene tantear a la de Rumblar, a ver
qué tal se presenta.
--Ante todo debo indicar prudentemente a doña María que usted reconoce
haber estado algo dura en la entrevista.
--Sí... lo encomiendo a tu habilidad, y me quedo tranquila... Si te
recibe mal, no te importe. Con tal que te deje hablar, aguanta
desprecios y desaires.
Hago mención de este diálogo que tuvimos la condesa y yo, para que
comprenda el lector la razón de la extraña visita que hice a doña María
un día después de aquel de tanto ruido en que ocurrió lo que acabo de
contar.


XXIX

En efecto, traslademe a hora que me pareció oportuna a casa de doña
María, recelando no ser recibido, pero con el firme propósito de no
salir de allí sin intentar por todos los medios ver y hablar a la
orgullosa dama. Encontré a D. Diego, quien, contra mi creencia,
recibiome muy bien y me dijo:
--Ya sabrás los escándalos de esta casa. Lord Gray es un canalla. Cuando
yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del
bolsillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste tú entrar?
--Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un
asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho.
¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?
Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la
señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de
Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el
altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día
anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino
envejecimiento. De las dos muchachas, Presentación revelaba al verme
cierta alegría infantil, que ni aun la proximidad de su madre podía
domar, y Asunción una tristeza, una decadencia, una languidez taciturna
y sombría, señal propia de los muy místicos o muy apasionados.
La señora de Rumblar, después de ordenar a Presentación que se alejase,
me recibió con un exordio severísimo, y luego añadió:
--No debía ocuparme de nada que se refiera a aquella casa donde ayer por
mi desgracia estuve; pero la cortesía me obliga a oírle a usted, nada
más que a oírle por breve tiempo.
--Señora--dije--yo me marcharé pronto. Recuerdo que usted me rogó que no
volviese más a su casa. Hoy me trae un deber, un deseo vehemente de
restablecer la paz y armonía entre personas de una misma familia, y...
--¿Y a usted quién le mete en tales asuntos?
--Señora, aunque extraño a la casa, me ha afectado tan profundamente el
agravio recibido por esta augusta familia, a quien respeto y admiro
(aunque mis enemigos calumniadores hayan hecho creer a usted lo
contrario) que me sentí vivamente inclinado a terciar de parte de usted.
Señora doña María, vengo a decir a usted que la condesa se muestra hoy
arrepentida de las duras palabras...
--¿Arrepentimientos?... Yo no lo creo, caballero. Suplico a usted que no
me hable de esa señora. Si es eso lo que usted quería decirme... La
justicia está ya encargada de esto y de devolver a Inés al jefe de la
familia.
Asunción alzó la vista y miró a su madre. Parecía deseosa de hablarle,
pero con tanto miedo como deseo. Al fin, cobrando valor, se expresó de
este modo con voz quejosa y tristísima, que producía en mí extraña
sensación.
--Señora madre, ¿me permite usted que hable una palabra?
--Hija mía, ¿qué vas a decir? Tú no entiendes de esto.
--Señora madre, déjeme usted decirle una cosa que pienso.
--Está delante una persona extraña y no puedo negártelo. Habla.
--Pues yo pienso, señora, que Inés es inocente.
--He aquí, Sr. D. Gabriel, lo que es la limpieza de corazón. Esta tierna
y piadosa criatura, a quien una celestial ignorancia de las maldades de
la tierra eleva sobre el vulgo de los mortales, es incapaz de comprender
que haya ruines pasiones en la sociedad. Hija mía, bendita sea tu
ignorancia.
--Inés es inocente, lo repito--afirmó Asunción--. Lord Gray no puede
haberla sacado de esta casa, porque lord Gray no la quiere.
--No la quiere porque no te lo ha dicho... ¿Qué sabes tú de eso, hija
mía? ¿Tienes acaso idea de los ardides, de la perfidia, de los disimulos
y malignas artes que usa la seducción?
--Inés es inocente--repitió cruzando las manos--. Algún otro motivo la
habrá impulsado a abandonarnos, pero no el amor de lord Gray. No, lord
Gray no la ama. ¿Cree usted en los Evangelios? Pues tan verdad como los
Evangelios es esto que estoy diciendo.
--En otra ocasión me enfadaría--dijo la madre--al ver la exageración de
tu benevolencia. Hoy mi espíritu está quebrantado: anhelo la
tranquilidad y te perdono.
--¿No me deja usted decir otra cosita que me falta?
--Acaba de una vez.
--Yo quiero ver a Inés.
--¡Verla!--exclamó con enfado doña María--. Mis hijas no estiman sin duda
su dignidad.
--Señora, yo quiero verla y hablarla--prosiguió Asunción con suplicante
acento--. Si hay en ella pecado, estoy segura de que me lo confesará. Si
no le hay, como creo, tendré la dicha de descubrir la verdadera causa de
su fuga, y reconciliarla con la familia.
--No pienses en eso. Que cada cual se entienda con su conciencia. Si tú
a fuerza de devoción y reconcentración, y gracias también al rigor de mi
prudente autoridad has logrado elevar tu alma a cierto grado de
beatitud, concedido a pocos, no te achiques empeñándote en disculpar a
los demás. La perfecta virtud anda muy escasa por el mundo. Si en
algunas honestas moradas, inaccesibles a las profanidades de hoy, se
conserva encerrada como el más precioso tesoro, no debe contaminarse con
el roce de la desenvoltura. En infausta hora vino Inés a mi casa.
Renuncia a verla y a hablar con ella, mientras esté fuera de aquí. Tu
sublimada virtud debe quedar satisfecha con perdonarla.
--No, yo quiero verla, yo quiero ir allá--exclamó la joven derramando de
súbito un torrente de lágrimas--. Yo quiero verla. Inés es una buena
alma. Estamos engañados. Ella no puede haber cometido ninguna mala
acción. Señora, lord Gray no la ama ni puede amarla. Quien lo dijese es
un infame que merece arder en el infierno por toda la eternidad,
traspasada la lengua con un hierro candente.
--Asunción, sosiégate--dijo la madre con menos severidad, al notar que
la infeliz muchacha padecía una febril excitación, semejante a los
primeros síntomas de una enfermedad grave--. ¿A qué tanto empeño?
Siempre eres lo mismo... Tus manos arden... los ojos se te quieren
saltar de la cara; estás lívida... Hija, tu piedad exaltada de algún
tiempo a esta parte te hace mucho daño, y es preciso no olvidar la salud
del cuerpo. Tus largos insomnios cavilando en las cosas santas, tus
meditaciones sin fin, la viva pasión que te consume por lo religioso, te
han marchitado en pocos días.
Y luego, dirigiéndose a mí, añadió:
--Yo no quisiera que se extremara tanto en sus devociones; pero no se la
puede contener. Su alma es muy vehemente, y una vez que logré dirigirla
al santo fin que me proponía, hase inflamado en una piedad estupenda. Es
un fuego abrasador su espíritu, no un vano soplo, y la creo capaz de
grandes cosas en la esfera de la vida mística que tan celosamente ha
abrazado.
--Por Dios y todos los santos, ruego a usted, señora, que me permita ver
a Inés. Es mi amiga, mi hermana. Yo tengo orgullo en su virtud, yo me
siento ofendida y lastimada por la mala opinión que hoy se tiene de ella
en esta casa. Quiero hacer una buena obra y volverle su honor. ¿Por qué
ha de intervenir en esto la justicia, si yo confío en que la traeré a
casa? La justicia es el escándalo... Yo quiero ver a Inés, y conseguiré
de ella con una palabra más que toda la curia con una montaña de
papeles. Señora madre, esto que digo es inspiración de Dios, me salen
estas palabras del fondo del alma, siento dentro de mí un blando
susurro, como si la voz de un ángel me las dictara. No se oponga usted a
esta divina voluntad, pues voluntad divina es en este momento la mía.
La señora de Rumblar reflexionó, miró al techo, después a mí, luego a su
hija, y al fin exhalando un hondo suspiro, dijo:
--La dignidad y entereza tienen su límite, y la razón no puede a veces
resistir a las súplicas del sentimiento y la piedad reunidos. Asunción,
puedes ir a ver a Inés. Te llevará D. Paco.
La muchacha corrió ligera a vestirse.
--Pues como indiqué a usted, señora condesa...--dije, reanudando mi
interrumpida conferencia diplomática.
--Haga usted cuenta de que no ha indicado nada, caballero. Todo es
inútil. Si el objeto de su visita es traerme recados o proposiciones de
la condesa, puede usted retirarse.
--La señora condesa se apresura a conceder a usted...
--No quiero que me conceda nada. El jefe de la familia es la señora
marquesa de Leiva, y a estas horas ha tomado todas las providencias
necesarias para que todo vuelva a su lugar. Nada me corresponde hacer.
--¡La señora condesa está tan arrepentida de aquellas palabras!
--Que Dios la perdone... Mi responsabilidad está a cubierto... ¿Pero a
qué estos artificios, Sr. de Araceli? ¿Cree usted que no le comprendo?
--Señora, no hay artificio en lo que digo.
--Vamos, que a mí no se me engaña fácilmente. ¿Me faltará entendimiento
para comprender que todos esos supuestos recados de la condesa, son
pretexto que usted toma para entrar aquí y ver a mi hija Presentación,
de quien está tan enamorado?
--Señora, la verdad, no había pensado...
--Un ardid amoroso... en efecto, no es ningún crimen. Pero ha de saber
usted que he destinado a mi hija al celibato. Ella no quiere casarse...
Además, aunque de mis repetidos informes resulta que no es usted mala
persona, no basta... porque, veamos, ¿quién es usted?... ¿de dónde ha
salido usted?
--Creo que del vientre de mi madre.
--Bueno será, pues, que renuncie a sus locas esperanzas.
--Señora, usted padece una equivocación.
--Yo sé lo que digo. Ruego a usted que se retire.
--Pero... si me permitiera usted que acabara de exponerle...
--Ruego a usted que se retire--repitió con grave acento.
Me retiré, pues, y en el corredor, una puerta se entreabrió para dejarme
ver el lindo rostro de Presentación y una blanca manecita que me
saludaba.


XXX

Poco después entraba en casa de doña Flora. Después de enterar a la
condesa del resultado de mi visita, dije a Inés:
--Asunción vendrá aquí. Ahora salía con D. Paco.
Un momento después, Asunción entró y las dos amigas se abrazaban
llorando. Salimos del gabinete Amaranta y yo, dejándolas solas para que
hablaran a su gusto; pero la condesa apostándose tras de la puerta, me
dijo con malicioso acento:
--Yo me quedo aquí para oírlo todo. Será curioso lo que hablen. Ya sabes
que en palacio he realizado grandes cosas escuchando detrás de las
cortinas.
--No es ningún negocio de Estado lo que van a tratar. Yo me voy.
--Quédate, necio, y oye... Por no querer oír rompimos las amistades en
el Escorial... Considera que han de hablar algo de ti...
Verdad es que si la delicadeza me ordenaba cerrar los oídos, la
curiosidad me impulsaba a abrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho,
venció la pícara Amaranta, que no podía dejar de ser cortesana. Las
muchachas hablaban en alto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.
--No quería mamá que te viera, Inés--exclamó Asunción--. ¡Qué raro
acontecimiento! Yo me despedí creyendo no verte más... y ahora yo estoy
en casa y tú fuera. Hipócrita, tan preparado lo tenías, y no me habías
dicho nada.
--Te equivocas--repuso Inés--yo no he salido como tú... Pero no quiero
acusarte ahora, puesto que arrepentida de tu gran falta, volviste a casa
de tu madre. ¿Has conocido tu error, has abierto los ojos comprendiendo
el abismo de perdición en que ibas a caer, en que quizás has caído ya?
--No sé lo que me pasa--exclamó Asunción apretando las manos de su
amiga--. Estoy horrorizada de lo que hice. Me volví loca, se me
encendieron en la imaginación unas llamas que no me dejaban vivir, y
conociendo el mal me era imposible evitarlo. Lord Gray ha tiempo que
quería sacarme de la casa; yo me resistía; mas al fin tanto pensé en
ello, tanto discurrí sobre aquel gran pecado a que él me quería inducir,
que se me clavó dentro de la cabeza la idea de cometerle, y sin saber
cómo lo cometí. ¿Por qué no te echaste en mis brazos para impedirme
salir? Ahora vengo a que me fortalezcas. Yo no puedo vivir lejos de ti;
y si desde mucho antes no caí en el lazo, lo debo a tu buena amistad.
¿Nos separaremos ahora? Entonces voy a ser muy desgraciada, querida mía.
Vuelve a casa, por Dios, y yo te juro que lucharé con todas las fuerzas
de mi alma para olvidar a lord Gray, como tú deseas.
--Yo no podré lograr ahora lo que antes no logré--repuso Inés--.
Asunción, entra en el convento mañana mismo. Cuando traspases la puerta
de la santa casa, deja fuera todos los pensamientos de este mundo, pide
a Dios que te libre de la gran enfermedad que padece tu alma, procura
formarte de nuevo y ser otra mujer diferente de la que hoy eres.
--¡Ay!--exclamó la otra con dolor, arrodillándose delante de su amiga--.
Todo eso lo he intentado; pero cuanto más he querido no pensar en él,
más he pensado. ¿De qué me vale rezar, si no puedo representarme imagen
ninguna de Dios ni de santo que sea distinta de la suya?... ¡Ay, Inés!
Tú sabes muy bien la vida que llevamos en casa de mi madre; tú sabes muy
bien la espantosa soledad, tristeza y fastidio de nuestra vida. Tú sabes
muy bien que allí quiere una rezar y no puede, quiere una trabajar y no
puede, quiere una ser buena y no puede. Obligadas por el rigor de mi
madre, trabajan las manos, pero no el entendimiento; reza la boca, pero
no el alma; se ciegan y abaten los ojos, pero no el espíritu... Las mil
prohibiciones que por todas partes nos entorpecen, despiertan en nuestro
pecho ardientes curiosidades. Ya sabes que todo lo queremos saber, todo
lo averiguamos y de todo hacemos un objeto de afanes e inquietudes. Como
sabemos disimular, vivimos en realidad con dos vidas, una para mamá y
otra para nosotras mismas; una vida, acá para una sola, y que tiene sus
pesares y sus delicias... Como nos apartan del mundo, nosotras nos
hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno
de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta. Ya lo ves,
amiga. ¿Tengo yo la culpa? Si no lo podemos remediar, si se nos ha
metido dentro un demonio, un demonio grandísimo, Inés, al cual no es
posible echar fuera.
--Tú y tu hermana seréis muy desgraciadas.
--Sí; desde que éramos chiquitas, mamá nos asignó a cada una el puesto
que habíamos de tener en la sociedad: yo monja, mi hermana nada. A mí me
educaron para el claustro; a mi hermana la criaron para no ser nada.
Nuestro entendimiento, nuestra voluntad, no podía apartarse ni tanto así
del camino que se les había trazado; a mí el camino del monjío, a
Presentación el camino de no ser nada. ¡Ay, qué niñez tan triste! No nos
atrevíamos a decir, ni a desear, ni siquiera a pensar cosa alguna que
antes no estuviera previsto e indicado por mamá. No respirábamos en su
presencia, y nos infundían tanto, tanto pavor sus mandatos y
reprimendas, que nos era imposible vivir. ¡Ay, para poder vivir nos fue
preciso engañarla, y la engañamos!... Dios, o no sé quien, nos inspiraba
un día y otro mil ingeniosidades, y se desarrolló en las dos un talento
superior para el engaño. Yo me esforzaba, sin embargo, en tener
devoción, y pedía a Dios que me diera fuerzas para no mentir y que me
hiciera santa; yo se lo pedía todas las noches cuando me quedaba sola y
podía rezar con el corazón. Delante de mamá no rezaba sino con los
labios... Pues bien; en cierta época de mi vida llegué a conseguir lo
que a Dios pedía; llegué a aficionarme a las cosas santas; llegué a
sentir un entusiasmo, una exaltación religiosa semejante a la que ahora
siento por muy distinto objeto. Me consideraba feliz y pedía a la Virgen
que conservara en mí tan agradable estado. Entonces me perfeccioné por
algún tiempo, se acabaron los disimulos y tuve la gran satisfacción de
hablar repetidas veces con mi madre sin decir cosa alguna que no saliese
de mi corazón. Raudales de verdad, de fe, de amor apacible y místico a
los santos y santas brotaban de él. Yo dije: «¡Qué fortuna he tenido en
que me destinaran al claustro!». Mis insomnios eran dulces y
placenteros, y mi imaginación era como un celaje poblado de angelitos.
Cerraba los ojos y veía a Dios... sí, a Dios, no te rías; a Dios mismo,
con su barba blanca y su capa... pues, como le pintan...
--Todo eso duró hasta que viste a lord Gray con su pelo rubio y su capa
negra... pues, como es--dijo Inés.
--Me lo has quitado de la boca--prosiguió Asunción, siempre de rodillas
y con los brazos apoyados en los de su amiga--. Lord Gray fue a casa; yo
le miré y dije para mí que se parecía a un San Miguel que está pintado
en mi devocionario. Le dijeron que yo era muy piadosa y él hizo
demostraciones de gran admiración. Después, en las noches sucesivas,
empezó a contar las maravillosas aventuras de sus viajes, y yo le oía
con más religiosidad que si fuera el primer predicador del mundo
narrando las hermosuras del cielo. En aquellas noches yo no veía
alrededor de mí más que tigres del África, cataratas de América,
pirámides de Egipto y lagunas de Venecia. Estaba encantada y bendecía a
Dios por haber creado tantas cosas bellas, incluso a lord Gray.
»¡Oh! Lord Gray no se apartaba de mi imaginación. Al sentir sus pasos me
era difícil disimular la alegría; si tardaba me ponía triste; si hablaba
con vosotras, y no conmigo, me moría de rabia... Le decían siempre que
yo era muy piadosa; ya recordarás que él me alababa mucho por esto. Mamá
nos permitía a las tres que habláramos con él. Con el pretexto de la
piedad, me decía mil cosas sobre asuntos de religión delante de
vosotras. Una noche que pudo hablarme a solas me dijo que me amaba... Yo
sentí un sacudimiento; me pareció que el mundo se había abierto en dos
pedazos debajo de nosotras. Le miré y él clavaba los ojos en mí. Estaba
fascinada y no acertaba a contestarle... Todas las noches hablaba, como
sabes, de cosas santas; con dificultad me decía algunas palabras a
solas; me preguntó durante tres noches seguidas si le amaba, y a la
tercera noche le contesté que sí... Tú sabes muy bien cómo nos
entendíamos. Lord Gray me dijo: «Yo hablaré con Inés cerca de ti. Pon
atención a lo que le diga y haz cuenta de que te lo digo a ti. Habla tú
con tu hermano y procura contestarme con palabras dirigidas a él...».
»Teníamos además mil señales. Tú eras tan buena que te conformaste con
tu papel. Ojalá no hubieras sido tan condescendiente. Cuando lord Gray
me arrojaba cartas por la ventana y tú te apropiabas la culpa para
librarme de las crueles reprensiones, lejos de detenerme en la pendiente
me hacías precipitar más por ella. Nada conoció ni ha conocido mamá;
¡ojalá lo conociera, aunque me hubiese matado!... ¿Te acuerdas del día
en que fui con ella al convento del Carmen, convidadas por fray Pedro
Advíncula para ver desde una tribuna la función de la Virgen? ¡Ay!
Después de la función, un lego nos llevó a ver la sala de capítulo. No
sé cómo, ni por qué causa me encontré separada de los demás en una
celdita sombría. Tuve miedo... de repente se me presentó lord Gray,
quien me estrechó en sus brazos repitiéndome con ardientes palabras que
me quería mucho. Fue un segundo y nada más, pero en aquel segundo lord
Gray me dijo que me era forzoso partir con él, porque si no moriría de
desesperación...
--Nada de eso me habías dicho.
--Te tenía miedo. Verás lo demás. Me reuní al instante con mi madre y
con el lego. Aquella súplica, o más bien que súplica mandato de huir con
él, se me clavó en el pensamiento como una espina. No dormía, no vivía,
no pensaba más que en aquello. Me parecía un delito horroroso: echaba de
mí esta idea y cuando me encontraba sin ella salía volando a buscarla,
porque sin ella no podía vivir... No creas que aborrecí la devoción, al
contrario. La meditación era mi delicia y meditando era feliz... ¡Ay!
Lord Gray en todas partes; lord Gray en los altares de la iglesia, en el
de mi casa; lord Gray en el breve espacio de calle y de mundo que se nos
permitía ver desde nuestro cuarto; lord Gray en mis rezos, en mi libro
de oraciones, en la oscuridad, en la luz, en el bullicio y en el
silencio. Las campanas tocando a misa me hablaban de él. La noche se
llenaba toda con él. ¡Oh, Inés de mi corazón! ¡Cuán desgraciada soy!
¡Tener esta enfermedad en el espíritu y no poderla desechar, tener esta
fragua de pensamientos en el cerebro y no poder echarle agua para que se
apague...!
Breve rato permanecieron las dos amigas en silencio y después Asunción
prosiguió de este modo:
--Nos comunicábamos al fin por un medio que tú no conociste ni llegaste
a sospechar. Parece imposible que por tanto tiempo pueda guardarse
secreto tan peligroso sin que por nadie sea descubierto. Yo le había
dicho que si por indiscreción o vanidad suya alguna persona, cualquiera
que fuese, llegaba a conocer nuestro secreto, le aborrecería... Después
del día en que hablé con él en las Cortes, cuando se empeñó en que le
habíamos de seguir a bordo de no sé qué barco, y al fin nos envió a casa
con fray Pedro Advíncula; después de aquel día, digo, no le había vuelto
a ver... Mi madre sospechaba de ti y le había prohibido entrar en casa.
¿Recuerdas aquella anciana pordiosera que iba a casa a vender rosarios?
Pues ella me traía sus recados y le llevaba los míos. Yo le escribía
poniendo ciertos signos con lápiz en una hoja arrancada de la Guía de
Pecadores
o del Tratado de la tribulación; de modo que el gran fray
Luis de Granada y el padre Rivadeneyra han sido nuestras estafetas.
»Él me decía cosas hermosísimas y apasionadas que más me arrebataban y
confundían. Me pintaba su infelicidad lejos de mí y las grandes dichas
que Dios nos tenía reservadas. Por algún tiempo dudé. Yo creo que
viéndole, hablándole, o distrayendo con el trato de diversas gentes mi
espíritu, se habría aplacado la efervescencia, el bullicio, la borrasca
que yo sentía dentro de mí; pero ¡ay!, el largo encierro, la soledad, la
idea de sepultarme para siempre en el claustro me perdieron... Inés,
figúrate que el corazón se destroza y se oprime, que con la opresión de
la naturaleza toda, alma y cuerpo estallan; figúrate que se siente por
dentro una iluminación, una inquietud no comparable a las demás
inquietudes, porque es la sed del espíritu que quiere saciarse, una
quemazón que crece por grados, un mareo que desfigura todo cuando nos
rodea, un impulso, un frenesí, una necesidad, porque necesidad es la de
romper el cerco de hierro que nos estrecha; figúrate esto, y me
comprenderás y me disculparás...
»Yo decía: «Sí, Dios mío, me marcharé con él, me marcharé». Momentos de
alegría loca sucedían a otros de tristeza más negra que el purgatorio.
Glorias e infiernos se sucedían rápidamente unos tras otros dentro de mi
pecho. Dudaba, deseaba y temía, hasta que un día dije: «Sé que me
condenaré, pero no me importa condenarme...», y después me ponía a
llorar pensando en la deshonra de mi familia. Por último, pudo más mi
amor que todas las consideraciones y me decidí. Lord Gray por unos
moldes de cera que le envié, falsificó las llaves de la casa, le escribí
fijando hora, fue... salí... Pero ¡ay!, al verme fuera de casa, parece
que se me cayó el cielo encima con todas sus estrellas... lord Gray me
llevó a una casa que está muy cerca de la nuestra, en la calle de la
Novena... No era aquella su vivienda. Salió una señora de edad a
recibirnos. Yo me sentí acongojada y aturdida, empecé a llorar y pedí
ardientemente a lord Gray que me llevase otra vez a mi casa.
»Quiso consolarme; el sentimiento del honor se encendió en mí con
inusitada fuerza, y la vergüenza me inflamaba el alma como momentos
antes la pasión. Deseé la muerte y busqué un arma para extinguir mi
vida; lord Gray fingió enojarse o se enojó realmente. Díjome algunas
palabras duras. Prometí amarle con más vivo cariño si me volvía a mi
casa. Viendo que no accedía a mis súplicas, grité, acudió la señora
anciana, diciendo que la vecindad se había alarmado y que nos fuéramos a
otra parte. Irritose lord Gray y amenazó a aquella señora con ahorcarla.
Después pareció conformarse con mi deseo, y dándome mil quejas llevome
sin dilación a mi casa. Por el camino me aseguró que partiría pronto
para Inglaterra y que le concediera otra entrevista fuera de casa. Yo se
lo prometí, porque al paso que me aterraba la idea de mi deshonor, me
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