Bailén - 12

Total number of words is 4758
Total number of unique words is 1660
35.9 of words are in the 2000 most common words
49.3 of words are in the 5000 most common words
55.9 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
apartar de la carta mi atención. Los marinos llegaban a la boca de los
cañones, y un combate terrible, en que parecíamos llevar lo mejor, se
había trabado. Esto era sin duda sublime; esto sacaba de quicio y
conmovía el alma en su fundamento; pero ¿no había algo más en el
mundo? Inés, su madre, su padre, su porvenir, su casamiento, y yo con
mi desmedido y leal amor; yo, preguntándome si podría subir hasta
ella, o si era preciso hacerla descender hasta mí... ¡Oh! ésta sí que
era batalla; ésta sí que era lucha, señores. Su campo estaba dentro de
mí, y sus fuerzas terribles chocaban dentro del espacio silencioso de
mi pensamiento. ¿Cómo no atender a ella más que a otra alguna? El
corazón, tirano indiscutible, agrandando inconmensurablemente las
proporciones de mi batalla, habíala hecho mayor que aquella de que tal
vez dependían los destinos del mundo.
Yo vi los marinos próximos ya, muy próximos a nuestros cañones; sentí
gritos de júbilo y de victoria pronunciados en española lengua, y,
aunque todo esto me conmovía mucho, la carta no concluida me quemaba
la mano. Decid que yo era un estúpido egoísta; pero, señores, ¿y la
carta, y aquel _casamiento imprescindible_, y aquella _superchería_
misteriosa?... ¿Se ganaba la batalla? Creo que sí, y la faz de Europa
variaría sin duda. ¿Pero qué me importaba el enojo del Imperio, el
júbilo de Inglaterra, el estupor de Rusia, los preparativos de la
coalición, el descrédito del Grande Ejército?
¿Hemos de sobreponer el interés de los conjuntos lanzados a bárbaras
guerras, al interés del inocente individuo que a solas lucha por el
bien y por el amor? ¿Hemos de sobreponer el interés de la guerra, que
destruye, al del amor, que crea y aumenta y embellece lo creado? Reíos
de mí; pero al mismo tiempo pensad en el modo de probarme que un
corazón ocupa menos espacio en la totalidad del universo que los
quinientos diez millones de kilómetros cuadrados de la pelota de
tierra en que habitamos.
Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio
que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años
había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para
continuar leyendo. Si no quieren ustedes enterarse de ello, no se
enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así:
«...una superchería poco digna de personas como vos. Segura estáis, y
con razón, de que nada puedo contra vos. En efecto; yo sé que si algo
intentara, sería vencido. Pobre, sin recursos, sin valimiento, ¿qué
podría contra la justicia, que sólo defiende a los poderosos? Pero mi
hija me pertenece, y si hoy no está en mi poder, os aseguro que lo
estará mañana. Entretanto guardaos vuestro dinero.»
No decía más. Pero cuando acabé de leerla, ¡qué nueva y terrible fase
tomaba la refriega entre los marinos y nuestros soldados! ¡Santo Dios!
¿Perderíase la batalla? Destrozados en el primer ataque los franceses,
lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones
resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer
trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados
sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían.
Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los
primeros de izquierda y derecha, atacaban los segundos, daban fuego
los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos. Los
franceses, medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron
habilitar dos piezas, y desde lejos, y tomando por blanco la masa de
nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria,
pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de
mi regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo caballo;
chocamos unos con otros, y el espectáculo de dos compañeros muertos
sin combatir nos llenó de terror. Al mismo tiempo oímos decir que
escaseaban las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestros
cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se
extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y
trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por
delante, bien pronto serían tomados por los valientes marinos, y les
aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que
destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.
Esta consideración ponía los pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No
le reservaba Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal del
tirano de Europa?... No, no es posible asistir indiferente al
espectáculo de tan sublime esfuerzo, ¡oh patria!; pero te confieso que
yo rabiaba por conocer al autor de aquella tercera carta que tenía en
mi mano, y cuando sin desatender a tu admirable heroísmo miré la firma
y vi el nombre de _Román_, segundo mayordomo de mi inolvidable ama;
cuando consideré que aquel papel contendría revelaciones importantes,
me dominó de tal modo la curiosidad, que por un instante desapareciste
de mi espíritu, ¡oh hermoso rincón de tierra, destinado más de una vez
a ser equilibrio del mundo! ¡Adiós, España; adiós, Napoleón; adiós,
guerra; adiós, batalla de Bailén! Como borra la esponja del escolar el
problema escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al juego, así
se borró todo en mí para no ver más que lo siguiente:
«Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a decirle lo ocurrido. Todo está
resuelto, y por ahora le dan a usted con la puerta en los hocicos. La
Sra. Marquesa de Leiva, al recoger a la señorita Inés, pensó en el
modo de legitimarla. Advierto a usted que desde que la trataron, ambas
la quieren mucho, y se desviven por decidirla a que salga del
convento. Cuando la Sra. Condesa recibió la carta de usted, en que le
proponía la legitimación por subsiguiente matrimonio, mostróla a su
tía, y ésta, furiosa y fuera de sí, preguntó si quería deshonrarse
para siempre siendo esposa de semejante perdido. Lloró un poco la
Condesa, lo cual es indicio de que aún le queda algo de aquel amor; y
por último, después de muchas reconvenciones, convinieron las dos en
no admitirle a usted en su familia por ningún caso. Ya sabe usted que,
según consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno de los
principales de España, no habiendo herederos directos, pasa a los de
segundo grado en línea recta, por lo cual ahora correspondería al
primogénito del conde Rumblar. La actual condesa de Rumblar, enterada
de la aparición de una heredera, anunció a mi ama que entablaría un
pleito, y vea usted aquí el motivo de que en casa se haya trabajado
tanto por la legitimación. Por fin, las dos familias acordaron evitar
la ruina de un pleito, y se han puesto de acuerdo sobre esta base:
casar a la Srta. Inés con D. Diego de Rumblar, previa legitimación de
aquélla, por lo que llaman autorización del Rey, con lo cual ambos
derechos se funden en uno solo, evitando cuestiones. En cuanto al
punto más difícil, la Sra. Marquesa lo ha resuelto al fin de un modo
ingenioso y seguro. La niña ha entrado al fin con pie derecho en la
familia. No pudiendo legitimar la madre, porque a ello se oponen las
leyes; no pudiendo aceptarse la fórmula del subsiguiente matrimonio,
ni conviniendo tampoco la adopción, por no dar esto derecho a la
herencia del mayorazgo, se acordó lo que voy a decir a usted, y que
sin duda le llenará de admiración. Este sesgo del asunto tiene para la
familia la ventaja de que mi Sra. la Condesa no pasará ningún
bochorno. La Srta. Inés ha sido reconocida por aquel...»
Un violento golpe arrebató el papel de mis manos. Encabritóse mi
caballo, y al avanzar siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa
risa de un soldado que decía: «Aquí no se viene a leer cartas.»
Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían
exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante
una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los
restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una
bandera blanca avanzando hacia nuestro frente. La batalla había
concluído.
Nuestros soldados se abrazaban con júbilo. Confundíanse los diversos
regimientos y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del
vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua.
Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los
caballos recorrían orgullosos la carretera, y los generales,
confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta
llaneza como ésta. Los gritos de «¡Viva España!, ¡Viva Fernando VII!»
parecían sublime concierto que llenaba el espacio, como antes el ruido
del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra
victoria y con el desastre de la Francia, primera vacilación del
orgulloso Imperio. En tanto, yo recorría el campamento, miraba al
suelo, miraba las manos de todos, las cureñas de los cañones, los
charcos de sangre, los mil rincones del suelo, junto al cuerpo de un
herido, y bajo la cabeza del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí
con los brazos abiertos y gritó:
--Los vencimos, Gabriel. ¡Viva España y los españoles, y la Virgen del
Pilar, a quien se debe todo! Pero ¿qué buscas, que así miras al suelo?
--Busco un papel que se me ha perdido.


XXIX

--Déjate de papeles--me dijo Marijuán--. ¡Demonios de marinos! ¿Viste
cómo atacaban?
--La hacen hija legitima por autorización real.
--¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda que hemos vencido a Napoleón,
y como éste ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros hemos
vencido al mundo entero. ¿Pero, chico, no te vuelves loco? Mira cómo
alzan los brazos, gritando, aquellos generales que vienen por el
llano. ¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y bendita sed,
puesto que al fin hemos salido vencedores! ¡Viva España!
--De esa manera--le dije yo, pensando en mis guerras--entra a
disfrutar el mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un litigio
que arruinaría a las dos familias.
--¿Qué hablas ahí muchacho?--exclamó con sorpresa--. Ya sabes que los
franceses se van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva
Napoleón a meterse con los españoles! Chico, nos vamos a comer el
mundo, y digo que la Junta de Sevilla es una remilgada si no nos manda
conquistar a París. ¡Viva España!
--Y nuestro amo, ¿dónde está?--pregunté intranquilo--. ¿Qué ha sido
del señorito de Rumblar?
--¡Creo que ha muerto!--me contestó lacónicamente Marijuán, picando
espuelas y alejándose de mí.
Tan estupenda noticia dió nueva dirección a mis alborotados
pensamientos. El aspecto de la refriega interior, que me sacudía el
alma, cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo, todo se
puso de otro color, y el mundo fué distinto a mis ojos. Ignoro si en
aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si, por el contrario,
desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la
desaparición de quien, interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a
mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa...
En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más
trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo y mi
caballo me transportaba de un lado para otro, según su albedrío. En mi
derredor la efervescencia de aquella patriótica alegría, de aquel
entusiasmo febril, causaba estrepitoso oleaje. Allí la persona humana
había desaparecido, fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad
o la nación, que era sin duda la que conmovía a la tierra con sus
gritos de gozo. El único que se conservaba aislado y podía llamarse
hombre era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la
montaña, y que rodaba solo, haciendo por su propia cuenta las
revoluciones establecidas para la armonía del mundo.
«Es preciso averiguar si realmente ha muerto Rumblar... ¿Entrará al
fin Inés en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre? ¿Debo
reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un hombre como yo puede
subir a tanta altura? ¿La misteriosa obscuridad de los tiempos
venideros ocultará alguna cosa que destruya este nivel espantoso?
¿Puedo esperar o resignarme desde ahora, bendiciendo la mano de la
Providencia que me arroja en el polvo de donde nunca debí intentar
salir?»
Estas preguntas me hacía, cuando un acontecimiento no previsto vino a
alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. Corría
el ejército a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban
a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y
mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos
habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel, que venía de
Guarromán en auxilio de Dupont, y, a poca distancia ya, un cañonazo
nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay! ¡Si Vedel hubiese
llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios,
protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que
Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua y se había
principiado a negociar la capitulación.
Al instante mandó Reding un oficio al General francés dándole cuenta
de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita
que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real,
yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que
llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como
en el Cuartel General de éste se estaban ya negociando las bases de la
capitulación, nos consideramos seguros de no ser atacados por la parte
alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía
afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de
Andalucía.
A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de
Irlanda y el famosísimo de Órdenes militares, que tanto se había
distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de
Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomando posiciones. Mi
regimiento fué colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco
más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les
contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles
con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en
nuestras filas. Todos querían ir, no a combatir con los franceses,
sino a pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero
nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos,
cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro
poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo.
Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a
cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los
regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.
A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas,
todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el
primero, y los valerosos paisanos, lo mismo que los soldados de línea,
ardían en generoso anhelo de morir, si era preciso, por rematar con
una épica tarde la mañana gloriosa.
Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi
juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron
cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección
referir.
--¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar, o es de la gente de
Menjíbar?--preguntaban allí.
--Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del
Rey--contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.
La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños
en seguimiento de Dupont, había llegado, y al enemigo se anunciaba con
disparos de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que
aniquilaría los restos del ejército si Vedel al armisticio no se
sometía, Dupont dió enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la
división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los
nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que
ajustaba su General en Jefe.
Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa
continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para
proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó dejar la guardia,
dirigíme a una de las muchas casas del pueblo en que curaban heridos,
para que me pusieran algo en la mano izquierda, donde había recibido
una contusión que, aunque ligera, me escocía bastante. Regresaba luego
a pie en busca de mi puesto, cuando sintiendo una mano en mi hombro,
miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con D. Paco, el
maestro y ayo de don Diego.
--¿Qué ha sido del niño? ¿Dónde está? No ha venido por casa--me dijo
con tono angustiado y poniéndose pálido.
--Sr. D. Paco--le contesté--, francamente, no sé dónde está el Sr.
Conde, aunque me parece que debe de estar vivo.
--¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de
Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan!
Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece,
yo no me atrevo a decírselo a la señora.
--Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por
cualquier lado.
--Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa o mandara un
recado. ¿En dónde hay caballería?
--En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria; en los
altos de la derecha, en los del Guadiel, hacia el Herrumblar, en
muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.
--Dios lo quiera. Voy, corro a buscarle. Dime tú..., ya no harán
fuego, ¿eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí? Si quisieras
acompañarme... ¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas
noticias le traigo, cómo se apresuraría a venir a mi encuentro!
--¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se pueden saber?--pregunté,
disponiéndome a acompañar al ayo por el campo de batalla.
--¡Noticias estupendas y que le harán saltar de gozo! Esta mañana
recibió la señora un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que Su
Excelencia, con la Condesa, con la señorita Inés y el Sr. Marqués,
salen de Córdoba para Madrid, adonde les llama un negocio de mucho
interés para las dos familias.
--El camino no está para viajes, señor D. Paco.
--Vienen por Menjíbar, y anuncian que de esta noche a mañana llegarán
a casa, donde piensan detenerse algunos días, no sólo para tomar
descanso, sino para que ambas familias se conozcan y traten, pues son
ramas que van a injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche
profundas raíces en el suelo de la nación, y dé sombra a numerosa,
ilustre prole.
--Sí; ya sé que el señorito se casa...
--¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan Enreda de D. Diego!... Sí, se casa. He
visto el retrato de la Srta. Inés, que es un portento de hermosura.
Pues sí; la niña no quería salir del convento, aunque se lo predicaran
frailes teatinos; pero yo no sé: algo pasó allá a principios del mes,
o sin duda la joven, al ver el retrato de don Diego, sintió la flecha
del dios ceguezuelo en su corazón. Lo cierto es que ha pedido salir
del convento con gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan todos
a Madrid para las diligencias de la legitimación, porque ya sabes tú
que...
--Sí: yo había entendido que esa joven era hija de la Sra. Condesa.
--¡Calla, deslenguado procaz! ¿Qué has dicho? La Sra. Condesa, prima
de mi señora, ¿había de tener semejantes tapujos? No hay tal cosa,
chiquillo desvergonzado. La señorita Inés es hija de una dama
extranjera que ya no existe y que floreció hace quince años en la
Corte, dando que hablar por sus amores con un célebre caballero de
esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de D.ª Inés? Pues no es
otro que ese espejo de los diplomáticos, ese discretísimo hermano de
la Sra. Marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la señorita por
hija suya, y ahora se apresura a legitimarla por autorización real
para que entre en posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a
su seno a la Sra. Marquesa de Leiva.
--¡Qué bien lo han compuesto todo!--exclamé, sin poder contener mi
asombro.
--¿Cómo compuesto? Mi señora me ha participado esta mañana lo que
acabo de decir. ¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene en
todas las Cortes de Europa, ha dado una prueba de caballerosidad
poniendo su nombre a ese fruto de sus fogosidades juveniles,
abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual arbusto
lozano en el pensil de la sociedad española... ¡Pero ese D. Diego!...
¿En dónde está D. Diego? Hablemos al General en Jefe..., preguntemos a
esos soldados... Digan ustedes, héroes de este día, que se anotará en
los fastos de la Historia con piedra blanca, _albo notanda lapillo_;
oigan ustedes: ¿han visto por casualidad a D. Diego?
Y así iba preguntando a todos, sin que nadie le diese razón.


XXX

Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su
campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese
firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en
el ejército imperial, y así que obscureció, empezaron a pasarse a
nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre
de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla:
pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés, sino
español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su
patria y a la verdad, que es superior a todo.
La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se
habían juntado en Andújar, residencia del General en Jefe, y en Bailén
no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos
intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas
precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos
convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por
cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses, que no les
era posible moverse. Esta vigilancia permitía descansar a una parte
del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy
levemente, como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde
nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así
como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.
Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de
artillería, cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de
algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.
--¡Oh, Sr. de Santorcaz!--exclamé con la mayor sorpresa--. ¿Está usted
vivo? Yo le hacía en el otro barrio.
--No, muchacho, vivo estoy--me respondió--. Dios quiere que todavía el
que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.
--¿Pero tampoco está usted herido?
--Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre
como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar
charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.
--Grandes hazañas habrá hecho el señor D. Luis.
--Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendíme rabiosamente contra
tres o cuatro franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví
a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al
recoger de mis manos la bandera, el General, después de preguntarme si
era licenciado de presidio, me dijo: «Es usted sargento.» ¿Ves? Me han
puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte
con nosotros?
Diciendo esto, señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los
cuales, o yo me engaño mucho, o eran la flor y nata de Ibros, Sierra
de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y
manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.
--¡Ah! ¿Qué sabe usted de D. Diego?--le pregunté, volviendo atrás.
--Pues qué--dijo, retrocediendo--, ¿no se sabe dónde está D. Diego?
¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has
visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?
--No sé nada de tal caballo--repliqué, alejándome.
Avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una
triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las
cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos
criados con sendos farolillos para alumbrar el camino. Acerquéme y
reconocí a D.ª María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros
mantones, muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos
muchachas se deshacían en lágrimas, la Sra. Condesa conservaba seco el
rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el
andar muy firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el
mayor respeto y ofreciéndole mi ayuda si, como parecía, iban en busca
de D. Diego.
--¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la
batalla?--me preguntó.
--Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los
franceses dejé de ver a D. Diego.
--Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los
muertos han sido recogidos del campo de batalla?
--Sí, señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no
estaban afiliados a ningún regimiento.
--Vamos a verlo--dijo con un aplomo, con una firmeza que me
asombraron, pues no suponía tanto valor en alma de mujer.
--Yo acompañaré a usía con mucho gusto.
--¿Y qué tal se ha portado mi hijo?--me preguntó cuando marchábamos
juntos.
--Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.
--¿Los jefes advirtieron su valor, elogiaron su bizarría, recordando
el linaje de mi hijo?
--Sí, señora; los jefes estaban con la boca abierta presenciando las
hazañas de don Diego--repuse, por halagar el amor propio de la noble
señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado
el nombre de Rumblar.
--¿Y amabais vosotros a mi hijo?
--¡Oh!, sí, señora. ¡D. Diego es tan bueno...! Y nos trata como si
fuéramos todos iguales.
--¡Como si fuerais iguales!--exclamó doña María con ligeras muestras
de enfado.
--No..., vamos al decir...--indiqué corrigiendo mi _lapsus_--. D.
Diego es un caballero, y nosotros unos badulaques..., quiero decir que
nos trataba sin tiranía... ¡Pobre D. Diego! Pero hemos de
encontrarle, señora; D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el
corazón.
--Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te
recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se
case.
--¡Ah, gracias, señora!, muchas gracias--contesté con viveza.
--Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo
merezcas, yo te lo concedo.
Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo
sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se
abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en
nosotros con el temor, pues deseábamos acercarnos al cadáver por ver
si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María
fué la primera que dió un paso, y la seguimos todos. Aquel cadáver
solitario de un hombre muerto por la patria no había encontrado
todavía ni un pariente, ni un amigo, ni un camarada que se cuidase de
él. No era D. Diego.
La Condesa, después de examinarlo, alzó los ojos al cielo, cruzó las
manos y rezó en voz alta el _Padrenuestro_, a cuya oración contestamos
todos muy devotamente con _El pan nuestro..._
Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que
D.ª María, con heroísmo sobrenatural, examinaba cara a cara hasta
convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en
el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado
de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la
vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el
suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la Historia.
Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno.
Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en
castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas
oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco,
que más de una vez se cayó al suelo. Sólo D.ª María conservaba una
entereza heroica y casi bárbara, que hacía creer en la superioridad
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Bailén - 13
  • Parts
  • Bailén - 01
    Total number of words is 4883
    Total number of unique words is 1691
    35.1 of words are in the 2000 most common words
    48.9 of words are in the 5000 most common words
    54.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 02
    Total number of words is 4927
    Total number of unique words is 1662
    36.7 of words are in the 2000 most common words
    50.6 of words are in the 5000 most common words
    57.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 03
    Total number of words is 4760
    Total number of unique words is 1738
    34.6 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    54.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 04
    Total number of words is 4745
    Total number of unique words is 1859
    34.0 of words are in the 2000 most common words
    47.4 of words are in the 5000 most common words
    54.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 05
    Total number of words is 4695
    Total number of unique words is 1725
    36.8 of words are in the 2000 most common words
    49.1 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 06
    Total number of words is 4787
    Total number of unique words is 1760
    35.5 of words are in the 2000 most common words
    48.5 of words are in the 5000 most common words
    54.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 07
    Total number of words is 4689
    Total number of unique words is 1715
    34.6 of words are in the 2000 most common words
    46.1 of words are in the 5000 most common words
    53.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 08
    Total number of words is 4727
    Total number of unique words is 1645
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    47.0 of words are in the 5000 most common words
    53.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 09
    Total number of words is 4765
    Total number of unique words is 1687
    36.5 of words are in the 2000 most common words
    49.0 of words are in the 5000 most common words
    54.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 10
    Total number of words is 4659
    Total number of unique words is 1619
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    47.6 of words are in the 5000 most common words
    54.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 11
    Total number of words is 4745
    Total number of unique words is 1663
    32.7 of words are in the 2000 most common words
    45.8 of words are in the 5000 most common words
    52.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 12
    Total number of words is 4758
    Total number of unique words is 1660
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    49.3 of words are in the 5000 most common words
    55.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 13
    Total number of words is 4758
    Total number of unique words is 1690
    33.4 of words are in the 2000 most common words
    45.8 of words are in the 5000 most common words
    52.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • Bailén - 14
    Total number of words is 1331
    Total number of unique words is 639
    47.4 of words are in the 2000 most common words
    54.9 of words are in the 5000 most common words
    59.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.