Bailén - 11

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esperando abrir en ella un boquete que les diera paso. Su artillería
no cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las
poderosas columnas que bien pronto debían hostilizarnos. Al punto se
reforzó el ala derecha, se desplegaron en línea varios batallones, y
sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo, amparados por dos
piezas de artillería. El primer momento nos fué favorable. Pero el
olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un
instante confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se
podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los
imperiales, y la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban
ellos, y adquiríamos a nuestra vez momentánea inferioridad.
Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel, cuanto era más
proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin
observamos síntomas de confusión en nuestras filas; vimos que se
quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que
chocaban unos con otros los grupos de soldados. La división se
conmovió toda, y dos batallones de reserva avanzaron para restablecer
el orden. Gritaban los jefes hasta quedarse sin voz, y todos se ponían
a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que flaqueaban y
excitando con ardorosas palabras a los más valientes. Los tercios de
Tejas y el regimiento de Órdenes al frente se lanzaron, mientras el
concierto se restablecía en los cuerpos que hasta entonces habían
sostenido el fuego. Sobre todo el regimiento de Órdenes, uno de los
más valientes del ejército, se arrojó sobre el enemigo con una
impavidez que a todos nos dejó conmovidos de entusiasmo. Su coronel,
D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con
la arrebatadora llama de sus ojos; con el gesto de su mano derecha
empuñando la espada, que parecía un rayo; con sus gritos, que
sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.
De tal modo arreciaron la metralla y la fusilería enemiga, que casi
toda la primera fila del valiente regimiento de Órdenes cayó, cual si
una gigantesca hoz la segara. Pero sobre los cuerpos palpitantes de la
primera fila pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los tiros
franceses persiguieran con inteligente saña las charreteras, el
regimiento vió desaparecer a muchos de sus oficiales.
Reforzáronse también los enemigos, y desplegando nueva línea con gente
de reserva, avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterradores,
irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos
monstruos que se baten, mordiéndose con rabia, igualmente fuertes, y
que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera
para seguir luchando.
Cuando las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado por nuestra
infantería se clareó a trozos; sentimos el crujido de poderosas
cureñas, rebotando en el suelo de hoyo en hoyo al arrastre de las
mulas, castigadas sin piedad, los cañones de a 12 enfilaron el eje de
sus ánimas hacia las líneas enemigas; los botes de metralla penetraron
en el bronce; se atacaron con prontitud febril, y un diluvio de puntas
de hierro, hendiendo horizontalmente el aire, contuvo la marcha del
frente francés. A un disparo sucedía otro; la infantería, rehecha,
flanqueaba los cañones, y para completar el acto de desesperación, un
grito resonó en nuestro regimiento. Todos los caballos patalearon,
expresando en su ignoto lenguaje que comprendían la sublimidad del
momento; apretamos con fuerte puño los sables, y medimos la tierra que
se extendía delante de nosotros. La caballería iba a cargar.
Vimos que a todo escape se nos acercó un General, seguido de gran
número de oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte, rubio,
colorado de suyo, y en aquella ocasión encendido, como si toda su cara
despidiera fuego. Era Coupigny hombre de pocas palabras; pero suplía
su escasez oratoria con la llama de su mirar, que era por sí una
proclama. Nosotros pusimos atención esperando que nos dijera alguna
cosa; pero el General dispuso con un gesto la dirección del
movimiento, y después nos miró. No necesitamos más.
--¡Viva España! ¡Viva el rey Fernando! ¡Mueran los
franceses!--exclamamos todos; y el escuadrón se puso en movimiento.
Estábamos formados en columna, y nos desplegamos en batalla sobre los
costados, bajando a buen paso, pero sin precipitación, de la altura
donde habíamos estado. Maniobramos luego para tener a nuestro frente
el flanco enemigo; las tropas que por allí atacaban dicho flanco
doblaron por cuartas para darnos paso por los claros; el jefe gritó:
«A la carga»; picamos espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo
como repentina avalancha. Yo, lo mismo que Santorcaz, el mayorazgo y
los demás de la partida, íbamos en la segunda fila. Penetraron
impetuosamente los de la primera, acuchillando sin piedad; los
caballos bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a hierro.
Algunos caían, dejando morir a sus jinetes, y otros se arrojaban con
más fuerza, destrozando cuanto hallaban bajo sus poderosas manos. Los
de la primera fila hicieron gran destrozo; pero a los de la segunda
nos costó más trabajo, porque avanzando demasiado los delanteros,
quedamos envueltos por la infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra
superioridad. Sin embargo, destrozábamos pechos y cráneos sin piedad.
Yo ví a Rumblar, ciego de ira, luchando cuerpo a cuerpo con un
francés; vi a Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable para
el manejo del sable; usélo con toda la destreza que me era posible, y
lo mismo yo que mis amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos
internamos locamente por el grueso de la infantería contraria. Otro
escuadrón daba nueva carga por el mismo flanco, lo cual, observado por
nosotros, nos reanimó. No íbamos mal; pero los franceses eran muchos,
estaban muy hechos a tales embestidas, y sabían defenderse bien de la
pesadumbre de los caballos, así como de los sablazos.
Sin embargo, no retrocedían delante de nosotros. Ya se sabe que siendo
el objeto de la caballería producir un gran sacudimiento y pavor en
las filas enemigas por la violencia del primer choque, cuando éste no
da el resultado apetecido, y se empeñan combates parciales entre los
caballos y una numerosa infantería, los primeros corren gran riesgo de
desaparecer, brutales masas, devoradas en aquel hervidero de agilidad
y destreza. Aunque en la carga les causamos gran daño, no les pusimos
en dispersión: los combates parciales se entablaron pronto, y fué
preciso que la caballería de España, a escape traída del ala
izquierda, nos reforzase, para no ser envueltos y perdidos sin
remisión. Hubo un momento en que me vi próximo a la muerte. A mi lado
no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban en trance tan
apurado como yo; nos miramos, y comprendiendo que era preciso hacer un
supremo esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante fortuna. Con
esto y el pronto auxilio de la carga hecha en el mismo instante por la
caballería de España, salimos del apuro. Revolviendo atrás, hundí las
espuelas, y mi caballo se puso de un salto en la nueva fila. No vi a
mi lado más cara conocida que la de Marijuán. El Conde y Santorcaz
habían desaparecido.
En el mismo instante mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros.
Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas; el noble
animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de
sobreponerle a la agudeza de su dolor, dió algunos botes; pero cayó al
fin, escarbando la tierra con furia. El desgraciado había recibido una
terrible herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su
padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía
el cuello; parecía dar a entender que hallando un charco de agua en
que remojar la lengua, sus dolores serían menos vivos, y al fin se
abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al ruido
del cañón y al toque de degüello.


XXVII

Viéndome desmontado, me dirigí a buscar un puesto entre las escoltas
de la artillería o en el servicio de municiones, que se hacía
precipitadamente por los tambores entre los carros y las piezas. Al
dar los primeros pasos, advertí el extraordinario decaimiento de mis
fuerzas físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre,
llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo.
No es propio decir que hacía calor, porque esta frase, común al verano
de todos los países europeos, es inexpresiva para indicar la espantosa
inflamación de aquella atmósfera de Andalucía en el día infernal que
presenció la batalla de Bailén. El efecto que hacía en nuestros
cuerpos era el de una llamarada que los azotaba por todos lados: la
cara se nos abrasaba como cuando nos asomamos a un horno encendido, y
deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían, descomponiéndose la
economía entera, desde el instante en que fuertes excitaciones del
espíritu dejaban de sostenerla.
Cuando me encontré a pie y a regular distancia del combate, que seguía
con ventaja para los españoles, empecé a sentir vivamente y de un modo
irresistible el aguijón candente de la sed que horadaba mi lengua, y
la corriente de fuego que envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal
desesperación, que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber la
sangre de mis propias venas. Por ninguna parte divisaba a la gente del
pueblo que antes trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa
inspiración en el seco aire una partícula de agua, bebía y respiraba
oleadas de polvo abrasador.
Por un rato perdí toda la exaltación guerrera y el furor patriótico
que antes me dominaban, para no pensar más que en la probabilidad de
beber, previendo las delicias de un sorbo de agua, y anhelando apagar
aquellas ascuas pegajosas que en mi boca revolvía. Con este deseo
caminé largo trecho entre las filas de retaguardia del centro: los
soldados de los regimientos que allí se rehacían para salir de nuevo
al frente, clamaban también pidiendo agua. Vimos con alegría que desde
el pueblo venían corriendo algunos hombres con cubos; pero al punto se
nos dijo que aquella agua no era para nosotros: era para otros
sedientos cuyas bocas necesitaban refrescarse antes que las nuestras
si el combate había de tener buen éxito; era para los cañones.
La resistencia enérgica de las dos piezas del ala derecha, combinadas
con las seis de la batería central, y el auxilio de la caballería
atacando por el flanco la línea enemiga, hizo que ésta fuese
rechazada, a pesar de su frente compacto, de su incomparable bravura.
Los franceses se retiraron, dejándose perseguir y desposicionar por la
infantería y caballos de nuestra derecha. Harto se conocía este
resultado en los gritos de alegría, en aquel concierto de injurias con
que el vencedor confirma la catástrofe del vencido, cuando éste vuelve
la espalda. El sitio donde yo estaba se vió despejado por el avance de
nuestras tropas, y en casi todos los jefes que allí había observé tal
expresión de gozo, que sin duda consideraban asegurada la victoria.
¡Oh, momento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Pero dónde?
Después del avance de nuestras tropas, que no ocuparon enteramente las
posiciones francesas por ofrecer esto algún peligro, los soldados del
regimiento de Órdenes divisaron una noria, en el momento en que los
franceses, que durante la acción habíanla ocupado, se hallaban en el
caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya
conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre
los defensores del agua escasa y corrompida que arrojaban unos
cuantos arcaduces en un estanquillo. Los enemigos, que no querían
desprenderse de aquel tesoro, lo defendían con la rabia del sediento.
Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos franceses,
extenuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuerzas para combatir si
no les caía del cielo o les brotaba de la tierra una gota de agua,
acudieron a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se unieron a
los defensores.
Oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!», y no
necesité más. Lancéme, y conmigo se lanzaron otros en aquella
dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba en sus manos un
soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape en dirección a la
noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de
altos trigos secos, a trechos en rastrojo. La lucha en la noria se
hacía en guerrillas; acerquéme a la que me pareció más floja, y
desprecié la vida, lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar
un buche de agua. Aquel imperio, compuesto de dos mal engranadas
ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de
agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia,
que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera,
llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.
Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo
disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a
nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían
como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus
terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria
o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y
la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel
pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara. La
desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo, porque nos asábamos,
literalmente hablando; y por último, arrojándonos sobre el enemigo,
resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva
Fernando VII!»
Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para
no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua,
hubiera venido un solo francés con un látigo, habríanos azotado, sin
que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel
néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra
vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué Inmensa alegría! ¡Qué
superabundancia de fuerza y de orgullo!
¿Pero habíamos vencido definitivamente a los franceses? Cuando se
disipó aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad del cuerpo
había envuelto el espíritu, nos vimos en situación muy difícil.
Corriendo hacia la noria nos habíamos apartado de nuestro campo, y
adviértase que si el ejército francés fué rechazado con grandes
pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a emprender nuevo
ataque, con el último esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí,
y señales de esto notamos en el campo enemigo que teníamos tan cerca.
Al punto corrimos desbandados hacia el nuestro, que estaba algo lejos,
y saltando por junto a los trigos incendiados, abandonamos la noria,
por temor a que fuerzas más numerosas que las nuestras nos hicieran
prisioneros.
Verdad que los franceses, no dando ya ninguna importancia a las
acciones parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo mejor de su
fuerza para dar un golpe de mano, última estocada del gigante que se
sentía morir. Corrimos, pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él,
pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante,
vanaglorioso, con la crin al aire, sano y sin heridas, algo azorado y
aturdido. Era un animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío.
Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando volvía, me monté en él;
después de ser por un rato soldado de a pie, tornaba a ser jinete.
Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia
del centro se formaba en columna con distancias el de España. Entré en
las primeras filas, a punto que dijeron junto a mí.
--Los generales franceses harán el último esfuerzo. Dicen que hay unas
tropas que todavía no han entrado en fuego, y son las mejores que
Napoleón ha traído a España.
Efectivamente, el centro se preparaba a una defensa valerosa, y
guarnecía sus baterías, distribuía los regimientos a un lado y otro,
agrupando a retaguardia fuerzas considerables de caballería. Cuando
esto pasaba, sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro de mí, sentí
hambre, pero ¡qué hambre!... Francamente, y sin ruborizarme, digo que
tenía más ganas de comer que de batirme. ¿Y qué? ¿Este miserable hijo
de España no había hecho ya bastante por su Rey y por su patria, para
permitir llevarse a la boca un pedazo de pan?
En estas reflexiones, registré primero la grupa de mi cabalgadura
allegadiza, donde no había más que alguna ropa blanca, y después las
pistoleras, donde encontré un mendrugo. ¡Hallazgo incomparable! No
satisfecho, sin embargo, con tan poca ración, llevé mis exploraciones
hasta lo más profundo de aquellos sacos de cuero, y mis dedos
sintieron el contacto de unos papeles. Saquélos, y vi un pequeño
envoltorio y tres cartas, la una cerrada y las otras dos cubiertas,
todas con sobrescrito. Leí el primer sobre que se me vino a la mano, y
decía así: «Al Sr. D. Luis de Santorcaz, en Madrid, calle de...»
Había montado en el caballo de Santorcaz.


XXVIII

Olvidándome al instante de todo, no pensé más que en examinar bien lo
que tenía en las manos. El sobrescrito de la primera carta que saqué
y que estaba abierta, era de letra femenina, que reconocí al momento.
El de la carta cerrada, que sin duda no estaba ya en la estafeta por
detención involuntaria, era de hombre y decía: «Sra. Condesa de...
(aquí el título de Amaranta), en Córdoba, calle de la Espartería.»
El tercer sobre, también de carta abierta, era de letra de hombre y
dirigido a Santorcaz. Desenvolví en seguida el envoltorio de papeles,
que guardaba un bulto como del tamaño de un duro, y al ver lo que
contenía, una luz vivísima inundó mi alma y sentí dolorosa punzada en
el corazón. Era el retrato de Inés.
Aquella aparición en el campo de batalla, en medio del zumbido de los
cañones y del choque de las armas; la inesperada presencia ante mí de
aquella cara celestial, fielmente reproducida por un buen artista; la
sonrisa iluminada que creí observar sobre la placa, cuando fijé en
ella mis ojos; aquella repentina visita, pues no era otra cosa, de mi
fiel amiga, cuando yo hacía tan vivos esfuerzos para ser digno de
ella, me regocijaron de un modo inexplicable. Para iluminar los rasgos
y colores de aquel retrato que sonreía, valía la pena de que saliese
el sol, de que existiese el mundo, de que la serie del tiempo trajera
aquel día, aunque deslustrado por los horrores de una batalla.
Estreché a la Inés de dos pulgadas contra mi corazón y la guardé en mi
pecho, resuelto a no darla, aunque la materialidad del pedazo de cobre
pintado no me pertenecía. Mas era preciso leer aquellos papeles, que
podían esclarecer alguna de mis dudas. Detúvome al principio la
vergüenza de leer cartas ajenas, lo cual es cosa fea; pero consideré
que Santorcaz habría muerto, fundándome en la dispersión de su caballo
abandonado, y además, como la curiosidad me picaba, me escocía, me
quemaba de un modo muy vivo, decidíme a leer la carta abierta, porque
el deseo de hacerlo era más fuerte que todas las consideraciones.
Yo estaba completamente absorto en aquel asunto de interés íntimo; yo
no atendía a la batalla; yo no hacía caso de los cañonazos; yo no me
fijaba en los gritos; yo no apartaba del papel los ojos, aunque sentía
correr por junto a mis oídos el estrepitoso aliento de la lucha. En
aquel instante, entre los veinte mil hombres que, formando dos grandes
conjuntos, se disputaban unas cuantas varas de terreno, yo era quizás
el único que merecía el nombre de individuo. Átomo disgregado
momentáneamente de la masa, se ocupaba de sus propias batallas.
La carta abierta, que llevaba la firma de Amaranta, decía así, después
de las fórmulas de encabezamiento:
«¿Eres un malvado o un desgraciado? En verdad no sé qué creer, pues de
tu conducta todo puede deducirse. Después de una ausencia de muchos
años, durante los cuales nadie ha logrado traerte al buen camino,
ahora vuelves a España sin más objeto que hostigarme con pretensiones
absurdas a que mi dignidad no me permite acceder. Harto he hecho por
tí, y ahora mismo, cuando me has manifestado tu situación, te he
propuesto un medio decoroso de remediarla. ¿Qué más puedo hacer? Pero
no te satisface lo que en la actualidad y siempre bastaría a calmar la
ambición de un hombre menos degradado que tú; te rebelas contra mis
beneficios, y aspiras a más, amenazándome sin miramiento alguno. A
todo eso contesto diciéndote que desprecio tus amenazas, y que no las
temo. No; no es posible que por la amenaza consiga nadie de mí lo que
me impelen a negar mi dignidad, mi categoría, mi familia y mi nombre.
Nunca creí que aspiraras a tanto, y siempre pensé que te conceptuarías
muy feliz con lo que otras veces has alcanzado de mí, y hoy te
ofrezco, haciendo un verdadero sacrificio, porque el estado del reino
ha disminuido nuestras rentas...»
Al llegar aquí, el golpe de un peso que cayó, chocando con mi rodilla,
me hizo levantar la vista de la carta. El soldado que formaba junto a
mí, herido mortalmente por una bala perdida, había rodado al suelo. En
aquel intervalo vi hacia el frente, envueltas en espeso humo, las
columnas francesas que venían a atacar el centro. Pero mi ánimo no
estaba para fijar la atención en aquello. Pude notar que la caballería
avanzaba un poco, pero después retrocedía y oscilaba de flanco; pero
dejándome llevar por el caballo, con los ojos fijos en el papel, que
sostenía a la altura de las riendas, no puse ni un desperdicio de
voluntad en aquellos movimientos de la máquina en que estaba
engranado. La carta continuaba así:
«...En vano para conmoverme finges gran interés por aquel ser
desgraciado que vino al mundo como testimonio vivo de la funesta
alucinación y del fatal error de su madre. ¿A qué ese sentimiento
tardío? ¿A qué acusarme de su abandono? No, esa niña no existe; te han
engañado los que te han dicho que yo la he recogido. Mal podría
recogerla cuando ya es un hecho evidente que Dios se la llevó de este
mundo. ¿A qué conduce el amenazarme con ella, haciéndola instrumento
de tus malas artes para conmigo? No pienses en esto. Por última vez te
aconsejo que desistas de tus locas pretensiones, y te presentes ante
mí con bandera de paz. ¿Eres un malvado o un desgraciado? Yo sería muy
feliz si me probaras lo segundo, porque uno de mis mayores tormentos
consiste en suponer tan profundamente corrompido el corazón que hace
años sólo existía para amarme...»
Con esto y la firma de Amaranta terminaba la epístola, cuya lectura,
absorbiendo mi atención, me distraía de la batalla. El fragor de ésta
zumbaba en mis oídos como el rumor del mar, a quien generalmente no se
hace caso desde tierra. ¿Es tal vuestra impertinencia que queréis
obligarme a contaros lo que allí pasaba? Pues oíd. Cuando la tropa
francesa de línea retrocedió por tercera vez, extenuada de hambre, de
sed y de cansancio; cuando los soldados que no habían sido heridos se
arrojaban al suelo maldiciendo la guerra, negándose a batirse,
insultando a los oficiales que les llevaran a tan terrible situación,
el General en Jefe reunió la plana mayor, y expuesto en breve consejo
el estado de las cosas, se decidió intentar un último ataque con los
marinos de la guardia imperial, aún intactos, poniéndose a la cabeza
todos los generales.
Por eso cuando, leída la carta, alcé los ojos, vi delante de las
primeras filas de caballería algunas masas de tropa escoltando los
seis cañones de la carretera, cuyo fuego certero y terrible había sido
el nudo gordiano de la batalla. Servidos siempre con destreza y al fin
con exaltación, aquellos seis cañones eran durante unos minutos la
pieza de dos cuartos arrojada por España y Francia, por la usurpación
y la nacionalidad, en un corrillo de veinte mil soldados. ¿Cara o
cruz? ¿Las tomarían los franceses? ¿Se dejarían quitar los españoles
aquellos cañones? ¿Quién podría más, nuestros valientes y hábiles
oficiales de artillería, o los quinientos marinos?
Yo vi a éstos avanzar por la carretera, y entre el denso humo
distinguimos un hombre puesto al frente del valiente batallón y
blandiendo con furia la espada; un hombre de alta estatura, el rostro
desfigurado por la costra de polvo que amasaban los sudores de la
angustia; de uniforme lujoso y destrozado en la garganta y seno, como
si lo hubiera hecho pedazos con las uñas para dar desahogo al oprimido
pecho. Aquella imagen de la desesperación, que tan pronto señalaba la
boca de los cañones como el cielo, indicando a sus soldados un alto
ideal al conducirles a la muerte, era el desgraciado general Dupont,
que había venido a Andalucía seguro de alcanzar el bastón de Mariscal
de Francia. El paseo triunfal de que al partir de Toledo habló, había
tenido aquel tropiezo.
Los repetidos disparos de metralla no detenían a los franceses.
Brillaban los dorados uniformes de los generales puestos al frente, y
tras ellos la hilera de marinos, todos vestidos de azul y con grandes
gorras de pelo, avanzaba sin vacilación. De rato en rato, como si una
manotada gigantesca arrebatase la mitad de la fila, así desaparecían
hombres y hombres. Pero en cada claro asomaba otro soldado azul, y el
frente de columna se rehacía al instante, acercándose imponente y
aterrador. Acelerábase su marcha al hallarse cerca; iban a caer como
legión de invencibles demonios sobre las piezas para clavarlas y
degollar sin piedad a los artilleros.
Los que asistían a aquel espectáculo, sin ser actores de él, estaban
mudos de estupor, con el alma y la vida en suspenso, cual si
aguardaran el resultado de la porfía para dejar de existir o seguir
existiendo. No obstante, ¿creerán mis lectores que algo ocupaba mi
espíritu más de lleno que la última peripecia? Pues sí: yo tenía en mi
mano la carta cerrada, y la curiosidad por leerla no era curiosidad;
era una sed moral más terrible que la sed física que poco antes me
atormentara. Incapaz de resistirla, sintiendo que todo se eclipsaba
ante la inmensidad del interés despertado en mí por los asuntos de dos
o tres personas que no habían de decidir la suerte del mundo, tomé la
carta, la abrí sin reparar en lo vituperable de esta acción, y al
punto la devoré con los ojos, leyendo lo siguiente:
«Señora Condesa: Vuestra carta me anuncia que nada puedo esperar de
vos por los honrados medios que os he propuesto. No me sorprende, y si
en la última que me dirigisteis, dictada sin duda por vuestro propio
corazón, mostrabais bastante generosidad, en ésta reconozco las ideas
de vuestra tía la señora Marquesa, que en otro tiempo os dijo que
antes quería veros muerta que casada con un hombre inferior a vuestra
clase. Preguntáis que si soy un malvado o un desgraciado, y contesto
que ya que os alcanza la responsabilidad de lo segundo, a vos también
os tocará sin duda la triste gloria de lo primero. Esta será la última
que os escriba el que en algún tiempo no hubiera cambiado por todas
las delicias del Paraíso el gozo de leer una letra de vuestra mano.
Quizás por mucho tiempo no oigáis hablar de mí; quizás disfrutéis la
inefable satisfacción de creer que he muerto; pero en la obscuridad y
lejos de vos, yo me ocuparé de lo que me pertenece. ¿Quién es el
culpable, vos o yo? Cuando supe en Madrid que habíais recogido a
nuestra hija después de largo abandono, os prometí legitimarla por
subsiguiente matrimonio, como correspondía a personas honradas.
Primero me contestasteis indecisa, y luego furiosa, rechazando una
proposición que calificabais de absurda, de irreverente, y llamándome
jacobino, francmasón, calavera, perdido, tramposo, con otras injurias
que quisiera oír en tan linda boca. Yo acepto el bofetón de vuestro
orgullo. Lo que no me explico es la desfachatez con que negáis haber
recogido a vuestra hija. ¿Y decís que esto no me importa? Ya veréis
si me importa o no. Yo sé que la habéis recogido; yo sé que está en un
convento; yo sé que su boda con el conde de Rumblar está concertada;
yo sé que para realizarla se han tenido en cuenta poderosos intereses
de ambas familias, que la hacen imprescindible; yo sé que para llevar
a efecto la legitimación se ha consumado una superchería poco digna de
personas como...»
Una conmoción inmensa, un estrépito indescriptible me obligaron a
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