Bailén - 07

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personas de tu categoría. Después que nos separamos, mira qué
distantes estamos uno de otro. Pero no creas que lo siento; me gusta
verte donde estar debes.
--¿Y tú?--me preguntó con perplejidad.
--Yo haré lo que deba, Inesilla. Sal de este convento, ve con esas
señoras y espérame tranquila, con la segundad de que iré a buscarte.
Si para entonces no has variado..., si te encuentro la misma...
Contestóme al instante pasando su dedo índice por uno de los huecos de
la reja. Yo se lo besé, se lo mordí tan sin pensarlo, que ella no pudo
contener un ligero grito, a punto que la Madre Transverberación
regresaba con el chocolate y los bollos.
--¿Qué es eso, niña?--preguntó la vieja, asombrada de oírla chillar.
--Nada, Madre Transverberación. Esta reja tiene unos picos... Al
mover la mano me lastimé un dedo--dijo Inés, chupándose la coyuntura
del dedo índice y sacudiéndolo después para fingir el dolor del
supuesto rasguño.
--Aquí están el chocolate y los bollos--añadió la monja--. Vaya, ya es
tiempo de que se marche ese mocito, porque obscurece y no es ésta hora
de tener abierto el locutorio.
--Rabiando estoy por marcharme--repliqué--. Vengan acá esos bollos y
ese chocolate, que la Sra. Marquesa estará con el alma en un hilo
aguardando tan buenas cosas. ¿Y qué le digo a su merced en
contestación al recado que tuve el honor de traer?
--Que está muy bien--contestó Inés, apretando su cara contra la
reja.--Que haré lo que me mandan, y que cuando quieran venir por mí,
estoy dispuesta a salir del convento.
--¿Cómo es eso, niña?--gruñó alarmada la monja--. ¡Que quiere usted
salir! ¡Qué pensará su futuro Esposo Jesucristo si llega a sus oídos
lo que usted ha dicho! Y tiene que saberlo forzosamente, porque Él
está en todas partes y todo lo oye. Nada, nada--añadió, arrimando su
hocico a la verja--. Rapaz, a la Sra. Marquesa dirá usted que la niña
persiste en su ejemplar vocación, y que si quieren verla enfadada y
bufando de rabia, que le hablen del siglo y sus tentaciones.
Inés prorrumpió en una carcajada tan natural, tan graciosa, tan
fresca, tan jovial, que hasta las paredes del convento parecían
regocijarse con tan alegre música.
--¿Qué risas tan mundanas son ésas?--dijo la Madre Transverberación--.
Es la primera vez que se ríe usted de ese modo en esta casa. ¿Qué pasa
para tanta alegría?... Adentro, niña, adentro; daremos parte de este
inaudito desenfado a la Madre Abadesa.
Cerróse el locutorio y salí a la calle. Sentíame con nueva vida, con
centuplicadas fuerzas en mi espíritu y en mi cuerpo; sentíame capaz de
todo, de la abnegación, de la lucha, hasta del heroísmo, porque la
presencia y las palabras de Inés habían abierto desconocidos
horizontes, inmensos espacios delante de mí.


XV

Antes de llegar a la posada, fuerte ruido de tambores y cornetas me
anunció la salida del ejército. Corrí a buscar mis armas y mi
caballo, y antes de que se notara mi falta, ya estaba en fila con el
señorito conde de Rumblar, Marijuán y los demás de la partida. Era ya
de noche cuando salimos, y el pueblo todo tomó parte en aquella
espontánea fiesta de nuestra despedida: millares de luces se
encendieron a nuestro paso en balcones y puertas; ninguna mujer dejó
de saludarnos desde la reja, ya sin galán, y todos los chicos
engendrados por aquella fecunda generación salieron delante de los
tambores, acompañándonos hasta más allá de la Puerta Nueva.
Anduvimos toda la noche, y al día siguiente, al salir del Carpio, nos
desviamos del camino real de Andalucía, tomando a la derecha en
dirección a Bujalance. Durante esta primera jornada encontramos a
Santorcaz, que había salido de Bailén para incorporarse a su
cuadrilla, y a todos nos dió mucho gusto el verle.
--Aquí traigo varios regalitos que le manda a usted su señora
mamá--dijo a mi amo, entregándole unos paquetes--. La señora estaba
desazonada por no haber tenido noticias de usted, y me encargó que le
cuidase bien. ¿Hizo el Sr. Conde las visitas que D.ª María le encargó?
--Puntualmente--contestó mi amo--. Y usted, ¿por qué no ha venido
antes?
--¡Qué demonio! Con estas cosas ni tenemos posta ni quien lleve una
carta. Sin embargo, yo recibí las que esperaba, y aquí estoy al fin,
deseando, como los demás, que tropecemos con los franceses.
Desde entonces fué Santorcaz el principal personaje de la cuadrilla
después del amo, lugar que supo conquistarse con la desenvoltura
subyugadora de su conversación. Ponía él todo suesmero en agradar a D.
Diego, cosa fácil de conseguir, y siempre fijo al lado de éste,
cautivó prontamente el ánimo del buen chico, ya contándole hazañas y
extraordinarios hechos, ya sugiriéndole con su fértil imaginación
ideas y conceptos propios para enloquecer a un joven de chispa, pero
muy atrasado en su desarrollo intelectual.
Y a todas estas, señores míos, ni una palabra os he dicho de aquel
ejército, ni de su extraña composición; pero atended ahora, que lejos
de ser tarde, es ésta la coyuntura propicia de hacerlo, según el
refrán que dice: «Cada cosa en su tiempo, y los nabos en Adviento.»
La base del ejército de Andalucía estaba en las tropas del campo de
San Roque, mandadas por Castaños, y en las que después trajo don
Teodoro Reding de Granada. Componíase de lo más selecto de nuestra
infantería de línea, con algunos caballos y muy buena artillería, no
excediendo su número de trece a catorce mil hombres. Agregáronse
algunos regimientos provinciales y los paisanos que espontáneamente o
por disposición de las Juntas se engancharon en las principales
ciudades de Andalucía. Difícil es conocer la cifra exacta a que se
elevaron las fuerzas de paisanos armados; pero seguramente eran
muchos, porque la convocatoria había llamado a todos los mozos de diez
y seis a cuarenta y cinco años, solteros, casados y viudos sin hijos,
de cinco pies menos una pulgada, medidos descalzos. Además de los
notoriamente inútiles, como cojos, mancos, ciegos, etc., eran
exceptuados los que tenían su mujer encinta o ejercían cargos
públicos, así como a los ordenados de Epístola; pero no había
excepción por razón de cosecha o labores del campo. Los únicos
rechazados de las filas, sin tener aquellos reparos, eran los _negros,
mulatos, carniceros, verdugos_ y _pregoneros_. Con paisanos, pues,
creó Sevilla cinco batallones y dos regimientos de caballería; Cádiz
mandó el batallón de tiradores que llevaba su nombre, y las ciudades y
villas de Utrera, Jerez, Osuna, Carmona, Jaén, Montoro y Cabra
enviaron cuerpos de infantería y caballería de número irregular.
Esto aumentó el ejército; pero aún debía crecer un poco más aquél, que
empezó enano y debía ser gigante terrible, si no por su tamaño, por su
fuerza. Los militares españoles que el Gobierno de Madrid incorporaba
a las divisiones de Moncey, de Vedel o de Lefebvre iban huyendo de sus
traidoras filas en cuanto se les presentaba ocasión para ello, de tal
modo, que al verificar sus marchas aquellos ejércitos por parajes
montuosos o quebrados, veían que los españoles se les escapaban por
entre los dedos, como suele decirse. Los desertores acudían a engrosar
las tropas del ejército de Blake, del de Cuesta o del de Castaños; y a
Carmona y a Córdoba llegaron muchos, escapados de las filas de Moncey,
así como casi todos los que hacían la campaña de Portugal con Junot.
Aquellos oficiales y soldados, al romper la disciplina literal que los
sujetaba a la Francia invasora para acudir al llamamiento de la
disciplina moral de su patria oprimida, hacían el viaje disfrazados,
traspasaban a pie las altas montañas y los ardientes llanos, hasta
encontrar un núcleo de fuerza española. Daba lástima verles llegar
rotos, descalzos y hambrientos, aunque su gozo por hallarse al fin en
tierra no invadida les hacía olvidar todas las penas. Con estos
desertores, entre quienes había guardias de Corps, valones,
ingenieros y artilleros, aumentó un poco nuestro ejército.
Pero aún creció algo más. La Junta de Sevilla había indultado el 15 de
mayo a todos los contrabandistas y a los penados que no lo fueran por
los delitos de homicidio, alevosía o lesa majestad humana o divina, y
esto trajo una partida, que si no era la mejor tropa del mundo por sus
costumbres, en cambio no temía combatir, y fuertemente disciplinada,
dió al ejército excelentes soldados. Ibros, lugar célebre en los
fastos del contrabando; Jandulilla, Campillo de Arenas, y otras
localidades, entregadas más tarde al sable de la Guardia civil y de
los Carabineros, enviaron respetables escuadrones, con la
particularidad de que por venir armados hasta los dientes, y ser todos
unos caballeros de muy buen temple, que sabían dónde echaban la boca
del trabuco, se les reputó como auxiliares muy eficaces del ejército.
Cuerpos reglamentados españoles, con algunos suizos y valones;
regimientos de línea, que eran la flor de la tropa española;
regimientos provinciales, que ignoraban la guerra, pero que se
disponían a aprenderla; honrados paisanos, en su mayor parte muy
duchos en el arte de la caza, y por lo general tiraban admirablemente;
y, por último, contrabandistas, granujas, vagabundos de la sierra,
chulillos de Córdoba, holgazanes convertidos en guerreros al calor de
aquel fuego patriótico que inflamaba el país; perdidos y merodeadores,
que ponían al servicio de la causa nacional sus malas artes; lo bueno
y lo malo, lo noble y lo innoble que el país tenía, desde su general
más hábil hasta el último pelaire del Potro de Córdoba, paisano y
colega de los que mantearon a Sancho: tales eran los elementos del
ejército andaluz.
Se formó de lo que existía: entraron a componer aquel gran amasijo la
flor y la escoria de la nación; nada quedó escondido, porque la
fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra
venganza esputaba lo mismo el puro fuego que las pestilentes lavas.
Removido el seno de la patria, echó fuera cuanto habían engendrado en
él los gloriosos y los degenerados siglos, y no alcanzando a
defenderse con un solo brazo, trabajó con el derecho y el izquierdo,
blandiendo con aquél la espada histórica y con éste la navaja.
En cuanto a uniformes y trajes, habíalos de todas las formas
conocidas. Es prodigioso cómo se equipó aquel ejército de paisanos en
diez y seis días. La Administración actual, con todos sus recursos, es
un sastre de portal comparada con aquel confeccionador que puso en
movimiento millones de agujas en dos semanas. En cierto estado que la
Historia no ha creído digno de sus páginas, pero que existe aún,
aunque en el olvido, se consigna el número de piezas de vestuario que
hicieron gratuitamente las monjas y señoras de Sevilla. Dice así:
«Por las Comunidades y señoras de distinción se han hecho 3.335
camisas, 1.768 pantalones y 167 casacas de soldado; 1.001 camisas, 312
pantalones y 700 chalecos de sargento; 374 botines de paño, 149 sacos
de caballería, 16 mochilas y 1.684 escarapelas.» Las señoras de
Alcolea, las de Carmona, Lora del Río y otros pueblos figuran en la
cuenta con cifras parecidas.
Esta diversidad de manos en la hechura de vestimenta indica que la voz
_uniforme_, en lo tocante a voluntarios, era una vana palabra. Al lado
de las casacas blancas con solapa negra, carmesí o azul, que vestían
la mayor parte de los regimientos de línea; al lado de las levitas
azules con bandolera que vestían valones y suizos, veíamos los
chaquetones de paño pardo con que se cubría la gente colecticia. Entre
los altos morriones de la artillería y las gorras de los granaderos,
llamaban la atención nuestros blancos sombreros portugueses, y las
gorras de cuartel, y los tocados de innumerables clases con que
cubrían sus chollas los tiradores y voluntarios de los pueblos. Como
antes he dicho, aquel ejército hacía reír.
¿Y el dinero para la guerra? Causa risa ver cómo se da hoy de
calabazas un ministro de Hacienda para _arbitrar_, con destino a otra
guerra, unos cuantos millones que nadie quiere darle si no hipoteca
hasta el último pingajo de la nación. Aprended, generaciones egoístas.
Leed las listas de donativos hechos por los gremios, por los
comerciantes, por los nobles y hasta por los mendigos. ¡Aquel sí era
llover de dinero, y reunirlo a montones, sin que ni un realito de
vellón se escapase por entre los agujeros del cesto administrativo! En
la lista de donaciones hay una partida conmovedora que dice así: «La
Sra. Condesa viuda de Montelirios ha entregado su _toaleta_ de plata,
manifestando el sentimiento de que sus medios no alcancen tanto como
su voluntad.»
¿Habrá hoy quien dé su _toaleta_?...


XVI

Nuestra marcha por Cañete de las Torres en dirección al río Salado era
un verdadero paseo triunfal, mejor dicho, casi no parecía que
marchábamos, porque la gente de los pueblos, incluso mujeres, ancianos
y chicuelos, nos seguían a un lado y otro del camino, improvisando
fiestas y bailes en todas las paradas. Cuando el ejército se detenía,
eclipsábanse en apariencia todos los males de la patria, porque la
tropa, recobrando el buen humor, convertía el campamento en una feria.
Yo no sé de dónde salían tantas guitarras; no pude comprender de qué
estaban hechos aquellos cuerpos, tan incansables en el baile como en
el ejercicio, ni de qué metal durísimo eran las gargantas, para ser
tan constantes en el gritar y cantar.
Como durante la primera semana del mes de julio no nos faltaron
víveres abundantes, lo pasábamos perfectamente; y como tampoco
tropezamos con los franceses, establecidos, aunque muy inquietos, al
otro lado del río, a todos, especialmente a los inexpertos, nos
parecía la guerra una ocupación dulcísima. Sobre todo, el condesito de
Rumblar no cabía en su pellejo de puro alborozado; y como con el roce
de tanta y tan diversa gente se iba despabilando por extremo, llegó a
adquirir un desembarazo, un dominio de su propia persona que antes no
tenía. Santorcaz, como dije, había logrado en poco tiempo gran
ascendiente sobre D. Diego, de tal modo, que cuanto nuestro mozalbete
ponía por obra, lo consultaba con aquél. Marijuán, en cambio, hacía
buenas migas con un servidor de ustedes, y siempre juntos en las
marchas y en los descansos, nos contábamos nuestras cosas,
compadeciéndonos y consolándonos mutuamente. Nosotros dos solos, y sin
dar parte a nadie, nos comimos el divino chocolate y los bollos de la
Madre Transverberación.
Todo el ejército tenía gran impaciencia por venir a las manos con la
_canalla_. Como existen en todo campamento, además del supremo consejo
que se celebra en la tienda del General, tantos consejillos como
grupos de soldados se escalonan aquí y allá, en la cantina o en campo
raso, para echar una caña o tirar un par de cartas, nosotros siempre
estábamos dilucidando en corros más o menos grandes la eterna cuestión
de nuestro encuentro con los franceses. ¡Cuántas veces, reunidos junto
a un tambor, donde había un jarro de vino, dispusimos el paso del río,
el ataque del enemigo en su posición de Andújar, u otras hazañas de la
misma harina!
Un día, hallándonos en Porcuna, y después que se nos unió el ejército
de Reding, resolvimos, tras de ardiente discusión, que los generales
estaban atolondrados y sin saber qué plan adoptarían. El conde de
Rumblar dijo que iba a escribir a su maestro D. Paco, para que le
dijera qué operaciones convenían más; pero como todos se rieran de
esta ocurrencia, nuestro generalito se amoscó y fué a que le consolara
con sus adulaciones interminables el lugarteniente Santorcaz.
Por último, tras largo consejo celebrado por los generales, se dijo
que iban a ser distribuídas las divisiones para tomar la ofensiva
inmediatamente. Aquél día, que fué, si no recuerdo mal, el 12 o el 13
de julio, vi por primera vez al general Castaños, cuando nos pasó
revista. Parecía tener cincuenta años, y por cierto que me causó
sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y
ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto
al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del
general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues
los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las
guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a
caballo, y en sus modales y apostura había aquella gracia cortés y
urbana que tan común ha sido a nuestros Césares y Pompeyos. Es preciso
confesar que a caballo y en las paradas hemos tenido grandes figuras.
Esto no es decir que Castaños fuera simplemente un general de parada,
pues en 1808, y antes de inmortalizar su nombre, tenía muy buenos
antecedentes militares, aunque había hecho su carrera con rapidez
grande, si no desusada en aquellos tiempos. A los doce años de edad
obtuvo el mando de una compañía; a los veintiocho le hicieron teniente
coronel, y a los treinta y tres, coronel. Si en su juventud no asistió
a ninguna campaña, en 1794, y cuando contaba treinta y ocho años y
poseía la faja de mariscal de campo, estuvo en la del Rosellón a las
órdenes del general Caro, y allí le hirieron gravemente en el lado
izquierdo del cuello. Cuentan que la ligera inclinación de su cabeza
hacia aquel lado provenía de la tal herida.
Voy a decir de qué manera nos distribuyeron. La primera división la
mandaba Reding; la segunda, Coupigny, y la tercera, Jones; la reserva
estaba a las órdenes de D. Juan de la Peña, y mandaban destacamentos
sueltos, de mil hombres poco más o menos, en calidad de tropas
volantes para mortificar al enemigo, D. Juan de la Cruz, el marqués de
Valdecañas y D. Pedro Echevarri, que después fué uno de los más
famosos polizontes de la reacción. Trescientos escopeteros, que habían
salido Dios sabe de dónde, eran capitaneados por el presbítero D.
Ramón de Argote. ¿No es verdad que hubiera estado mejor diciendo misa?
A caballo éramos tres mil, fuerza no muy grande si se considera que
íbamos a operar en país entrellano y contra jinetes muy aguerridos;
pero, en cambio, nuestra artillería era de primer orden. Teníamos
veinticuatro piezas, servidas por el Real Cuerpo, con lo más florido
de aquella oficialidad a quien estaba reservado la mayor gloria de la
guerra, desde el 2 de mayo hasta la batalla de Vitoria.
Nosotros nos extendíamos por la izquierda del Guadalquivir, ocupando
los pueblos de Porcuna y Lopera; y alargando una de nuestras alas por
el camino de Arjonilla, observábamos la orilla derecha, mientras la
otra ala se extendía hacia Higuera de Arjona buscando a Menjíbar.
Ocupaba el francés a Andújar con las fuerzas que primitivamente trajo
a la tierra andaluza, y que habían vencido en el puente de Alcolea y
saqueado a Córdoba. La división de Vedel, fuerte de diez mil hombres,
hallábase en Bailén, y la pequeña división de Ligier-Belair, el mismo
general que vimos batirse con los vecinos de Valdepeñas en los
primeros días de junio, estaba en Menjíbar guardando el paso del río.
Andújar, Bailén, Menjíbar. Del primero al segundo punto corría la
carretera general de Andalucía, desde Bailén a Menjíbar el camino que
iba a Jaén, y desde Menjíbar a Andújar el río. Conserven ustedes en la
memoria la disposición de este triángulo para comprender la
importancia de los movimientos de ambos ejércitos.
Cualquiera que fuese el pensamiento de nuestros generales, lo cierto
es que la primera división recibió orden inmediata de ponerse en
marcha, mientras Castaños con la tercera y la reserva se dirigía hacia
el puente de Marmolejo para pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Ya
he dicho que mandaba D. Teodoro Reding la primera división; lo que aún
no ha sido escrito por la Historia ni dicho por mí es que yo formaba
parte de ella, porque toda la caballería voluntaria había sido
incorporada, mejor dicho, fundida en los batallones del ejército, que
apenas contaban con la mitad del contingente. A mi amo y a los que le
seguían nos tocó formar en las filas del regimiento de Farnesio,
mientras que los lanceros de Sevilla fueron casi todos incorporados al
regimiento de España.
El día 13 nos separamos de nuestros compañeros y tomamos el camino,
mejor dicho, las veredas y trochas que conducen a Menjíbar. No
llegábamos a seis mil; pero éramos buena gente, aunque me esté mal el
decirlo. El regimiento de guardias valones, los suizos, el de la
Corona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderos provinciales, los
fusileros de Carmona, la caballería de Farnesio y las seis bocas de
fuego que mandaba D. Antonio de la Cruz, eran piezas respetables,
orgullosas de sí mismas. Teníamos por General a un hombre impetuoso,
de más arrojo que prudencia; mediano táctico, pero incansable en las
marchas. Nuestro Jefe de Estado Mayor, D. Francisco Javier Abadía, era
un militar muy entendido, quizás de los mejores que entonces tenía el
ejército español, y el coronel puesto al frente de la artillería
pasaba por un oficial de mucho entendimiento en su arma. Nosotros le
llamábamos el _sainetero_, por ser hijo de D. Ramón de la Cruz.
Adelante, pues al llegar a Menjíbar, encontramos la población muy
alborotada porque un destacamento francés, enviado a Jaén en busca de
víveres, después de saquear horriblemente esta ciudad, había
retrocedido a su cuartel general, asolando a su paso la comarca. De
Jaén se contaban atrocidades que apenas son creíbles en militares de
un país europeo. Dijéronnos que mujeres y niños habían sido
inhumanamente degollados, y que igual muerte padecieron dentro de sus
mismos hospitales varios frailes agustinos y dominicos enfermos. La
consternación de aquellos pueblos era excesiva, y al aproximarse las
tropas, acudían en tropel a nuestro encuentro, derramando lágrimas de
ira, suplicándonos que no dejáramos vivo un francés, y pidiendo los
viejos aún fuertes y los rapaces de doce años que se les dejase
marchar entre las filas para ayudarnos. Según nos decían después del
saqueo, en los caseríos inmediatos al tránsito, Almenara, Fuente del
Rey, Grañena y otros, no habían dejado ni un grano de trigo, ni un
azumbre de vino, ni un puñado de paja. Hasta las medicinas de las
boticas y de los hospitales de Jaén fueron robadas, y al propio
tiempo, ni un carro ni una mula quedaron en todos aquellos contornos.
Muchas familias expoliadas habían acudido a Menjíbar. En la plaza del
pueblo dos frailes escapados a las carnicerías de Jaén, predicaban el
exterminio de los franceses. Al ver la indignación de aquella infeliz
gente robada y vejada, al ver las mujeres que acudían frenéticas y
rabiosas pidiéndonos que vengáramos a sus inocentes hijos, degollados
sin piedad en la cuna, comprendí las crueldades de que por su parte
empezaban a ser víctimas los franceses cuando se rezagaban.


XVII

Antes de decidirse a pasar el río, nuestro General mandó una pequeña
fuerza en reconocimiento de la situación de las tropas de Coupigny.
Algunos jinetes de Farnesio tomaron parte en esta expedición, y
Marijuán, que fué en ella, nos contó a su regreso, en la tarde del 15,
que habían encontrado la división del Marqués hacia Villanueva de la
Reina, donde le entregaron los pliegos de Reding. Desde el campamento
de Coupigny se había visto una gran polvareda en la orilla derecha, y
parecía que la división de Vedel marchaba desde Bailén a Andújar, para
reforzar a Dupont, que ya había trabado la lucha con Castaños. La
gente venida de Arjonilla aseguraba haber oído fuerte cañoneo hacia la
parte de los Visos.
--A estas horas--decía Marijuán--, o ellos o los de Castaños han de
estar derrotados.
--¿Y qué esperaba el Marqués en Villanueva de la Reina?--preguntó
Santorcaz con aquella suficiencia estratégica que le hiciera tan digno
de admiración a los ojos del joven D. Diego.
--Allí se estaba tan quieto--repuso Marijuán--. Parece que está de
acuerdo con nuestro General para operar en combinación y atacar
juntos a Bailén.
--¿Pero qué estrategia es ésa, ni a qué conduce atacar a Bailén?--dijo
Santorcaz, atrayendo en su alrededor un círculo de soldados--. ¿No
dices que la división Vedel salió de Bailén y está ya sobre Andújar?
--Sí; así lo decían en Villanueva.
--Pues si no hay enemigos en Bailén, ¿qué es eso de atacar a Bailén?
Se tratará de ocuparlo para luego avanzar por el arrecife y embestir a
Dupont y a Vedel por la espalda, mientras Castaños, Jones y Peña lo
atacan de frente.
--Eso, eso será--dijimos todos--. De ese modo les cogeremos entre dos
fuegos, y no escapará ni una patena de las que robaron en Córdoba.
--Pero si ése es el plan, ya debía estar puesto en ejecución. Si se
están batiendo en Andújar, a estas horas deberíamos estar nosotros
cayendo sobre la retaguardia francesa; mientras que si nos ponemos en
marcha esta noche y llegamos mañana, sabe Dios...
Al anochecer se nos ordenó marchar río arriba, lo cual no comprendimos
ni poco ni mucho hasta que algunos compañeros, que eran del país y
conocían el terreno, nos dijeron que íbamos buscando el vado del
Rincón para pasar al otro lado. Por la noche, algunas fuerzas de
infantería y dos piezas pasaron por junto a la barca, mientras el
grueso del ejército con la caballería nos disponíamos a hacerlo media
legua más arriba. Antes de amanecer sentimos algunos tiros del otro
lado, y diósenos orden de hacer el menor ruido posible y de no
encender lumbre. La noche era calurosa; habíamos comido poco y mal el
día anterior, y con esto y el no dormir no estábamos del mejor humor;
pero la guerra tiene mil contrariedades, y ojalá fueran todas como
aquélla. Entramos al fin en el río, cuyo frescor agradecieron mucho
nuestros cuerpos, secos e irritados por el calor y el polvo, y algún
tiempo después, cuando comenzaban a iluminar el horizonte los primeros
vislumbres de la aurora, ya éramos dueños de la orilla derecha. El
Mayor General Abadía, que había dirigido el paso, nos mandó
replegarnos a un sitio bajo, donde casi toda la fuerza podía
permanecer oculta, y allí aguardamos más de media hora. No se veían
los enemigos por ningún lado; pero allá lejos, hacia la barca,
continuaba cada vez más vivo el tiroteo de fusil.
El terreno es por allí bastante quebrado, abundando los matojos, y
entre éstos designaron un camino de trocha por donde avanzó la
infantería, mientras a los de a caballo se nos mandó caminar por
terreno más alto. Habíamos tomado tan al pie de la letra la orden de
no hacer ruido, que avanzamos despacio y silenciosamente con el alma
en suspenso, los ojos atentamente fijos en el último término del
terreno hacia la izquierda, punto donde se había trabado la acción.
Vimos al fin a los franceses tiroteándose con nuestros compañeros, con
aquellos que habían pasado la barca durante la noche, y luchaban en un
campo bajo, salpicado de espesos matorrales.
En una loma, y como a dos tiros de fusil de aquel sitio, brillaba
inmóvil e imponente una cosa que desde el primer momento atrajo
nuestras miradas, infundiéndonos algún recelo. Era un escuadrón de
coraceros, la mejor caballería del ejército de Dupont. Todos los
jinetes contemplamos el resplandor de las bruñidas corazas, en cuyos
petos el sol naciente producía plateados reflejos; y después de mirar
aquello sin decir nada, nos miramos unos a otros, como si nos
contáramos. Ni una voz se oía en nuestras filas; a todos se nos había
cambiado el color, y temblábamos, aunque cada cual hiciera esfuerzos
para disimularlo. El único rumor que turbaba el profundo silencio de
nuestro regimiento, donde hasta los caballos parecían contener el
aliento y explorar el campo con atónitos ojos, era un ligero y casi
imperceptible son metálico producido por las estrellas de las
espuelas. Aquel temblor de piernas es un accidente que la caballería
observa siempre en el comienzo de toda batalla.
El combate, principiado en guerrillas, arreciaba desde que empezó la
infantería a desplegar un frente compacto de consideración. Pero casi
toda la tropa española se mantenía en reserva, esperando a saber
fijamente si los franceses ocultaban una gran fuerza en la carretera
de Bailén. Mientras el frente español aumentaba sus tiros,
resistiendo a las innumerables guerrillas francesas que al abrigo de
sus posiciones medio atrincheradas hacían fuego mortífero, la
artillería continuaba a retaguardia, y la caballería, asimismo fuera
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