Bailén - 05

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el atribuirlo a ésta es de mi exclusiva responsabilidad) añadió lo
siguiente, dirigiéndose a otras madres que despedían a sus hijos en
las puertas del pueblo:
--_Compañeras, si en las batallas llegan a morir todos los hombres,
triunfaremos nosotras_.[1]
Salimos de la casa, tomando cada cual la cabalgadura que se le había
destinado, juntamente con un sable y dos pistolas. El bagaje se
repartió entre todos. Un criado antiguo se había encargado del dinero,
otro llevaba las ropas del señorito; Marijuán llenaba sus alforjas con
abundantes provisiones, y en mi grupera pusimos varios encargos y las
cartas que D. Diego debía entregar en Córdoba. Cuando yo las acomodaba
en mi equipaje, pude ver de soslayo los sobres, y me quedé frío de
sorpresa y casi diré de terror: leí los nombres de Amaranta, de la
Marquesa su tía y del señor diplomático.
Santorcaz, que aún no había recibido lo que aguardaba, se quedó,
prometiendo juntarse con nosotros al día siguiente o a los dos días.
Yo lo vi muy pensativo y tétrico, las manos a la espalda, paseando por
el portal de la casa cuando salíamos de ella. Hasta fuera de la villa
fué en nuestra compañía D. Paco, el cual recordaba a su discípulo las
máximas de Alejandro sobre la guerra, recomendándole una y otra vez
que las pusiera en práctica al pelear contra los franceses, y que
cuidase de sostener siempre el orden oblicuo, disponiendo una segunda
línea para asegurar las espaldas y los flancos, «porque a
esto--decía--debió el gran Macedonio que siempre quedaran victoriosas
sus difalangarquías y tetrafalangarquías».
Con tan sabía máxima, que el heredero de Rumblar juró cumplir al pie
de la letra, despidióse D. Paco, y seguimos nuestra marcha muy
contentos. No tomamos el camino real desde Bailén a Córdoba por no
tropezar con la retaguardia del general Dupont, o con los muchos
destacamentos que había dejado en todos los pueblos, y en vez de las
diez y ocho leguas y media de que consta aquella vía, tuvimos que
andar unas veinticuatro, pues en nuestro rodeo fuimos a Menjíbar;
desde allí, por Torre Jimeno, siguiendo un detestable camino de
herradura, pasamos a Martos, y de Martos, por Alcaudete y Baena,
fuimos a buscar en Castro del Río la margen derecha del Guadajoz, que
nos condujo a las inmediaciones da Córdoba.
Al salir de Bailén supimos la derrota de los paisanos y soldados de
regimientos provinciales en el puente de Alcolea, y en Alcaudete nos
dieron otra terrible noticia, referente a la entrada de los franceses
en Córdoba y al saqueo de aquella hermosa ciudad. Esto y el encuentro
de algunos dispersos de la partida de Echevarri nos inclinó a tomar el
camino de Écija; pero el día 16 supimos que los franceses habían
evacuado a Córdoba; y adoptando nuestro primitivo itinerario,
divisamos en la mañana del 18 un inmenso caserío blanco, que destacaba
sobre el verde azul de la lejana sierra infinidad de torres,
minaretes, espadañas y cimborrios.

#Nota a pie de página:#
[1] Esto pasó en Mérida en 23 de junio.


XI

Córdoba, la ciudad de Abdherranmán; la Meca de Occidente, la que fué
maestra del género humano, la vieja andaluza, que aún se engalana con
algunos restos de su antigua grandeza; todavía hermosa, a pesar de los
siglos guerreros que han pasado por ella; ya sin Zahara, sin
academias, sin pensiles, sin aquellas doscientas mil casas de que
hablan los cronistas árabes; sin califa, sin sabios, pero orgullosa
aún de su mezquita-catedral, la de las ochocientas columnas; triste y
religiosa, habiendo substituído el bullicio de sus bazares con el
culto de sus sesenta iglesias y sus cuarenta conventos; siempre
poética y no menos rica en la decadencia cristiana que en el apogeo
musulmán; ciudad que hasta en los más pequeños accidentes lleva el
sello de los siglos; tortuosa, arrugada, defendiéndose de la luz como
si quisiera ocultar su vejez; escondida en sus interiores, donde
guarda innumerables maravillas, y siempre asustada al paso del
transeúnte; protectora de los enamorados, para quienes ha hecho sus
mil rejas y ha obscurecido sus calles; devota y coqueta a la vez,
porque cubre con sus joyas las imágenes sagradas, y se engalana y
perfuma aún con los jazmines de sus patios... Tal era la ciudad que
había estado entregada por tres días a la brutal codicia de los
soldados de Dupont. Este desgraciado caudillo, que desde entonces
comenzó a sentir la indecisión y el aturdimiento que le acompañaron
hasta capitular, temeroso de ser sorprendido allí por las tropas de
Castaños, se retiró el 16 de junio, dirigiéndose a Andújar, desde
donde pidió refuerzos a Madrid.
El 18 entramos nosotros en la ciudad saqueada, aún llena de mortal
espanto. Aún no había sido lavada la sangre que manchaba sus calles,
ni sabían exactamente los cordobeses a ciencia cierta el dinero y
cantidad de alhajas que les habían robado. Antes que en contar lo que
les quedaba pensaron en armarse, y si antes habían ido a la lucha los
campesinos, siguiendo a los regimientos provinciales y las milicias
urbanas, después del saqueo todas las clases de la sociedad se
apercibieron para lo que más que la guerra era un ciego plan de
exterminio, pues no se decía _vamos a la guerra_, sino a _matar
franceses_.
Desde que entré en la desgraciada ciudad, a la emoción producida por
el espectáculo del reciente desastre se agregaba la que yo sentía por
asuntos de mi propia cuenta, y por la supuesta proximidad a quien era
el faro de mi vida. Así es que luego que el Conde y los de la comitiva
nos arreglamos en una de las mejores posadas, salí con objeto de
buscar la casa de la Sra. Amaranta y de su tía, lo cual érame
sumamente fácil, por haber visto los sobrescritos de las cartas que
traíamos para aquellas personas. Las doce serían cuando llegué a la
calle de la Espartería, donde era la residencia de la tía de Amaranta.
En lo sucesivo, y para evitar confusiones, ya que no puedo nombrarla
con su verdadero nombre, usaré el título convencional de marquesa de
Leiva.
Cuando di los primeros aldabonazos en la puerta, parecíame que
golpeaba en mi propio corazón. ¿Estaría allí Inés? ¿Estaría allí, ya
olvidada de que antes existiera en el mundo un chico llamado Gabriel,
arcabuceado por los franceses? Y si estaba y de improviso me veía, ¿no
era posible que se me presentara deslumbrada por los esplendores de su
nueva posición, y que a la palidez de la primera sorpresa sucediera en
su rostro el rubor de haberme amado? ¿Se acercaba el momento de que yo
cayese de la inconmensurable altura de mi fatuidad amorosa,
encontrando una sonrisa de desdén y la mano de un criado que me
pusiera en la calle? ¿Por ventura el trance que me esperaba era
hermano gemelo de aquella otra gran caída ocurrida en El Escorial,
cuando por el favor de Amaranta soñaba con los primeros puestos de la
nación? ¿Bajaría mi alma desde príncipe a lacayo, como poco antes bajó
mi ambición?
Abrióme la puerta un criado conocido, a quien rogué me llevase a
presencia de mi antigua ama la Sra. Condesa. Mientras atravesábamos el
patio, buscaba afanosamente algún objeto que me indicase la proximidad
de Inés. Como olfatea el perro el rastro de su amo, así aspiraba yo
las emanaciones de la casa buscando el aire que había sido aliento de
aquella naturaleza querida. No oí su voz, ni sentí sus pasos, ni ví
cosa alguna que tuviera las huellas de su mano. A mí se me antojaba
que en cualquier objeto podía notar un sello especial que indicara
pertenecerle. Pero en nada de lo que vieron mis ojos encontré la
huella indefinible que debía tener todo aquello en que Inés pusiera
los suyos. Esto se comprende y no se explica. El corazón es el único
adivino, y el mío me dijo que Inés no estaba allí.
El patio era fresco y risueño, como todos los de las buenas casas de
Andalucía. Entre los jazmines reales, que abrazándose a una columna
ostentaban sus mil florecillas llenas del perfume más grato a los
enamorados; entre los naranjos de la China, graciosas miniaturas del
naranjo común; entre los rosales de la tierra y esos claveles
indígenas, cuya imperial hermosura no ha logrado eclipsar ninguna de
las elegantes flores modernas; entre los tiestos de reseda, de
mejorana, de albahaca y de sándalo, saltaban los chorros de una fuente
habladora, con cuyo monólogo se concertaba el canto de algunos pájaros
prisioneros en doradas jaulas. El pavimento era de mármol y los
zócalos de azulejos; sobre éstos, y cubriendo gran parte de la pared,
había cuadros al óleo de aquella escuela andaluza que ha llevado a los
lienzos el tono caliente de la tierra, la esplendidez de la inflamada
atmósfera y la agraciada melancolía de los semblantes.
Afortunadamente para mí, Amaranta se dignó recibirme. Estaba en una
sala baja, fresca y obscura, y cuando yo entré se ocupaba en armar
unas flores de altar. ¿Se había entregado a la devoción? Vestía
completamente de blanco, y a la exigencia de la moda se unía el rigor
de la estación para que aquel ligero traje fuera nada más que lo
absolutamente necesario para cubrir su hermoso cuerpo. Entonces, entre
las miradas de fuera y el pudor interno no se ponía tan gran baluarte
de telas como se pone hoy.
Abrumadoramente hermosa estaba, y sus ojos negros, que eran, como otra
vez he dicho, los primeros ojos del mundo, es decir, los Bonapartes de
la mirada humana, conquistaban al punto todo aquello a que dirigían su
pupila. Sentí en su presencia mucha cortedad, gran turbación; sentíme
sin ideas y sin palabra.
--¿Qué vienes a buscar aquí?--me dijo.
--Señora, he venido a Córdoba para afiliarme en el ejército del
general Castaños, y sabiendo que Su Excelencia y apreciable familia
estaban en esta población, he querido visitar a mi antigua y querida
ama.
--Eres tan hipócrita como intrigantuelo y trapisondista--repuso entre
severa y amable.
--¿Conque me tienes ley? ¿Por qué te portaste tan mal
conmigo?
--Señora--exclamé, haciendo aspavientos de respeto--. ¡Yo portarme
mal! ¡Si no podré olvidar nunca lo bien que estaba al servicio de Su
Excelencia!
--¿Quieres ser otra vez mi criado?--me preguntó.
Esta proposición cayó sobre mí como un rayo. Pensé en Inés, en el
repentino engrandecimiento de la que había juzgado compañera de mi
existencia, y al considerarme criado de aquella casa, temblé de
indignación.
--No, señora, no quiero servir más. Soy soldado--repuse--. Sin
embargo, estoy a las órdenes de Vuecencia para lo que guste mandarme.
--¿Conque soldado? ¿Y vas a la guerra? Dentro de un mes serás
general--dijo con punzante ironía.
--No aspiro a tanto. Quiero servir a mi país y nada más. Con tal de
que mañana pueda decir: «Contribuí a echar de España a la canalla»,
quedaré satisfecho.
--¿Y crees que España podrá echar fuera a la canalla? ¡Ah!, yo no
participo de la ilusión de esta buena gente. ¿Qué pasó el día 9 en el
puente de Alcolea? Aquellos pobres paisanos a quienes no se puede
negar el valor, huyeron ante las tropas disciplinadas del general
Dupont. En Córdoba tampoco se les opuso resistencia, y ¡qué horror,
Dios mío! ¡Qué tres días de angustia! Todos creíamos que los franceses
entrarían con bandera de paz, porque la gente de Echevarri abandonó la
ciudad, y los de aquí no trataban de hacer resistencia. Llegaron los
franceses a la Puerta Nueva, y mientras las autoridades hablaban con
ellos para darles entrada, de una casa cercana salieron algunos tiros.
Furiosos los enemigos, después de derribar a cañonazos la puerta,
desparramáronse por las calles de Córdoba, asesinando a cuantos se
encontraban al paso y metiéndose en las casas para coger cuanto había.
No puedes figurarte lo que era aquello. Mudos de espanto y ansiedad
estábamos todos aquí, atento el oído a los rumores de la calle, cuando
sentimos que las puertas caían a golpes, y penetraba aquella
soldadesca bestial, diciendo que se les entregasen todos los objetos
de valor. El miedo nos impidió andar en contestaciones con ellos, y al
punto les dimos alhajas, dinero, plata de mesa y cuanto había,
deseando que se lo llevasen todo de una vez para no escuchar sus
insultos. Mas luego bajaron a la bodega, sedientos de vino; no
contentos con echar fuera las cubas pequeñas, bebían en las llaves de
las pipas grandes, y dejándolas luego abiertas, corría el Montilla de
setenta y cinco años, inundando las cuevas. Uno de aquellos salvajes
pereció ahogado en vino. Pero al fin se fueron de casa sin cometer
atrocidades de otra clase y nos vimos libres de semejante chusma. En
otras partes los horrores no pueden contarse. Robaron todo el dinero
de la Administración, toda la plata de los conventos, los vasos
sagrados, los cálices, las custodias, las alhajas de las imágenes;
penetraron también en los conventos de frailes, muchos de los cuales
murieron asesinados; convirtieron en lupanar la iglesia de Fuensanta,
y por tres días Córdoba no fué una ciudad, fué un infierno, porque
todos los demonios, todas las maldades, sacrilegios y abominaciones
cayeron sobre ella. Por las calles se les encontraba borrachos, llenos
de inmundicia y revolcándose en el lodo, engullendo vorazmente la
comida que sacaban a viva fuerza de las casas. Los generales
franceses, avergonzados de tanta bajeza, querían someterlos a palos;
pero fué preciso emplear mucho rigor, y algunos hubieron de ser
fusilados para que entraran en razón los demás. Por último, saliendo
de Córdoba para Andújar, esos cafres nos han dejado en paz por algún
tiempo. ¡Qué espantoso estado el de España! Y lo peor es que
sucumbirá. ¡Qué días terribles nos aguardan! Quisiera yo tener las
ilusiones de esta gente, y creer, que como ellos creen, que con unas
cuantas batallas ganadas por nosotros..., y por cierto que no sé cómo
será eso de ganar batallas, sin ejército, ni generales, ni dinero, ni
nada..., que con unas cuantas batallas se va a concluir todo
felizmente. Hay quien sueña con ir a Francia, después de echar a los
franceses, y traerse a Napoleón con un grillete al pie. ¡Dios quiera
que no perezcamos todos! ¡Dios nos dé valor para resistir la tormenta
que se nos viene encima!... Aquí vivimos sin saber a qué santo
encomendarnos. Casi no nos tratamos con nadie, y si tememos que
Francia nos tome por exaltadas patriotas, más nos duele que los
vecinos nos crean afrancesadas. Quisiéramos estar bien con todos y que
ni unos ni otros nos molestaran... Pero qué sé yo...; creo
difícil... ¿Y en Madrid qué tal se vive?
--¿Piensa Usía volver a la Corte?
--¡Oh!, sí... Pensamos marcharnos pronto, porque nos llama un asunto
en que está interesada toda la familia. A ser por mí, ya estaríamos
allá. No puedo vivir en Córdoba, y menos en el estado actual de la
guerra. Esto no es vivir. Si en Madrid no hubiese tranquilidad, nos
iríamos a Bayona con toda la familia.
--¿Y ninguna de las personas de esta casa fué maltratada por la
soldadesca francesa?--pregunté, deseando saber qué personas había en
la casa.
--Ninguna; sólo mi tío el Marqués tuvo una contusión en la cabeza;
pero recibióla al esconderse debajo de una cama, y lo hizo con tanto
ímpetu, que se dió un golpe muy fuerte contra el suelo. Un amigo de
casa, que nos visita todos los días, D. José María de Malespina,
también recibió un ligero rasguño en la mano derecha al ocultarse
detrás de un armario.
--¿Y las señoras? Oí decir que una sobrinita de la Sra. Marquesa... o
sobrinita de Su Excelencia, no estoy bien seguro, había venido de
Madrid con objeto de acompañarlas.
--No--contestó Amaranta, mirando al suelo.
--Pues entonces lo confundo yo con otra cosa. Paréceme que en Madrid
lo oí decir al señor licenciado Lobo, aquel famoso escribano...; pero
no, seguramente se equivocó.
--¿Conoces tú al Sr. de Lobo?--me preguntó con inquietud.
--Ya lo creo; somos muy amigos. Le conocí cuando yo servía en casa de
D. Mauro Requejo..., y por cierto que el señor licenciado y yo tuvimos
una cuestión con motivo de cierta jovencita..., una infeliz, señora,
una desgraciada chiquilla, huérfana de padre y madre.
--A ver, cuéntame eso.
--Pues los Sres. de Requejo, que eran dos puerco-espines martirizaban
a la damisela. Yo tenía lástima de ella y quise sacarla de allí...,
pero me fusilaron los franceses.
--¡Te fusilaron!
--Sí, señora, y el Sr. de Lobo...; pues..., lo cierto fué que la niña
desapareció.
--Ya... Cuéntamelo todo.
Con el mayor afán, con el interés más grande que durante mi vida he
sentido por cosa alguna, empezaba yo a contar a la Condesa lo que
sabía, cuando la entrada de dos personas me interrumpió.
Eran el diplomático y D. José María de Malespina, aquél por tantos
títulos famoso, aunque retirado, coronel de Artillería, de quien hablé
cuando lo de Trafalgar. El primero me reconoció y tuvo la bondad de
dirigirme algunas bromas.


XII

--Sobrina--dijo el Marqués--, pronto tendremos aquí las tropas de
Castaños. ¿Sabes lo que ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues le
decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para entrar en
negociaciones con los franceses, tal vez lograría poner fin a esta
desastrosa guerra.
--¿Qué negociaciones ni qué ocho cuartos?--dijo con desprecio
Malespina--. ¡Oh! ¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que imaginé
estos días. Mientras no demos a la artillería el lugar que le
corresponde no es posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes
estudios sobre cyclodiatomía y capóltica me han hecho descubrir
importantes principios que ahora debieran llevarse a la práctica.
--Reniego de la ciencia que inventa medios de destrucción--declaró con
gesto elocuente el Marqués--. Por las vías diplomáticas pudieran las
naciones resolver todas sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la
guerra? ¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos por una
cuestión que podría arreglarse con un pedazo de papel y una pluma
mojada en tinta, puesta en manos de alguna persona que yo me sé?
--Hombre de Dios, sin la guerra, ¿qué sería del mundo? Y sobre todo,
¿qué sería del mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las
batallas «dan y quitan las coronas, concluyen las guerras e
inmortalizan al vencedor».
--¡Sangre y luto y desolación! Pero no disputemos sobre el volcán,
amigo. La guerra es un mal, y existe hoy entre nosotros. Lo que
conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso, desde que llegué a
Andalucía, sugerí a la Junta Suprema la idea de pedir auxilio a
Inglaterra. ¡Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra ni al P. Gil se
les había ocurrido.
--¡Y usted se atribuye la invención!--dijo con sorna Malespina--.
Pero, hombre de Dios, si los asturianos fueron los primeros que en tal
cosa pensaron, y desde el 30 de mayo salieron de Gijón mis
queridísimos amigos D. Andrés Ángel de la Vega y el vizconde de
Matarrosa, hijo del conde de Toreno... ¡Bah, bah!... Estos
diplomáticos han perdido la chaveta. Nada, amigo mío: yo le dije al P.
Gil que cuidara de aumentar la artillería, adoptando los adelantos que
yo quiero introducir en el arma. Pues qué, ¿cree usted que Napoleón no
tiene noticia de ellos? Yo he descubierto que antes de invadir a
España mandó una Comisión secreta para que averiguara si estaba yo
aquí. Como entonces mi familia hizo correr la voz de que yo había
pasado a América, Napoleón dijo: «Pues no hay cuidado ninguno», y
ordenó la invasión. Ya, ya me conoce de antiguo.
--¡Qué vanaglorioso es usted!--dijo el diplomático, superando en
fatuidad a su amigo--. Eso lo dice usted por obligarme a hablar, por
obligarme a que revele... No: es secreto de Estado, del cual quizás
depende la paz de España y de Europa; no saldrá de mis labios, ni soy
hombre que cede fácilmente a las sugestiones de la imprudente
amistad.
--Todo eso es pura farsa. Sepamos de una vez esos secretos.
--¡Farsa!--exclamó con enojo el diplomático--. Pero ya comprendo el
juego. Lo mismo hace mi sobrina cuando quiere obligarme a que revele
los secretos de Estado. No: callaré, callaré, aunque usted me insulte,
aunque usted aparente dudar de mi veracidad para que la indignación me
haga romper el silencio. ¡Pues qué!, si yo dijera que un elevado
personaje, el más poderoso que hoy existe en el mundo, se decidió al
fin a transigir conmigo, después de una enemistad que data de la paz
de Luneville; si yo dijera que los preliminares de negociación que
entablé para evitar a España los horrores de la guerra comenzaban a
dar resultado, cuando algunos hombres pérfidos, ¡ah!..., si yo dijera
esto... Pero no: mi sobrina me mira como para incitarme a seguir
hablando, y usted, Sr. de Malespina, me mira también... Mas no: punto
en boca, y cesen las impertinentes preguntas que en vano amenazan el
inexpugnable alcázar de mi discreción.
--Todo eso es pura fábula--afirmó D. José María con desenfado--.
Aborrezco la falsedad y la jactancia, pues soy hombre que se dejaría
matar antes que decir una palabra contraria a la rigurosa verdad. Por
tanto, basta de fingidas diplomacias y de tratados que no han existido
sino en la cabeza de usted. En estos momentos seamos soldados, y
dejemos a un lado los protocolos. Veremos si ahora, cuando en Bayona
se sepa que yo sigo en España y que no pienso partir a las Américas,
se retiran los franceses de nuestro país, porque..., francamente...,
Napoleón me conoce.
--¡Hombre, eso es demasiado fuerte!--exclamó el diplomático, soltando
la risa--. Conque Napoleón...
--No extraño esas risas--dijo muy amoscado el artillero--. ¿Qué ha de
hacer quien no conoce el peligro personal? ¿Qué ha de hacer un hombre
que cuando entraron los franceses a saquear esta casa, se escondió
debajo de la cama?
--Yo...--contestó con turbación el Marqués--si penetré en aquel
apartado sitio, bien saben todos la causa, que no fué miedo ni mucho
menos. En aquel instante me ocupaba mentalmente en buscar los términos
más propios de un arreglo y transacción con aquella gente, y como el
ruido no me dejaba pensar, busqué la soledad de aquel lugar recogido y
pacífico, donde sin estorbo pudiera entregarme a mis cavilaciones. Lo
incomprensible es que un militar viejo como usted buscase asilo detrás
de un armario mientras los franceses insultaban a las señoras.
--Nada, lo que he dicho siempre--repuso Malespina--. Es inútil esperar
que los profanos hagan nunca justicia a las combinaciones de la
ciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, y lanzan al público las
acusaciones más irreverentes. Hombre de Dios, ¿necesitaré decir que,
convencido desde el principio de la imposibilidad de establecer en el
patio un campo atrincherado, tuve que retirarme a esta sala, y apoyar
mi centro de retaguardia en aquel armario, para operar con el ala
derecha? Viendo que se acercaban con ímpetu formidable los franceses,
hice un movimiento envolvente sobre mi ala izquierda, y me metí tras
el armario, dirigiendo el raso de metales de la terrible arma de fuego
que llevaba en mi bolsillo hacia el marco de la puerta, para que la
trayectoria fuese directamente al patio. El enemigo, al ver mi
actitud, retrocedió lleno de espanto, y he aquí cómo sin efusión de
sangre se les obligó a la retirada.
Amaranta no podía contener la risa oyendo la disputa entre los dos
vejetes. Antes de que ésta concluyera, entró la de Leiva y dijo:
--Acaba de llegar la _Gaceta Ministerial de Sevilla_. Creo que hoy
trae la noticia de que ha muerto Napoleón.
--¡Jesús! ¿Qué dice usted?
--¿Dónde está, dónde está esa _Gaceta_?
Al punto corrieron el Marqués y D. José María a la habitación
inmediata. La Marquesa, que no había parado mientes en mi persona
aunque le hice reverencias muy profundas, acercóse a su sobrina, y
mostrándole un medallón que en la mano traía, le dijo:
¿Te gusta? ¿No es verdad que está parecido? El pintor ha hecho un
hermoso retrato.
--Está muy bonito y se parece mucho--dijo mi antigua señora--. Veremos
qué le parece a ese barbilindo cuando lo vea.
--Es extraño que no haya llegado ya. Su madre me decía que para el 12
pasaría por aquí.
El diplomático y Malespina aparecieron de nuevo, trayendo cada cual
una hoja de papel impreso.
--Efectivamente, aquí está en letras de molde--dijo con grandes
aspavientos el diplomático, preparándose a leer--. Oigan ustedes:
«Madrid, 6 de junio. El descontento de las tropas enemigas parece
general, y corre muy válida la voz de que en Bayona hay insurrección,
y de que el Emperador está oculto, añadiendo algunos que herido.»
--Hombre, eso es importantísimo--dijo Malespina--, aunque no me coge
de nuevo, porque ya tenía noticias detalladas de este suceso.
--¿Que los franceses se sublevan contra Bonaparte?--dijo la
Marquesa--. Dios les habrá tocado el corazón.
--Pero oigan ustedes estotra noticia--añadió el artillero--: «Toledo,
4. Dícese que cerca de Gallur los franceses han sido derrotados por
Palafox, dejando en el campo de batalla 12.000 muertos y un número
infinito de heridos. Los españoles les tomaron 48 cañones y 12
águilas.»
--¡Hombre, magnífica victoria!--exclamó el diplomático--. ¿Pero qué
dice aquí? ¡Oh, ésta sí que es gorda!: «Reus, 8 de junio. Aquí se
habla de la muerte de Josef Napoleón, de los varios partidos que
dividen la Francia y de la sublevación del Rosellón. Si estas noticias
salen ciertas, podemos asegurar que llegó ya el día de la venganza y
de la libertad de España.»
--Vienen muy satisfactorios estos dos números de la _Gaceta_--dijo
Amaranta.
--Ya sabía yo todo eso--afirmó con aplomo el Marqués--. ¡Pero qué veo,
santos cielos! Este sí que es notición. Oigan todos, oiga usted, Sr.
D. José María: «Valencia, 10 de junio. El ejército de Duhesme ha sido
derrotado. Corren voces de que el castillo de Figueras está en nuestro
poder; se repite la noticia del levantamiento del Rosellón y de la
indignación con que ha visto toda la Francia la conducta de su
Emperador con la España.»
Los sueltos que oí leer en aquella ocasión pueden verse en la _Gaceta
Ministerial de Sevilla_, periódico oficial de la Junta Suprema. En sus
breves columnas se insertaban diariamente despachos y noticias que
remitían de todas partes... Dictábalas el entusiasmo y las devoraba
la credulidad, y como nadie las discutía, el efecto era inmenso. Según
la _Gaceta Ministerial_, todos los días era derrotado un ejército
francés, y todos los días ocurría en Francia una insurrección para
destronar al azotador de Europa. ¡Ah!, entonces corrían unas bolas,
junto a las cuales son flor de cantueso las equivocaciones del moderno
telégrafo.
--Oigan ustedes--indicó la de Leiva, que había tomado el periódico de
manos del Marqués--; ésta sí que es noticia extraordinaria. Y no digan
ustedes que la sabían, porque hasta ahora no se ha hablado en España
ni en el mundo de semejante cosa. Atención: «Cádiz, 14. Corre muy
válida la voz de que la Francia está dividida en tres partidos:
borbónico, republicano y bonapartista.» También dice que han
desembarcado en Rosas 11.000 hombres con armas, que vienen de
Mallorca.
--¡Tres partidos!--gritó el Marqués diplomático, mirando a D. José
María.
--¡Tres partidos! Ya lo sabía.
--¡Y yo también!... Pero corro a comunicar esta nueva a nuestros
amigos--dijo el Marqués, levantándose.
--Aguarda--le insinuó su hermana--. No olvides que esta tarde tienes
que pasar por allí.
--¡Otra vez! Si no hay quien la haga salir. Le he prometido, le he
rogado, le he amenazado, le he dicho mil finezas y ternuras, y nada,
no quiere salir. ¿Por qué no vais vosotras?
--Sí, esta tarde iremos--afirmó detenidamente la Marquesa--. Es
preciso que salga, porque sin ella no podemos volver a Madrid.
--¡Oh!, picarón..., ya sabemos el secreto--dijo Malespina,
dirigiéndose con maliciosa expresión al Marqués--. Ayer me hablaron
del caso en varias tertulias... Ya sabía yo que había usted sido un
terrible seductor... ¿Pero ahora salimos con eso?
--Amigo, es preciso reparar de algún modo los extravíos de una
borrascosa juventud. Ya sabe usted que hasta hace quince años me
llamaban el _azote de las familias_. Pero ya pasaron aquellos tiempos,
y ahora...
--¿De modo que no vas esta tarde?
--Francamente--dijo el Marqués--, en estos días me gusta salir a la
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