Bailén - 10

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Vamos, que, según me dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que
Jesucristo.
--Ya lo he dicho: gazmoñerías de las españolas, por lo general mujeres
nerviosas, muy extremadas en sus pasiones, y dispuestas siempre a
confundir en un mismo sentimiento la voluptuosidad y el misticismo.
Cuidado con las monjitas de quince años, que reniegan del siglo y
juran que han de morir de viejas en el claustro. Yo conocí una joven y
linda novicia que tampoco quería tener más esposo que Jesucristo, y
que se ponía furiosa cuando le hablaban de salir del convento, hasta
que un Viernes Santo vió a cierto joven al través de la verja del
coro. A los quince días la hermosa novicia abrió por la noche una de
las rejas del convento y se arrojó a la calle, donde le esperaba su
amante y hoy feliz esposo.
--¡Oh! ¡Bonitísimo suceso!--exclamó con entusiasmo D. Diego--. ¡Cuánto
daría porque a mí me pasase uno semejante!
--¿Ella le ha visto a usted?
--No.
--Pues en cuanto le vea, apuesto a que se apresura a salir por la
puerta, sin exponerse a los peligros de arrojarse por la ventana. Pero
ahora que me ocurre, Sr. D. Diego: si usted, en vez de ser un muchacho
apocadito, educado a la antigua y sencillo como un fraile motilón,
fuera un hombre atrevido, arrojado..., pues..., como somos todos
aquellos que no hemos recibido la educación de Grandes de España; si
usted se echara de una vez fuera del cascarón de huevo en que le ha
empollado la ciencia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora
podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.
--¿Cuál, amigo Santorcaz?
--Mire usted. Después de la batalla, y cuando volvamos a Córdoba,
sacar a esa joven del convento.
--¿Cómo?
--Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy
divertido. ¿Ve usted este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo
hice saltando las tapias de un convento. Son cinco los que escalé, por
trapicheos con otras tantas novicias y monjas. ¡Ay, señor D. Diego de
mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le alegra a
uno, cuando se siente ya en las puertas de la triste vejez.
--Hombre, eso me parece muy bonito--dijo D. Diego, saltando sobre la
silla--. Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme saltando
tapias de convento. Conque diga usted, ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de
rondón en el convento, y cogiendo a la monjita me la llevo a mi casa?
Si; y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper
puertas, y apagar luces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el
hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me
dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de venir al ejército
era yo un zoquete. Cabalmente recuerdo que he pensado alguna vez en
eso que usted me dice ahora...; sí..., allá, cuando iba a misa con mi
madre a las Dominicas.
--Estas cosas, D. Diego, son la vida--añadió Santorcaz--; son la
juventud y la alegría.
--¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar a esa jovenzuela, mi futura
esposa? ¡Qué preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que se
deja burlar por niñerías de novicia. Nada, nada: mi esposa tiene que
ser, quiera o no quiera. Pero oiga usted, ¿y si nos descubren los
alguaciles y nos llevan presos?
--Por eso hay que andar con cuidado; pero en ese mismo cuidado, en las
precauciones que es preciso tomar, consiste el mayor gusto de la
empresa. Si no hubiera obstáculos y peligros, no valía la pena de
intentarla.
--Efectivamente; a mí me gustan los peligros, Sr. D. Luis. A mí me
gusta todo aquello que no se sabe adonde va a parar. Siga usted
hablandóme del mismo asunto. ¿Qué precauciones tomaremos?
--¡Oh! Cuando llegue el caso se verá. Yo soy muy corrido en esas
cosas. Ya no estoy para fiestas, es verdad, y por cuenta mía no
intentaría aventuras de esta especie; pero son tan grandes las
disposiciones que descubro en usted para ser hombre a la moderna,
hombre de ideas atrevidas y para echar a un lado las ranciedades y
rutinas de España, que volveré a las andadas y entre los dos haremos
alguna cosa.
--Pero, hombre, ¿cuándo se dará esa batalla, cuándo volveremos a
Córdoba, para enseñarle yo a mi señorita cómo se portan los caballeros
de ideas modernas, que han recibido un desaire de las novias de
Jesucristo? Pero diga usted, Santorcaz: si perdemos la batalla, si nos
matan...
--Todavía no se ha hecho la bala que ha de matarme a mí. Y usted, ¿qué
presentimientos tiene?
--Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! ¡Si me viera usted!,
tengo un fuego dentro de la cabeza... Me hierven aquí tantos
pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me
figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un
D. Diego Afán de Ribera, conde de Rumblar.
--¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño. Fuí después a
Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los
sabios. Al volver he encontrado a esta gente un poco menos atrasada.
Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas.
En Madrid se han fundado varias sociedades secretas.
--¿Para asaltar conventos?
--No, no son sociedades de enamorados. Si algún día se ocupan de
conventos, será para echar fuera a los frailes y vender luego los
edificios...
--Pues yo no los compraría.
--¿Por qué?
--Porque esas casas son de Dios, y el que se las quite se condenará.
--¿Qué es eso de condenarse? Me río de vuestras simplezas. Pues, hijo,
adelantado estáis.
--Vivamos en paz con Dios--dijo D. Diego--. Por eso creo que antes de
robar del convento a mi novia, debemos confesar y comulgar, diciéndole
al Señor que nos perdone lo que vamos a hacer, pues no es más que una
broma para divertirnos, sin que nos mueva la intención de ofenderle.
Santorcaz rompió a reír desahogadamente.
--¿Conque usted es de los que encienden una vela a Dios y otra al
Diablo? Robamos a la muchacha, ¿sí o no?
--Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene entusiasmado. Y me
marcharé con ella a Madrid; porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que
allí suele haber alborotos. ¡Oh!, ¡cuánto deseo ver un alboroto, un
motín, cualquier cosa de esas en que se grita, se corre, se pega! ¿Ha
visto usted alguno?
--Más de mil.
--Eso debe de ser encantador. Me gustaría a mí verme en un alboroto;
me gustaría gritar con los demás, diciendo: «¡Abajo esto, abajo lo
otro!» ¡Ay! ¡Como me alegraba cuando mi señora madre reñía a D. Paco,
y éste a los criados, y los criados unos con otros! No pudiendo
resistir el alborozo que esto me causaba, iba al corral, ponía
canutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con
las gallinas, me moría de risa.
Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo,
fijaba la mirada en el horizonte, completamente abstraído de todo, y
meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés. No sé
cuál será la opinión que el lector forme de las ideas de aquel hombre;
pero no se les habrá ocultado que sus ingeniosas sugestiones
encerraban segundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado a las filas
de un ejército sin tener conocimiento del mundo, con viva imaginación,
arrebatado temperamento y ningún criterio; igualmente fascinado por
las ideas buenas y las malas, con tal que fueran nuevas, pues todas
echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las
lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus
planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que don Diego se
disponía a cometer en el mundo mil disparates.
Santorcaz, después de permanecer por algunos minutos indiferente a las
preguntas de su discípulo, reanudó la conversación; pero, apenas
comenzada ésta, oímos un tiro, en seguida otro, luego otro y otro.


XXIV

Todos callamos; detuviéronse las columnas que habían comenzado a
marchar, y desde el primero al último soldado prestamos atención al
tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha del camino y a
bastante distancia. Corrieron por las filas opiniones contradictorias
respecto a la causa del hecho. Yo me alzaba sobre los estribos,
procurando distinguir algo; pero además de ser la noche obscurísima,
las descargas eran tan lejanas, que no se alcanzaba a ver el fogonazo.
--Nuestras columnas avanzadas--dijo Santorcaz--habrán encontrado algún
destacamento francés que viene a reconocer el camino.
--Ha cesado el fuego--dije yo--. ¿Echamos a andar? Parece que dan
orden de marcha.
--O yo estoy lelo, o la artillería de la vanguardia ha salido del
camino.
Oyóse otra vez el tiroteo, más vivo aún y más cercano, y en la
vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron
hasta nosotros. Sin duda algo grave pasaba, puesto que el ejército
todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Un largo rato
permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias
de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se sabía nada; todos
los generales corrieron hacia la izquierda del camino, y los jefes de
los batallones aguardaban órdenes decisivas del Estado Mayor. Por
último, un oficial que a escape volvía en dirección a la retaguardia,
nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más
que halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro
encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas
avanzadas principiaban a escaramucear con las nuestras. Cuando
nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él
a Bailén de paso para La Carolina, donde creía encontrarnos. De
improviso unos cuantos tiros les sorprenden a ellos tanto como a
nosotros; detienen el paso; extendemos nosotros la vista con ansiedad
y recelo en la obscura noche; todos ponemos atento el oído, y al fin
nos reconocemos, sin vernos, porque el corazón a unos y otros nos
dice: «Ahí están.»
Cuando no quedó duda de que teníamos enfrente al enemigo, el ejército
se sintió al pronto electrizado por cierto religioso entusiasmo. Vivas
y mueras sonaron en las filas; pero al poco rato todo calló. Los
ejércitos tienen momentos de entusiasmo y momentos de meditación:
nosotros meditábamos.
Sin embargo, no tardó en producirse fuertísimo ruido. Los generales
empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían
en las calles del pueblo, salieron más que de prisa, y la caballería
fué sacada de la carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por
terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al
fin se nos mandó hacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el
enemigo; únicamente distinguíamos desde nuestra posición los
movimientos de la artillería española, que avanzaba por la carretera
con bastante presteza. Entonces sentimos camino abajo, y como a
distancia de tres cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco
rato, reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas
francesas retrocedían y Dupont tomaba posiciones.
--¿Qué hora es?--nos preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo
de sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.
No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; y las
manchas de olivos nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el
perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña
tristeza a la situación: era el canto de los gallos que a lo lejos se
oía, anunciando la aurora. Jamás escuché un sonido que tan
profundamente me conmoviera como aquella voz de los vigilantes del
hogar desgañitándose por llamar al hombre a la guerra.
Nuevamente se nos hizo cambiar de posición, llevándonos más adelante a
espaldas de una batería, y flanqueados por una columna de tropa de
línea. Gran parte de la caballería fué trasladada al lado izquierdo;
pero a mí, con el regimiento de Farnesio, me tocó permanecer en el ala
derecha.
De repente una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando
hacia la izquierda, por donde estaban los generales. Era como un
saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a matar; un tanteo
de fuerzas, una bravata echada al aire para explorar el ánimo del
contrario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin
embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de
aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se
destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con
relámpagos, que interrumpiéndose luego, volvieron a encenderse al
poco rato en la misma dirección.
Por último, aquellas tinieblas en que se habían cruzado los
resplandores de los primeros tiros, comenzaron a disiparse;
vislumbramos las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel suave,
inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar de fango, petrificado en
el apogeo de sus tempestades; principiamos a distinguir el ondular de
la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las masas negras del
ejército, diseminado en columnas y en líneas; empezamos a ver la
azulada masa de los olivares en el fondo y a mano derecha; a la
izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el río. Débil y
blanquecina claridad azuló el cielo antes negro. Volviendo atrás
nuestros ojos, vimos la irradiación de la aurora, un resplandor que
surgía detrás de las montañas; y mirándonos después unos a otros, nos
vimos, nos reconocimos, observamos claramente a los de la segunda
fila, a los de la tercera, a los de más allá, y nos encontramos con
las mismas caras del día anterior. La claridad aumentaba por grados;
distinguíamos los rastrojos, las hierbas agostadas, y después las
bayonetas de la infantería, las bocas de los cañones, y a lo lejos las
masas enemigas, moviéndose sin cesar de derecha a izquierda. Volvieron
a cantar los gallos. La luz, única cosa que faltaba para dar la
batalla, había llegado, y con la presencia del gran testigo, todo era
completo.
Ya se podía conocer perfectamente todo el campo. Prestad atención y
sabréis cómo era. El centro de la fuerza española ocupaba la carretera
con la espalda hacia Bailén, de allí poco distante; a la derecha del
camino por nuestra parte se alzaban unas pequeñas lomas que a lo lejos
subían lentamente hasta confundirse con los primeros estribos de la
sierra; a la izquierda también había un cerro; pero éste caía después
en la margen del río Guadiel, casi seco en verano, y que desembocaba
en el Guadalquivir, cerca de Espelúy. Ocupaba el centro, a un lado y
otro del camino, poderosa batería de cañones, apoyada por
considerables fuerzas de infantería; a la izquierda estaba Coupigny
con los regimientos de Bujalance, Ciudad Real, Trujillo, Cuenca,
Zapadores y la caballería de España; a la derecha estábamos, además de
la caballería de Farnesio, los tercios de Tejas, los suizos, los
valones, el regimiento de Órdenes, el de Jaén, Irlanda y voluntarios
de Utrera. Mandábanos el Brigadier D. Pedro Grimarest. Los franceses
ocupaban la carretera por la dirección de Andújar y tenían su
principal punto de apoyo en un espeso olivar situado frente a nuestra
derecha; por consiguiente, servía de resguardo a su ala izquierda.
Asimismo ocupaban los cerros del lado opuesto con numerosa infantería
y un regimiento de coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de
Herrumblar, también seco en verano, que habían pasado. Tal era la
situación de los dos ejércitos, cuando la primera luz nos permitió
vernos las caras. Creo que entrambos nos encontramos respectivamente
muy feos.
--¿Qué le parece a usted esta aventura, Sr. D. Diego?--dijo
Santorcaz.
--Estoy entusiasmado--replicó el mozuelo--, y deseo que nos manden
cargar sobre las filas francesas. ¡Y mi señora madre empeñada en que
conservara yo aquella espada vieja sin filo ni punta...!
--¿Está usía sereno?--le preguntó Marijuán.
--Tan sereno que no me cambiaría por el emperador Napoleón--repuso el
Conde--. Yo sé que no puede pasarme nada, porque llevo el escapulario
de la Virgen de Araceli que me dieron mis hermanitas, con lo cual
dicho se está que me puedo poner delante de un cañón. ¿Y usted, Sr. de
Santorcaz, tiene miedo?
--¿Yo?--repuso D. Luis con cierta tristeza--. Ya sabe usted que estuve
en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena.
--Pues entonces...
--Por lo mismo que presencié tan terribles acciones de guerra, tengo
miedo.
--¡Miedo! Pues fuera de la fila. Aquí no se quiere gente medrosa.
--No hay soldado aguerrido--afirmó Santorcaz--que no tenga miedo al
empezar la batalla, por lo mismo que sabe lo que es.
Oído esto, casi todos los bisoños que poco antes reíamos a carcajada
tendida, saludándonos con bravatas y dicharachos, conforme a la
guerrera exaltación que nos poseía, callamos, mirándonos unos a otros,
para cerciorarse cada cual de que no era él solo quien tenía miedo.
--¿Sabéis lo que me ordenó mi señora madre que hiciera al comenzar la
batalla?--indicó Rumblar--. Pues que rezara un Avemaría con toda
devoción. Ha llegado el momento. «Dios te salve, María...»
El mayorazguito continuó en voz baja el Avemaría que había empezado en
alta voz, y todos los de nuestra fila le imitaron, como si aquello en
vez de escuadrón fuera un coro de religioso rezo, y lo más extraño fué
que Santorcaz, poniéndose pálido, cerrando los ojos, y quitándose el
sombrero con humilde gesto, dijo también «Santa María...»
Aún resonaba en el aire la fervorosa invocación, cuando un estruendo
formidable retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las columnas
francesas del ala derecha se desplegaron en línea y rompieron el fuego
contra nuestra izquierda.


XXV

No poco tiempo se me ha ido en describir la posición de los
combatientes, la configuración del terreno y el principio del ataque;
pero no necesito advertir que todo esto pasó en menos tiempo del
empleado por mi tarda pluma en contarlo. Nuestras fuerzas no estaban
convenientemente distribuidas cuando tuvo lugar la primera embestida
de los imperiales. Verificada ésta, no podéis figuraros qué
precipitados movimientos hubo en la tropa española. Las de retaguardia
que aún llenaban la carretera, corrían velozmente a sostener la
izquierda; los cañones ocupaban su puesto; todo era atropellarse y
correr, de tal modo, que por un instante pareció que el primer ataque
de los franceses había producido confusión y pánico en las filas de
Coupigny. En tanto, los de la derecha permanecíamos quietos, y los de
a caballo que ocupábamos parte de la altura, podíamos ver
perfectamente los movimientos del combate.
Tras las primeras descargas de las líneas francesas, éstas se
replegaron, y avanzando la artillería disparó varios tiros a bala
rasa. Ponían ellos en ejecución su táctica propia, consistente en
atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para
desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto
lograron al principio; pero nosotros teníamos excelente artillería, y
disparando también con bala rasa las seis piezas colocadas en la
carretera y a sus flancos, el centro francés se resintió al instante,
y para reforzarle tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto
un pequeño avance en la división de Coupigny. Entretanto, todos
teníamos fija la vista en el otro extremo de la línea y hacia la
carretera, y olvidábamos la espesura del olivar que estaba delante. De
pronto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se
desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala
derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro,
se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo
de los momentos terribles, no funcionaba aún y permanecía detrás,
quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.
Pero a pesar de generalizarse la lucha, en aquel primer período de la
batalla todo el interés continuaba, como he dicho, en el ala
izquierda. Atacada por los franceses con valentía pasmosa, nuestros
batallones de línea retrocedieron un momento. Casi parecía que iban a
abandonar su posición al enemigo; pero bien pronto se rehicieron
tomando la ofensiva al amparo de dos bocas de fuego y de la caballería
de España, que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto
los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían
salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo
grandes estragos en nuestra gente; mas con tanta intrepidez se lanzó
ésta sobre las lomas que ocupaba el enemigo entre el camino y el río
Guadiel; con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los
soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería
del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.
Antes que esto sucediera, ocurrieron mil lances de esos que ponen a
cada minuto en duda el éxito de una batalla. Se clareaban nuestras
líneas, especialmente las formadas con voluntarios; volvían a verse
compactas y formidables, avanzando como una muralla de carne;
oscilaban después y parecían resbalar por la pendiente cuando las
patas delanteras de los caballos de los coraceros principiaban a
martillar sobre los pechos de nuestros soldados; luego éstos
rechazaban a los animales con sus haces de bayonetas; caían para
levantarse con frenético ardor o no levantarse nunca, hasta que, por
último, el ala francesa se puso en dispersión, replegándose hacia la
carretera.
Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva, y
el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi
gran parte de la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que
se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de ésta, posesionados
de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vió a éstos
aglomerarse sobre su centro, dióse orden de avance a las seis piezas
del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron
extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus
columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del
Herrumblar. Viéndoles en mal estado, se trató de lanzar toda la
caballería en su persecución; pero varias de sus piezas, desmontadas
por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido con los
espaldones que habían empezado a formar. El sol esparcía ya sus rayos
por el horizonte. Nuestros cuerpos proyectaban en la tierra y hacia
adelante larguísimas sombras negras. Cada animal, con su jinete,
dibujaba en el suelo una caricatura de hombre y caballo, escueta,
enjuta, disparatada, y todo el suelo estaba lleno de aquellas absurdas
legiones de sombras que harían reír a un chico de escuela.
Os reiréis de verme ocupado en tan triviales observaciones; pero así
era, y no tengo por qué ocultarlo. En aquel momento estábamos en una
corta tregua, aunque la cosa no pareciera próxima a concluir. Hasta
entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas
enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aún en
el campo francés. Entretanto, y mientras se tomaban disposiciones para
rechazar un segundo ataque, que no sabíamos si sería por la derecha o
por el centro, retiraban los españoles sus heridos, que no eran pocos;
mas no ciertamente en mi división, la cual estuviera hasta entonces a
la defensiva, tiroteándose ambos frentes a alguna distancia. Mi
regimiento permanecía intacto, reservado sin duda para alguna ocasión
solemne.
Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente
perdido. Su primer ataque fué débil, pero el segundo violentísimo. Oíd
cómo fué el primero. La infantería española, desplegándose en
guerrillas a un lado y a otro del camino, les azotaba con espeso
tiroteo. Lanzaron ellos sus caballos por el puente; mas con tan poca
fortuna, que tras de una pequeña ventaja obtenida por el empuje de
aquella poderosa fuerza, tuvieron que retirarse; pasada la sorpresa,
nuestros infantes les acribillaron a bayonetazos, dejando un
sinnúmero de jinetes en el suelo y otros precipitados por cima de los
pretiles al lecho del arroyo. No tuvimos tan buena suerte en el
segundo ataque, porque renunciando ellos a poner en movimiento la
caballería en lugar angosto, atacaron a la bayoneta con tanta fiereza,
que nuestros regimientos de línea, y aun los valientes valones y
suizos, retrocedieron aterrados. Oí contar en la tarde de aquel mismo
día a un soldado de los tiradores de Utrera, presente en aquel lance,
que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la
bayoneta con furia sublime, que producía en los nuestros, además del
desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se
espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los
franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de
hombres; que los vivas al Emperador y los gritos de cólera eran tan
furiosamente pronunciados, que parecían matar también por el solo
efecto del sonido, y que, por último, sintiendo los de acá desfallecer
su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino, invencible cariño a la
vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por
dos naciones, y que al fin quedó por Francia. El efecto moral de esta
pérdida fué muy notable entre nosotros. Advirtióse claramente en todo
el ejército como un estremecimiento de inquietud que, partiendo de
aquel gran corazón compuesto de diez y ocho mil corazones, se
transmitía al tembloroso fusil, asido por la indecisa mano.
Entonces pude observar cómo se individualiza un ejército, cómo se hace
de tantos uno solo, resumiendo de un modo milagroso los sentimientos
lo mismo que se resume la fuerza; pude observar cómo aquella gran masa
recibe y transmite las impresiones del combate con la presteza y
uniformidad de un solo sistema nervioso; cómo todos los movimientos
del organismo físico, desde la mano del General en Jefe hasta el casco
del último caballo, obedecen a la alegría de un momento, a la pena de
otro momento, a las angustiosas alternativas que en el discurso de
pocas horas consiente y dispone Dios, espectador no indiferente de
estas barbaridades de los hombres.
La pérdida del puente sobre el Herrumblar, que al amanecer se había
ganado, hizo que el ala derecha retrocediera buscando mejor posición.
Casi todas las posiciones se variaron. Los generales conocían la
inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los
bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y
estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así,
la proximidad de una gran carnicería.
Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a dejarse sentir con
mucha fuerza. Sentíamos ya en las espaldas aquel fuego que más tarde
había de hacernos el efecto de tener por medula espinal una barra de
metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche
anterior, y una parte del ejército ni aun en la noche anterior había
comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro
que desde la mañana principió a atormentarnos: la sed, que todo lo
destruye, alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra,
porque no se sacia matando. Es verdad que de Bailén salían en bandadas
multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de
este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa,
porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Más de
una vez aquellas valerosas mujeres se expusieron al fuego, penetrando
en los sitios de mayor peligro, y llevando sus alcarrazas a los
artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era
preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos
un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros
al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al
suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en
un segundo.


XXVI

¿Por qué sitio pensaban atacarnos los franceses? Conociendo que el
centro era inexpugnable por entonces, siendo el principal objeto de
Dupont abrirse camino hacia Bailén, y considerando peligroso
intentarlo por el ala izquierda, no sólo porque allí la posición de
los españoles era excelente, sino porque les ofrecía un gran peligro
la cuenca del Guadiel, determinaron atacar nuestra ala derecha,
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