Bailén - 13
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del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano
tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el
Bueno.
Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras reinaba en ella la
desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de D.ª María.
--Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo--declaró,
sentándose en el clásico sillón de cuero--, concédame al menos el
consuelo de saber que ha muerto con honor.
--Don Diego ha de parecer, señora--dije yo, conmovido--. Si hubiera
muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?
Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló
así:
--¿Pero no hubo también un pequeño combate allá donde estaba Vedel?
¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!
--Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de
Dupont--afirmó D.ª María.
--¿Y si el niño estaba herido y le metieron en el hospital francés?...
--Yo he de averiguarlo, señora--exclamé--. Mañana mismo pediremos un
salvoconducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le
encontraremos.
--Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que
dices y encuentras a mi hijo y le traes--me dijo la de Rumblar--la
recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la
tierra son a veces trocadas en miseria, en tristeza, en nada, por su
mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta
a mi casa y a mi nombre? Dios habrá decidido que todo perezca, y que
las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para
llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es
vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa
una vida, por noble que sea? ¿Qué una familia, por grande que sea su
lustre?
El enérgico tesón de aquella mujer de acero me llenó de asombro.
Después continuó así:
--Yo creí que éste sería un día de júbilo en mi casa. Después de la
victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi
hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de
llegar aquí esta noche... ¿No ha llegado? Cuide usted, D. Paco, de
que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las
habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?
Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por
su madre. Parecióme que ésta también comenzaba a sentir vacilante su
varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban
sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón.
Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de
nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los
criados y a mí, se quedó sola.
Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una
gran algazara en el patio, y al oír esto dióme un gran vuelco el
corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches
y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al
diplomático, que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del
carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.
Temía yo ser visto de Amaranta; pero como ésta y su tía habíanse
adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático,
que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura.
Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía
con un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus
orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos
menudos hilos de seda, pendientes de la espalda y de la cintura de
Inés, flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del
Cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí
yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré
suavemente. Inés volvió la cabeza y me vió.
XXXI
Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y
pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con don Paco
en el comedor.
--Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe--dijo el ayo--. Y si mi amo
no parece, el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla
a un joven que prometía ser gran filósofo y que ya era insigne
calígrafo.
--¡Demonio de contrariedad!--dijo el diplomático, sacando su caja de
tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él--. Lo
siento... A nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede
nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea
usted la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija...
¡Ah!, Sr. D. Francisco, yo he tenido una juventud muy borrascosa, como
todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá usted de mis aventuras,
pues no había en las Cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera,
que no se me rindiese. Después de todo, es una desgracia haber nacido
con tal fuerza de atracción en la persona, señor D. Francisco; tanto,
que todavía..., pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del
bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe
D. Diego, no por eso se quedará soltera, pues cartas tengo aquí del
príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de
Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real
pidiéndomela en matrimonio. Como tengo tantos amigos en las Cortes de
Europa, y en España mismo, pues... ya he sabido que las principales
familias acogidas en Bayona o residentes en Madrid, se disputan la
mano de mi hija. ¿La ha visto usted, Sr. D. Francisco? ¿Ha observado
usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de
aquella hermosísima cuanto desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me
enternezco, Sr. D. Francisco... Pero hablemos de otra cosa: cuénteme
usted cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay
capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh!, Sr. D. Francisco,
temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los
militares son tan legos en esto de tratados... Yo traigo un
proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España
pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia...
Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al
buen preceptor, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla
para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la
calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los
cuales llegóse a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:
--¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?
--No, Sr. de Santorcaz--repuse--. No sé qué gente es ésa ni me importa
saberlo.
Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis
que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.
Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar
otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el General español
escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer
indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí
a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre
los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló
sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta
contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba
aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por
la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento
mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de
que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D.
Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.
Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible
situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una
extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían
abierto profundas zanjas, donde los iban arrojando en montón,
cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos
de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como
he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los
cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la
muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían los horrores del
hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena,
que parecía tierra amasada.
Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir
de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque
los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su
triunfo. Según oí decir aquel día, cuando regresamos a Bailén, ya
estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra
para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el
Lugarteniente general del reino mandaba a Dupont replegarse a la
Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los
franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas.
Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales
Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly,
no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de
la rendición.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de
carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba.
¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses
no hubieran llevado botín tan valioso, habrían podido salvarse
retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos
quinientos carros llenos de riquezas les puso en el aprieto de
rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo hubieran
podido escapar con carros ni sin ellos, porque allí estábamos nosotros
para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón
dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel
desastre tan funesto al Imperio: «Más hubiera querido saber su muerte
que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor
de comprometer lo que había robado[3]».
No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño
no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a
la gente del campo. Don Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar
un paso más, se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y
firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel,
con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche, y los
centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a
diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni
Marijuán, ni D. Paco, ni yo teníamos esperanza alguna, y
considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.
Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba
firmada, y más nos lo hacia creer la circunstancia de que varios
oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y
llevando despachos.
No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos
gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que
les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia
nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y
ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. A ratos corría
velozmente; luego se detenía, y acercándose a los matorrales sacaba su
sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o una pita; luego
parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio
canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo
en la punta del sable.
--¡Qué veo!--exclamó D. Paco con súbita exaltación--. ¿No es aquel
mozalbete el propio D. Diego; no es mi niño querido, la joya de la
casa, la antorcha de los Rumblares?... ¡Eh... D. Dieguito, aquí
estamos..., venid acá!
En efecto; cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo
bailarín era D. Diego en persona. Nos vió, y al punto vino corriendo
para abrazarnos a todos con mucha alegría.
--Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo--exclamó D. Paco,
loco de contento--. ¡Si supiera usted cómo está mamá!... ¡Buen susto
nos ha dado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba
usía prisionero?
--Me cogieron prisionero junto a la ermita--dijo D. Diego--. ¿Pero
estás vivo, Gabriel? ¿Y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían
matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?... Pero os contaré lo
que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de
España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo, y
corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí, nos
cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que
quisieron fusilarme.
--¡Qué horror!--exclamó D. Paco--. Pero veo que es usted un héroe,
¡oh mi niño querido! Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a
la Junta para que le den a usted la faja de capitán general.
--Iban a fusilarme--continuó el rapaz--, cuando un oficial francés
tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus
tiendas, donde me dieron vino y...
--Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará usted todo--dijo D.
Paco--. ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la Sra. Condesa sepa
que le hemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe usted que está ahí su
novia?... ¡Qué guapísima es!... La pobre no cesa de llorar la ausencia
del niño, y si no hubiese usted parecido, creo que la tendríamos que
amortajar. Vamos, vamos al punto.
Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de
nosotros propuso anticiparse para anunciar a Dª. María la fausta
nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se
encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió
hasta entrar en la casa, diciendo con desaforados gritos: «¡Ya
pareció, ya pareció!» Cuando nosotros llegamos con el joven, todos
salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de
cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las
hermanitas, y la misma D.ª María, sin poder contener en los límites de
la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía, y uno
le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin
compasión. Al fin, reuniéndose todos, incluso los huéspedes, en la
sala baja, D. Diego fué solemnemente presentado a su novia. No puedo
olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros
criados, y voy a referirla.
#Nota a pie de página:#
[3] «Je ne m'explique cette indigne lacheté que par la crainte de
compromettre ce que l'on avait volé» (_Mem_ Duc dé Rovigo, vol. IV.)
XXXII
Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se
fué derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:
--Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino,
varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco, como siga la
guerra.
--Hijo mío--añadió Dª. María--, las altas prendas de la que va a ser
irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión,
porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el
inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal
evidente de que Dios tenía ya decidida vuestra unión en sus altos
designios.
--Bonito es el retrato--dijo D. Diego, con un desenfado impropio de la
situación--; pero usted, Inés, lo es más todavía. ¿Y por qué no quería
usted salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la
retenían a usted por fuerza, esperando que al profesar les llevara un
buen dote. Pero no; yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi
monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta
y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.
Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la
ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto,
procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las
palabras del incipiente chico.
--Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento
francés--dijo a don Diego.
--Pues quisieron fusilarme--repuso el mayorazgo, sentándose--. Ya me
tenían puesto de rodillas cuando un oficial mandó suspender la
ejecución.
--¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?
--Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la
tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a
beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces
disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo
muerto.
--¿Y no sabes tú--observó D.ª María, sin poder disimular su
indignación--que las personas de buena crianza no beben sino poquito?
--Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los
franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome _le
petit espagnol_.
--Lo cual quiere decir _el pequeño español_--dijo D. Paco.
--Pero no debió usted dejarse emborrachar, joven--indicó el
diplomático--. Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo
descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.
Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una
sibila de Miguel Ángel.
--Pero si todos aquellos señores me querían mucho...--continuó D.
Diego--. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me
dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Les dije que sí, y poniéndose
muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. No quería
yo más para divertirme: así es que, poniendo una silla en lugar de
toro, le capeé, le puse banderillas y le dí muerte con mi sable,
pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados!
Hasta el General acudió a verme.
--Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés--dijo la
señora madre con tremenda ironía.
--Si no querían dejarme venir. Después me dijeron que les cantase el
jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave María Purísima!
Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los
oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si
me pasaba al ejército francés me tomarían por ayudante, llevándome a
Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.
--¡Y no les diste una bofetada!--exclamó D.ª María, clavando sus dedos
en el cuero del sillón.
--¡Quía! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el
Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi maestro cuando me
case.
Esta vez no fué D.ª María la que se estremeció de sorpresa e
indignación: fué la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con
absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su primo y al ayo.
--Pero ¿qué está diciendo el niño?--preguntó éste mirando a la
Condesa--. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?
--Cualquiera menos usted--contestó con insolencia el heredero--. ¡Vaya
un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!
--¡Jesús! Diego, mira lo que hablas...--dijo D.ª María, conteniendo
con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su
ira.
Don Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés
a todo atendía discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la
juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables
observaciones, qué exactos juicios le sugeriría semejante escena! Su
talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y
las querellas de la histórica familia como el sol inmutable sobre la
volteadora tierra.
Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión
al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su
hermano; pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.
--Esta predisposición de usted--dijo el Marqués--a visitar las Cortes
europeas me indica que se siente el niño con inclinaciones a la
diplomacia. Hija mía--añadió, dirigiéndose a Inés--, cada vez descubro
más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo
justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y
que, en tu delicadeza y castidad, procuras disimular hasta el último
instante.
--¡Ah!, se me olvidaba decir--añadió don Diego, riendo a carcajadas--,
que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su
lengua.
Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés,
diciéndole:
--_Ponchú, madama. ¿Cómo la porta vú?_
Asunción y Presentación, después de mirarse una a otra, creyeron que
había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus
oprimidos corazones; pero como D.ª María no desplegó sus labios, las
dos madamitas tuvieron que ponerse serias otra vez.
--¡Oh! ¡_Très bien_!--dijo el diplomático--. Sr. D. Francisco, su
alumno de usted demuestra las luces y copiosa doctrina de tan erudito
maestro.
Hizo D. Paco graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se
esclareció con una sonrisa.
Doña María callaba; pero en su pecho rugía la tempestad. Ella y su
prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a
otra el fuego de sus iracundos sentimientos.
--Otras muchas palabras sé--continuó el rapaz--, como _Crenom de Dieu,
sacrebleu!_, exclamaciones que se dicen cuando uno esta rabioso, en
vez de ¡_Caracoles! ¡Canastos_!
Doña María se levantó de su asiento... y se volvió a sentar.
--¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! Uno de ellos sabía
español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy
valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando
VII, porque este Príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y
ahora está engañando a la nación y al Emperador.
Doña María se llevó la mano a los ojos.
--Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me
contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal
aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir
otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal gobierno y con las
muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.
--¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a usted la contestación a tan atrevido y
antipatriótico aserto?--preguntó con énfasis el diplomático.
--Yo le dije que aquí pensábamos arreglar todas esas cosas, y quitar
la Santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía
el Sr. de Santorcaz.
Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera
estrujar la madera entre sus dedos.
--Sobre todo los mayorazgos--prosiguió Rumblar--. También le dije al
francés que yo soy mayorazgo, y que después de casado tendré dos
vinculaciones. ¡Como se reía cuando le dije que era Grande de España!
Todos acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez
al suelo, cantando que me las pelaba.
¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza; D.ª María cerró los
ojos; D.ª María golpeó el suelo con su pie derecho; D.ª María semejaba
la imponente imagen de la Tradición aplastando la hidra
revolucionaria.
--Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que
eran muy bonitas, y ellos me dijeron que vendrían a verlas, y que si
queríamos dárselas para casarse con ellas, puesto que también serían
mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido
primero.
Y luego, dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:
--Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo.
Una de ustedes se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en
un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún
día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la
ventana a la calle.
Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera;
pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su
enojo...; se contuvo y cerró otra vez los ojos, ya que no podía cerrar
los oídos.
--Después--siguió el mancebo--me preguntaron si mis hermanas usaban
navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era
familiar de la Inquisición. ¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo
gracioso era que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían
_so, so, so_.
--_Un sot_--dijo el diplomático--. Pues sospecho que os llamaron
tonto. ¡Oh iniquidad de la nación francesa! ¡Vea usted, Sr. D. Paco,
lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Y no les dió
usted un par de sablazos?
--¡Si me querían mucho...! Ayer me tuvieron toda la noche bailando el
bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de
cuarenta oficiales.
Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de
reír; pero ésta no llegaba, y consultando el rostro de su madre,
veíanle cada vez más borrascoso. Las dos estaban muertas de miedo.
Don Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo
y dijo a su discípulo:
--Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable usted de otra cosa. Si no
fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capitulo sobre
la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que
tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de
Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan
apreciar la buena pronunciación de usted y su oído cadencioso, échenos
cualquiera de esos romances que sabe..., vamos. Atención, señores.
--El del _Barandal del cielo_--dijo Asunción, respirando con alegría.
--El de los _Santos pechos_--dijo Presentación.
--Vamos, no se haga usted de rogar.
--Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.
--No, nada de franceses.
--Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.
Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un
cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:
_Allons, enfants de la patrie,
le jour de gloire est arrivé!
Contre nous de la tyrannie
l'étandart sanglant est levé!_
Asunción y Presentación reían como locas y D.ª María no dijo nada.
Ninguno de la familia había entendido una palabra.
--Es bonita la canción--dijo D. Paco--; pero no la comprendemos.
Entonces el diplomático levantóse ceremoniosa y gravemente, y tomando
un tono de hombre severo habló así:
--¿Sabe usted lo que está cantando? Pues está cantando la
_Marsellesa_, esa canción impía y sanguinaria, señores; esa canción
que acompañó al suplicio a todos los mártires de la Revolución,
incluso Luis XVI, mi querido amigo..., porque han de saber ustedes que
Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el
hombro, paseándonos por Versalles... ¡La _Marsellesa_, señores, la
_Marsellesa_! También acompañó al cadalso a María Antonieta... ¡y qué
buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en
una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!... En fin, este
joven me ha horripilado con la tal tonadilla... Señora Condesa, ¿está
usted indispuesta? ¿Y tú, hermana? ¡El caso no es para menos! Hija
mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa
canción?
Inés le contestó que no tenía pizca de miedo. En tanto, D.ª María, no
pudiendo resistir más, salió del cuarto con sus hijas. Desconcertóse
al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que
la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena
lamentable, y fué que D.ª María, ciega de furor, y necesitando
desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su
enojo al fin; ¿pero sobre quién?, dirán ustedes... Sobre las dos
inocentes niñas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y
Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada
de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus
tiernas manos. ¡Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora
Condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y
era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las ví
llorando como unas Magdalenas y soplándose las palmas de las manos,
escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía
de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas
estuvieron a moco y baba todo el día.
tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el
Bueno.
Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras reinaba en ella la
desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de D.ª María.
--Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo--declaró,
sentándose en el clásico sillón de cuero--, concédame al menos el
consuelo de saber que ha muerto con honor.
--Don Diego ha de parecer, señora--dije yo, conmovido--. Si hubiera
muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?
Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló
así:
--¿Pero no hubo también un pequeño combate allá donde estaba Vedel?
¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!
--Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de
Dupont--afirmó D.ª María.
--¿Y si el niño estaba herido y le metieron en el hospital francés?...
--Yo he de averiguarlo, señora--exclamé--. Mañana mismo pediremos un
salvoconducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le
encontraremos.
--Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que
dices y encuentras a mi hijo y le traes--me dijo la de Rumblar--la
recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la
tierra son a veces trocadas en miseria, en tristeza, en nada, por su
mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta
a mi casa y a mi nombre? Dios habrá decidido que todo perezca, y que
las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para
llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es
vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa
una vida, por noble que sea? ¿Qué una familia, por grande que sea su
lustre?
El enérgico tesón de aquella mujer de acero me llenó de asombro.
Después continuó así:
--Yo creí que éste sería un día de júbilo en mi casa. Después de la
victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi
hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de
llegar aquí esta noche... ¿No ha llegado? Cuide usted, D. Paco, de
que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las
habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?
Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por
su madre. Parecióme que ésta también comenzaba a sentir vacilante su
varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban
sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón.
Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de
nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los
criados y a mí, se quedó sola.
Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una
gran algazara en el patio, y al oír esto dióme un gran vuelco el
corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches
y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al
diplomático, que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del
carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.
Temía yo ser visto de Amaranta; pero como ésta y su tía habíanse
adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático,
que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura.
Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía
con un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus
orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos
menudos hilos de seda, pendientes de la espalda y de la cintura de
Inés, flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del
Cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí
yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré
suavemente. Inés volvió la cabeza y me vió.
XXXI
Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y
pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con don Paco
en el comedor.
--Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe--dijo el ayo--. Y si mi amo
no parece, el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla
a un joven que prometía ser gran filósofo y que ya era insigne
calígrafo.
--¡Demonio de contrariedad!--dijo el diplomático, sacando su caja de
tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él--. Lo
siento... A nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede
nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea
usted la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija...
¡Ah!, Sr. D. Francisco, yo he tenido una juventud muy borrascosa, como
todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá usted de mis aventuras,
pues no había en las Cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera,
que no se me rindiese. Después de todo, es una desgracia haber nacido
con tal fuerza de atracción en la persona, señor D. Francisco; tanto,
que todavía..., pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del
bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe
D. Diego, no por eso se quedará soltera, pues cartas tengo aquí del
príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de
Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real
pidiéndomela en matrimonio. Como tengo tantos amigos en las Cortes de
Europa, y en España mismo, pues... ya he sabido que las principales
familias acogidas en Bayona o residentes en Madrid, se disputan la
mano de mi hija. ¿La ha visto usted, Sr. D. Francisco? ¿Ha observado
usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de
aquella hermosísima cuanto desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me
enternezco, Sr. D. Francisco... Pero hablemos de otra cosa: cuénteme
usted cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay
capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh!, Sr. D. Francisco,
temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los
militares son tan legos en esto de tratados... Yo traigo un
proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España
pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia...
Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al
buen preceptor, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla
para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la
calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los
cuales llegóse a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:
--¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?
--No, Sr. de Santorcaz--repuse--. No sé qué gente es ésa ni me importa
saberlo.
Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis
que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.
Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar
otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el General español
escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer
indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí
a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre
los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló
sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta
contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba
aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por
la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento
mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de
que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D.
Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.
Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible
situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una
extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían
abierto profundas zanjas, donde los iban arrojando en montón,
cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos
de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como
he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los
cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la
muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían los horrores del
hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena,
que parecía tierra amasada.
Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir
de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque
los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su
triunfo. Según oí decir aquel día, cuando regresamos a Bailén, ya
estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra
para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el
Lugarteniente general del reino mandaba a Dupont replegarse a la
Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los
franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas.
Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales
Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly,
no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de
la rendición.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de
carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba.
¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses
no hubieran llevado botín tan valioso, habrían podido salvarse
retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos
quinientos carros llenos de riquezas les puso en el aprieto de
rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo hubieran
podido escapar con carros ni sin ellos, porque allí estábamos nosotros
para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón
dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel
desastre tan funesto al Imperio: «Más hubiera querido saber su muerte
que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor
de comprometer lo que había robado[3]».
No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño
no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a
la gente del campo. Don Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar
un paso más, se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y
firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel,
con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche, y los
centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a
diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni
Marijuán, ni D. Paco, ni yo teníamos esperanza alguna, y
considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.
Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba
firmada, y más nos lo hacia creer la circunstancia de que varios
oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y
llevando despachos.
No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos
gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que
les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia
nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y
ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. A ratos corría
velozmente; luego se detenía, y acercándose a los matorrales sacaba su
sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o una pita; luego
parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio
canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo
en la punta del sable.
--¡Qué veo!--exclamó D. Paco con súbita exaltación--. ¿No es aquel
mozalbete el propio D. Diego; no es mi niño querido, la joya de la
casa, la antorcha de los Rumblares?... ¡Eh... D. Dieguito, aquí
estamos..., venid acá!
En efecto; cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo
bailarín era D. Diego en persona. Nos vió, y al punto vino corriendo
para abrazarnos a todos con mucha alegría.
--Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo--exclamó D. Paco,
loco de contento--. ¡Si supiera usted cómo está mamá!... ¡Buen susto
nos ha dado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba
usía prisionero?
--Me cogieron prisionero junto a la ermita--dijo D. Diego--. ¿Pero
estás vivo, Gabriel? ¿Y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían
matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?... Pero os contaré lo
que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de
España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo, y
corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí, nos
cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que
quisieron fusilarme.
--¡Qué horror!--exclamó D. Paco--. Pero veo que es usted un héroe,
¡oh mi niño querido! Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a
la Junta para que le den a usted la faja de capitán general.
--Iban a fusilarme--continuó el rapaz--, cuando un oficial francés
tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus
tiendas, donde me dieron vino y...
--Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará usted todo--dijo D.
Paco--. ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la Sra. Condesa sepa
que le hemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe usted que está ahí su
novia?... ¡Qué guapísima es!... La pobre no cesa de llorar la ausencia
del niño, y si no hubiese usted parecido, creo que la tendríamos que
amortajar. Vamos, vamos al punto.
Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de
nosotros propuso anticiparse para anunciar a Dª. María la fausta
nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se
encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió
hasta entrar en la casa, diciendo con desaforados gritos: «¡Ya
pareció, ya pareció!» Cuando nosotros llegamos con el joven, todos
salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de
cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las
hermanitas, y la misma D.ª María, sin poder contener en los límites de
la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía, y uno
le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin
compasión. Al fin, reuniéndose todos, incluso los huéspedes, en la
sala baja, D. Diego fué solemnemente presentado a su novia. No puedo
olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros
criados, y voy a referirla.
#Nota a pie de página:#
[3] «Je ne m'explique cette indigne lacheté que par la crainte de
compromettre ce que l'on avait volé» (_Mem_ Duc dé Rovigo, vol. IV.)
XXXII
Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se
fué derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:
--Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino,
varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco, como siga la
guerra.
--Hijo mío--añadió Dª. María--, las altas prendas de la que va a ser
irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión,
porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el
inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal
evidente de que Dios tenía ya decidida vuestra unión en sus altos
designios.
--Bonito es el retrato--dijo D. Diego, con un desenfado impropio de la
situación--; pero usted, Inés, lo es más todavía. ¿Y por qué no quería
usted salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la
retenían a usted por fuerza, esperando que al profesar les llevara un
buen dote. Pero no; yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi
monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta
y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.
Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la
ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto,
procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las
palabras del incipiente chico.
--Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento
francés--dijo a don Diego.
--Pues quisieron fusilarme--repuso el mayorazgo, sentándose--. Ya me
tenían puesto de rodillas cuando un oficial mandó suspender la
ejecución.
--¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?
--Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la
tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a
beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces
disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo
muerto.
--¿Y no sabes tú--observó D.ª María, sin poder disimular su
indignación--que las personas de buena crianza no beben sino poquito?
--Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los
franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome _le
petit espagnol_.
--Lo cual quiere decir _el pequeño español_--dijo D. Paco.
--Pero no debió usted dejarse emborrachar, joven--indicó el
diplomático--. Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo
descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.
Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una
sibila de Miguel Ángel.
--Pero si todos aquellos señores me querían mucho...--continuó D.
Diego--. Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me
dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Les dije que sí, y poniéndose
muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. No quería
yo más para divertirme: así es que, poniendo una silla en lugar de
toro, le capeé, le puse banderillas y le dí muerte con mi sable,
pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados!
Hasta el General acudió a verme.
--Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés--dijo la
señora madre con tremenda ironía.
--Si no querían dejarme venir. Después me dijeron que les cantase el
jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave María Purísima!
Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los
oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si
me pasaba al ejército francés me tomarían por ayudante, llevándome a
Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.
--¡Y no les diste una bofetada!--exclamó D.ª María, clavando sus dedos
en el cuero del sillón.
--¡Quía! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el
Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi maestro cuando me
case.
Esta vez no fué D.ª María la que se estremeció de sorpresa e
indignación: fué la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con
absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su primo y al ayo.
--Pero ¿qué está diciendo el niño?--preguntó éste mirando a la
Condesa--. ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?
--Cualquiera menos usted--contestó con insolencia el heredero--. ¡Vaya
un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!
--¡Jesús! Diego, mira lo que hablas...--dijo D.ª María, conteniendo
con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su
ira.
Don Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés
a todo atendía discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la
juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables
observaciones, qué exactos juicios le sugeriría semejante escena! Su
talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y
las querellas de la histórica familia como el sol inmutable sobre la
volteadora tierra.
Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión
al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su
hermano; pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.
--Esta predisposición de usted--dijo el Marqués--a visitar las Cortes
europeas me indica que se siente el niño con inclinaciones a la
diplomacia. Hija mía--añadió, dirigiéndose a Inés--, cada vez descubro
más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo
justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y
que, en tu delicadeza y castidad, procuras disimular hasta el último
instante.
--¡Ah!, se me olvidaba decir--añadió don Diego, riendo a carcajadas--,
que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su
lengua.
Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés,
diciéndole:
--_Ponchú, madama. ¿Cómo la porta vú?_
Asunción y Presentación, después de mirarse una a otra, creyeron que
había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus
oprimidos corazones; pero como D.ª María no desplegó sus labios, las
dos madamitas tuvieron que ponerse serias otra vez.
--¡Oh! ¡_Très bien_!--dijo el diplomático--. Sr. D. Francisco, su
alumno de usted demuestra las luces y copiosa doctrina de tan erudito
maestro.
Hizo D. Paco graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se
esclareció con una sonrisa.
Doña María callaba; pero en su pecho rugía la tempestad. Ella y su
prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a
otra el fuego de sus iracundos sentimientos.
--Otras muchas palabras sé--continuó el rapaz--, como _Crenom de Dieu,
sacrebleu!_, exclamaciones que se dicen cuando uno esta rabioso, en
vez de ¡_Caracoles! ¡Canastos_!
Doña María se levantó de su asiento... y se volvió a sentar.
--¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! Uno de ellos sabía
español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy
valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando
VII, porque este Príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y
ahora está engañando a la nación y al Emperador.
Doña María se llevó la mano a los ojos.
--Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me
contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal
aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir
otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal gobierno y con las
muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.
--¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a usted la contestación a tan atrevido y
antipatriótico aserto?--preguntó con énfasis el diplomático.
--Yo le dije que aquí pensábamos arreglar todas esas cosas, y quitar
la Santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía
el Sr. de Santorcaz.
Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera
estrujar la madera entre sus dedos.
--Sobre todo los mayorazgos--prosiguió Rumblar--. También le dije al
francés que yo soy mayorazgo, y que después de casado tendré dos
vinculaciones. ¡Como se reía cuando le dije que era Grande de España!
Todos acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez
al suelo, cantando que me las pelaba.
¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza; D.ª María cerró los
ojos; D.ª María golpeó el suelo con su pie derecho; D.ª María semejaba
la imponente imagen de la Tradición aplastando la hidra
revolucionaria.
--Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que
eran muy bonitas, y ellos me dijeron que vendrían a verlas, y que si
queríamos dárselas para casarse con ellas, puesto que también serían
mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido
primero.
Y luego, dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:
--Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo.
Una de ustedes se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en
un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún
día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la
ventana a la calle.
Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera;
pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su
enojo...; se contuvo y cerró otra vez los ojos, ya que no podía cerrar
los oídos.
--Después--siguió el mancebo--me preguntaron si mis hermanas usaban
navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era
familiar de la Inquisición. ¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo
gracioso era que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían
_so, so, so_.
--_Un sot_--dijo el diplomático--. Pues sospecho que os llamaron
tonto. ¡Oh iniquidad de la nación francesa! ¡Vea usted, Sr. D. Paco,
lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!... ¿Y no les dió
usted un par de sablazos?
--¡Si me querían mucho...! Ayer me tuvieron toda la noche bailando el
bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de
cuarenta oficiales.
Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de
reír; pero ésta no llegaba, y consultando el rostro de su madre,
veíanle cada vez más borrascoso. Las dos estaban muertas de miedo.
Don Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo
y dijo a su discípulo:
--Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable usted de otra cosa. Si no
fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capitulo sobre
la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que
tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de
Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan
apreciar la buena pronunciación de usted y su oído cadencioso, échenos
cualquiera de esos romances que sabe..., vamos. Atención, señores.
--El del _Barandal del cielo_--dijo Asunción, respirando con alegría.
--El de los _Santos pechos_--dijo Presentación.
--Vamos, no se haga usted de rogar.
--Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.
--No, nada de franceses.
--Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.
Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un
cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:
_Allons, enfants de la patrie,
le jour de gloire est arrivé!
Contre nous de la tyrannie
l'étandart sanglant est levé!_
Asunción y Presentación reían como locas y D.ª María no dijo nada.
Ninguno de la familia había entendido una palabra.
--Es bonita la canción--dijo D. Paco--; pero no la comprendemos.
Entonces el diplomático levantóse ceremoniosa y gravemente, y tomando
un tono de hombre severo habló así:
--¿Sabe usted lo que está cantando? Pues está cantando la
_Marsellesa_, esa canción impía y sanguinaria, señores; esa canción
que acompañó al suplicio a todos los mártires de la Revolución,
incluso Luis XVI, mi querido amigo..., porque han de saber ustedes que
Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el
hombro, paseándonos por Versalles... ¡La _Marsellesa_, señores, la
_Marsellesa_! También acompañó al cadalso a María Antonieta... ¡y qué
buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en
una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!... En fin, este
joven me ha horripilado con la tal tonadilla... Señora Condesa, ¿está
usted indispuesta? ¿Y tú, hermana? ¡El caso no es para menos! Hija
mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa
canción?
Inés le contestó que no tenía pizca de miedo. En tanto, D.ª María, no
pudiendo resistir más, salió del cuarto con sus hijas. Desconcertóse
al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que
la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena
lamentable, y fué que D.ª María, ciega de furor, y necesitando
desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su
enojo al fin; ¿pero sobre quién?, dirán ustedes... Sobre las dos
inocentes niñas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y
Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada
de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus
tiernas manos. ¡Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora
Condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y
era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las ví
llorando como unas Magdalenas y soplándose las palmas de las manos,
escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía
de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas
estuvieron a moco y baba todo el día.
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