Bailén - 08

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de acción, recibió orden de ocupar un cerro a mano derecha. Fijos
allí, no quitábamos los ojos de la tremenda fila de corazas que
resplandecían en la loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor
y pesadumbre. Aquella fuerza era muy superior a la nuestra por su
organización y marcialidad; pero nosotros teníamos sobre ella, además
de la ventaja numérica, que no era de gran valor, dada nuestra
impericia, la siguiente ventaja moral: puestos ellos en la vertiente
anterior de una loma, todo su poder y su número se presentaban a
nuestra vista; no había más coraceros que aquéllos, y podíamos
contarlos uno por uno. Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente
colocados por el Mayor General en otra altura parecida; pero sólo una
quinta parte del regimiento ocupaba la parte culminante de la loma,
mientras que todo lo demás se extendía en la vertiente posterior,
permaneciendo oculto a la vista del enemigo; de modo que si nosotros
les contábamos perfectamente a ellos, los franceses, engañados por la
apariencia, se reirían de los cuarenta jinetes sin uniforme,
enseñoreados del cerro con aire de perdonavidas.
Nosotros teníamos sobre ellos la ventaja de lo desconocido, que es el
genio tutelar de las batallas, de eso que no se ve y que en el momento
apurado y crítico sale inopinadamente de lo hondo de un camino, del
respaldo de una loma, de la espesura de un bosque; combatiente de
última hora que la tierra echa de su seno, y se presenta fresco, sin
heridas ni cansancio, a decidir la victoria.
Nuestras filas habían desalojado a los franceses de sus posiciones.
Les vimos replegarse en desorden, y entonces cesó la inmovilidad de
los coraceros. Los resplandecientes petos despedían reflejos
múltiples, y ordenadamente descendieron de la colina en perfecta fila.
Relincharon sus caballos, y los nuestros relincharon también,
aceptando el reto. Pero entonces ocurrió uno de esos cambios de escena
tan frecuentes en la guerra, y cuyo artificio, si cae en buenas manos,
basta a decidir la victoria. Arrojadas nuestras filas sobre las
guerrillas enemigas, clareado el terreno y puestas en juego algunas
piezas de artillería, vióse que los franceses vacilaban, agrupándose y
retrocediendo como si buscaran nuevas posiciones. Se nos dió orden de
avanzar bajando, y una vez en llano, convertirnos sobre nuestro
flanco, para formar un largo frente de batalla. La infantería francesa
estaba delante de nosotros, resguardada por sus coraceros; pero éstos,
observando nuestro movimiento y reconociendo al instante su indudable
inferioridad, invadieron precipitadamente la carretera. La retirada
era cierta. Se nos formó en columnas, dándonos orden de cargar, y el
regimiento se puso rápidamente al galope. Parecía que la misma tierra,
sacudiéndose bajo las herraduras de nuestros caballos, hacia adelante
nos lanzaba. A aquellos primeros pasos tras un ideal de gloria
acompañaron voces de guerra mezcladas con piadosas invocaciones.
--¡Madre nuestra, santa Virgen de Araceli, ven con nosotros!
--¡Viva España, Fernando VII y la Virgen de la Fuensanta!
Ya nadie pensaba en tener miedo; muy lejos de esto, todos los de mi
fila rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en aquellas filas
dichosas que acometían a sablazos a los franceses de a pie, ya
pronunciados en completa dispersión. Tal era nuestro furor bélico en
aquella fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no encontrando a
derecha e izquierda francés alguno, hacíamos grande estrago con
nuestros sables en los arbustos del camino, diciendo: «Perros,
canallas, ya sabréis cómo las gastamos los españoles.»
La gloria de cargar sobre la infantería francesa perteneció tan sólo a
las primeras filas, aunque no les duró mucho el regocijo, porque los
enemigos, convencidos ya de que no tenían fuerza bastante para
hacernos frente, tomaban a toda prisa el camino de Bailén. Una vez
posesionados del camino, seguimos adelante; pero los caballos
franceses corrían a todo escape, y la infantería se puso en salvo por
las veredas, dispersándose a un lado y otro de la carretera. Sobre las
diez nos detuvimos, y, puestas en orden las columnas, avanzamos
despacio, porque recelábamos de ser atacados por una división entera.
Entretanto, nuestras pérdidas habían sido nulas en la caballería, y
escasas, aunque sensibles, en la infantería, qué perdió un capitán del
regimiento de la Reina y bastantes soldados.
Después de haber perdido de vista a los enemigos, continuamos la
marcha hacia Bailén, si bien con mucha cautela, pues había la
presunción de que los franceses, reforzados con gran número de tropas,
caballos y artillería, se nos presentarían de nuevo en mitad del
camino, sorprendiéndonos en nuestra triunfal carrera. Así fué, en
efecto. A eso del mediodía nuestras columnas avanzadas recibieron el
fuego de los imperiales, que rehechos con un destacamento que de
Linares había llegado, trataban de ganar lo perdido.
Furiosos por el reciente desastre, acometieron briosamente a nuestra
vanguardia. Tomamos posiciones, y las tropas ligeras, ayudadas de un
enjambre de paisanos, se diseminaron por las escabrosidades próximas,
desde cuyos matorrales mortificaban a los franceses con fuego menudo.
La caballería, entretanto, continuaba muy lejos de la acción, y aunque
nuestro deseo hubiera sido que a lo más recio se nos enviara para
desahogar nuestro enardecido pecho, Dios quiso por fortuna que no
llegase esta ocasión, pues la escaramuza terminó de improviso, cesaron
los tiros, y vimos con sorpresa que los franceses, como poseídos de
súbito pavor, retrocedían a la desbandada hacia Bailén, recogiendo
precipitadamente sus heridos.
¿Qué ocurría? Según después supimos, Francia había tenido una pérdida
funesta, la de su general Gobert, el cual cayó mortalmente herido por
una de esas balas de guerrero invisible, que salían de entre las
malezas para taladrar el corazón del Imperio. Aquel valiente militar
murió pocas horas después en Guarromán. Dueños nosotros del campo, y
sin enemigos a la vista, parecía natural que fuéramos sobre Bailén;
pero el ejército volvió hacia Menjíbar para repasar el río, movimiento
que no fué por nosotros comprendido. Muy orgullosos estábamos, y
especialmente los inexpertos paisanos no cabíamos en el pellejo.
--¡Hoy es día del Carmen!--exclamó don Diego--. ¡Viva la Virgen del
Carmen, y mueran los franceses!
Ruidosas exclamaciones alegraron y conmovieron nuestras filas. Era el
16 de julio; en este día la Iglesia celebra, además de la advocación
del Carmen, el Triunfo de la Santa Cruz, fiesta conmemorativa de la
gran batalla de las Navas de Tolosa, ganada contra los infieles por
castellanos, aragoneses y navarros, en aquellos mismos sitios donde
nosotros nos batíamos con Francia, y en el mismo 16 del mes de julio.
Habían pasado quinientos noventa y seis años. La coincidencia del
lugar y la fecha nos inflamaba más, y añadido a nuestro patriotismo
una profunda fe religiosa, nos creímos héroes, aunque hasta entonces
no habíamos tenido ocasión de probarlo.
Antes de cruzar el río, descansamos para llevar algo a la boca. ¡Oh,
qué desengaño! Estábamos muertos de hambre y cansancio, y se nos dijo
que no había más que un tercio de ración. Pero como buenos chicos que
éramos nos conformamos, supliendo los dos tercios restantes con la
substancia moral del entusiasmo.
--Pero, Sr. de Santorcaz--pregunté a mi compañero, cuando, con el agua
al estribo, vadeábamos el Guadalquivir--, ¿nos quiere usted decir por
qué no se nos ha llevado adelante? ¿Por qué después de esta victoria
desandamos lo andado?
--¡Zopenco!--me contestó--. Esto no ha sido más que una fiestecilla de
pólvora, y todavía no ha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay más
franceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair? ¿Qué sabes tú si a
estas horas Vedel, que a Andújar fué en auxilio de Dupont, habrá
regresado a Bailén? Ahora, o yo me engaño mucho, o vamos en busca del
marqués de Coupigny para reunirnos y emprender juntos un nuevo ataque.
¿Estás al tanto de lo que digo? ¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el
cebo en Hollabrün, en Austerlitz y en Jena?
Efectivamente, la intención de nuestro General era reunirse con
Coupigny; pero esto no se verificó hasta la noche del 17 al 18.


XVIII

Se nos acampó en un alto a espaldas de Menjíbar, y supimos con gusto
que aquella noche no haríamos movimiento alguno. Nuestro gozo, como
nuestra fatiga, necesitaba descanso; necesitábamos dar desahogo al
efervescente júbilo, no sólo renovando en la memoria todos los
incidentes de la acción de aquel día, sino también refiriendo cuanto
cada uno hizo y cuanto dejó de hacer para que la batalla fuese
completamente ganada. Los suizos y los soldados de línea no estaban
tan engreídos como nosotros los paisanos, que creíamos haber asistido
a la más grande y gloriosa acción de los modernos tiempos. Mirábamos
con desdén a los que quedaron de reserva, y al contarles lo que pasó,
hacíamos subir a cifras fabulosas el número de franceses segados por
nuestros cortadores sables en la refriega.
Largas horas pasamos sobre el campo saboreando los deliciosos
recuerdos de tanta gloria, que como dejos de un manjar muy rico nos
renovaban el placer del vencimiento. La noche era como de verano y
como de Andalucía, serena, caliente, con un cielo inmenso y una
atmósfera clara, donde algo sonoro fluctúa, cuya forma visible
buscamos en vano en derredor nuestro. Tendidos sobre la caldeada
tierra a orillas del río, cuyas frescas emanaciones buscábamos con
anhelo, entreteníamos las horas hablando, cantando o haciendo eruditas
disertaciones sobre la campaña tan felizmente emprendida. En un grupo
se jugaba a las cartas, en otro se decía un romance de héroes o de
santos, en este algunos cantaores echaban al vuelo las más románticas
endechas de la tierra, pues desde entonces era romántica Andalucía; en
aquel se narraban cuentos de brujas, y en algunos, finalmente, se
dormía sin inquietud por el día venidero.
Nuestro D. Diego, siempre al arrimo de Santorcaz; Marijuán, yo y
algunos más formábamos un grupo bastante animado, en el cual no cesó
el ruido hasta muy alta la noche. Después de cantar, no escasearon los
cuentos, acertijos y adivinanzas, y, por último, la conversación
recayó en tema de mujeres.
--Yo--dijo D. Diego con su natural ingenuidad--me voy a casar. A todos
les convido a mi boda. «¿Y quién es la novia?», dirán ustedes. Pues
sepan que no la he visto. Mi señora madre lo ha arreglado todo con
otras dos señoras de Córdoba, y, según me han dicho, es más bonita que
el Sol, aunque ahora da en la manía de no salir del convento.
--Será para cuando acabe la guerra, porque ahora no está el horno para
bollos--dijo Marijuán--. Yo también voy a casarme con una muchacha de
Almunia, que tiene siete parras, media casa y burro y medio de
hijuela. También será cuando acabe la campaña, y a todos les convido a
mi boda. ¿Y tú, Gabriel, no piensas casarte?
--Pues yo, para no ser menos--contesté--, digo que cuando termine la
guerra me casaré también. «¿Y con quién?», diréis. Pues me caso con
una condesa.
--¡Con una condesa!
--Sí, señores, con una condesa que posee todas estas tierras que
estamos viendo y otras más allá, y tiene dos escudos con ocho lobos
sobre plata y catorce calderos, con media cabeza de moro y un letrero
que dice...
--_Toma casa con hogar y mujer que sepa hilar_--dijo Marijuán,
interrumpiéndome--. ¿Pues no dice que se casa con una condesa? Será
con alguna duquesa del estropajo. Pero dí, ¿en qué alcázares reales
está tu novia?
--Este es un bobalicón que no sabe lo que se habla--observó D.
Diego--. ¡Lucida condesa será ella! Pues, como os decía, muchachos, mi
novia está muy desazonada esperando a que se acabe la guerra para
casarse conmigo. Así me lo han dicho, y lo creo. Apuesto que estáis
rabiando por saber quién es y cómo se llama; pero eso no lo he de
mentar, porque mi señora madre y D. Paco me dijeron que si hablaba de
esto antes de llegar la ocasión, me castigarían no dejándome montar en
el potro. ¡Qué guapa es, señores! Sus ojos son dos luceros, como aquel
grande y muy claro que está sobre el tejado de esa casa; su boca se
compone de dos hojas de rosa; sus dientes hacen que todas las perlas
echen a correr de envidia; sus mejillas son claveles abiertos, y
cuando llora, sus lágrimas son diamantes. Yo no la he visto más que en
figura; porque han de saber ustedes que cuando fuí a visitar a sus
tías en Córdoba, me dieron un medalloncito con el retrato de la que ha
de ser mi mujer, el cual retrato, por temor a que se me perdiera, lo
he dado a guardar al Sr. de Santorcaz.
--Eso se parece--dijo uno de los oyentes--la historia de la princesa
Laureola, por quien vinieron de la Meca los tres reyes moros, y dice
el cuento que tenía los ojos de azabache ardiendo, la boca de flor de
granado, y las orejas de caracolitos del mar. ¿Lo sabes tú?
--Eso está en el romance de la _Reina mora_, bruto. ¿Qué tiene eso que
ver con la princesa Laureola?
--Yo sé el romance de la _Reina mora_--gritó D. Diego, batiendo
palmas--. ¿Lo echo?
--Venga.
--No: el del _Barandal del cielo_, que es más bonito y habla de la
Virgen--añadió el Condesito, gozoso de poder lucir sus habilidades--.
Me lo enseñó mi hermana Presentación, que sabe veintisiete y los dijo
todos arreo delante del Sr. Obispo de Guadix, cuando Su Ilustrísima
paró en casa el mes pasado.
Y sin esperar a que le rogasen, el mayorazguito de Rumblar, con
sonsonete de escuela, voz agridulce y afeminados gestos, dió principio
a la siguiente retahila:
Por el barandal del cielo
se pasea una doncella
blanca, rubia y encarnada,
que alumbra como una estrella,
San Juan le dice a Jesús:
«¿Quién es aquella doncella?»
«Nuestra Madre, buen San Juan,
nuestra Madre linda y bella»;
la Virgen no viene sola:
ángeles vienen con ella;
no viene vestida de oro,
ni de plata, ni de seda:
viene vestida de grana....
..........................
Y como al concluir fuera acogida esta relación con una salva de
aplausos, animóse el recitador y nos endilgó otra, no menos famosa,
que empezaba:
Allá arriba, en aquel alto,
hay una fuente muy clara,
donde se lava la Virgen
sus santos pechos y cara....
............................
--¡Basta de romances!--exclamó de improviso Santorcaz, asustándonos a
todos con su interrupción--. Eso es cosa de chiquillos, y no de
hombres formales. ¿No sabe usted más que eso?
--Sé muchos más--dijo tímidamente el joven--. Don Paco me ha enseñado
muchos, y me los hace aprender de memoria para que los diga en las
tertulias.
--¿Y nada más le ha enseñado a usted ese Sr. D. Paco, a quien desde
el primer momento tuve y diputé por un gran zopenco?
--También me ha enseñado Historia, sí, señor. Y sé lo de nuestro padre
Adán y aquello de Alejandro cuando fué a dar batallas a los persas,
como ahora vamos nosotros a dárselas a los franceses.
--¿Y nada más?
--¡Toma!, también latín; pero mi señora madre mandó que no me
atarugasen la cabeza de latín, puesto que no era necesario; y por
último, D. Paco dijo que con saber un poquito de _Musa musæ_ bastaba.
--¿Y qué libros ha leído usted?
--Nada más que la _Guía de Pecadores_, donde está aquello del
Infierno. Es libro muy feo, y mi señora madre no me dejaba leer más
que lo del Infierno, que da mucho espanto y sueña uno con ello. Pero
mi señora madre tiene otros libros en el cofre, y cuando iba a misa,
yo, con mucha cautela, los sacaba para leerlos. Uno se titula _La
farfulla, o la cómica convertida_, novela escrita por un fraile de
mínimos, y otra, _Princesa, ramera y mártir, Santa Afra_. Ambos libros
son muy bonitos, y traen un aquel de amores y besos, que me daba mucho
gusto ouando a escondidas los leía yo.
Santorcaz sonreía. Después de una pausa, dijo con cierta petulancia:
--¿De modo que no ha leído usted la _Enciclopedia_?
--¿Qué es eso?
--La _Cincopedia_--gritó uno--. ¡Eh!, ¿sabes tú adónde cae la
_Cincopedia_?
Esta palabra, que adquirió fortuna aquella noche, fué pasando de boca
en boca, y más de cien la repitieron entre zumbas y chacota.
--Veo que sois unos animales--dijo Santorcaz, un poco avispado--. De
todos modos, Sr. D. Diego, la educación que usted ha recibido no puede
ser más deplorable en un joven mayorazgo, que por lo mismo que ha de
sobresalir entre los demás en la sociedad, debe cultivar su
entendimiento.
--A ver, amigo--indicó Rumblar--, hábleme usted de esas cosas, que me
gustan. Todo lo que usted me decía anteayer, cuando íbamos de camino
por aquí, me tenía encantado, y le juro que si no estuviera en
vísperas de casarme y fuera preciso seguir con ayo, le diría a mi
señora madre que me le pusiera a usted en lugar de D. Paco, el cual
bien se me alcanza que no me ha enseñado más que gansadas y tonterías.
--Pues repito que un joven destinado a ocupar tan alta posición en el
mundo debe saber algo más que el romance del _Barandal del cielo_.
Verdad es que, o mucho me equivoco, o todo eso de los mayorazgos se lo
llevará la trampa, y tarde o temprano se pondrán las cosas de manera
que cada cual sea hijo de sus obras.
--Así debe ser--añadió Marijuán--. ¿No somos todos hijos de Dios?
--Vengan acá y respondan--dijo Santorcaz, excitando la curiosidad de
sus oyentes--. ¿No les parece que el mundo está muy mal arreglado?
Abriéronse varias bocas con estupefacción, y no se oyó ninguna
respuesta.
--Pues yo, que no he leído ningún libro--afirmó al fin uno de los
circunstantes--, digo que Dios tiene que volver a hacer el mundo,
porque eso de que se lo lleve todo el que primero salió del vientre de
la madre, y los demás se queden bailando el pelao, no está bien. Mi
hermano el mayor, sólo porque le dió la gana de nacer antes que yo,
tiene tres dehesas y dos casas; y los demás..., uno hubo de meterse
fraile, otro se fué al Perú, otro está muerto de hambre en un hospital
de Sevilla, y yo, señores, tuve que meterme en el contrabando para que
no se me helara el cielo de la boca.
--Oye, tú, Marijuán--dijo otro--, ¿sabes lo que contaban en Sevilla?
Pues que la Junta se iba a poner de compinche con las otras Juntas
para ver de quitar muchas cosas malas que hay en el gobierno de
España, lo cual podemos hacer nosotros _sin necesidad de que vengan
los franceses a enseñárnoslo_.[2]
--Así ha de ser--observó Santorcaz--. Me han dicho que en Sevilla hay
sociedades secretas.
--¿Qué es eso?
--Ya sé--replicó uno--. Tiene razón don Luis. En Sevilla hay lo que
llaman _flamasones_, hombres malos que se juntan de noche para hacer
maleficios y brujerías.
--¿Qué estás diciendo? No hay tales maleficios. Mi amo iba también a
esas Juntas, y cuando su mujer se lo echaba en cara, respondía que los
que allí iban entraban al modo de filósofos y no hacían mal a nadie.
--Pues en Madrid las sociedades secretas están todavía en la
infancia--añadió Santorcaz--. En Francia las hay a miles, y todo el
mundo se inscribe en ellas.
--Pues si voy a Madrid--dijo con énfasis el mayorazguito--, lo primero
que haré será meterme en una de esas sociedades, donde sin duda se han
de aprender muy buenas cosas. ¿No es verdad, D. Luis? Yo no tengo nada
de torpe: me lo conozco, sí, señores. ¿Creerá usted, Sr. Santorcaz,
que eso que usted ha dicho de los mayorazgos se me había ocurrido a mí
muchas veces cuando jugaba en el patio de casa con las gallinas? Pero
ya que me enseña usted lo que ignoro, contésteme a una duda: ¿por qué
tenemos nosotros en nuestras casas tantos papelotes llenos de
garabatos, y por qué usamos esos escudos con sapos y culebras? El de
mi casa tiene cuatro lagartos y un tablero de ajedrez con dos
calderitos muy monos.
--Si esos signos representan algo--repuso Santorcaz--, es referente al
primero que los usó, a sus hazañas, si las hizo, o a sus privilegios,
si los tuvo; pero hoy, amiguito, tales pinturas no valen de nada, y
dentro de algunos años, los que las posean sin dinero, serán unos
pobres pelagatos, a quienes nadie se arrimará, así como todo aquel que
haya hecho una fortuna con su trabajo o descuelle por su talento, será
bienquisto en el mundo, aunque no tenga ni un adarme de lagartija en
su escudo.
--¿De modo--preguntó el mozalbete--que yo seré un pelagatos si llego a
perder mi patrimonio o soy un bruto? Esto sí que es bueno.
--Nada, nada--dijo uno--. Fuera mayorazgos, y que todos los hermanos
varones y hembras entren a heredar por partes iguales.
--Eso no puede ser--observó Marijuán--, porque entonces no habría las
grandes casas que dan lustre al reino.
--Eso no puede ser--afirmó un tercero--. Pues qué, ¿el Rey iba a ser
tan tonto que quitara los mayorazgos? Nada, nada; los dejará siempre
por la cuenta que le tiene.
--Es que si el Rey no quiere quitarlos, no faltará quien los
quite--añadió Santorcaz.
Todos se rieron al oír sostener la idea de que existe alguna voluntad
superior a la voluntad del Rey.
--¿Cómo puede ser eso? Si el Rey no quiere... ¿Hay quien esté por
cima del Rey? El Rey manda en todas partes, y digan lo que quieran, no
hay más que su sacra real voluntad. ¡Muchachos, viva Fernando VII!
--Pero vengan acá, zopencos--dijo Santorcaz--. ¿Dicen ustedes que
nadie manda más que el Rey?
--Nadie más.
--Y si todos los españoles dijeran a una voz: «¿Queremos esto, señor
Rey; nos da la gana de hacer esto», ¿qué haría el Rey?
Abriéronse de nuevo todas las bocas, y nadie supo contestar.

#Nota a pie de página:#
[2] Palabras textuales de la Junta Suprema de Sevilla.


XIX

--Gaznápiros, animales, si estáis probando lo que digo--añadió con
energía D. Luis--. Lo que pasa en España, ¿qué es? Es que el reino ha
tenido voluntad de hacer una cosa y la está haciendo, contra el
parecer del Rey y del Emperador. Hace tres meses había en Aranjuez un
mal Ministro, sostenido por un Rey bobo, y dijisteis: «No queremos ese
Ministro ni ese Rey», y Godoy se fué y Carlos abdicó. Después Fernando
VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así
como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de
doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No
nos da la gana de obedecer al Rey, ni a los Infantes, ni al Consejo,
ni a la Junta, ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el
Parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo Rey van
a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: «La
Corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regalo a usted, Sr.
Bonaparte». Y Carlos dice: «La Coronita no es de mi hijo, sino mía;
pero para acabar disputas, yo se la regalo a usted, Sr. Napoleón,
porque aquello está muy revuelto y usted solo lo podrá arreglar». Y
Napoleón coge la Corona y se la da a su hermano, mientras volviéndose
a ustedes les dice: «Españoles, conozco vuestros males y voy a
remediarlos.» Pero ustedes se encabritan con aquello, y contestan:
«No, camarada, aquí no entra usted. Si tenemos sarna, nosotros nos la
rascaremos: no hay más Rey de España que Fernando VII.» Fernando se
dirige entonces a los españoles y les dice que obedezcan a Napoleón;
pero entretanto, muchachos, un señor que se titula alcalde de un
pueblo de doscientos vecinos escribe un papelucho diciendo que se
armen todos contra los franceses: este papelucho va de pueblo en
pueblo, y como si fuera una mecha que prende fuego a varias minas
esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando la nación desde
Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lo propio, y los pueblos
grandes, lo mismo que los pequeños, forman sus Juntas, que dicen: «No;
si aquí no manda nadie más que nosotros. Si no reconocemos las
abdicaciones, ni admitiremos de Rey a ese D. José, ni nos da la gana
de obedecer al Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra
casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos, a nosotros no nos
han parido nuestras madres para que ellos nos lleven y nos traigan
como si fuéramos manadas de carneros...» ¿Estamos? ¿Lo comprendéis?
Pues esto, ni más ni menos, es lo que está pasando aquí. Y ahora
contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿quién manda, quién dispone
las cosas, quién hace y deshace, el Rey o el reino?
El estupor que produjeron estas palabras reveladoras en el atento
concurso, compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de gran
viveza de imaginación, fué tan extraordinario, que por un corto rato
no se oyó la más insignificante voz, señal cierta de que las ideas
vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los obscuros
cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí gran zipizape y
polvareda, dejándoles aturdidos, confusos y sin palabra. El primero
que rompió el silencio fué Rumblar, diciendo:
--Todo eso está muy bien dicho. ¿Creeréis que hace días me ocurrió una
idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en
cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas, que
estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.
--Si, señores, ¡vivan las Juntas!--exclamó uno, levantándose--. Yo me
sé de memoria aquel papel que echó a la calle la de Córdoba,
diciendo... Óiganme: «¡Cordobeses: los reinos de Andalucía se ven
acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a ser
oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos seréis arrancados
de vuestros hogares y de vuestras casas. Cuarenta argollas está
labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales
más inmundos... ¡Soldados, gemid de rabia y furor!... Doce millones
de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la
Francia misma ansia por vuestros triunfos.»
Ruidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada
con dramáticos gestos por el muchacho.
--Pues sí los españoles--continuó luego Santorcaz--pueden hacer lo que
están haciendo, ¿no pueden también decir el día de mañana: «Vamos, no
queremos que haya más Inquisición ni más vinculaciones...?», pongo por
caso... O que digan: «En lugar de mil conventos, que haya tan sólo la
mitad, con lo cual basta y sobra», o «No me da la gana de que haya
diezmos...»
--Eso sí que estaría bueno--dijo Marijuán--. Pero si todos los
españoles van a hacer eso, y cada uno empieza a tirar por su lado
diciendo lo que quiere, se armará un laberinto tal que no podrán
entenderse.
--Vaya unos zotes--añadió Santorcaz--. Pero venid acá: ¿no veis que
hay en Sevilla una Junta, que es la que dispone? ¿No veis que hay otra
en Granada, otra en Córdoba y otra en Málaga, etc.? Pues en lugar de
todas esas Juntas pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede
haber una muy grande que se reuna en Madrid y acuerde lo que se ha de
hacer?
Miráronse los oyentes unos a, otros, y los monosílabos de aquiescencia
y de admiración corrieron de boca en boca, demostrando la prontitud
con que aquellas juveniles inteligencias desplegaban sus alas, aún
entumecidas y vacilantes, para intentar describir los primeros
círculos en el espacio del pensamiento.
Estas conversaciones me enamoran--dijo el condesito de Rumblar--. Me
estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy
aprendiendo muchas cosas que no sabía.
Así, aquella fantasía encerrada en el capullo de una educación
mezquina, agujeraba con entusiasmo su encierro, porque había
vislumbrado fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo nuevo.
Así, aquel germen de pasión y de inteligencia, guardado en un huevo,
se reconocía con vida, se reconocía con fuerza, y empezaba a dar
picotazos en su cárcel, anhelando respirar fuera de ella otros aires y
calentarse con calores más enérgicos. Así, aquella ceguera abría sus
párpados, gozándose en la desconocida luz.
La conversación terminó en el punto en que la he dejado, porque la
noche estaba muy avanzada y casi todos empezaron a rendirse al sueño,
excepto el mayorazguito, cuyo despabilamiento era casi febril. Largo
tiempo continuaron él y Santorcaz hablando en diálogo animadísimo,
como si discutieran planes y expusieran proyectos de gran
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