Bailén - 02

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ordenándome que de su presencia me quitara... A cada momento te
llamaba, y luego se deshacía en lágrimas, y quería después arrojarse
fuera de la casa para volver a la Montaña. A pesar de esto yo era
feliz, porque la tenía en mis brazos, apartábale de la frente los
desordenados cabellos, y con mi pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas,
con las cuales se refrescarían, si las bebieran, los condenados del
Infierno... El pérfido Lobo no se apartaba de allí, y desde luego me
parecieron sospechosos el esmero y solicitud con que la atendía. Inés
no cesaba un momento de gemir, y tanto a mi compañero como a mí nos
mostraba repugnancia, ordenándonos que la dejáramos sola, porque no
quería vernos, y que la matáramos, porque no quería vivir. Su
desesperación llegó a tal punto, que no la podíamos contener, y se nos
escapaba de entre los brazos, diciendo que pues no le era posible
salvaros la vida, quería daros a entrambos sepultura. Por último, a
fuerza de ruegos logramos calmarla un poco, prometiéndole yo acudir al
lugar del suplicio a cumplir tan triste obligación. Cuando esto le
dije, me miró con tanta ternura, y después me lo ordenó de un modo tan
persuasivo, tan elocuente, que no vacilé un instante en hacer lo
prometido, y salí dejándola al cuidado de Lobo. ¡Nunca tal hiciera, y
maldito sea el instante en que me separé de aquel tesoro de mi vida,
de aquel imán de mi espíritu! Gabriel, corrí a la Moncloa, me acerqué
a los grupos en que eran reconocidos los cadáveres, y anduve de un
lado para otro esperando encontrarte entre aquellos que, abandonados
hasta en tan triste ocasión, no tenían quien formara a su alrededor
concierto de llantos y exclamaciones... Al fin encontré al sacerdote;
pero tú no estabas a su lado, pues unas mujeres compasivas, habiendo
notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para
prodigarte algunos cuidados. Grande fué mi alegría cuando te vi abrir
los ojos, cuando te oí pronunciar frases obscuras, y observé que tus
heridas no parecían de mucha gravedad; así es que en cuanto dimos
sepultura a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a mi
casa. Rogué a las pobres mujeres que te cuidaran un momento más,
mientras yo volvía con una camilla, y al salir de la huerta me
regocijaba con la idea de participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto
se alegrará la pobrecita!», decía para mí, y yo me alegraba también,
porque había comprendido por sus palabras que aquella flor de Jericó
te apreciaba bastante, ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido
nuestro criado, tú nos hubieras servido fielmente, ¿no es verdad?...
Pues bien, hijo: como te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la
feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la casa donde la había
dejado, Inés ya no estaba allí. Aquellas señoras desconocidas
dijéronme que Lobo se había llevado a Inés, y como yo les manifestara
mi extrañeza, mi indignación, llamáronme estúpido y me arrojaron de su
casa. Volé a la de ese miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo
aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agonía,
mi locura; yo no sé cómo no entregué el alma a Dios en aquellos días,
porque además de mi gran pena, me consumía una fuerte calentura, a
consecuencia de la herida de esta mano, pues bien viste que perdí dedo
y medio en la calle de San José... ¿Crees que me curaba? Ni por
pienso. Después que el boticario de la Palma Alta me vendó la mano no
volví a acordarme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio, sino los
cinco de cada mano me hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de
hallar a mi idolatrada Inés, ¡a aquella rosa temprana, a aquel jazmín
de Alejandría!... Durante este tiempo no me olvidé de ti, pues el
mismo día 3 te hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual
has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los cuidados de tan
buena gente, has recobrado la salud.
--¿Pero Lobo ha desaparecido también?--pregunté con afán--. Si no ha
desaparecido, bien puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés.
--Al cabo de diez días le encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que
me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí,
llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a
Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene
padres?», le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las
principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles
la infeliz jovenzuela, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de
su rango y entre personas de inferior condición.» Me quedé atónito;
pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo
tramposo, embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces
insolencias que han salido de estos labios. ¿No crees tú como yo que
lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo para
ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo?
¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de
ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid; he pasado
noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién
entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores,
lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas
visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón, nadie, nadie.
¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar
tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos; cometer
grandes pecados y exponer uno su alma a las horribles penas del
Infierno para ver desvanecida como el humo aquella esperanza
encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!... ¿Será
castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas
lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me
perdone o que me devuelva mi Inesita, aunque no me perdone? ¿Crees tú
que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y
devoción podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las
lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese
infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto
de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere?
Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa
vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo abominable
y devuelvas a la niña su anhelada libertad, así como a mí la paz del
alma, que he perdido quizás para siempre.
Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de
compadecerle por los tormentos de su alma, tan apasionada como
inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre
sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin su
voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me
quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y
flaqueza de ánimo que me consumían aún.


III

Al día siguiente, la primera persona que vieron mis ojos fué D.ª
Gregoria, a quien ya había empezado a tomar cariño, pues tan propio de
la caridad es inspirarlo en poco tiempo. La mujer del Gran Capitán
limpiaba la sala, procurando mover los trastos lentamente para no
hacer ruido, cuando desperté, y al punto lo dejó todo para correr a mi
lado.
--Esa cara está respirando salud--me dijo--. Veremos lo que dice hoy
D. Pedro Nolasco cuando te vea.
--¿Y quién es ese D. Pedro Nolasco?--pregunté, sospechando fuera algún
médico afamado de la vecindad.
--¿Quién ha de ser, hijo? El albéitar, que vive en el cuarto número
14. Aquí no gastamos médico porque es bocado de príncipes. Y cuando
Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro Nolasco, que es un gran
doctor. A él debes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado la
bala; que si no a estas horas estarías en el otro mundo.
Oído esto, hícele varias preguntas acerca de su condición y la calidad
de la casa, a las que satisfizo bondadosamente, diciendo que su esposo
era portero en una oficina del ramo de la Guerra, y que con su sueldo
y lo que el Sr. Juan de Dios les daba por su modesto pupilaje pasaban
la vida pobres y contentos.
--Esta no es casa de huéspedes, porque nosotros no queremos
barullo--añadió--; pero hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de
Arróiz y por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que has visto
anoche, y que no ha de tardar en venir, es un joven a quien conocimos
en Alcalá, cuando estábamos allí establecidos y él dejaba sus estudios
en aquella célebre Universidad para correr la tuna. Ha sido muy
calavera, y sus padres no le han vuelto a ver desde que se marchó a
Francia hace quince años huyendo de una persecución muy merecida _por
mor_ de sus barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado joven!
Allá fué soldado, y cuando nos cuenta sus trabajos y penalidades, nos
quedamos como si oyéramos leer la novela _El asombro de la Francia,
Marta la Romarantina_, aunque Santiago dice que todo lo que cuenta es
mentira. A pesar de su mala cabeza, nosotros apreciamos a este
tarambana de Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es que cuando se
aparece por España, siempre viene a parar a nuestra casa, donde le
damos hospitalidad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bien poco
dinero; verdad que si le pidiéramos mucho, el infeliz no podría
dárnoslo, porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de las
hierbas del campo, pues a un buen solar de tierra de Salamanca
pertenece su familia; sólo que como no es primogénito..., su padre se
empeñó en dedicarle a la Iglesia y el pobre chico no tenía afición de
misacantano...
Estábamos D.ª Gregoria y yo enfrascados en este coloquio, que no
dejaba de interesarme, cuando volviendo de su oficina D. Santiago
Fernández, quitóse gravemente el pesado uniforme, que su consorte
colgó en la percha, no lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a
comer.
--Grandes noticias te traigo, mujer--dijo con retozona sonrisa,
sentado ya en el sillón de cuero y con ambas manos posadas en las
respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo--. Te
vas a poner más contenta...
--No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos
que padecía.
-No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había
declarado la guerra a la _canalla_? No es Navalagamella sólo, mujer:
es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se
cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo
han dicho; y si vieras cómo están todos bailando de contento...
Oficial conozco que no ha dormido en toda la noche esperando el
correo; ¡y si supieras, mujer...! A ti te lo puedo decir, y no importa
que lo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales se han
fugado, sin que en los cuarteles ni en sus casas se sepa dónde están.
Y dirás tú: «¿Pues dónde están?» Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: han
ido a unirse a los ejércitos españoles que se están formando... ¿A
que no sabes dónde se están formando? Pues yo lo sé, sí, señora, yo lo
sé: uno se está formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de la
Cuesta; otro en Asturias y Galicia, que corre a cargo de Blake..., y
el tercero... Esta es la más gorda de todas: ¿te la digo?
--Hombre, sí, dila: no nos dejes a media miel.
--Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí,
señor, se sublevarán. ¡Pues no han de sublevarse!... Si en cuanto uno
dé la voz empieza a desfilar nuestra gente y ni un ranchero español
quedará a las órdenes de Murat ni de la Junta.
--Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Pero siento golpes en la
puerta. Son los vecinos que vienen a saber noticias... Pase usted,
Sr. D. Roque; pasen ustedes, niñas; adelante, Sr. de Cuervatón.
Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como
una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y
fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran
Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual
acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el
anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa
curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo
detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector
no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D.
Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a
las niñas de la bordadora en fino? Dejémosles envueltos en el velo de
su discreto incógnito, y oigamos a Fernández, que desbordándose de su
propio ser, a causa de la exorbitante hinchazón de su orgulloso
júbilo, iba contando lo que oyera, sin dejar de aderezar sus relatos
con la sal y pimienta de la hipérbole.
--Pues en Andalucía--dijo--, en Andalucía..., ya saben ustedes dónde
está Andalucía; como si dijéramos en Cádiz..., pues. Dicen que la
Junta de Sevilla ha armado un gran ejército con las tropas que estaban
en San Roque. ¿Saben ustedes lo que es San Roque? Pues es como si
dijéramos...; supongan ustedes que aquí está Gibraltar, pues aquí
cerquita está San Roque.
--Este D. Santiago lo sabe todo.
--Ya, como quien ha visto tantas tierras y ha estado en tantas
batallas.
--En San Roque están las mejores tropas de España, tanto en infantería
como en artillería y caballos; de modo que si se forma ese ejército, y
viene sobre Madrid... ¡Jesús!
--¡Jesús!--repitió un coro de diez voces.
--¿Usted cree que vendrá sobre Madrid?--preguntó uno de los
concurrentes.
--Eso es lo que no puedo asegurar--repuso con énfasis el Gran
Capitán--. Pero a lo que yo entiendo, y según la experiencia que
adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a decir que el
ejército de Andalucía viene sobre Madrid, y si hace lo mismo el de D.
Gregorio de la Cuesta, juzguen ustedes el susto que pasarán los
franceses. Hay que guardar el secreto: mucho cuidado, señores, y
ustedes, niñas, guárdense muy bien de ir contando estas cosas cuando
vayan a la costura, porque puede llegar a oídos del Gran Duque de
Berg... Yo creo que pasará lo siguiente: el ejército de Andalucía
vendrá a la Mancha; los franceses irán a batirlos, dejando libre a
Madrid, donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual, si sigue
después hacia el Mediodía, les picará la retaguardia por Tarancón; y
como al mismo tiempo los de allí le harán retroceder hacía el Tajo,
viéndose los franceses atacados por un lado y otro, por fuerza tendrán
que caer al río, donde se ahogarán.
--¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombro que de esa manera pueda
anunciar los movimientos del enemigo. Y no hay duda: así tiene que
suceder.
--Y como la sublevación es general--añadió Fernández--, no podrán
acudir a todos lados. Además, no pueden contar con un solo soldado
español que les ayude, porque todos desertan; de modo que si Napoleón
quiere continuar la guerra en España, ya puede mandar gente.
--Y como de los que vienen, la mitad mueren de borrachera...
--El mismo Murat está padeciendo unos cólicos, que se lo llevarán al
otro mundo.
--¡Quía!, si lo que tiene es una enfermedad vergonzosa.
--Así pagará las que ha hecho. ¿Pues qué puede ser eso sino castigo de
Dios por su barbarie y crueldad?
--No es eso, señora; es que, según dicen, es aficionado a la bebida.
--¡Menudas _turcas_ habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará,
o no se marchará?
--Yo creo que sí--dijo Fernández--. Tengo entendido que está muy
disgustado porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.
--¡Angelito!, pues no pide poco que digamos.
--Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José,
al cual, según dicen, también le gusta aquello...
--Se conoce que es afición de familia.
--Lo que debiera hacer el Sr. Fernández--dijo el lañador--es irse a
cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y
quién sabe si nos le harían general de la noche a la mañana.
--Yo no sirvo para nada--contestó el Gran Capitán--. Yo tuve mi época,
y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. ¡Aquellas
sí que eran guerras, señores! Esto de ahora es una bobada, y si no, ya
verán ustedes cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.
--Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto, o es puro barrunto de
usted? Sepámoslo de una vez.
--Es cierto, señores. Me parece que Santiago Fernández tiene motivos
para saber lo que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando
empiecen nuestros generales a decir «Por aquí te doy», ya les tendré a
ustedes al tanto de todo, día por día.
A este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las
honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández,
empezaron a desfilar de muy mal talante, porque la presencia del
citado _flamasón_ era harto desagradable a todos los habitantes de la
casa.
--Grandes noticias, grandes noticias traigo, Sr. D. Gonzalo Fernández
de Córdova--exclamó desde la puerta--. Aguárdense todos, si quieren
saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas? ¿Por qué me tienen
miedo? ¿Y usted, D. Roque, no quiere escuchar?... Vayan noramala,
pues, y ustedes se lo pierden, por que no saben lo que ocurre... La
lanza, señor Fernández, tome usted al punto la lanza, y prepárese al
combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos
patriotas y quiénes no lo son.
--No tomemos a broma estas graves cosas, Sr. D. Luis--dijo algo
amoscado el que podremos llamar vencedor de Ceriñola--, ni nos
escandalice a la vecindad con sus aspavientos.
--¿A que no sabe usted lo que yo sé?--añadió Santorcaz--. ¿A que no
sabe usted que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido
orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para
Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la
capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña, y que
Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de
Lasalle y de Merle?
--¡Cómo se conoce que usted escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo
están sus mercedes del estómago? ¿Se han hecho al fin al vino de
España? Y el Gran Duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay
mieditis? Porque yo tengo para mi que si a esos señores se les caen
los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo
le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que usted acaba de decir; pero
allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien
en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a
contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?
--¿Qué noticias son ésas?
--Nada, poca cosa. Cuando el francés las sepa, verá usted qué contento
se pone... Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a
nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que se mande en Bayona,
sino que...
--Pero si Fernando VII no es ya rey de España, porque ha cedido sus
derechos al Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas Juntas
más que cuadrillas de insurgentes?
--Sí..., pues que las quiten; es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y
las muy simples están formando unos ejércitos..., cosa de juego, señor
de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el Campo de San Roque
con unos cuantos cañoncillos... Y también han dado en armarse los
paisanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña, así en Valencia como
en Andalucía... Pero eso no vale nada; son hombres de alfeñique y
alcorza, y no digo yo con balas, con saliva les destruirán los
franceses.
--¿Y todo lo que sabe usted se reduce a que la Junta de Sevilla está
formando un ejército con las tropas de San Roque, que manda Castaños,
y las de Granada, que están a las órdenes de Reding? Pues eso lo sabe
todo Madrid.
--Mira, Fernández--dijo oficiosamente doña Gregoria--, haces mal en
revelar lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy lerda
para conocer que lo que hace nuestro ejército no debe decirse. Y si
no, pongo por caso: si tú, que estás enterado de todo, a causa de tu
gran tino para la guerra, descubres lo que hace el ejército de
Andalucía y llega a oídos del francés, puede aprovecharse de la
noticia, y entonces...
--¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas!
Al contrario, yo quiero que el Sr. de Santorcaz vaya con el cuento. Y
también en Castilla...
--Otro ejército, sí, compuesto de Guardias de Corps, acostumbrados a
hacer la guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y
contrabandistas--dijo Santorcaz, dando tregua a las bromas y hablando
con completa seriedad--. Es una desgracia para nosotros el tener que
confesar que no podemos batirnos con los franceses. ¿Qué importa que
se armen multitud de paisanos, si esas turbas indisciplinadas, antes
que ayuda, serán elemento de ruina para el escaso ejército español?
¿Qué obstáculo pueden ofrecer a los que han sometido la Europa entera
estos infelices alucinados, a quienes engaña su ignorancia? ¿Tienen
idea de lo que significan la previsión, la táctica, el genio de un
jefe experto, para decidir la victoria? Es triste cosa haber llegado a
tal extremo por las torpezas de nuestros reyes; pero una vez aquí, no
hay más remedio que someterse a lo que la Providencia ha querido hacer
de nosotros. España no puede resistir la invasión, porque si la
resistiera haría un milagro, una sobrenatural hazaña nunca vista.
Condenada a ser de Napoleón y a ver sentado en su trono a un rey de la
familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a ésta con la conciencia
de haberla merecido.
--¡Que España será francesa, que España será de Napoleón!--exclamó el
Gran Capitán, encendido en violenta ira--. Sr. de Santorcaz, usted es
un insolente, usted es un deslenguado, usted no tiene respeto a mis
canas. Ya, ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera, como
usted, que abandonó a su familia por irse a _extranjis_ a aprender
malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga usted de mi
casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria?
Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?
Y levantándose de su asiento, indicó a Santorcaz con majestuoso gesto
la puerta de la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de marcharse,
porque todos los días se repetía la misma escena sin resultado alguno,
preparábase a comer tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como
efectivamente se desvaneció, sin efusión de sangre, la ira de su
honrado amigo. Durante la comida gruñó un poco D. Santiago; pero la
prudencia y discreción de su esposa evitaron un choque que pudo haber
tenido calamitosas consecuencias.


IV

Lo que he contado pasaba el 20 de mayo, si no me engaña la memoria.
Poco a poco fuí avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me
hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y dar algunos paseos
por los grandes corredores de la casa, pues la vivienda del Gran
Capitán tenía como único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se
abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de otras tantas
familias. Peor que mi cuerpo se hallaba mi alma, llena de turbaciones,
de sobresaltos y congojas, tan apenada por terribles recuerdos como
por angustiosas presunciones, de tal modo, que mi pensamiento corría
de lo pasado a lo futuro alternativamente, buscando en vano un poco de
paz.
La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar de formar en mi alma un gran
vacío, me era menos sensible de lo que a primera vista pudiera
parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que había llevado un
nuevo santo a las falanges del Paraíso, consideré a mi amigo en su
verdadero lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera desampararnos
si le invocábamos.
En cuanto a Inés, no dudaba que existía en poder de alguien que la
protegiera por encargo de los parientes de su madre; y aunque para
esta creencia no tenía más dato que la relación del alucinado Juan de
Dios, yo me confirmaba cada vez más en ella, fundándome en
antecedentes que omito por ser de mis lectores conocidos, y en la
sórdida avaricia del licenciado Lobo, carácter muy abonado para
apoderarse de la joven y entregarla, mediante una buena recompensa, a
quien deseaba poseerla.
Todo mi afán consistía en restablecerme completamente para poder salir
a la calle; y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme a conocer a
todos mis amigos como un verdadero resucitado, o alma del otro mundo
que vuelve con forma corporal a cobrar deudas atrasadas.
No tendrán ustedes idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid si no
les digo que la gente toda andaba azorada y aturdida, a veces llena de
miedo, a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a
los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido
después ningún ejemplo; un sentimiento que ocupaba los corazones por
entero sin dejar hueco para otro alguno; de modo que el amar a los
semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a
Dios, se adaptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran
aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.
A éstos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía
detener o apresurar a los transeúntes; y era tan extraordinario este
desvío, que hasta parecían ellos mismos afectados de profundo pesar, y
se les observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el suelo les
quemaba las plantas de los pies. Habían llenado de trincheras y
baterías el Retiro, y para ver en todo su orgullo y presunción a los
invasores, no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y se les
encontraba en grandes grupos alrededor de las cantinas, o paseando por
la carretera de Aragón. Ningún español se encaminaba hacia allí, a no
ser los granujas, que, entonces como ahora, gustaban de meter las
narices en todas partes. Llevado de mi curiosidad, me acerqué al
Retiro, y también recorrí otros sitios hacia el Mediodía, igualmente
ocupados como posiciones ventajosas.
En el interior de Madrid las tiendas estaban desiertas, pues todas las
personas que se juntaban para pedir o comunicar noticias se reunían en
parajes ocultos, siendo de notar que ya entonces comenzaban a dar sus
primeras señales de vida las sociedades secretas, aunque yo no vi
ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos rumores. Como el afán
por tener noticias relativas al levantamiento de las provincias era
una fiebre de que no estaban exentos ni los niños, ni los ancianos, ni
las mujeres, cuando se sabía que D. Fulano de Tal había recibido una
carta de Andalucía, de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de
amigos, y hasta los desconocidos se permitían invadirla ruidosamente
para no esperar a que se les contara el gran suceso. Sacábanse copias
de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación
de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una
rapidez que envidiaría la moderna Prensa periódica.
Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían
huído de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y
cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen
porte y bríos, no se le hacia otra pregunta que ésta: «¿Usted cuándo
se va?» Las familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar
por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos. Escaseaban los
jornaleros y menestrales, porque de los barrios bajos partían
diariamente muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y la
Mancha; y a pesar de los brutales bandos del General francés, ni
faltaban armas en las casas, ni los fugitivos partían con las manos
vacías.
Los invasores, que vigilaban el odio de la capital con la suspicacia
medrosa del que ha padecido sus terribles efectos, no permitían,
siendo tan grande su número y fuerza, que se manifestara lo que los
madrileños pensaban y sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares,
cuantas jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de la vena
popular, ya amenazando con rencor, ya zahiriendo con picantes chistes
a los que nadie conocía sino por el injurioso nombre de _la canalla_!
En el fondo de aquella grande agitación, y entre tantos recelos, había
un secreto júbilo, pues como un día y otro llegaban noticias de nuevos
levantamientos, todos consideraban a los franceses como puestos en el
vergonzoso trance de retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza,
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