Bailén - 04

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acababa de oír, fuera simplemente que mi fantasía se hallase por sí
dispuesta a la alucinación, que siempre produce un bello espectáculo
en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en aquellas
irregulares manchas del cielo veloces escuadrones que corrían de Norte
a Sur, y en su revuelta masa las cabezas de los caballos y sus
poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya negros, ya
blancos, como disputándose el mayor avance de la carrera. Las
recortaduras, varias hasta lo infinito, de las nubes hacían visajes de
distintas formas: vi colosales sombreros o morriones con plumas,
penachos, bandas, picos, testuces, colas, crines, garzotas; aquí y
allí se alzaban manos con sables y fusiles, banderas con águilas,
picas, lanzas, que corrían sin cesar; y al fin, en medio de toda esa
baraúnda, se me figuró que aquellas mil formas se deshacían, y que las
nubes se conglomeraban para formar un inmenso sombrero apuntado de dos
candiles, bajo el cual los difuminados resplandores de la luna como
que bosquejaban una cara redonda y hundida entre altas solapas, desde
las cuales se extendía un largo brazo negro, señalando con insistente
fijeza el horizonte.
Yo contemplaba esto, preguntándome si la terrible imagen estaba
realmente ante mis ojos, o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó
de improviso:
--¡Miradle, miradle allí! ¿Le veis? ¡Estúpidos! ¡Y queréis luchar con
este rayo de la guerra, con este enviado de Dios que viene a
transformar a los pueblos!
--¡Sí, allí lo veo!--exclamó Marijuán, riendo a carcajadas--. Es D.
Quijote de la Mancha que viene en su caballo, y tras él Sancho Panza
en burro. Déjenlo venir, que ahora le aguarda la gran paliza.
Las nubes se movieron, y todo se tornó en caricatura.


VIII

El sol no tardó en salir, aclarando el país y haciendo ver que no
estábamos en Moravia, como vamos de Brunn a Olmutz, sino en la Mancha,
célebre tierra española.
El pueblo donde paramos a eso de las ocho de la mañana era Villarta; y
dejando allí nuestros machos, tomamos unas galeras que en nueve horas
nos hicieron recorrer las cinco leguas que hay desde aquel pueblo a
Manzanares: ¡tal era la rapidez de los vehículos en aquellos felices
tiempos! Cuando entrábamos en esta villa al caer de la tarde,
distinguimos a lo lejos una gran polvareda, levantada al parecer por
la marcha de un ejército, y dejando los perezosos carros, entramos a
pie en el pueblo para llegar más pronto, y saber qué tropas eran
aquéllas y adónde iban.
Allí supimos que eran las del general Ligier-Belair, que iba en
auxilio del destacamento de Santa Cruz de Mudela, sorprendido y
derrotado el día anterior por los habitantes de esta villa. En la de
Manzanares reinaba gran inquietud; y una vez que los franceses
desaparecieron, ocupábanse todos en armarse para acudir a socorrer a
los de Valdepeñas, punto donde se creía próximo un reñido combate.
Dormimos en Manzanares, y al siguiente día, no encontrando ni
cabalgaduras ni carro alguno, partimos a pie para la venta de la
Consolación, donde nos detuvimos a oír las estupendas nuevas que allí
se referían.
Transitaban constantemente por el camino paisanos armados con
escopetas y garrotes, todos muy decididos, y según la muchedumbre de
gente que hacia Valdepeñas acudía, en Manzanares y en los pueblos
vecinos de Membrilla y la Solana no debían de quedar más que las
mujeres y los niños, porque hasta los inútiles viejos acudían a la
guerra. Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo
que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto
recorrimos las dos leguas de camino llano. Mucho antes de llegar
divisamos una gran columna de humo que el viento difundía en el cielo.
La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.
Apretando el paso, oímos ya cerca del pueblo prolongado rumor de
voces, algunos tiros de fusil, pero no descargas de artillería. Bien
pronto nos fué imposible seguir por el arrecife, porque la retaguardia
francesa nos lo impedía, y siguiendo el ejemplo de los demás paisanos,
nos apartamos del camino, corriendo por entre viñas y sembrados, sin
poder acercarnos a la villa. En esto vimos que la caballería francesa
se retiraba del pueblo, ocupando el llano que hay a la izquierda, y al
mismo tiempo el incendio tomaba tales proporciones, que Valdepeñas
parecía un inmenso horno. Los gritos, los quejidos, las imprecaciones
que salían de aquel infierno llenaban de espanto el ánimo más
esforzado.
Al punto comprendimos que el interior del pueblo se defendía
heroicamente y que el plan de los franceses consistía en apoderarse de
los extremos, incendiando todas las casas que no pudiera ocupar. De
vez en cuando, un estruendo espantoso indicaba que alguno de los
endebles edificios de adobes había venido al suelo, y el polvo se
confundía en los aires con el humo. Los escombros sofocaban
momentáneamente el fuego; pero éste surgía con más fuerza, cundiendo a
las casas inmediatas. Al fin pareció que todo iba a cesar, y, según
dijeron los que estaban cerca, habían salido del pueblo algunos
hombres a conferenciar con el General francés. Mucho tiempo debieron
de durar las conferencias, porque no vimos que éstos se retiraran ni
que concluyese el ruido y algazara en el interior; pero al cabo de
largo rato un movimiento general de la multitud nos indicó que algo
importante ocurría. En efecto; los franceses, replegando sus caballos
en la calzada, retrocedían hacia Manzanares.
Cuando entramos en Valdepeñas, el espectáculo de la población era
horroroso. Parece increíble que los hombres tengan en sus manos
instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la
paciencia, de la laboriosidad, del interés, fuerzas acumuladas por el
brazo trabajador de los años y los siglos. La calle Real, la más
grande de aquella villa, y como si dijéramos la columna vertebral que
sirve a las otras de engaste y punto de partida, estaba materialmente
cubierta de jinetes franceses y de caballos. Aunque la mayor parte
eran cadáveres, había muchos gravemente heridos que pugnaban por
levantarse; pero clavándose de nuevo en las agudas puntas del suelo,
volvían a caer. Sabido es que bajo las arenas que artificiosamente
cubrían el pavimento de la vía, el suelo estaba erizado de clavos y
picos de hierro, de tal modo que la caballería iba tropezando y
cayendo conforme entraba para no levantarse más.
A la calle se habían arrojado cuantos objetos mortíferos se creyeron
convenientes para hostilizar a los dragones, y aun después del combate
surcaban la arena turbios arroyos de agua hirviendo, que, mezclada con
la sangre, producía sofocante y horrible vapor. En algunas ventanas
vimos cadáveres que pendían con medio cuerpo fuera, apretando aún en
sus crispados dedos la hoz o el trabuco. En el interior de las casas
que no eran presa de las llamas, el espectáculo era más lastimoso,
porque no sólo los hombres, sino las mujeres y niños, aparecían
cosidos a bayonetazos en las cuevas, y si se trataba de entrar en
alguna casa, por dar auxilio a los heridos que lo habían menester, era
preciso salir a toda prisa, abandonándoles a su desgraciada suerte,
porque el fuego, no saciado con devorar la habitación cercana,
penetraba en aquélla con furia irresistible.
En resumen: franceses y españoles se habían destrozado unos a otros
con implacable saña; pero al fin aquéllos creyeron prudente retirarse,
como lo hicieron, no parando hasta Madridejos. Cuando Santorcaz,
Marijuán y yo seguimos nuestra marcha para hacer noche en Santa Cruz
de Mudela, el espíritu de los valerosos paisanos de Valdepeñas no
había decaído, y tratando de reparar los estragos de aquella
sangrienta jornada, parecían capaces de repetirla al siguiente día.
De lejos y al caer de la tarde distinguíamos la columna de humo
cubriendo el cielo de vagabundas y sombrías ráfagas, y el aragonés y
yo no pudimos menos de maldecir en voz alta y expresivamente al tirano
invasor de España. Contra lo que esperábamos, Santorcaz no nos
contestó una palabra, y seguía su camino profundamente pensativo.


IX

Al pasar la tierra, me reconocí completamente sano de mi anterior
enfermedad. La influencia sin duda de aquel hermoso país, el vivo sol,
el viaje, el ejercicio, equilibraron al punto las fuerzas de mi
cuerpo, y respiraba con desahogo, andaba con soltura, sin sentir
malestar alguno en mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad
desapareció, y me encontré más fuerte que nunca. Nada de particular
hallamos durante nuestro tránsito por las nuevas poblaciones, a no ser
la inquietud alarmante y los preparativos de defensa. En La Carolina y
en Santa Elena escaseaban mucho los hombres, porque la mayor parte
habían ido a incorporarse a la legión formada por D. Pedro Agustín de
Echevarri, partida cuya base fueron los valerosos contrabandistas del
país. Quedaba, no obstante, en los desfiladeros de Despeñaperros
bastante gente para detener todos o la mayor parte de los correos, y
en varios puntos, apostadas las mujeres o los chiquillos en lo
escabroso de aquellas angosturas, avisaban la proximidad del convoy
para que luego cayeran sobre él los hombres. También advertimos gran
abandono en los primeros campos de pan que se ofrecieron a nuestra
vista, y en algunos sitios las mujeres se ocupaban en segar a toda
prisa los trigos todavía lejos de sazón. Cerca de Guarromán vimos
grandes sementeras quemadas, señal de que había comenzado allí su
oficio la horrible tea del invasor.
Hasta entonces no había ocurrido ninguna colisión sangrienta entre
imperiales y andaluces. Éstos, al ver que de improviso, por entre los
romeros y lentiscos de la sierra, desfilaban aquellos soldados de la
fábula, tan hermosos y al mismo tiempo tan justamente engreídos de su
valor, no volvieron de su asombro sino cuando los vieron desaparecer
camino de Córdoba, y sólo entonces, sintiendo requemadas sus mejillas
por generosa vergüenza, cayeron en la cuenta de que el suelo patrio no
debía ser hollado por extranjeras botas. Los franceses encontraron el
país tranquilo, y creyeron llegar felizmente a Cádiz; pero bajo las
herraduras de sus caballos iba naciendo la hierba de la insurrección.
Aquellos corceles no eran como el de Atila, que imprimía sello de
muerte a la tierra, sino que, por el contrario, sus pisadas, como un
toque de rebato, iban despertando a los hombres y convocándoles detrás
de sí.
Llegamos por último a Bailén, y explicaré por qué nos detuvimos en
esta villa algunos días. Allí residía el ama de Marijuán, quien al
presentarse a ella nos rogó que le acompañásemos, y esta apreciable
señora, que era doña María Castro de Oro de Afán de Ribera, condesa de
Rumblar, nos recibió con tanto agasajo, nos ponderó de tal modo la
ruindad de las posadas y ventas de la villa, que no tuvimos por
conveniente hacernos de rogar y aceptamos la hospitalidad que se nos
ofrecía. La casa era grandísima y no faltaba hueco para nosotros, ni
tampoco excelente comida y bebida de lo más selecto de Montilla y
Aguilar.
--A estas horas--nos dijo la Condesa--los franceses deben haber
empeñado una acción con el ejército de paisanos que dicen salió de
Córdoba para defender el paso del puente de Alcolea. Si ganan los
españoles, los franceses retrocederán hacia Andújar, y como han de
estar muy rabiosos, cometerán mil atrocidades en el camino. No
conviene que salgan ustedes de aquí, a no ser que tengan intención,
como mi hijo, de incorporarse al ejército que se está formando en
Utrera.
No eran necesarias tantas razones para convencernos. Nos quedamos,
pues, en la ilustre casa; y ahora, señores míos, con todo reposo voy a
contaros puntualmente lo que recuerdo de aquella mansión y de sus
esclarecidos habitantes, destinados a figurar bastante en la historia
que voy refiriendo.
El palacio de Rumblar era un caserón del siglo pasado, de feísimo
aspecto en su exterior, pero con todas las comodidades interiores que
alcanzaban los tiempos. Las altas paredes de ladrillo; las rejas
enmohecidas y rematadas en cruces; los dos escudos de piedra obscura
que ocupaban las enjutas de la puerta, cuyo marco apainelado y con
vuelta de cordel parecía remontarse a fecha más antigua que el resto
de la casa; las dos ventanas angreladas junto a un mirador moderno; el
farol sostenido por pesada armadura de hierro dulce, en cuyo centro se
retorcían algunas letras iniciales y una corona dibujadas con las
vueltas del lingote; las guarniciones jalbegadas alrededor de los
huecos; los pequeños vidrios, las celosías, y la diversidad y variedad
de aberturas practicadas en el muro, según las exigencias del
interior, le asemejaban a todas las antiguas mansiones de nuestros
grandes, bastante desprendidos siempre para gastar en la fábrica de
los conventos el gusto y el dinero que exigían las fachadas de sus
palacios. Por dentro resplandecía el blanco aseo de las casas de
Andalucía. Tenía gran sala baja, capilla, patio con flores,
habitaciones con zócalo de azulejos amarillos y verdes; puertas de
pino, lustradas y chapeadas; gran número de arcones, muchas obras de
talla, cuadros viejos y nuevos, algunas jaulas de pájaros, finísimas
esteras, y, sobre todo, una tranquilidad, un reposo y plácido silencio
que convidaban a residir largo tiempo en aquella mansión.
Hablemos ahora de la familia de Afán de Ribera, o Perafán de Ribera,
que en esto no están acordes los cronistas. Ocupará el primer lugar en
esta enumeración reverente la señora Condesa viuda D.ª María Castro de
Oro de Afán, etc., aragonesa de nacimiento, la cual era de lo más
severo, venerando y solemne que ha existido en el mundo. Parecía mayor
de cincuenta años, y era alta, gruesa, arrogante, varonil, usaba para
leer sus libros devotos o las cuentas de la casa, unos grandes
espejuelos engastados en gruesa armazón de plata, y vestía
constantemente de negro, con traje que a las mil maravillas a su cara
y figura convenía. Aquélla y ésta eran de las que tienen el privilegio
de no ser nunca olvidadas, pues su curva nariz, sus cabellos
entrecanos, su barba echada hacia afuera, y la despejada y correcta
superficie de su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he
visto otro. Era la imagen del respeto antiguo, conservada para educar
a las presentes generaciones.
Tendrá el segundo lugar su hijo, joven de veinte años, niño aún por
sus hábitos, su lenguaje, sus juegos y su escasa ciencia. Era el único
varón, y, por tanto, el mayorazgo de aquella noble casa, cuyo origen,
como el del majestuoso Guadalquivir, se remontaba a las fragosidades
de la Sierra de Cazorla, donde los primeros Afán de Ribera hicieron no
sé qué hazañas durante la conquista de Jaén. El joven D. Diego
Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado conforme a sus altos
destinos en el mundo, bajo la dirección de un ayo, de que después
hablaremos, y aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el
cascarón de la niñez, arrastrando por el polvo de la travesura juvenil
el purpúreo manto de la primogenitura, su madre le tenía metido en un
puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos los rigores de su
carácter. Verdad es que el muchacho, con su instinto y buen ingenio,
había descubierto un medio habilísimo para atacar la severidad
materna; y era que cuando su ayo o la Condesa no le hacían el gusto en
alguna cosa, poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con
pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo, y exclamaba: «Señora
madre, yo me quiero meter fraile.» Estas palabras, esta resolución del
muchachuelo, que de ser llevada adelante troncharía implacablemente el
frondoso árbol mayorazguil, difundía el pánico por todos los ámbitos
de la casa. Procuraban todos aplacarle, y la madre decía: «No seas
loco, hijo mío. Vaya, puedes montarte a caballo en la viga del patio,
y te permito que le pongas al gato las cáscaras de nuez en sus cuatro
patitas.»
A estos dos personajes seguirán forzosamente las dos hijas de la
Marquesa: dos pimpollos, dos flores de Andalucía, lindas, modestas,
pequeñas, frescas, sonrosadas, alegres, sin pretensiones, a pesar de
su nobleza, rezadoras de noche y cantadoras por la mañana; dos
avecillas que encantaban la vista con el aleteo de su inocente
frivolidad y de cierta ingenua coquetería, de ellas mismas ignorada.
Eran pequeñas como el resedá; pero como el resedá tenían la seducción
de un aroma que se anuncia desde lejos, pues al sentirles los pasos se
alegraba uno, y su proximidad era aspirada con delicia. Asunción y
Presentación eran dos angelitos con quienes se deseaba jugar para
verles reír, y para reírse uno mismo del grave gesto con que
enmascaraban sus lindas facciones cuando su madre les mandaba estar
serias. La de menor edad era destinada al claustro, y mientras
acariciaba D.ª María la grandiosa idea de ponerla en las Huelgas de
Burgos, se acordó que tomara las lecciones necesarias para ser
doctora, por lo cual el ayo de su hermano había empezado a enseñarle
la primera declinación latina, que aprendió en un periquete,
encontrando aquello muy bonito. La primera, esto es, Asunción, no
tenía necesidad de aprender nada, porque era destinada al matrimonio.
Y, por último, no quiero dejar en la obscuridad al ayo del joven D.
Diego. Llamábanle comúnmente D. Paco, y era un varón de gran sencillez
y moderación en sus costumbres, aunque algo pedante. Estaba él
convencido de que sabía latín, y citaba a veces los autores más
célebres, aplicándoles lo que estos desgraciados no pensaron nunca en
decir. ¡A tales imputaciones calumniosas está expuesta la celebridad!
También se preciaba D. Paco de enseñar a sus discípulos acertadamente
la historia antigua y moderna, aunque sabemos por documentos de
autenticidad incontestable, que en sus explicaciones nunca pasó más
acá del arca de Noé. Era, sí, muy fuerte en la vida de Alejandro el
Grande, y podemos asegurar que poseía en altísimo grado un arte que no
a todos los mortales es dado cultivar con regular acierto. Don Paco
era un gran pendolista, que pudiera competir con esos colosos de la
Caligrafía: Torío el Sublime y Palomares el Divino, y hasta con el
moderno Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido a su
discípulo, pues las planas del heredero de Rumblar llenaban de admiración
al señor Obispo de Guadix cuando iba a pasar unos días en la casa.
Además, D. Paco era un hombre excelente, y temblaba de miedo delante de
la Condesa cuando ésta le achacaba las faltas del niño. Vestía de negro,
siempre en traje ceremonioso, aunque no nuevo, usando asimismo peluca
blanca, rematada en descomunal bolsa. A los forasteros huéspedes nos
trataba con mucha dulzura; porque «la hospitalidad--decía--fué don
particular de los pueblos antiguos, y debe ser practicada por los
presentes para enseñanza de los venideros».


X

El patrimonio de aquella casa era bueno, aunque muy inferior al de
otras familias de Andalucía y de Castilla; pero contaba la Condesa con
que sería de los primeros de España luego que su hijo heredara el
mayorazgo de unos parientes por línea colateral, que carecían de
sucesión directa. Para facilitar esto, D.ª María concibió un proyecto
gigantesco, del cual dependía, como el lector verá, la perpetuidad de
aquella casa y solar ilustre por el largo discurso de los siglos;
trató de casar a su hijo con una hembra de la familia de aquellos sus
parientes, a la sazón poseedores del mayorazgo, y residentes en
Córdoba, aunque su habitual morada era Madrid. No era obstáculo para
esto la niñez, más bien moral que física, de D. Diego, pues siendo
entonces costumbre emparentar lo más pronto posible a los mayorazgos,
los casaban fresquitos y antes que tuvieran tiempo de asomar las
narices por las rendijas de la puerta del mundo, donde, al decir de D.
Paco, no había sino perdición y desvanecimiento para la juventud,
porque las dulzuras de la copa de los placeres duraban breves
instantes, mientras que sus amargas heces trascendían por luengos
años.
Pero alguien hubo de producir trastorno en los planes sabiamente
trazados por D.ª María y sus ilustres primas; desconcertólos Napoleón,
Emperador de los franceses, al poner sus ojos en esta joya del
continente y al invadirla. La guerra, aquella santa guerra de que no
nos muestra otro ejemplo la Historia en tiempos cercanos, obligó a
suspender este como otros proyectos, y D.ª María, aragonesa y muy
patriota, hubo de llamar a D. Diego, y desde lo alto de su sitial le
aterró con estas palabras, confiadas después a mi discreción por D.
Paco:
--Hijo mío, mucho te quiero. Tu muerte no sólo nos mataría de pena,
sino que aniquilaría nuestra casa y linaje. Eres mi único varón, eres
el alma de esta casa, y, sin embargo, es preciso que vayas a la
guerra. Sangre valerosa corre por tus venas, y estoy bien segura de
que a pesar de tus pocos años dejarás en buen lugar el nombre que
llevas. Todos los jóvenes se deben a su rey y a su patria en estos
terribles días en que un miserable extranjero se atreve a conquistar a
España. Hijo mío, mucho te amo; pero prefiero verte muerto en los
campos de batalla y pisoteado por los caballos franceses a que se diga
que el hijo del conde de Rumblar no disparó un tiro en defensa de su
patria. Los hijos de todas las familias nobles de Andalucía se han
alistado ya en el ejército de Castaños; tú irás también, con una
escolta de criados, que armaré y mantendré a mis expensas mientras
dure la guerra.
Al decir esto, la marmórea cara de D.ª María no se inmutó; pero
Asunción y Presentación lloraron a moco y baba. El joven palpitó de
entusiasmo al tomar parte en un juego que no conocía, y que, visto de
lejos, es muy bonito.
Nosotros llegamos precisamente cuando se estaban haciendo los
preparativos y el equipo de guerra del mayorazgo. Todos trabajaban en
aquella casa, y no eran las menos atareadas las hermanitas del Sr.
Conde, porque a más de la delicadísima ropa blanca que con sus propias
manos y bajo la inspección de su madre aparejaron, poniéndola con
mucho orden en las gruperas, se ocupaban a toda prisa en arreglar unos
muy lindos escapularios, no sólo para él, sino para todos los de la
comitiva.
No sé qué aquellos preparativos tenían de semejante con los que se
hacen para mandar a un chico al colegio; verdad es que nada hay tan
instructivo y despabilador como un campamento, y por eso decía D. Paco
que la guerra es maestra del ingenio y domeñadora de las
impetuosidades juveniles.
Marijuán fué destinado a acompañar al señorito. Con él y otros criados
formóse una legioncilla de cinco hombres; mas sabedora doña María de
que otros jóvenes de familias ricas de Baeza, Bujalance y Andújar
habían llevado hasta diez, mandó que se aumentara aquel número,
fijándose al instante en Santorcaz y en mí. Se nos ofrecía una peseta
diaria, además de lo que cayera si volvíamos con vida y salud. Mi
compañero y yo nos miramos, consultando con elocuente silencio el
aspecto de nuestras respectivas fachas. Hallábamonos ambos muy
derrotados; y con aquella escrutadora penetración que da la carencia
de posibles, cada cual conoció la escualidez y vanidad de la bolsa del
otro. Santorcaz opinó que yo debía aceptar el enganche, y yo fuí del
mismo dictamen respecto a mi amigo; D.ª María ofreció equiparnos,
mudando nuestras ropas por otras nuevas y mejores, y además
comprometíase a mantener por algún tiempo a los que ya comenzaban a
tener dudas acerca del pan que comerían al llegar a Córdoba. No
vacilamos, y henos convertidos en soldados de caballería, prontos a
incorporarnos al reducido, pero brillante ejército de San Roque.
Comprendí que aquél era mi destino, y que para el fin que a Córdoba me
llevaba, más me convenía penetrar en esta ciudad como soldado obscuro
que como desalmado y andrajoso vagabundo. Santorcaz se decidió después
de meditarlo mucho, dando paseos en la habitación donde se nos había
albergado. Una vez resuelto a ello, pareció muy alegre y le oí
pronunciar algunas palabras que me demostraron la agitación de su alma
por causas para mí desconocidas entonces. Luego expuso a D.ª María que
no partiría de Bailén hasta no recibir unas cartas que esperaba de
Córdoba y de Madrid, relativas a sus intereses, a lo cual accedió la
señora, diciéndole que permaneciese en la casa hasta cuando quisiera,
con la condición de incorporarse después a la escolta de D. Diego si
ésta salía antes.
No tardó mucho el día de la partida. El joven mayorazgo estaba vestido
del modo siguiente: una ancha faja de seda color de amaranto le ceñía
el cuerpo; sus calzones de ante se ataban bajo la rodilla, y sobre las
medias de seda llevaba gruesas botas de cordobán con espuelas de
plata. El marsellés de paño pardo fino con adornos rojos y azules daba
singular elegancia a su cuerpo, así como el ladeado sombrero
portugués, con moña de felpa negra y cordón de oro. Guarnecía su
cintura sobre el fajín lo que llamaban charpa, y era un ancho cinturón
de cuero con diversos compartimientos ocupados por dos pistolas, un
puñal y un cuchillo de monte, de modo que llevaba el niño en los lomos
un completo arsenal, propio para hacer frente a todas las
circunstancias imaginables.
Ocupábanse la madre y las hijas en arreglar los últimos pormenores
del vestido, ésta cosiendo el postrer botón, aquélla poniendo un
alfiler a la cinta del sombrero, la otra calzando la espuela al mozo,
cuando D.ª María dijo con la viveza propia del que recuerda de
improviso la cosa mas importante:
--Falta lo principal: falta la espada.
Al punto las miradas de todos fijáronse con cierto respeto en un
venerable armario de añejo roble que en el testero principal de la
habitación desde largos años existía. Acercóse a él la Sra. Condesa, y
abriéndolo, sacó una espada larguísima, con su vaina y tahalí, las
tres piezas muy marcadas con el sello de honrosa antigüedad.
Desenvainó el acero la propia D.ª María con gesto majestuoso, aunque
sin ninguna afectación de brío varonil, y luego que lo hubo
contemplado un instante, volvió a meterlo en la vaina, entregándolo
después a su hijo. Era una hermosa hoja toledana de cuatro mesas y de
una vara y seis pulgadas de largo. En la cazoleta o taza cabía
holgadamente un azumbre, y sus gavilanes nielados de oro, lo mismo que
el arriaz, daban aspecto artístico y lujoso a la empuñadura. Tenía en
las dos fachadas del puño el escudo de los Rumblares, y en el pomo una
cabeza con la empresa del armero toledado Sebastián Hernández. En la
hoja, algo roñosa, se podía deletrear, aunque con trabajo, la
inscripción grabada en uno de sus lados: _Pro Fide et Patria, Pro
Christo et Patria, Pro Aris et Focis, Inter Arma silent Leges_.
Colgóse al cinto esta poderosa ilustre tizona el joven D. Diego, para
cuyas manos era peso exorbitante; mas él, orgulloso de llevarlo, hizo
un gesto poco favorable a los propósitos del invasor de España, y se
preparó a salir. Prorrumpieron en copioso llanto Asunción y
Presentación, lo cual dió al traste con la forzada entereza del
Condesito, destinado a ser el terror de la Francia, y pasando de los
pucheros a los hipidos, y de los hipidos a una violenta explosión de
lágrimas, atronó la casa por espacio de un cuarto de hora. Ni por esas
perdió D.ª María su serenidad, hablando a su hijo de asuntos extraños
a la guerra.
--Lo primero que has de hacer cuando llegues a Córdoba es visitar a
mis primas y entregarles estas cartas. Mira, aquí van las señas de su
palacio. Harto sentimos que no pueda celebrarse la boda concertada;
pero Dios lo quiere así, y la patria es lo primero. Algún día será. Di
a esas señoras que si vuelven pronto a Madrid, no les perdono que
pasen sin detenerse algunos días en ésta su casa.
Luego, tomando distinto tono, habló así:
--_Hijo mío, cuidado con lo que haces. Observa la mejor conducta: mira
que vas a combatir al enemigo y a defender la Religión, la Patria, el
Estado y el Rey. Si cobarde vuelves la espalda, no vuelvas jamás a mi
casa, ni te acuerdes nunca de tu madre, ni cuentes ya con su tierno
cariño... Su indignación, su aborrecimiento eterno: he aquí la
recompensa que te aguarda_.
He subrayado estas palabras porque son puntualmente históricas:
constan en papeles impresos de aquel tiempo, que puedo mostrar al que
verlos desee. La mujer que los pronunciara (pues no fué D.ª María, y
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