Bailén - 01

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BAILÉN
Episodios Nacionales
Primera Serie
B. PEREZ GALDOS



I

--Me hacen ustedes reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre
más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo
quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he
servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras
de su caballo, cuando... Fué en la batalla de Austerlitz: él subía a
todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a
cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de
cuatro mil rusos. Yo, que estaba en el 17.º de línea, de la división
de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras
creí que había llegado mi última hora. Pues, como digo, al pasar él
con todo su Estado Mayor y la infantería de la Guardia, las patas de
su caballo me magullaron el brazo en tales términos, que todavía me
duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre
día, que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!»
Así hablaba un hombre para mi desconocido, como de cuarenta años, no
malcarado, antes bien con rasgos y expresión de cierta hermosura
marchita, aunque no destruída por las pasiones o los vicios; alto de
cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como
la de persona muy corrida en las cosas del mundo, y especialmente en
las luchas de ese vivir al par holgazán y trabajoso a que conducen la
sobra de imaginación y la falta de dineros; persona de ademanes
francos y desenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo en las bromas
que en las veras; individuo cuya personalidad tenía complemento en el
desaliño casi elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos
descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a
la disimuladora aguja, que había corregido así las rozaduras del
chupetín como la ortografía de las medias.
Éstas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de
clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas
sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino; su casaca
obscura, y de un corte no muy usual entre nosotros; su chaleco
ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata,
informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España
aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las
singularidades de su vestir, causaba sorpresa la tal persona, y éste
es un capitalísimo punto que no debe pasarse en silencio. Aquel hombre
tenía bigote. Esto fué, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa
alguna llamó mi atención cuando le vi inclinado sobre la mesa,
comiendo ávidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas,
puches o no sé qué endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena
contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napoleón I. Dos
personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, componían su
auditorio: el varón, que desde luego me pareció un viejo militar
retirado del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente los
encomios del invasor de España; pero la señora anciana, más
despabilada y locuaz que su consorte, contestaba al panegirista con
cierto desenfado tan chistoso como impertinente.
--Por Dios, Sr. de Santorcaz--decía la vieja--, no grite usted ni
hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le
conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero,
¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entremetida, muy enredadora, y
no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas
de la bordadora en fino, que vive en el cuarto número 8, llegaron
pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que usted decía cuando
nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Austrias en
la batalla de Pirrinclum, o no sé qué..., pues esos enrevesados
nombres no se han hecho para mi lengua... Esta mañana, cuando usted
entró de la calle, la comadre del número 3 y la mujer del lañador,
dijeron: «Ahí va el pícaro _flamasón_ que está en casa del Gran
Capitán. Apuesto a que es espía de la _canalla_, para ver lo que se
dice en esta casa y contarlo a sus mercedes.» El mejor día nos van a
dar que sentir, porque como dice usted esas cosas, y tiene esos modos,
y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que
ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios...
¡Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2!...
--Ya se aplacarán los humos de esta buena gente--dijo Santorcaz,
apartando de sí escudilla y cuchara--. Cuando se organicen bien los
cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la
guerra, España no podrá menos de someterse; y esto, que es la pura
verdad, lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan
nuestras camisas.
--España no se somete, no, señor, no se somete--exclamó de improviso
el anciano, quebrantando el voto de su antes silenciosa prudencia, y
levantándose de la silla para expresar con frases y gestos más
desembarazados los sentimientos de su alma patriota--. España no se
somete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí no somos como esos
cobardes prusianos y austriacos de que usted nos habla. España echará
a los franceses, aunque los manden todos los Emperadores nacidos y por
nacer; porque si Francia tiene a Napoleón, España tiene a Santiago,
que es, además de general, un santo del Cielo. ¿Cree usted que no
entiendo de batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo en los
oídos de tanto oír el redoblar de los tambores y los tiros de cañón.
--No te sofoques, Santiago--dijo apaciblemente la anciana--, que ya
andas en los tres duros y medio, y aunque yo creo como tú que España
no bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma en la cara por
lo que hable este mala cabeza de Santorcaz.
--Pues lo digo y lo repito--añadió el viejo soldado--. ¡Venir
hablándome a mí de cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería, y
de cuadros...!
--¿En qué batallas se ha encontrado usted?--preguntó con sonrisa
burlona Santorcaz.
--¡Que en qué batallas me encontré!--exclamó D. Santiago Fernández,
cuadrándose ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio
de los grandes genios que tienen puesta en duda su superioridad--.
¿Pues no sabe todo el mundo que fuí asistente del señor marqués de
Sarriá el año 1762, cuando aquella famosa campaña de Portugal, la más
terrible y hábil y estratégica que ha habido en el mundo, así como
también digo que después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro
marqués de Sarriá?... ¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en
qué acciones me encontré! Aquélla fué una gran campaña, sí, señor:
entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que volvernos,
porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas batallas...,
¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del Sr. Marqués, y todas
las mañanas le hacía los rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo,
que la cabeza de nuestro General parecía un sol. Él me decía:
«Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan parejos, y que uno de
otro no discrepen ni el canto de un duro, porque no hay nada que
aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen parecer de
nuestras personas.» ¡Y cuánto le querían los soldados! Como que en
toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.
Santorcaz, al oír esto, se desternillaba de risa, haciendo subir de
punto con sus irreverentes manifestaciones el enfado de D. Santiago
Fernández, el cual, dando una fuerte puñada en la mesa, continuó así:
--¿Qué valen todos los generales de hoy, ni los emperadores todos,
comparados con el marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era
partidario de la táctica prusiana, que consiste en estarse quieto
esperando a que venga el enemigo muy desaforadamente, con lo cual éste
se cansa pronto y se le remata luego en un dos por tres. En la primera
batalla que dimos con los aldeanos portugueses, todos echaron a correr
en cuanto nos vieron, y el General mandó a la caballería que se
apoderara de un hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de
sangre.
--No, no ha habido en el mundo batallas como ésas, Sr. D.
Santiago--dijo Santorcaz, moderando su risa--; y si usted me las
cuenta todas, confesaré que las que yo he visto son juegos de chicos.
Y como desde aquella fecha ha conservado usted los hábitos de campaña,
y gusta tanto de conversar sobre el tema de la guerra, los vecinos le
llaman el Gran Capitán.
--Ese es un mote, y a mi no me gustan motes--dijo D.ª Gregoria, que
así se llamaba la mujer del valiente expedicionario de Portugal--.
Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en llamarte Gran
Capitán, bien te dije que alzaras la mano y regalaras un bofetón al
primero que en tus propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú,
con tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje, se te caía la
baba siempre que los chicos te saludaban con el apodo, y ahora Gran
Capitán eres y Gran Capitán serás por los siglos de los siglos.
--Yo no me paro en pequeñeces--dijo don Santiago Fernández--, y aunque
tolero un apodo honroso, no consiento que nadie se burle de mí. A fe,
a fe que cuando uno ha servido en las milicias del Rey por espacio de
veinte años; cuando uno ha estado en la campaña de Portugal; cuando
uno ha tenido también el honor de encontrarse en la expedición de
Argel que mandó el Sr. D. Alejandro O'Reilly en 1774; cuando después
de tan gloriosas jornadas se le han podrido a uno las nalgas sentado
en la portería de la oficina del Detall y Cuenta y Razón del arma de
Artillería, viendo entrar y salir a los señores oficiales, y
haciéndoles un recadito hoy y otro mañana, bien se puede alzar la
cabeza y tener una opinión sobre cosas militares.
--Eso mismo digo yo--indicó D.ª Gregoria--. Bien saben todos que tú no
eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y
valonas, y con generales de aquellos que había antes, tan valientes,
que sólo con mirar al enemigo le hacían correr.
--Y no se trate--prosiguió el Gran Capitán--de embobarnos con cuentos
de brujas como los que desembucha el Sr. de Santorcaz. A las niñas del
lañador y a D.ª Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar
el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de
prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fué por aquí o vino
por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha
estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del
Sr. Marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas de
caballerías. Conque ¿cómo fué aquello?--añadió en tono de mofa y
sentándose junto a Santorcaz--. Dijo usted que cuatro mil franceses
atacaron a la bayoneta a diez mil rusos, y les hicieron caer en un
pantano, donde se ahogó la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo
a cañonazos para que se hundieran los enemigos que estaban encima!...
¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero, hombre de Dios, si andaban por
sobre el hielo se resbalarían y... pobres nalgas del Emperador...,
digo, de los tres Emperadores, pues ahí dice usted que eran tres nada
menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?
El Gran Capitán hizo reír a su digna esposa con estos chistes, hijos
de su inexperta fatuidad, y ambos celebraron recíprocamente sus
ocurrencias.
--Si es novela de caballerías lo que he contado--dijo Santorcaz--,
pronto lo hemos de ver en España, porque pasan de cien mil los
Esplandianes que andan desparramados por ahí esperando que su amo y
señor les mande empezar la función.
--¡Los asesinos de Madrid!--exclamó el Gran Capitán, inflamándose en
patriótico ardor--. ¿Y cree usted que les tenemos miedo? ¡Santa María
de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no
permiten que vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya
hablaremos. Esto es ahora porque estamos sin tropa; pero ¿sabe usted
lo que se va a formar en Andalucía? Un ejército. ¿Y en Valencia? Otro
ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos
españoles hay en España, Sr. de Santorcaz? Pues ponga usted en el
tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y veremos. ¿A que no
sabe usted lo que me ha dicho hoy el portero de la Secretaría de la
Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la guerra á
Napoleón, ¿Qué tal?
--¿Cuál es el pueblo de usted?
--Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa, pues bien se pueden
juntar allí hasta cien hombres como castillos, no como esos rusos de
alfeñique de que usted habla, sino tan feroces, que despacharán un
regimiento francés como quien sorbe un huevo.
--Pues una mujer que ha venido hoy de la sierra--dijo D.ª Gregoria--me
ha contado que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón
de caminos; sí, Sr. de Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no
se andarán con juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que
usted nombra, las Austrias y las Prusias, fueran como Navalagamella,
la _canalla_ no los hubiera vencido, y se conoce que todos los
austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más.
--No se dice prusiacos, sino prusianos--indicó enfáticamente a su
esposa el Gran Capitán.
--Bien, hombre: los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es
que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como
dos lentejas comparados con la grandeza de todo el reino, se ponen en
ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces,
áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para
contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy
cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en
cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a
inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa
cama! ¡Ay! Usted no vió aquello, Sr. de Santorcaz, porque llegó a
Madrid tres días después; ¡pero si usted lo hubiera visto! Por esta
calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos
ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la
esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos.
Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los
balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una
cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí
el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije: «Allá va»;
y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no, señor.
Después, entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo,
cogimos una cómoda, y echándola a la calle aplastamos a dos. Querían
subir a matarnos; pero ¡quía! Todo facha, nada más que facha. Más de
cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores,
otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí,
estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir, les hacemos
pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las
tan famosas campañas, y poniéndose delante de nosotras en la escalera,
nos arengó y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a
subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente,
aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al
frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una
locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un
lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay, qué día!
Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se
oía más que «¡Viva el Gran Capitán!»
--¡Qué día!--exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el
legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causaba--. A eso de
las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoiz.
El día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería de la
calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa de la calle de la
Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado, viendo que había
cumplido con la puntualidad y el esmero que son peculiares en mí, me
dió dos reales, que guardo en este pañuelo como memoria de hombre tan
valiente.
Diciendo esto, trajo un pañuelo, y desdoblando una de las puntas
despaciosamente, y como si se tratara de la más venerable y santa
reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la vista de
Santorcaz, sin permitirle que la tocara.
--Esto me dió--dijo, enjugando con el mismísimo sagrado pañuelo las
lágrimas que de improviso corrieron de sus ojos--; esto me dió con sus
propias manos aquel que vivirá en la memoria de los españoles mientras
haya españoles en el mundo, Yo estaba barriendo la oficina cuando
entró D. Pedro Velarde buscándole, y le dije: «Mi capitán, hace un
rato que salió con D. Jacinto Ruiz.» Después, don Pedro entró y estuvo
disputando con el coronel; al cabo de un cuarto de hora volvió a pasar
por delante de mi. ¡Quién me había de decir...!
El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; D.ª
Gregoria se llevó también la punta del delantal a los ojos, y
Santorcaz, más serio y grave que antes, respetaba el dolor de sus dos
amigos.
--Me han asegurado--dijo, después de una pausa--que ese D. Pedro
Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que
simpatizaba con los franceses?
--No, no; y quien lo dijere miente--exclamó D. Santiago, dejando caer
de plano sobre la mesa sus dos pesadísimas manos--. Don Pedro Velarde
pasaba por un oficial muy entendido en el arma, y como fué de los que
el Rey envió a Somosierra a recibir al _melenudo_, éste le trató, supo
conocer sus buenas dotes, y quiso atraérselo. ¡Bonito genio tenía D.
Pedro Velarde para andarse con mieles! Le convidaban a comer,
obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si nuestro capitán
pisaba las alfombras de aquel palacio, era «para conocer más de cerca
a la canalla», como él mismo decía.
--Él y sus compañeros de Monteleón--dijo Santorcaz--demostraron un
valor tanto más admirable cuanto que es completamente inútil. Aquí
están ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente
contra las tropas más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un
ejército escaso, mal instruído, y esas nubes de paisanos que quieren
armarse en todos los pueblos. La obstinación ridícula de esta gente
hará que sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas
mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber
comprado con su sangre la independencia de la patria. España
sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia, naciones poderosas,
que contaban con buenos ejércitos y reyes muy valientes.
--¡Esos países no tienen vergüenza!--gritó con furor D. Santiago
Fernández, levantándose otra vez de su asiento--. En Austria y Prusia
habrá lo que usted quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo ni un
Navalagamella. Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa
afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza
encierra una profunda verdad histórica.
Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de Fernández,
cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:
--Aquí somos de otra manera, Sr. de Santorcaz. Usted, viviendo por
allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo
se toman aquí las cosas.
--Por lo mismo que he estado fuera tantos años, tengo motivos para
saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés;
conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de
hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquéllos han entrado
en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben
ustedes quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben
ustedes quién es Pedro Dupont de l'Etang? Pues es el héroe de
Friedland. ¿Conocen ustedes al duque de Istria? Pues es quien
principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de
Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que
mandó la caballería en Marengo...
--No, no le nombre usted--dijo D.ª Gregoria--, porque si todos los
demás son como ese de _las melenas_, buena gavilla de perdidos ha
metido Napoleón en España.
--Sr. de Santorcaz--añadió con grave comedimiento el Gran Capitán--,
ya sabe usted que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se
traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y
del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí, señor. Y
supongo que usted habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues
quien tanto les alaba y admira es natural que les ayude.
--No--replicó Santorcaz--; yo he vuelto a España para un asunto de
intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando
arregle mi negocio, me volveré a Francia.


II

--¡Qué mal hombre es usted!--exclamo Dª Gregoria--. Y su pobre padre y
toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder
traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y
desde aquella famosa aventura... Pero chitón--añadió, volviendo la
cara hacia mí--: me parece que el chico se ha despertado y nos está
oyendo.
Los tres me miraron, y yo observé claramente cuanto me rodeaba,
pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes ni mentirosas
visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las
mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo
a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente
vendado, se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no
me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de
trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo
sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía
tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de
ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal
cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Láminas de
santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus
impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros
ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro
de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro
mecheros, y junto a ella, sentados en sendas sillas de cuero, que
lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes
cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.
Todos fijaron en mí la atención, y D.ª Gregoria, acercándose
maternalmente a mi cama, me habló así:
--¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito,
ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu
Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir
viviendo. ¿Cómo estás? ¿Ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces?
¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices
desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices
que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la D.ª Inés, que te
traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y
vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te
veamos en tu ser natural, sano y cuerdo, tal y como estabas antes de
que aquellos caribes...?
--Y, en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz--dijo Fernández a
Santorcaz--. Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza, el
cual no es más que una rozadura; otro en el brazo izquierdo, que no le
dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto
que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan
despiertillo.
Instáronme todos para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi
cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis. También acudió con
cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar D.ª Gregoria, y tomado
aquél ávidamente por mí me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había
nacido en aquella noche?
--Ahora, chiquillo, estáte tranquilo--continuó D.ª Gregoria,
sentándose a mi lado--. ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios
cuando te vea!
--¡Cómo!--exclamé con la mayor sorpresa--. ¿Juan de Dios vive aquí?
¿Pues en dónde estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?
--¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de
Ineses, y a descansar. Santorcaz se llegó a mi, y mostrándome algún
interés, me dijo:
--¡Pobrecito! ¡Conque te fusilaron! El Gran Duque de Berg es hombre
terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste mas de veinte
franceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Y di, ¿tienes ánimos
de volver a hacer de las tuyas? Me parece que no..., porque habrás
visto que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.
Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, se marchó.
Mi sorpresa y estupor al verme allí, tornado nuevamente y de
improviso, según mi entender, a la vida, en presencia de personas
desconocidas, y volviendo sin cesar al pasado mi pensamiento, recién
salido de una sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien el
repentino despertar, después de un largo entumecimiento, había dado
cierta actividad ansiosa, fueron causa de que no pudiera estar
tranquilo, como me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil
preguntas con la curiosidad del que, volviendo al mundo después de un
siglo de muerte real, deseara conocer en un instante cuanto ha pasado
en el planeta durante su ausencia. A todo contestaban que me estuviese
quieto y sin cuidarme de nada, para que no me repitiesen los accesos
de fiebre; pero no pude conseguirlo, y si descansé un poco, procurando
poner a un lado mis terribles recuerdos y apartar de la vista las
siniestras figuras que se habían hecho compañeras inseparables de mi
espíritu, poco después, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juan de
Dios, me sentí tan vivamente inquieto al verle, que a no impedírmelo
mi debilidad, habría saltado del lecho para correr hacia él,
arrastrado por un odio terrible y una curiosidad más fuerte aún que el
odio. El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo hallábase tan demacrado,
tan excesivamente amarillo y mustio, como si hubiera vivido diez años
de penas en el transcurso de algunos días. Sus ojos encendidos
conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se
movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso. Arrojóse en una
silla junto a mi cama, y cuando los dos ancianos se retiraban a su
aposento, me habló así:
--Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado el juicio? ¿Entiendes lo
que se te dice?
--¿Dónde está Inés?--le pregunté con ansiedad.
--¡Oh, desgraciado de mí!--exclamó, ocultando el rostro entre las
manos--. Tú estás enfermo todavía, y si te doy la noticia... ¿Que
dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yo estoy loco,
yo estoy imbécil. Llevo quince días de dolores que a nada son
comparables. Las lágrimas que he derramado podrían agujerear una peña.
Ahora mismo..., ¿de dónde crees que vengo? Pues vengo de la bóveda de
San Ginés, adonde voy todas las noches a mortificarme el cuerpo con
disciplinazos, por ver si Dios se apiada de mí y me devuelve lo que me
quitó, sin duda en castigo de mis grandes pecados.
Después de enjugar sus lágrimas y sonarse con estrépito, prosiguió:
--Yo saqué a Inés de la huerta del Príncipe Pío. ¡Ay!, si no te
salvaste también tú, fué porque no pude, que bien lo intenté, te juro
que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo traerla aquí, por ser
esto muy lejos, Lobo me indujo a llevarla a casa de unas que él
llamaba honradísimas señoras, donde permanecería hasta tanto que fuera
posible traerla aquí para casarme con ella... ¡Oh, infame legista,
miserable enredador, tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel,
al verse en aquella casa, y me clavó en las mejillas sus deditos. No
puedes formarte idea de las palabras tiernas que le dije para que se
calmara; pero nada podía consolarla de que no os hubierais salvado
también tú y el buen sacerdote. En vano le dije que sería mi mujer; en
vano le dije que la adoraba con profundísimo amor; también le mostré
mi dinero, prometiéndole gastar una buena parte en huir para siempre
de Madrid y de España, si así lo deseaba. ¡Infeliz de mí! A estas
irrecusables pruebas de mi cariño sólo contestaba llamándome bestia y
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