Bailén - 03

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aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes
fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la
derrota, aquel _no importa_ con que curaban el descalabro, fueron
causa de la definitiva victoria en tan larga guerra, y bien puede
decirse que la estrategia, la fuerza y la táctica, que son cosas
humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es
divino.
Como era natural, las noticias, del levantamiento se exageraban
locamente, y el delirio popular veía miles de hombres donde no había
sino centenares. Cuando las noticias venían de Bayona, eran objeto de
sistemático desprecio, y las disposiciones del palacio de Marras, así
como la convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del Adour, y el
pleito homenaje por algunos grandes tributado a Bonaparte, daban
pábulo a sátiras sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de rey a
Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las más ingeniosas
improvisaciones del género epigramático.
Todas las tertulias, que entonces eran muchas, pues la sociedad no se
desparramaba aún por los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs
donde latía sorda y terrible la conspiración nacional. Se conspiraba
con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las hipérboles,
con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a
los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.


V

Tal era Madrid a fines de mayo de 1808, antes de que sonaran los
primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho
esto se me permitirá que hable un poco de mi persona, pues atendiendo
a que la desgracia halla siempre eco en toda persona discreta y
sensible, creo que no soy saco de paja a los ojos de mis lectores, y
que algún interés les inspiran los penosos trances de mi borrascosa
existencia. Necesito, además, explicar por qué causas emprendí mi
viaje a Andalucía entre mayo y junio; y si de buenas a primeras me
presentara camino de Despeñaperros en compañía del desconocido
Santorcaz, ustedes no acertarían a explicarse ni los móviles de
jornada tan peligrosa, ni mi repentino acomodamiento con aquel hombre
singular.
Es, pues, el caso que, no satisfecho con las noticias que acerca de
Inés me dió Juan de Dios, traté de averiguar la verdad y tuve la feliz
ocurrencia, mejor dicho, la inspiración, de presentarme en casa de la
Marquesa, a quien no hallé; mas quiso la Divina Providencia que un
criado, conocido mío desde la famosa noche de la representación, me
saliera al encuentro, y después de mostrarse muy obsequioso,
satisficiera mi curiosidad sobre aquel punto. Según me dijo, el mismo
día 3 de mayo se presentó allí un hombre de antiparras verdes, el cual
conducía dentro de una litera a cierta joven llorosa y al parecer
enferma. No encontrando a la señora, preguntó por su hermano, con el
cual hubo de conferenciar más de dos horas. Despidióse al cabo,
dejando a la madamita en la casa.
El hermano de la Sra. Marquesa, que no era otro que aquel festivo
diplomático a quien conocimos en octubre de 1807, partió el día 4 para
Córdoba a unirse con su hermana y sobrina, y, ¡cosa rara!--me dijo
aquel curioso servidor--, se llevó consigo a la jovenzuela.
--¿De suerte que ahora están todos en Córdoba?--le pregunté.
--Sí, y según noticias, no piensan venir hasta que no se acaben estas
cosas. Eso de la señorita que trajeron en la litera ha dado mucho que
hablar a la servidumbre, y dice mi mujer..., pero más vale callar. El
hombre aquél de las antiparras verdes había estado ya algunos días
aquí, y unas veces la Sra. Condesa, otras su tía, le recibían. Mal
hombre parece.
--¿Y la joven no hizo resistencia cuando quisieron llevársela?
--Si parecía muerta, ¿qué resistencia podía hacer? Como que tuvimos
que cargarla entre dos para ponerla en el coche...
Ignoro si esto que oí y puntualmente refiero llamará la atención de
mis lectores; pero lo que sí les ha de causar sorpresa, ¡qué digo
sorpresa!, asombro grandísimo, es el saber que me atreví a desafiar
las iras del licenciado Lobo, del mismo Lobo de marras, no vacilando
en arriesgarlo todo por esclarecer lo que tan hondamente me
inquietaba. No queriendo aparecer ni aun en sombra por la aborrecida
calle de la Sal, busquéle allá por la Alcaldía de Casa y Corte, donde
con toda seguridad pensaba encontrarle, y al punto que me vió... No,
no es verosímil, no lo van ustedes a creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pues
lo juro: juro que es la pura verdad. Pues bien: al pronto que me vió,
echóme los brazos al cuello, demostrando gran interés por mi persona,
y no sólo me pidió nuevas acerca de mi salud, sino que me rogó le
contase algunos pormenores de mi fusilamiento y para él milagrosa
resurrección.
Quedéme atónito, aunque no tranquilo, presumiendo que tan desusadas
blanduras serían obra de su refinada astucia y preparación de algún
nuevo golpe contra mí; pero cuando le pregunté por el estado en que se
hallaba el proceso célebre, respondióme que ya no se pensaba en tal
cosa, porque como los franceses eran amigos del Príncipe de la Paz, no
convenía molestar a los servidores y amigos de éste.
--No quiero--añadió--que Su Alteza el Gran Duque se amosque. Aquello
fué una broma, y de haberte prendido, al punto hubieras sido puesto en
libertad. Pero di, picarón..., ¿conque tú eras galán de D.ª Inés?
Cuéntame todo: ¿dónde la conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo que
guardaba un tesoro en su casa! Yo lo sabía todo..., ¿y tú?; sospecho
que también, perillán. Pero no sabías que a fines del mes de abril se
acordó en consejo de familia recoger e identificar a esa jovencita
para darle la posición que le corresponde. Como yo estaba al tanto de
todo, y además tenía el honor de conocer a la Sra. Marquesa,
comprometíme a entregarla, haciéndoles creer que había grandes
dificultades para arrancarla del poder de los parientes de su supuesta
madre. Hijo, es preciso hacer algo por la vida: considera que es uno
un pobre, con mujer, nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dos
suegras, sí señor, la madre y la abuela de mi mujer, y si uno no se da
maña para mantener a este familión... La verdad es que a todos les di
cordelejo: a D. Mauro, al papanatas de Juan de Dios, y a ti mismo, que
ahora resucitas para pedirme a Inés. ¿Pero la amabas tú? Anda,
zanguango, cortéjala, a ver si logras casarte con ella, lo cual,
aunque difícil, no es imposible...; la niña tendrá una dote regular, y
quizás pueda heredar el mayorazgo y título, lo cual será, según el
tenor de las escrituras... ¡Ah, pelafustán! Me parece que tú traes un
proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuerdo que la
palomita te llamaba con exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta
la conducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes de
qué me río? De ese ganso de Juan de Dios, que estuvo aquí el otro
día, y poniéndose de rodillas delante de mí, me dijo: «¡Déme usted a
Inés, porque me muero sin ella! ¡Démela usted hoy y máteme mañana!»
Fué una comedia, Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin nos cansó
tanto, que tuvimos que echarle a palos de la escribanía.
Atención sostenida presté yo a estas y otras muchas razones del
licenciado Lobo, el cual, para que nada faltara en su inexplicable
benignidad y cortesanía, al tiempo de despedirme díjome que quizás
pudiera proporcionarme algunas lecciones de latín, si me hallaba con
ánimos, puesto que era tan gran humanista, de ganarme el pan con la
enseñanza. Dile las gracias, y tan satisfecho me retiré del resultado
de mis investigaciones, que el mismo día decidí marchar a Córdoba
cuando estuviera restablecido.
¿Me seguirán ustedes, o, fatigados de estas aventuras, dejarán que
marche solo a resolver cuestiones que a nadie interesan más que al que
esto escribe? No; espero que no nos separaremos tan a deshora, y
cuando parece probable que, siguiéndome, asistan ustedes a algún
espectáculo que les haga más llevadero el fastidio de mis personales
narraciones. Vamos, pues, y tengan en cuenta que nos acompaña el Sr.
de Santorcaz, a quien llevan al país andaluz asuntos de familia. Yo le
manifesté que deseaba me llevase como escudero; mas él dijo que no
tenía con qué pagar mis servicios, porque su bolsa no estaba en
disposición de atender a gastos de servidumbre, y que harto se
congratularía de llevarme como compañero y amigo. Así fué, en efecto;
y como yo necesitara algunos días más de restablecimiento, él me
esperó, y en uno de los últimos días de mayo o de los primeros de
junio, luego que me despedí de mis obsequiosos protectores,
correspondiéndoles como pude, y de Juan de Dios, a quien oculté el
objeto de mi expedición, nos pusimos en marcha.


VI

Como Santorcaz era pobre, y yo más pobre todavía, nuestro viaje fué
tan irregular, cual los que en antiguas novelas vemos descritos. No
adoptamos sistemáticamente ninguna de las clases de incómodos
vehículos conocidos en nuestra España; en varias ocasiones anduvimos
en galera, otras en macho, si nos franqueaban sus caballerías los
arrieros que tornaban a la Mancha de vacío, y las más veces a pie.
Hacíamos noche en las posadas y ventas del camino, donde Santorcaz
lucía su prodigiosa habilidad en el no gastar, logrando siempre que se
le sirviese bien. Para estas y otras picardías, mi compañero se hacía
pasar por un insigne personaje, mandándome que le llamase Excelencia y
que me descubriese ante él siempre que nos mirara el mesonero. Yo lo
cumplía puntualmente; y con tal artificio, más de una vez, además de
no cobrarnos nada, salían a despedirnos humildemente, rogándonos que
les dispensáramos el mal servicio.
Más allá de Noblejas y Villarrubia de Santiago, y cuando después de
una larga jornada sesteábamos, apartados del camino, junto a la ermita
del _Santo Niño_, se nos agregó un mozo que nos dijo llevaba el mismo
camino que nosotros y que desde entonces fué nuestro inseparable
compañero. Tenía como veinte años, llamábase Andresillo Marijuán, y
aunque era natural de Aragón, iba a servir de mozo de mulas a un
pueblo de Andalucía, en casa de la condesa de Rumblar, su ama y
señora, pues en las fincas que ésta poseía en tierra de Almunia de
Doña Godina había nacido aquel mancebo. Al punto su genio franco y
alegre simpatizó con el mío y nos hicimos muy amigos. Santorcaz nos
trataba con superioridad, aunque sin tiranía. Cuando al llegar a una
posada, cabalgando él en perverso macho y nosotros a pie, íbamos a
tenerle el estribo y después a quitarle las espuelas, deshaciéndonos
en cumplidos y cortesías, teníamos que apretar los dientes para no
soltar la risa. Marijuán, que mejor que yo sabía fingir, era el
encargado de ordenar al ventero que le diese al amo lo mejor de la
despensa, porque Su Excelencia, que iba de Regente a Sevilla, era
hombre terrible y castigaba con fiereza a los posaderos que no le
servían bien.
Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país, donde el sol está
en su reino y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo;
país entre todos famoso desde que el mundo entero hase acostumbrado a
suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D.
Quijote. En opinión general es la Mancha la más fea y la menos
pintoresca de todas las tierras conocidas, y el viajero que viene hoy
de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo
del vagón, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que
como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos
accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Ésto es lo
cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su
conjunto, su propia desnudez y monotonía, que, si no distraen ni
suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde
se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del pensamiento de D.
Quijote no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En un país
montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas
casas, huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote no
hubiera podido existir y habría muerto en flor, tras la primera
salida, sin asombrar al mundo con las grandes hazañas de la segunda.
Don Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y
que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones,
pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna;
tierras surcadas por las veredas del acaso, de la aventura, y donde
todo cuanto pase ha de pareer cobra de la casualidad o de los genios
de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace a
los cuerdos locos; aquel campo sin fin donde se levanta el polvo de
imaginarias batallas, produciendo, al transparentar de la luz,
visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba
aquella escasez de ciudades que hace más rara y extraordinaria la
presencia de un hombre o de un animal; necesitaba aquel silencio
cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay
tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su
tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano
en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un
afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien le
ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella
total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el
sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en
su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en
aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los
patriarcales molinos de viento, a los cuales sólo el lenguaje faltaría
para ser colosos, inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y
espantan al viajero con sus gestos amenazadores.


VII

Así es la Mancha. Al atravesarla no podía menos de acordarme de D.
Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi imaginación. Durante
nuestras jornadas nos aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos
contaba algún extraordinario suceso de los que en lejanos países había
presenciado. Una vez nos dejó con la boca abierta contándonos la
fiesta de la coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y señales, y
otra vez nos puso los cabellos de punta refiriendo la más famosa
batalla de las muchas en que se había encontrado. Cuando lo contaba
íbamos caballeros en sendos machos que nos facilitaron por poco dinero
unos arrieros de Villarta, y no estoy seguro de si habíamos traspasado
ya el término de Puerto Lápiche o íbamos a entrar en él. Lo que sí
recuerdo es que por huir del calor emprendimos nuestra jornada mucho
antes de la salida del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo
encapotado y sombrío, la tierra húmeda a consecuencia del fuerte
temporal de agua que descargara el día anterior.
Debo indicar el paisaje que teníamos delante, porque no menos que la
pintoresca relación de Santorcaz, contribuyó aquél a impresionar mis
sentidos. El camino seguía en línea recta ante nosotros; a la
izquierda elevábanse unos cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían
en el horizonte formando dilatadas curvas; en el fondo y muy lejos se
alcanzaba a ver una colina más alta, en cuya falda parecían
distinguirse las casas de un pueblo; a la derecha el suelo se extendía
completamente llano, y en su inmensa costra la tarda corriente de un
arroyo y el agua de la lluvia formaban multitud de pequeños charcos,
cuyas superficies, iluminadas por la luna, ofrecían a la vista la
engañosa perspectiva de una gran ciénaga o pantano. He hablado de la
luna, y debo añadir que aquel astro, desfigurador de las cosas de la
tierra, prestaba imponente solemnidad al desnudo y solitario paisaje,
esclareciéndolo o dejándolo a obscuras alternativamente, según que
daban paso o no a sus pálidos rayos los boquetes, desgarrones y
acribilladuras de las nubes.
Santorcaz, después de un rato de silencio y meditación, contuvo su
cabalgadura, paróse en mitad del camino, y contemplando con cierto
arrobamiento el horizonte lejano, las colinas de la izquierda y los
charcos de la derecha, habló así:
--Estoy asombrado, porque nunca he visto dos cosas que tanto se
parezcan como este país a otro muy distante donde me encontraba hace
tres años a esta misma hora, en la madrugada del 2 de diciembre. ¿Es
mi imaginación la que me reproduce las formas de aquel célebre lugar,
o por arte milagroso nos encontramos en él? Gabriel, ¿no hay enfrente
y hacia la derecha unos grandes pantanos? ¿No se ven a la izquierda
unos cerros que terminan en lo alto con un pequeño bosque? ¿No se
eleva delante una colina en cuya falda blanquea un pueblecillo? Y
aquellas torres que distingo al otro lado de dicha colina, ¿no son las
del castillo de Austerlitz?
Marijuán y yo nos reímos, diciéndole que se le quitaran de la cabeza
tales cosas, y que si bien lo de los charcos era cierto, por allí no
había ningún castillo de Terlin ni nada parecido. Pero él, poniendo
al paso la cabalgadura y mandándonos que le siguiéramos uno a cada
lado, continuó hablando así:
--Muchachos, no puedo olvidar aquella célebre jornada, que llamamos de
los Tres Emperadores, y que es sin duda la más sangrienta, la más
gloriosa, la más hábil con que ha ilustrado su nombre el gran tirano,
ese hombre casi divino, a quien ahora puedo nombrar a boca llena,
porque no nos oyen más que el cielo y la tierra. Os contaré,
muchachos, para que sepáis lo que es el hacha de la guerra en manos de
ese leñador de Europa. Yo me hallaba en París sin recursos, después de
haber sido sucesivamente maestro de latín, pintor de muestras, corista
en Ventadour, espadachín, servidor de los emigrados de Coblentza,
postillón de diligencias, carbonero y cajista de imprenta, cuando
senté plaza en el ejército de Boulogne, destinado a dar un golpe de
mano contra Inglaterra... Cuando el Emperador nos trasladó de
improviso, sin revelar su pensamiento, al centro de Europa, estábamos
un tanto amoscados, porque las violentas marchas nos mortificaban
mucho, y como éramos unos zopencos, no comprendíamos los grandes
planes de nuestro jefe. Pero después de la capitulación de Ulm, nos
creíamos los primeros soldados del mundo, y al hablar de los prusianos
y de los rusos, nos reíamos de ellos, juzgándoles hasta indignos de
nuestras balas. Cuando pasamos el Inn, ya presumíamos que se
preparaban grandes cosas; al internarnos en la Moravia, después de la
acción de Hollabrünn, comprendimos que el ejército ruso-austriaco nos
iba a presentar batalla formal. Lo que no estaba reservado a nuestras
cabezas era el discurrir si tomaríamos la ofensiva o si operaríamos a
la defensiva. Pero la gran cabeza, aquella que tiene un mechón en la
frente y el rayo en el entrecejo, lo iba a decidir bien pronto.
A este punto llegaba, cuando el camino por que marchábamos torció
hacia la derecha, describiendo una gran vuelta, de modo que formaba
ángulo recto con su primitiva dirección. Santorcaz, nuevamente
alucinado con aquello que parecía para él extraordinaria coincidencia,
prosiguió así:
--¿Pero no es éste el camino de Olmutz? Gabriel, o esto es aquello
mismo, o se le parece como una gota a otra gota. Mira, ahora tenemos
enfrente los pantanos de Satzchan y a nuestra izquierda la colina de
Pratzen. Mira hacia allá. ¿No se oye ruido de tambores? ¿No se ven
algunas luces? Pues allí están los rusos y los austriacos. ¿Sabes cuál
es su intención? Pues quieren cortarnos el camino de Viena, para lo
cual tendrán que bajar de la colina de Pratzen y situarse entre
nuestra derecha y los pantanos. ¡Mira si son estúpidos! Eso
precisamente es lo que quiere el Emperador, y todo lo dispone de modo
que parezca que nos retiramos hacia Viena. Figúrate que aquí está
nuestro ejército, compuesto de setenta mil hombres, cuyo inmenso
frente ocupan todas las colinas de la izquierda, el camino y parte de
la llanura que hay a la derecha. El Emperador, después de llenarse las
narices de tabaco, sale a media noche a recorrer el campo y observar
los movimientos del enemigo. ¿Veis?; por allí va. ¿No se oyen las
pisadas de su caballo y los gritos de entusiasmo con que le saludan
los soldados? ¿No se ve el resplandor de las hogueras que encienden a
su paso? ¿Pero ustedes no ven todo esto? ¡Bah! Es ilusión mía; pero de
tal modo aviva mis recuerdos la similitud del paisaje, que me parece
ver y oír lo que estoy contando... Pero querréis saber cómo fué que
vencimos a los rusos y a los austriacos, y os lo voy a referir. Al
amanecer, ¡oh, chiquillos!, los rusos bajaban maquinalmente por
aquella alta colina de enfrente, con objeto de venir hacia nuestra
derecha para cortarnos el camino. No olvidéis que aquí delante tenemos
un arroyo que viene serpenteando de izquierda a derecha hasta perderse
en los pantanos. El Emperador manda que la derecha pase el arroyo, y
verificado esto, los rusos la atacan. El centro, mandado por Soult, y
la izquierda por Lannes, ansiaba entrar en fuego; pero el Emperador
contenía el ardor de aquellos generales, para aguardar a que los rusos
acabasen de cometer el desatino de bajar de las alturas de Pratzen
para meterse en la madre del arroyo de Golbasch. Os explicaré bien.
Allá, en lontananza y al pie de la loma, están las aldeas de Telnitz y
Sokolnitz...
--Si aquí no hay tales aldeas, señor--interrumpió Marijuán, indócil a
la mixtificación.
--Necio, ¿querrás callar?--continuó el francmasón--. Yo sé lo que me
digo, y es que todo el afán de Napoleón, después que vió bajar a los
rusos, consistía en tomar aquellas aldeas para apoderarse luego de la
loma que tenemos enfrente. ¿No le veis? Pues bien: los generales Soult
y Lannes partieron al galope para dirigir las operaciones del centro y
de la izquierda. Yo pertenecía al centro, y estaba en el 17.º de línea
y a las órdenes de Vandamme. Avanzamos hacia el arroyo: ¿veis?, fuimos
por aquí a toda prisa.
-Si aquí no hay tal arroyo--dijo Marijuán, riendo--. Usted si que
tiene la cabeza llena de arroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.
--Llegamos a la aldea de Telnitz y allí comenzó el ataque--continuó
imperturbablemente Santorcaz--. En la loma quedaban todavía
veintisiete batallones de infantería rusa y austriaca, mandados en
persona por los dos Emperadores y por el General en Jefe ruso
Kutusof.¡Ah, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad hacia
enfrente, pues desde aquí se distingue muy bien la posición que
respectivamente teníamos: ellos encima, nosotros debajo... Al
principio nos acribillaban; pero Soult nos mandó subir a todo trance,
y subimos desafiando la lluvia de balas. Para ayudarnos, el general
Thiebault, de la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra derecha
con doce piezas de artillería, que, bien disparadas, hacen grandes
claros en las filas contrarias. Éstas tienen al fin que retroceder al
otro lado de la loma. ¿Veis aquel repecho que hay a la izquierda? Pues
allí fué el 17.º de línea. Piquemos nuestras cabalgaduras, y nos
hallaremos en el mismo sitio. Estúpidos, ¿no os entusiasmáis con estas
cosas? Mira, Gabriel, ya estamos subiendo: ésta es la loma que veíamos
desde lejos; este repecho que miráis a la izquierda es el repecho de
Estari-Winobradi, adonde el general Vandamme nos condujo. ¿Pero creéis
que era cosa de juego? El repecho estaba defendido por numerosas
tropas rusas y una formidable artillería. La cosa era peliaguda; pero
cuando los generales dicen «Adelante, siempre adelante», no es posible
resistir, y aunque del 17.º de línea no quedamos más que la tercera
parte para contarlo, ayudados por el 24.º de ligeros tomamos al fin el
repecho, apoderándonos de la artillería. Los rusos se desbandaron por
el otro lado de la loma, dirigiéndose hacia aquel caserío que a lo
lejos clarea, a la luz de la luna, y que no es otro que el castillo de
Austerliz.
Marijuán reventaba de hilaridad. Yo a mi vez no pude menos de hacer
alguna observación al narrador, diciéndole:
--Señor de Santorcaz, allá no se ve ningún castillo, como no sea que
se le antoje fortaleza la cabaña de algún pastor de ovejas, únicos
rusos que andan por estos lugares.
--Tú si que no sabes lo que te dices--prosiguió Santorcaz, deteniendo
su macho en medio del camino--. Os seguiré contando. Mientras los del
centro hacíamos lo que habéis oído, allá por la izquierda, en esa
tierra llana que tenemos a este lado, la caballería cargaba
portentosamente al mando de Lannes y Murat. Francamente, rapaces, de
esto poco os puedo hablar, porque caí herido: por un buen rato se me
pusieron telarañas ante los ojos, y mis oídos no percibían sino un
vago zumbido. Pero ahí, hacia la derecha, se remataba a los rusos y
austriacos del modo más admirable. ¿No veis los pantanos de Satzchan?
A lo lejos brilla su engañosa superficie; están helados, y los rusos,
impelidos por Soult, se precipitan sobre ellos. En el acto, el
Emperador manda que la artillería de la Guardia dispare algunos
cañonazos sobre el hielo para que se hunda, y entre los desmenuzados
cristales caen al agua dos mil rusos con sus cañones, caballos,
pertrechos, armas, municiones y carros, precipitándose confusamente,
sin que sus compañeros les prestaran socorro, porque no pensaban más
que en huir, y huyendo se ahogaban, y quedándose morían barridos por
la metralla francesa. ¡Qué espantoso desastre para aquella pobre
gente, y qué gran victoria para nosotros! Estábamos locos de
entusiasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán, ¿no os
entusiasmáis? Sois unos gaznápiros. Aquello fué prodigioso. Sólo
entramos en fuego cuarenta mil hombres, y merced a las hábiles
disposiciones del gran tirano, derrotamos a noventa mil aliados,
matándoles o ahogando quince mil, cogiendo veinte mil prisioneros y
ciento veinte cañones. ¿No había motivo para que nos volviéramos
locos con nuestro jefe? ¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí
cuando recorrió el campo de batalla mandando recoger los heridos! Creo
que hasta los muertos se levantaban para gritar «¡Viva el Emperador!»,
y cuando a la noche siguiente encendimos una gran hoguera en este
mismo sitio donde ahora estamos, y vino él a situarse allí enfrente
para recibir al Emperador de Austria, parecía un dios rodeado de
aureola de fuego y teniendo al alcance de su mano los rayos con que
destruía tronos y reyes, imperios y coronas.
Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nos fué forzoso disimular
nuestra hilaridad, porque habiendo preguntado el joven aragonés con
mucha sorna que cuál fué la ventaja sacada de tal lucha, Santorcaz se
amoscó, y amenazando castigarnos si no nos entusiasmábamos como él,
nos dijo:
--Mentecatos, podencos, ¿acaso la paz y Tratado de Presburgo es paja?
Prusia quedó aliada de Francia, perdiendo Austria el apoyo de su
hermana. Austria abandonó a Francia el Estado de Venecia y cedió el
Tirol a Baviera, reconociendo al mismo tiempo la soberanía de los
electores de Baviera, Wurtemberg y Baden, después de pagar a Francia
cuarenta millones de indemnización de guerra. Al mismo tiempo, pedazos
de alcornoque, por el Tratado de Schöenbrunn, Francia cedió a Prusia
el Hannover, Prusia a Baviera el marquesado de Anspach y a Francia el
principado de Neufchâtel y el ducado de Cleves.
Marijuán y yo volvimos a mirarnos y nos volvimos a reír, lo cual,
advertido por Santorcaz, fué causa de que éste nos sacudiera un par de
latigazos que, a ser repetidos, nos habrían obligado a defendernos,
haciendo allí mismo un segundo Austerlitz. Más bien estábamos para
burlas que para veras, y Marijuán especialmente no dejaba pasar
coyuntura en que pudiera zaherir a nuestro compañero. Como acertáramos
a encontrar un rebaño de ovejas y cabras, dijo el aragonés:
--Apartémonos aquí junto al charco para ver de derrotar a estos
austriacos y rusiacos, que vienen mandados por el tío Parranclof,
emperador del Zurrón y rey de los guarros, y subamos a la loma de la
Panza para quitarles la artillería y hacerles meter en el castillo.
Yo en tanto, acordándome de D. Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo
sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como
radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño, con esa
expresión que, sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no sé
qué sello de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de lo que
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