Bailén - 06

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calle lo menos posible. Suele haber tumultos..., ¡la gente anda tan
excitada!... ¡Qué susto me llevé la otra tarde en el barrio de San
Lorenzo!..., y como a causa de la gota no puedo correr...
--Y como en la calle no se encuentran camas para esconderse debajo de
ellas... Vamos, vamos, Marqués, y leeremos a los amigos estas
estupendas novedades.
Salieron la Artillería y la Diplomacia, y como la Marquesa había
salido de la habitación un momento antes, quedamos solos otra vez
Amaranta y yo.
--Sigue contando--me dijo--. Y ese señor tendero con quien servías,
¿ha venido contigo a Córdoba?
--No, señora: yo no he vuelto más a su casa. Salí de Madrid
acompañando al Sr. de Santorcaz.
--¡Santorcaz!--exclamó la dama, poniéndose encarnada y después pálida
como una difunta. ¿Quién? ¿Quién has dicho?
--Don Luis de Santorcaz, señora; un caballero castellano que ha venido
ahora de Francia.
Amaranta parecía sentir una emoción profunda. Para disimularse
levantó fingiendo buscar algo, dió media vuelta, sentóse de nuevo,
después se puso la mano sobre los ojos, y finalmente, rompió una flor
de trapo que tenía entre sus manos.
--¿Qué estabas diciendo, que no te oí...?
Que el Sr. de Santorcaz...
--Deja a ese hombre..., no hables de lo que no me interesa. ¿Conque
antes decías que los tenderos de la calle de la Sal martirizaban a la
chiquilla...?
--Sí, señora, mucho. Me desgarraba el corazón--contesté sin cuidarme
de disimular los sentimientos de mi alma.
--Era natural que te interesaras por la desgracia.
--Es que yo había conocido a Inés antes de que a tal casa fuera.
Habíala conocido cuando estaba con su tío, el buen D. Celestino del
Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, y como ella era tan buena, y
yo también..., porque yo era muy bueno... En fin, señora, yo no puedo
ocultar a Usía la verdad.
--Dímela de una vez.
Dejándome llevar de la impetuosa pena que pugnaba por desbordarse en
mi afligido pecho, y olvidando toda la consideración, todo tacto, toda
prudencia, con el acento de la verdad y de un dolor inmenso, dije lo
siguiente, sin reflexión ni cálculo alguno:
--Señora, Inés y yo éramos novios... Yo la quiero, yo la adoro...;
ella también...
Levantóse Amaranta rápidamente, y en su semblante observé señales de
repentina cólera. Mandándome callar, después de decirme que era un
desvergonzado y un truhán, agitó con inquieta mano una campanilla.
¡Altos cielos, por qué no os hundisteis sobre mí! Entró un criado, y
Amaranta le mandó que me pusiera al instante en la puerta de la calle.


XIII

El criado, cumplidor de la ignominiosa orden, era un segundo mayordomo
llamado Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde que le
conocí en El Escorial, aquel hombre me había inspirado inexplicable
antipatía, y digo esto y además le nombro, para que mis lectores le
tengan presente, por si figurase después un poco en los peregrinos
sucesos de esta historia.
¿Será preciso que hable de mis tormentos morales en los días
siguientes a aquel suceso? ¡Dios mío! Aburriré a mis lectores,
abusando de la gentil cortesía que les movió a fijar sus ojos en estas
relaciones. No: más vale que devore en silencio mis penas y les hable
de otros asuntos, que así alcanzaré la doble ventaja de
proporcionarles útil entretenimiento, y de calmar mis pesares,
adormeciéndoles con el beleño de patriótico entusiasmo.
En Córdoba reinaba gran impaciencia por la tardanza del ejército de
Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los profanos en el
arte de la guerra arreglaban fácilmente las cuestiones más arduas,
charlando en cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil, como lo
es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiar plazas y coger
prisionero a medio mundo. A los profanos se unían los bullangueros y
voceadores, que entonces, ¡Santo Dios!, pululaban tanto como en
nuestros felices días, y entre aquéllos y éstos y el torpe vulgo
armaban tal algazara, que no sé cómo las Juntas y los Generales podían
resistirla.
Principió el chaparrón de comentarios sobre la lentitud con que
Castaños organizaba sus tropas: unos aseguraban que tenía miedo;
otros, que estaba decidido a dar la batalla, pero que, seguro de
perderla, tenía tomadas sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a
las Américas con lo más granado de sus tropas; otros en fin, se
atrevieron a más, y pronunciaron la palabra _traidor_. Esta palabra no
era entonces palabra, era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en
Cádiz, Perales en Madrid, Filangieri en Galicia, Cevallos en
Valladolid, Ordóñez en Palencia, El conde del Águila en Sevilla,
Trujillo en Granada, Torre del Fresno en Badajoz, el barón de Albalat
en Valencia. Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un
ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro días: nada de esto
entendían. Aunque al través del tiempo nos parezca lo contrario,
entonces se chillaba mucho, y también había quien tomara muy a pechos
los asuntos de la guerra sólo por el simple placer de meter ruido, y
también por hacerse de notar. Todos los días oíamos decir: «Mañana
viene el ejército», o «Ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona...»
Pero pasaban los días y el ejército no venía.
En tanto, en Córdoba no cesaban los trabajos. Si no tienen ustedes
idea de lo que es el delirio la guerra, entérense de aquello. En los
tiempos actuales, si hay guerra, las señoras, llevadas de sus
humanitarios sentimientos, se ocupan en hacer hilas. ¡Ay!, entonces
las señoras tenían alma para ocuparse en fundir cañones. ¡Cuando tal
era el espíritu de las mujeres, cómo estarían los hombres! ¡Hilas!
Allí nadie pensaba en tales morondangas.
Los voluntarios y cuerpos francos se uniformaban según el gusto
indumentario de cada uno, y aquí de la imaginación de las hembras de
la familia para galonar marselleses, para emplumar sombreros y
guarnecer charpas y polainas. Se hicieron muchos uniformes; pero no
bastaban para equipar los dos regimientos, uno de caballería y otro de
infantería, que organizó la Junta de Córdoba. Sin embargo, este
inconveniente se obvió disponiendo que con cada prenda de vestir se
cubriesen dos: el uno llevaba los calzones, casaca y sombrero, y el
otro el pantalón, chaqueta y gorra de cuartel. El correaje también
servía para dos: uno llevaba la bayoneta en la cartuchera y el otro en
el porta-bayoneta, y no alcanzando las cartucheras y cananas, se
suplían con saquillos de lienzo. Más adelante, cuando tenga el gusto
de describiros en su conjunto el ejército de Andalucía, daré completa
idea de su abigarrada conformación y aspecto. Francamente, señores,
era aquél un ejército que causaba risa.
Durante los días que aguardamos la llegada de Castaños para
incorporarnos a él (y necesariamente tengo que volver a hablar de mí),
yo hacía una vida vagabunda y holgazana. Como el servicio del joven D.
Diego no exigía más que presentarme en la posada a la hora de comer,
pasaba el día y parte de la noche discurriendo por aquellas tortuosas
calles, que convidan al transeúnte a perderse en ellas, entregándose
al azar, a lo aventurero, a lo desconocido, sin saber adónde se va ni
de dónde se viene. Por ser la soledad mi mayor gusto, rechazaba la
compañía de mis camaradas, buscando errante y solo aquellos lugares
donde más pronto me perdía.
El único sitio adonde iba deliberadamente todos los días era la casa
de Amaranta, y pasaba largas horas contemplando su puerta, fijos los
ojos en las desnudas paredes, como si quisiese leer en ellas alguna
mal escrita página de mi destino. Sus cerradas ventanas, sus espesas
celosías, no daban paso a ninguna esperanza. Sin embargo, aquella
fachada era tan elocuente, que no podía dejar de mirarla. Al apartarme
de allí, el viejo muro con su puerta, sus ventanas, sus aleros y sus
miradores, quedaba tan presente en mi imaginación como si fuese una
fisonomía. ¡Cara funesta, que nunca tuvo una sonrisa para mí! Los
criados de la casa, a quienes impacientemente preguntaba por Inés, no
sabían o no querían darme noticia alguna.
Pero un día, precisamente el 1.º de julio, cambió repentinamente la
situación de mi espíritu. Atiendan ustedes, que esto es de suma
importancia. Por fin, tras larga espera, llegó el ejército del general
Castaños, y al anochecer debía partir para el Carpio. Entre los
paisanos armados que se juntaron con Echevarri existía un grupo
compuesto de contrabandistas de Sierra Morena, de Villamanrique y de
Pozo Alcón, con los cuales fraternizaron bien pronto, formando
amistosa cuadrilla, los licenciados de Málaga, batallón que se formó
con alguna gente condenada por faltas, y que la Junta tuvo a bien
indultar. Estos caballeros, para cuya domesticación emplearon grandes
rigores los jefes militares, tuvieron una reyerta en Córdoba con los
suizos de Reding. Fué cuestión de vino, prontamente aplacada, pero
que, sin embargo, alarmó el barrio de Santa Marina durante media hora,
produciendo sustos, algunas corridas, tal cual desmayo de sensibles
mujeres, las que, al oír los dos o tres tiros disparados en la
colisión, creyeron que los franceses estaban otra vez sobre Córdoba, y
así lo gritaban corriendo desordenadamente por las calles. La parte
mayor de la ciudad no se enteró de este suceso, que insignificante en
las páginas de la historia patria, fué para mí de trascendencia suma,
y más digno de mención que si hubiese derribado añejos tronos y
alterado la geografía del Continente. Así, los granos de arena pesan a
veces como montañas en el destino de un ser humano, y lo que es gota
de agua en el cauce de la generalidad, es río impetuoso en el de uno
solo, o viceversa, según lo que nosotros llamamos antojos de allá
arriba, y no es sino concierto sublime, que no podemos comprender,
como no puede una hormiga tragarse el Sol.
Pues bien: algunas horas antes de la que señalaron para la partida
salí a la calle, impulsado por un sentimiento de amor hacia los
laberintos de aquella ciudad que en sus repliegues escondidos había
dado un asilo a mi tristeza. Sentía salir de Córdoba como siente el
ermitaño dejar su cueva. Habíame acostumbrado a pasear mi aburrimiento
y soledad por aquellos callejones, a quienes en cierto modo había
hecho confidentes de mi pesar; hallaba tantas perspectivas amigas en
un recodo, en una torre, en un ajimez, en una encrucijada, en un
poste, en una reja, en una piedra corroída por el tiempo, en un zócalo
garabateado por los chicos, que no pude menos de salir a dar el último
adiós a todas aquellas mudas compañías de mi tristeza. Aquel día
estaba más triste que nunca.
Era de tarde: pasé por una plazuela irregular y solitaria, de esas que
son la desesperación de los arquitectos modernos: a un lado muros de
ladrillo, en los cuales, por la disposición de este material, se ha
querido imitar una decoración greco-romana, con jambas, dentículas,
capiteles, metopas y triglifos; a otro una pared sin puertas ni
ventanas; luego un descomunal portalón, una esquina cargada de
escudos, un farol, un santo, torres medio caídas y machones que se van
a caer, una plazuela, en fin, de esas que nos salen al paso cuando
visitamos cualquier vieja metrópoli, tal como Toledo, Granada,
Valladolid, León, etc. Al atravesarla sentí el ruido que cerca
producía la citada reyerta entre los licenciados y los suizos; oíase
lejana algazara, y al extremo de largo callejón vi algunas mujeres que
corrían gritando. Esto despertó mi curiosidad y marché hacia allí;
pero no había dado dos pasos, cuando me detuve asombrado y
estremecido, porque en el fondo de la plazuela, y en el ángulo que
ésta formaba con una calle, vi una mano que me hacia señas; sí, una
mano blanca que me llamaba.
Dirigíme allá, y en unos cuantos segundos se disipó la ilusión. Me
reí de mi torpeza al observar que en el ángulo mencionado había una
imagen de la Virgen, de esas que la devoción de los españoles ha
puesto en las antiguas calles. La Virgen tenía una corona de hierro,
en cuyos picos debió de haberse enredado una cometa de algún chico de
la vecindad, pues un jirón de papel, todavía suspendido junto al
cuerpo de la sagrada estatua, a impulsos del viento se movía. El
papelejo fué lo que a mí me pareció un brazo que se movía y una mano
que me llamaba. Tal alucinación en pleno día era señal de mi
estupidez, por lo cual, burlándome de mí propio, seguí mi camino.
Pasando bajo la imagen, contemplaba el jirón de la cometa, cuando me
detuve de nuevo, porque un objeto rozó mi cara, produciéndome
escalofrío. El jirón de papel se había desprendido de la imagen,
cayendo sobre mi. ¡Vean ustedes lo que es el estado del ánimo! Aquel
hecho insignificante, tan insignificante como el aplastar un grano de
arena con nuestro pie, me hizo detener el paso, me hizo temblar, me
hizo mirar a todos lados, puso en mis labios esta pregunta, que me
dirigí lleno de confusión: «Pero, Gabriel, ¿te has vuelto bobo, o lo
has sido toda tu vida?»
Seguí andando hacia la acera de enfrente, cuando de nuevo me detuve,
me quedé helado, absorto, estupefacto, porque detrás de mi había
sonado claramente mi nombre. ¿Quién me llamaba? Volvime y nada vi. La
plazuela estaba enteramente desierta y muda: sólo a lo lejos se oían
apenas algunas voces del altercado, que de ningún modo podían
confundirse con la que a mi espalda había dicho «Gabriel.»
Al volverme, mis ojos se fijaron en una puerta: era la puerta de una
iglesia. Abiertas de par en par las hojas de madera chapeada, se veía
el cancel de mugriento cuero, con dos puertecillas laterales. Una
vieja, al salir, puso en movimiento las mohosas bisagras, y al ruido
de la herrumbre, un sonido lastimero llegó a mis oídos, modulando
aquella voz que a mí me había parecido mi nombre. Esta vez no me reí,
sino que entré decididamente en la iglesia. Vi muchos santos pintados
o de escultura, y, ¡cosa singular!, parecióme que todas las imágenes
sonreían apaciblemente. La iglesia era modesta, blanca, obscura. En
los lustrosos bancos se sentaban algunas señoras de edad. Las luces
del altar, al reflejarse en los oropeles de un luengo cortinón rojo
que servía de dosel a la Virgen, brillaban estrellas tembladoras de
aquella dulce obscuridad, indicando adónde debían dirigirse los
piadosos ojos. Al poco rato de estar allí, parecióme aquel interior
menos obscuro y comencé a ver distintamente todos los objetos. En el
fondo de la iglesia, frente al altar, había una gran reja que se
alzaba desde el suelo al techo; tras esta reja percibíanse vagas
claridades movibles y un murmullo sordo, de cuyo conjunto se destacaba
de rato en rato una tos o una sílaba que repetían los ecos de la
bóveda. Acercándome a la reja, pude fácilmente distinguir tras ella
bultos blancos y negros, entre los cuales algunos desfilaron
pausadamente y sin ruido hacia una puerta que se abría en el ángulo
del fondo, y otros permanecían inmóviles y de rodillas. Eran las
monjas.
Contemplando la tranquilidad de aquellas santas mujeres, su apacible
recogimiento, la vaguedad aparente de sus formas corpóreas, aquel
silencio de sus pasos que les asemejaba a simples creaciones de la luz
en el fondo de la cámara obscura; contemplando aquella calma de sus
rezos, que nadie oía, sentí envidia de los que sumergen su vida en la
dulce sombra de un claustro. Yo no apartaba mis ojos del coro,
observando indiscretamente los movimientos de las buenas Madres, y
mientras mayor era mi atención, con más claridad se me iban
presentando los distintos objetos de aquel recinto, y vi poco a poco
los sillones, el facistol, el órgano, los cuadros. Tan lentamente
salían de la obscuridad los perfiles de estos objetos, que mi propia
imaginación podía creerse autora de aquel espectáculo.
El día iba descendiendo, y la iglesia se obscurecía por grados; pero
una de las Madres, tirando de unas cuerdas, descorrió la cortina negra
de la alta ventana del coro, y entonces entró la luz crepuscular,
dando a todo su verdadera forma. Retiráronse algunas monjas; yo sentí
el tenue chocar de las medallas de sus rosarios cuando levantaban la
rodilla, y luego besos. Era fácil contar el número de las que salían
por el número de los suaves estallidos que resonaban en aquel espacio,
porque todas al salir besaban los pies de un Cristo colgado junto a
la puerta. A esto atendía yo, cuando de las figuras que aún quedaban
de rodillas en el centro del coro se levantó una, dirigiéndose a la
reja y al mismo lugar en que yo estaba. Mi impresión al verla, al ver
su cara, al ver sus ojos que me miraban, fué tan viva, tan aterradora,
que hube de quedar petrificado, la sangre helada, la vida en suspenso,
hecho una estatua de plomo. Lo que estaba viendo, ¿qué era? ¿Era una
aberración, un delirio, una imagen del sueño, un juguete fantástico,
obra de los ángeles traviesos para burlarse de los que con sus
mundanas tristezas van a profanar la casa de Dios? La miré fijamente,
atónito ante aquel enigma, ante aquel misterio; pero la visión no duró
más que algunos segundos, porque la monja, llamada por otra, se apartó
de la reja, y salió rápidamente del coro sin besar el pie del Santo
Cristo.
Al hallarme solo, reuní todos, absolutamente todos los rayos de mi
razón, y juntándolos, los dirigí a la confusa y negra obscuridad de
aquel fenómeno. Quise desvanecer el celaje que envolvía mi
inteligencia haciéndome estúpido, y me pregunté si lo que acababa de
presenciar era reproducción de aquella burla de mis sentidos que poco
antes me había hecho ver una mano en un pedazo de papel y oír mi
nombre en el chirrido de una puerta. Me di golpes en la cabeza; busqué
un sitio más solitario, donde, serenándome, pudiera poner en claro
cuestión tan ardua, y sin saber cómo, di conmigo en el fondo de una
capilla. En un cuadro que se ofreció de improviso a mis ojos vi una
falange de ángeles, mil encantadoras criaturas de esas que sin más
naturaleza corporal que una cabeza y dos alas, han creado los artistas
para regocijar los asuntos de la pintura mística. Atrajeron mi
atención aquellos seres juguetones y enredadores: todos se reían con
infantiles carcajadas, y entremezclándose volaban, rasgando nubes,
esparciendo flores con el batir de sus alas de pollo, y dándose de
coscorrones al chocar unas con otras las rubias cabecitas. Por
momentos me parecía que avanzaba sobre mí la bandada de rostros
voladores, y luego retrocedían haciendo con alegre algazara
movimientos de miedo, para esconderse después tras una nube, y hacerme
desde allí guiños con sus ojuelos, y encantadoras muecas con sus
bocas.
A tal situación habían llegado mis sentidos, cuando el sacristán,
agitando un grueso manojo de llaves con cencerril estruendo, me hizo
salir de la iglesia, pues yo era la única persona que en ella quedaba.
Salí; la luz de la calle pareció devolverme el sentido común, que,
según mi propia opinión, había perdido. El tumulto de que poco antes
hablé, continuaba más reciamente, y algunas personas atravesaron a
toda prisa la plazuela. Entre éstas vi un hombre, un caballero que
azorado y con miedo corría, volviendo la vista atrás, deteniéndose a
cada dos pasos, y vacilando luego sobre qué dirección tomaría. Fijóse
en mi, y al punto, llamándome por mi nombre, se me acercó con muestras
de alegría por haberme encontrado. Era el diplomático.


XIV

--Gabriel--me dijo con voz temblorosa y sin dejar de mirar hacia el
sitio del tumulto--, vas a hacerme un favor... ¡Los franceses! ¡Están
ahí los franceses! Sí..., yo he visto pasar por esas calles las gorras
de pelo de a dos varas de alto... Bien lo decía yo... ¡Mi sobrinita
y mi hermana tienen unas cosas...! A ellas solas se les ocurre
mandarme con esta comisión, sin reparar que la pierna gotosa no me
deja correr. Pero no doy un paso más..., me retiro a casa...; tú te
encargarás de llevarlas flores, la carta y el recado... ¿No oíste un
tiro? Me parece que vienen por ese lado. ¡Jesús, esto es atroz! Si
viene una bala perdida... Adiós, me voy; toma, chiquillo, encárgate
tú de esto. Es muy fácil. Ahí está el convento. Mira, en aquel
callejón está la puerta del torno. Entras, preguntas por la Srta.
Inés, la novicia..., pues. Dices que vas de parte de la Sra. Marquesa
de Leiva. ¿Lo olvidarás?... ¡Dios mío! ¡Esas mujeres que pasan
corriendo!... Sin duda los muy tunantes intentan deshonrarlas. Me
voy... Toma, entra tú en el locutorio. ¡Para qué vendría yo a estos
malditos barrios! Toma el ramo de flores contrahechas..., toma la
carta, que darás a la Srta. Inés...; le dices que la Sra. Marquesa
está enojada con ella, y que es preciso que a salir del convento se
decida. Insiste mucho en esto, ¿eh?; dile que nos vamos para Madrid, y
que en la Corte del nuevo rey José I... ¡Demonio, eso que ha sonado
es un tiro de obús!... Me parece que ha caído una granada en el techo
de esa casa.
--¿Una granada? Lo menos cincuenta van disparadas ya--dije yo,
atizando el fuego de su miedo para que se marchara pronto y me dejase
tan sublime comisión.
--Conque, chiquillo--continuó, temblando como un azogado--, ¿lo harás
bien? Si te dan contestación la llevas a casa. Ve pronto. Yo me
escaparé corriendo por esta calle donde no se siente ruido...; adiós.
Desapareció el diplomático, llevado por su miedo, y al punto entré en
la portería del convento con febril alegría, y di fuertes porrazos en
el torno. Una voz regañona me contestó.
--_Deo gratias_--dije--. Vengo de parte de mi ama, la Sra. Marquesa de
Leiva, a traer un recado a la Srta. Inés.
La portera me dijo que esperara en el locutorio, y al poco rato de
estar allí corrióse la cortina de éste y vi dos monjas. No sé cómo
pude mantenerme en pie. Una de ellas era Inés.
No me cabía duda, era ella misma: en su semblante, adelgazado y
pálido, habían impreso terribles huellas los sesenta días de
incesantes pesares transcurridos desde el 2 de mayo; pero la reconocí,
a pesar de la escasísima luz del locutorio, y la hubiera reconocido
en la obscuridad de las entrañas de la tierra. Parecióme que al verme
cerró los ojos, y que asió las rejas con sus dos manos para
sostenerse. Cuando me dirigió la primera pregunta, temblaba su voz de
tal modo, que era imposible entender sus palabras. Sin poder decir una
sola, incapaz de discurso y de movimiento, permanecí yo breve rato con
la cara apoyada en la reja.
La monja que la acompañaba me obligó por fin a romper el silencio.
--La Sra. Marquesa me ha dado este ramo de flores y esta carta--dije,
introduciendo ambas cosas para que las tomara Inés.
--¡Ah, el ramo para el Santo Niño de la Enfermería!--dijo la monja
vieja--. La señora Condesa no se olvida de nosotras.
--También me ha dado un recado de palabra para la Srta.
Inés--continué--, y es que se prepare a salir del convento para partir
con ella a Madrid dentro de algunos días.
--¡Oh!--exclamó la vieja--. La Sra. Condesa y la Sra. Marquesa hacen
mal en contrariar la decidida vocación de esta niña. ¡Por qué ese
empeño de llevarla a Madrid, cuando ella quiere dejar las maldades y
abominaciones del siglo! La pobrecita no quiere cuentas con nadie más
que con su prometido Esposo, que es Nuestro Señor Jesucristo.
--Madre Transverberación--dijo Inés con voz más entera--, el chocolate
y los bollos que han hecho sus mercedes ayer para la señora Condesa,
¿dónde están? ¿Los ha traído su merced?
--No por cierto.
--¡Si tuviera su merced la bondad de ir a buscarlos para que los lleve
este mozo...!
--Bien pudo usted haberlos traído--replicó gruñendo la vieja.
--Si la Sra. Condesa no lo recibe esta tarde, se enojará mucho, y me
será difícil convencerla de que no quiero dejar nunca más esta santa
morada.
--Voy por él..., ¡qué niñas éstas!
Dejónos solos la Madre Transverberación, y entonces hablé así:
--Inés mía, estoy vivo, he resucitado. Salí vivo de aquel montón de
muertos, donde perdimos para siempre a nuestro buen amigo don
Celestino. Al verme vivo y sin ti, pensé que Dios me había devuelto la
vida para castigarme; pero ahora que te encuentro, alabo a Dios porque
veo que no una, sino dos veces, me ha dado la vida.
--¿Debo salir de aquí? ¿Debo hacer lo que me mandan esas señoras?--me
preguntó Inés con impaciencia, porque temía la vuelta de la Madre
Transverberación.
--Si, Inés, sal de aquí. Haz lo que te mandan esas señoras. ¿Qué dicen
en esa carta?
--Toma, léela--dijo, alargándola al través de la reja.
A la escasa luz del locutorio pude leer la carta, que decía, entre
otras cosas relativas al ramo y al chocolate, lo siguiente: «Esperamos
que cesará tu obstinación en profesar. Nos oponemos resueltamente a
ello, y no queremos que tu ingreso en el seno de esta familia sea
señal de aniquilamiento de nuestra casa. Ya te dijimos que habíamos
determinado casarte con un joven de alto linaje, proyecto en el cual
estriba la felicidad, grandeza y lustre de la familia a que
perteneces. Todo está concertado, y aunque se aplace por motivo de la
guerra, al fin tiene que ser; de modo que si persistes en profesar,
nos llenarás de dolor. ¿No anhelas servirnos de consuelo en nuestra
soledad? ¿No correspondes al mucho amor que te profesamos? ¿No deseas
ocupar el puesto que te pertenece en nuestro corazón y en nuestra
casa? Mi sobrina y yo iremos a convencerte, y en tanto disponemos el
viaje a Madrid, adonde nos acompañarás, porque tu presencia es
indispensable a las diligencias de tu legitimación.»
--Sí, saldré--dijo Inés cuando acabó de leer la carta--. Ya no quiero
estar más aquí.
--¿Pues qué, estabas decidida a profesar?
--Sí, muy decidida. No tenía yo más consuelo que la idea de encerrarme
aquí para siempre. Cuando me trajeron a Córdoba..., ¡qué días y qué
viaje!, yo no sabía lo que era de mí. Me encerraron en este
convento..., luego vinieron esas señoras a decirme que era su
sobrina..., me besaron..., lloraron mucho las dos...; luego dijeron
que me iban a casar, y cuando les contesté: «Pues ya que me han puesto
aquí, aquí he de quedarme toda la vida», ambas se afligieron mucho...
Me visitan con frecuencia, acompañadas de un señor de edad, que me
hace mil caricias y asegura quererme mucho; pero nunca he cedido a sus
ruegos para salir.
--¿Y ahora?
--Las paredes del convento se me caen encima, y anhelo salir.
--¡Pero te van a casar!--exclamé indignado--. Te quieren casar, y no
se hunde el mundo.
Entonces se rió, creo que por primera vez desde mucho tiempo, y
aquella espontánea alegría me pareció expresión de una renaciente
vida. Inés salía del seno del claustro como yo del montón de muertos
de la Moncloa, y al contestar con una sonrisa a mis amorosas quejas,
sacaba del sepulcro de la Orden el pie que tan impremeditadamente
había metido dentro. Viéndola reír, reíme yo también, y al punto,
olvidando la situación, nos hablamos con la confianza de aquellos
tiempos en que de nuestras penas hacíamos una sola.
--¡Ay, chiquilla! Ahora que eres archiduquesa y archipámpana, ¿no
tienes vergüenza de quererme?
--¿Pero qué quieren hacer de mí?--preguntó, poniéndose triste otra
vez.
--Mira, princesa, haz lo que te mandan esas señoras: obedécelas en
todo. Ya habrás conocido el parentesco que tienes con ellas. Dios te
ha puesto en sus manos; acepta lo que Dios te da, y Él arreglará lo
demás.
--Saldré del convento--afirmó ella--. ¡Ay! No se asustarán poco las
Madres cuando me lo oigan decir. Pero ya Dios no quiere que yo sea
monja.
--No lo serás, no; y cuando yo vuelva de la guerra...
--¿Pero vas tú a la guerra? Chiquillo, ¿quién te ha metido a ti en
guerras?
--¿Pues qué he de hacer? ¿Quieres que toda la vida sea criado?
Escucha, Inés, lo que me pasó hace días en casa de la Sra. Condesa.
Fuí a visitarla, y habiendo cometido la indiscreción de decirle que te
quería, se enfureció de tal modo, que me hizo poner en la puerta de la
calle.
Inés cruzó las manos, dejándolas caer luego con desaliento sobre su
falda, mientras elevaba sus ojos al cielo, sin decir nada.
--¡No soy más que un criado, Inés!--exclamé, agarrándome con fuerza a
la reja y sacudiéndola, como si quisiera hacerla pedazos--; no soy más
que un miserable chico de las calles, indigno de ser mirado por
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