El Señor y los demás son Cuentos - 05

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el mundo, el tren volaba, el marido dormía, y la señora de las cejas de
arco de amor leía con avidez en un rincón, olvidada del mundo entero:
leía un libro en rústica, en octavo menor, forrado prosaicamente con
medio periódico. Para ella no había esposo al lado, un desconocido de
buen ver enfrente, una inmensa llanura en que apuntaban los verdores
del trigo hasta tocar el horizonte, por derecha e izquierda; no había
más que lo negro de las páginas que bebía. A veces debía de leer
entre líneas, porque tardaba en dar vuelta a la hoja; pensaba, pero
por sugestión de la lectura; para colmo de humillación, Víctor vió a
la dama levantar algunas veces la cabeza, mirar al campo, a la red
que tenía enfrente, como si pasara revista a los bultos que llevaba
en ella; hasta mirarle a él, sin verle, lo que se llama verle en
conciencia.
Con esto se encendía más lo que Víctor quería llamar su naciente amor:
una mujer que no le hacía caso, ya tenía mucho adelantado para que él
la idealizara y la pusiera en el altar de lo Imposible, su dios falso.
¿Qué demonio de libro sería aquél? Probablemente alguna novela de
Daudet, o, a todo tirar, de Guy de Maupassant... No quería pensar en la
posibilidad de que fuese de algún autor español contemporáneo, de un
amigo suyo sobre todo. ¡No lo permitiera Dios!
"Pero yo soy un texto vivo; yo valgo más que un folleto, que una
lucubración pasajera; ese volumen dentro de un año será una hoja seca,
olvidada; dentro de dos, un montón sucio de papel, y, moralmente,
polvo; en el recuerdo de los lectores que tenga, nada... y yo seré yo
todavía; un joven, viejo para la metafísica, pero rozagante, nuevo,
siempre nuevo para el amor, que es un dulce engaño compatible con todos
los nirvanas del mundo y con todas las obras pías.
"La literatura era una cosa _estúpida_; porque si era mala, era
estúpida por sí, y si era buena, era necio, inútil, entregarla al vulgo
que no puede comprenderla. Aquella señora, guapa y todo, con los ojos
pensadores y sus cejas cargadas de ideas nobles y de poesía, sería,
es claro, como las demás mujeres en el fondo; inteligente sólo en el
rostro, no de veras, no por dentro. Si el libro era bueno, caso poco
probable, no lo entendería, y si era malo, ¿por qué leerlo?"
Ello era que pasaban el tiempo y la campiña, y el marido no despertaba
ni la mujer dejaba la lectura que tan absorta la tenía.
Víctor no pudo más, y fué a la montaña, ya que la montaña no venía
a él. Buscó un pretexto para entablar conversación, o por lo menos
hacerse oir, y dijo:
--Señora, ¿le molestará a usted el humo... si...?
La dama levantó la cabeza, _vió_, en rigor por primera vez, a Cano;
y reparándole bien, eso sí, contestó, sonriendo con una sonrisa
inteligente, que, dijera él lo que quisiera, parecía hablar de
inteligencia de dentro:
--En este departamento está prohibido fumar...
--¡Ah! ¡No había visto!...
--Sí; pero fume usted lo que quiera, porque mi marido en cuanto
despierte no hará otra cosa en todo el día.
--¡Ah, no importa, yo no debo!...
La dama, dulcemente seria, con una mirada tan sincera por lo menos como
la literatura de última hora de Víctor, replicó:
--Le aseguro a usted que el tabaco no me molesta absolutamente nada;
fume usted lo que quiera.
Y volvió a la lectura.
Víctor se vió más humillado que antes y sin saber qué haría de aquella
licencia que se le había otorgado, y que probablemente sería la última
contravención al orden social a que le autorizaría aquella dama de la
novela, o lo que fuese.
Cuando despertó el señor Carrasco, el digno esposo de la desconocida,
la conversación prendió fuego más fácilmente; fumaron los dos
españoles, y la señora de cuando en cuando dejaba la lectura y terciaba
en el diálogo.
En cuanto supo Víctor que el distinguido académico de la Historia,
señor Carrasco, y su esposa iban a baños a un puerto muy animado y
pintoresco del Norte, dió una palmada de satisfacción, aplaudiendo la
_feliz casualidad_ de ir todos con igual destino; él también iba a
veranear aquel año en Z... En efecto, en cuanto tuvo ocasión arregló
en una de las estaciones del tránsito el cambio de itinerario y se
aseguró de que su equipaje le acompañaría en el nuevo camino que
seguía. Todo se arregla con dinero y buenas palabras.
Los de Carrasco no sospecharon la mentira, ni pensaron en tal cosa.
Ello fué que en Z... siguieron tratándose, como era natural; pero es
de advertir que Víctor, por suspicacia de autor, de artista, cuyo amor
propio vive irritado, aun mucho después de que se le dé por muerto,
no quiso decir a sus nuevos amigos su verdadero nombre; tomó el de un
pariente muerto, y vivió en Z... como un malhechor o un conspirador
que oculta su estado civil. Tuvo miedo de que al decir a la señora de
Carrasco, Cristina: "Yo soy Víctor Cano", a ella no le sonaran a nada
o le sonaran a poco estas dos palabras juntas. Muchas veces le había
sucedido encontrarse con personas a quien se debía suponer regular
ilustración y conocimiento mediano de las letras contemporáneas, que no
sabían quién era Cano, o sabían muy poco de él y sus obras. Si Cristina
recibía el nombre con indiferencia, ignorante de su fama, o teniendo de
ella escasas noticias, Víctor comprendía que su amor propio padecería
mucho, y para desagravio de sus fueros lastimados le obligaría a él, al
enamorado Víctor, a tener en poco las luces naturales y adquiridas de
una señora que no sabía quién era el autor de _Los Humildes_, su obra
de más resonancia. Amó, pues, de incógnito, y de incógnito empezó a
poner en planta un plan de seducción espiritual, al que se prestaba,
como pronto pudo conocer con sorpresa y alegría, el carácter soñador y
caviloso de la señora de Carrasco.
* * * * *
La parte material, el teatro, por decirlo así, de la aventura iniciada,
puede figurárselo el lector que haya vivido en una playa en verano
y haya tenido amoríos, o pretensiones a lo menos, en ocasión tan
propicia; los que no, pueden recurrir al recuerdo de cien y cien
novelas, y cuentos y comedias en que el mar, la arena, los marineros y
demás partes de por medio y decoraciones adecuadas hacen el gasto.
El señor Carrasco, el eximio académico de la Historia, era tan
aficionado como a sondar los arcanos de lo pasado, a sondar el fondo
de las aguas donde podía sospecharse que había pesca; pescaba desde
que Dios mandaba la luz al mundo, y cuando no podía, revolvía la arena
en busca de conchas pintadas, restos de esos humildes animalitos que
otros más fuertes persiguen y que por amor a la paz, a la tranquilidad,
se resignan a vivir enterrados, bajo la arena, donde no estorban ni
excitan la voracidad del fuerte. Mientras el académico penetraba con el
tentáculo de la caña y el anzuelo en lo recóndito del agua, o revolvía
con su bastón la blanda y deleznable arena, su mujer, paseando al
borde de las espumas, sondaba los misterios del alma guiada por el
inteligente buzo de oficio Víctor Cano.
Durante los primeros días de la estancia en Z..., Víctor había visto
alguna veces a Cristina leyendo, ora en la playa, ora en un pinar
cercano, ya en la galería del balneario, ya en el comedor de la fonda,
un libro forrado con un periódico, el mismo probablemente que él había
aborrecido en el tren. Pero notaba con satisfacción el galán audaz que
la de Carrasco leía poco, y en llegando él pronto dejaba el volumen.
Hasta la oyó quejarse, riéndose, de lo atrasada que llevaba la lectura
dichosa. "Si sigo así, tengo con un libro para todo el verano." Ni
Víctor le preguntó jamás de qué obra se trataba (tanto era su desprecio
y su horror a las letras por entonces), ni ella dejó nunca de ocultar
el volumen en cuanto veía acercarse al nuevo amigo.
Por unos quince días la victoria indudablemente fué del texto vivo;
Cristina olvidó por completo las letras de molde y oyó con atención
seria, como meditaba aquella madrugada ante una taza de café, oyó las
disquisiciones de moral extraordinaria y de psicología delicada y
escogida con que Víctor iba preparándola para escuchar sin escándalo la
declaración _sui generis_ y de quinta esencia en que tenía que parar
todo aquello.
Cano, con la mejor fe del mundo, persuadido, a fuerza de imaginación,
de que estaba poética y místicamente enamorado, en la playa,
en el pinar, en los maizales, en el prado oloroso, en todas
partes, le recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías
metafísico-amorosas de su penúltima _manera_, las que había vertido,
como quien envenena un puñal, en la prosa de acero de su penúltimo
libro. Según estas ideas, había moral, claro que sí; el positivismo y
sus consecuencias éticas eran groserías horrorosas; el cristianismo
tenía razón a la larga y en conjunto...; pero la moral era relativa, a
saber: no había preceptos generales, abstractos, sino en corto número;
lo más de la moral tenía que ser casuístico (y aquí una defensa del
jesuitismo, aunque condicional, un panegírico de Ignacio de Loyola
y del Talmud). Los espíritus grandes, escogidos, no necesitaban los
mismos preceptos que el vulgo materialista y grosero; demasiado
aborrecía la carne el alma enferma de idealidad; lejos de hacérsela
odiosa, como un peligro, se la debía inclinar a transigir con ella, con
la carne, mediante los cosméticos del arte, mediante el dogma de la
santa alegría. En el mundo estaba el amor, la redención perpetua; el
amor verdadero, que era cosa para muy pocos; cuando dos almas capaces
de comprenderlo y sentirlo se encontraban, la ley era armarse, por
encima de obstáculos del orden civil, buenos, en general, para contener
las pasiones de la muchedumbre, pero inútiles, perniciosos, ridículos,
tratándose de quien no había de llevar tan santa cosa como es la pasión
única, animadora, por el camino de la torpeza y la lascivia... Por
ahí adelante, y además por aquellos trigos de Dios (y si no trigos,
maizales y bosques de pinos), llevaba Víctor a Cristina, que oía y
meditaba, y no sospechaba, o fingía no sospechar, lo que venía detrás
de tales lecciones.
Llegó él a creerla persuadida de que el matrimonio era un accidente
insignificante, tratándose de almas místicas a la moderna. "Era absurdo
proclamar el divorcio para facilitar la descomposición de la familia
vulgar, para dar pábulo a la licencia plebeya; todo estaba bien como
estaba en la ley religiosa y en la civil; sólo que había excepciones
que la grosera expresión legal, vulgar, no podía tener en cuenta, ni
mucho menos puntualizar. ¿Cuándo llegaba el caso de la excepción?
Los dignos de ella eran los encargados de revelarlos a su propia
conciencia, mediante inspiración sentimental infalible."
Todo esto lo iba diciendo Víctor, no así de golpe y con términos duros
y abstractos, como lo digo yo que tengo prisa, sino entre párrafos de
filosofía poética y ante las decoraciones de bosque y marina _propias_
del caso.
* * * * *
Cuando la fruta le iba pareciendo ya muy madura y creía llegado el
tiempo de la recolección, notó Cano que la de Carrasco empezaba a
distraerse mientras él hablaba, y parecía meditar, no lo que él
decía, sino otras cosas. Una tarde que él creía la oportuna para la
declaración mística, encontró a Cristina dentro de una caseta, junto al
agua, leyendo hacia el final del libro forrado con un periódico.
Desde entonces pudo ver que la conversión de la buena _burguesa_
iba perdiendo terreno; oía ella con frialdad, a ratos con señalado
disgusto. Comprendió Víctor que a la dama se le ocurrían objeciones
que no exponía, pero que tenía presentes para su conducta. Estupefacto
y airado vió el seductor una mañana a su discípula sentada junto al
académico que pescaba _panchos_, mientras su esposa leía el libro de
siempre, y lo leía hacia la mitad. Es decir, que había vuelto a empezar
la lectura, que repasaba lo leído. ¡Y con qué avidez lo leía! Los ojos
le echaban chispas; la mejillas las tenía encendidas. Al llegar Víctor
cerró el volumen de repente, lo escondió bajo el chal, y mirando a
Carrasco con dulzura y simpatía, se le cogió del brazo que sujetaba la
caña.
--Suelta, mujer, que me quitas el tiento--dijo el sabio.
Y ella soltó, sonriendo, pero no obedecía las señas de Víctor, que,
como otras veces, pedían paseos filosóficos, un poco de excursión
peripatético-erótica.
Tanto terreno iba perdiendo el escritor abstinente, que llegó a la
situación desairada del que tiene que apagar la caldera de la pasión
elocuente por no caer en ridículo ante la frialdad que le rodea.
Llegó el día en que no pudo emplear siquiera el lenguaje fervoroso,
transportado de su misticismo vidente; y entonces fué cuando, con
un realismo brutal, impropio de los antecedentes, declaró su amor
desesperado, batiéndose en vergonzosa fuga...
Cristina tuvo lástima; y, clavándole los ojos pensativos y cargados de
lectura con que le miraba hacía tantos días, le dijo:
--Mire usted, Florez, le perdono, porque he tenido yo la culpa de
que usted pudiera llegar a tal extremo. No ha sido coquetería; ha
sido... que todos somos débiles; que usted ha sido elocuente, y yo iba
haciéndome intrincada y _excepcional_..., porque sus palabras parecían
un filtro de melodrama... Pero, francamente, llega usted tarde. Otro ha
corrido más. No se asuste usted... Su rival... es un libro. Ni siquiera
recuerdo el nombre del autor, porque yo, poco literata, hago como
muchas mujeres que no suelen enterarse del nombre de quien las deleita
con sus invenciones. Pensaba este verano llenarme la cabeza de novelas;
comencé en el tren una, la primera que cogí, y empezó a interesarme
mucho; después... llegó usted... con sus novelas de viva voz, y, se
lo confieso, por muchos días me hizo abandonar el libro; pero en la
lucha, que era natural que dentro de mí mantuviera mi _vulgaridad_
materialista y grosera de _burguesa honrada_, con la hembra excepcional
que íbamos descubriendo, me acordé de lo que había visto en los
primeros capítulos de aquel libro extraño... Volví a él... y poco a
poco me llenó el alma; ahora lo entendía mejor, ahora le penetraba todo
el sentido... Eran ustedes rivales... y venció él. Porque él da por
sabido todo eso que usted me cuenta..., lo entiende, lo siente... y no
lo aprueba; va más allá, está de vuelta y me restituye a mi prosa de
la vida vulgar honrada, me enseña el idealismo del deber cumplido, me
hace odiar los ensueños que dan en el pecado, me revela la poesía de la
_moral corriente_, que demuestra que el colmo del misticismo estético,
de la quinta esencia psicológica, está cifrado en ser una persona
decente, y que no lo es la mujer que falta a la fidelidad jurada a su
marido. Todo esto, que yo digo tan mal, lo dice, con tanta o más poesía
que usted sus cosas, este libro.
Cristina mostró el volumen de mi cuento, y añadió:
--Si de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro;
pero la mejor manera de rendirle el tributo de admiración que
merece..., es obedecer su doctrina... y, por consiguiente, enamorarse
sólo del humilde y santo deber.
Víctor no pudo contenerse más, y tendiendo las manos hacia el regazo de
Cristina, donde estaba el volumen que antes odiaba, gritó:
--¡Por Dios, señora, pronto; el nombre de ese libro..., el autor!...
Cristina se puso en pie, y rechazando a Víctor, como si temiera que el
contacto de aquel hombre manchara el texto que veneraba, dió un paso
atrás, y abriendo el libro por la primera hoja, leyó: "_El Concilio de
Trento_, por Víctor Cano."
Tembló el literato de pies a cabeza; se sintió partido en dos; pero
pudo en él más la vanidad que la vergüenza, y sin tratar de reprimirse,
exclamó:
--Señora, Víctor Cano soy yo; no soy Florez; yo he escrito esa novela.
En el rostro que palideció de repente, de Cristina, se pintó un gesto
de dolor y repugnancia, de desengaño insoportable; y la dama seria,
noble, de alma sincera, dando algunos pasos para alejarse, dijo con voz
muy triste:
--Lo siento.


PROTESTO
I

Este D. Fermín Zaldúa, en cuanto tuvo uso de razón, y fué muy pronto,
por no perder el tiempo, no pensó en otra cosa más que en hacer
dinero. Como para los negocios no sirven los muchachos, porque la
ley no lo consiente, D. Fermín sobornó al tiempo y se las compuso de
modo que pasó atropelladamente por la infancia, por la adolescencia y
por la primera juventud, para ser cuanto antes un hombre en el pleno
uso de sus derechos civiles; y en cuanto se vió mayor de edad, se
puso a pensar si tendría él algo que reclamar por el beneficio de la
restitución _in integrum_. Pero ¡ca! Ni un ochavo tenía que restituirle
alma nacida, porque, menor y todo, nadie le ponía el pie delante en
lo de negociar con astucia, en la estrecha esfera en que la ley hasta
entonces se lo permitía. Tan poca importancia daba él a todos los años
de su vida en que no había podido contratar, ni hacer grandes negocios,
por consiguiente, que había olvidado casi por completo la inocente
edad infantil y la que sigue con sus dulces ilusiones, que él no había
tenido, para evitarse el disgusto de perderlas. Nunca perdió nada don
Fermín, y así, aunque devoto y aun supersticioso, como luego veremos,
siempre se opuso terminantemente a aprender de memoria la oración de
San Antonio. ¿Para qué?--decía él--. ¡Si yo estoy seguro de que no he
de perder nunca nada!
--Sí tal--le dijo en una ocasión el cura de su parroquia, cuando Fermín
ya era muy hombre--, sí tal; puede usted perder una cosa...: el alma.
--De que eso no suceda--replicó Zaldúa--ya cuidaré yo a su tiempo. Por
ahora a lo que estamos. Ya verá usted, señor cura, cómo no pierdo nada.
Procedamos con orden.
El que mucho abarca poco aprieta. Yo me entiendo.
Lo único de su niñez que Zaldúa recordaba con gusto y con provecho, era
la gracia que desde muy temprano tuvo de hacer parir dinero al dinero
y a otras muchas cosas. Pocos objetos hay en el mundo, pensaba él, que
no tengan dentro algunos reales por lo menos; el caso está en saber
retorcer y estrujar las cosas para que suden cuartos.
Y lo que hacía el muchacho era juntarse con los chicos viciosos, que
fumaban, jugaban y robaban en casa dinero o prendas de algún valor. No
los seguía por imitarlos, sino por sacarlos de apuros, cuando carecían
de pecunia, cuando perdían al juego, cuando tenían que restituir el
dinero cogido a la familia o las prendas empeñadas. Fermín adelantaba
la plata necesaria...; pero era con interés. Y nunca prestaba sino
con garantías, que solían consistir en la superioridad de sus puños,
porque procuraba siempre que fueran más débiles que él sus deudores, y
el miedo le guardaba la viña.
Llegó a ser hombre y se dedicó al único encanto que le encontraba a la
vida, que era la virtud del dinero de parir dinero. Era una especie
de Sócrates crematístico; Sócrates, como su madre Fenaretes, matrona
partera, se dedicaba a ayudar a parir..., pero ideas. Zaldúa era
comadrón del treinta por ciento.
Todo es según se mira: su avaricia era cosa de su genio; era él un
genio de la ganancia. De una casa de banca ajena pronto pasó a otra
propia; llegó en pocos años a ser el banquero más atrevido, sin
dejar de ser prudente, más lince, más afortunado de la plaza, que
era importante; y no tardó su crédito en ser cosa muy superior a la
esfera de los negocios locales, y aun provinciales, y aun nacionales;
emprendió grandes negocios en el extranjero, fué su fama universal,
y a todo esto él, que tenía el ojo puesto en todas las plazas y en
todos los grandes negocios del mundo, no se movía de su pueblo, donde
iba haciendo los necesarios gastos de ostentación, como quien pone
mercancías en un escaparate. Hizo un palacio, gran palacio, rodeado
de jardines; trajo lujosos trenes de París y Londres, cuando lo creyó
oportuno, y lo creyó oportuno cuando cumplió cincuenta años, y pensó
que era ya hora de ir preparando lo que él llamaba para sus adentros
_el otro negocio_.

II
Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban,
pues curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos
manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él
le había replicado.
Ése era _el otro negocio_. Jamás había perdido ninguno, y las canas le
decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que,
por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.
No se tenía por más ni menos pecador que otros cien banqueros y
prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que
sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para
que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno,
para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el
juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de
hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus
cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el _otro
negocio_: "A Dios--se decía--no he de engañarle, y el caso no es buscar
disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden
haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo
habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir
buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos
y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna,
hay un Dios en los cielos que es acreedor de todos; todos le deben
todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que debo a
sus deudores, unifico mi deuda, y para mayor comodidad me valgo del
banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia. ¡Magnífico! Valor
recibido, y andando. Negocio hecho."
Comprendió Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus
rentas en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el
mejor reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente
amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino
porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para
los pobres, para las causas pías, no han de postular donde no hay de
qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea de
lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de dar.
Ello fué que en cuanto quiso, Zaldúa vió su palacio lleno de levitas y
tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró por las puertas
tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel lujo empezó a
oler así como a incienso; y los tapices y la plata y el oro labrados
de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y grandezas de mil
géneros, llegaron a parecer magnificencias de una catedral, de ésas que
enseñan con tanto orgullo los sacristanes de Toledo, de Sevilla, de
Córdoba, etc., etc.
Limosnas abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que
se distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo
para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases,
todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal
fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.
Mas, como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de
contribuir con prestaciones personales, D. Fermín, que cada día fué
tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la
práctica devota, y en manos de su director espiritual y _administrador_
místico D. Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral,
fué convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del
Corazón de Jesús; y, lo que importaba más que todo, ayunó, frecuentó
los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó cuanto le
mandaron creer, aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó a ser el
borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que D. Mamerto,
el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de tantos
posibles, le llamaba para sus adentros "el _Toisón de Oro_".

III
Todos los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en
los del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta, no hay
confianza, a la larga; sin confianza, no hay crédito; sin crédito,
no hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en
sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la
trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su
buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los
negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo
criterio llevó a su _otro negocio_. Sería no conocerle pensar que él
había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las
prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus
pecados, se contentó con el de atrición, fué porque comprendió, con su
gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes, y que
a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la
entendía. Por temor al castigo, a _perder_ el alma, fué, pues, devoto;
pero este temor no fué fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se
le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No
comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho
de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun
llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo
conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras
supersticiones.
En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era
emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo,
basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser
profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.
Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba
recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad
solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado,
si fué del diablo, en efecto, al insigne banquero.
Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría
sin remedio, y don Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba
diciendo:
--Ánimo, don Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el
fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted
este papelito? ¿Sabe usted lo que es?--Y don Mamerto sacudía ante los
ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.
--Eso... parece una letra de cambio.
--Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador;
usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los
pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.
--Un buen pico.
--¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados
en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen
a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que
corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le
enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la
sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta
a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la
vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas, ni plazos ni
_fechas_ de purgatorio...
Y en efecto; siguió don Fermín soñando que se había muerto, y que sobre
la barriga le habían puesto, como una recomendación o como uno de
aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los paganos para
enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la vista que su alma
había de cobrar en el cielo.
Y después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se
presentaba en la portería de San Pedro, que además de portería era un
Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.
Pero fué el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó
el documento, le dió mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador dijo
mal humorado:
--¡Ni pago ni acepto!
El alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D.
Fermín hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el
tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fué a buscar un
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