El Señor y los demás son Cuentos - 01

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COLECCIÓN UNIVERSAL

Leopoldo Alas (Clarín)
EL SEÑOR Y LO DEMÁS SON CUENTOS

MCMXIX

ES PROPIEDAD
Copyright by Leopoldo Alas
Argüelles. 1919.

Papel fabricado especialmente por LA PAPELERA ESPAÑOLA.

COLECCIÓN UNIVERSAL
LEOPOLDO ALAS
(CLARÍN)


El Señor
y lo demás son cuentos
[Illustration]
MADRID-BARCELONA
MCMXIX

«Tipográfica Renovación» (C. A.), Larra, 8.--MADRID


_Uno de los nombres más admirados--y temidos--de nuestra literatura
contemporánea ha sido el de Leopoldo Alas, que hizo famoso el seudónimo
de_ Clarín. _Fué profesor de Derecho, escribió tratados de Filosofía
del Derecho, artículos de crítica, cuentos, novelas, y en todo cuanto
hizo, en sus escritos, en sus clases, en sus conversaciones, dejó
la huella de un alto espíritu de sinceridad moral, de un ingenio
agudísimo, de una honda sensibilidad, de un dominio absoluto del arte
literario._
_Nació en 1852 en Zamora, siendo su padre gobernador civil de aquella
provincia. La familia, asturiana de origen, regresó pronto a la
tierra cantábrica, cuando_ Clarín _contaba aún pocos meses de edad.
En Asturias se crió_ Clarín; _allí estudió y terminó la carrera de
Derecho. Aficionado a la literatura desde niño, pasó a Madrid a
estudiar Filosofía y Letras, por los años del reinado de D. Amadeo. En
la corte, no sólo se entregó a sus estudios, sino que se dedicó también
al cultivo de la crítica en los periódicos satíricos más conocidos
entonces. Comenzó a firmar sus trabajos con el seudónimo de_ Clarín
_en_ El Solfeo.
_En 1881 obtuvo, por oposición, la cátedra de Economía política de la
Universidad de Zaragoza. Poco tiempo después consiguió trasladarse a
Oviedo, ciudad en que vivió hasta su muerte. Explicó Derecho romano y
Derecho natural. Desde la capital asturiana prosiguió su labor crítica
y literaria, escribiendo los maravillosos cuentos que reedita ahora la_
"Colección Universal"; _sus novelas_ La regenta, Su único hijo, _los
artículos de crítica, en fin, amontonando esa tan copiosa como valiosa
producción, cuyos caracteres, originales y profundos, aguardan aún un
estudio detenido que determine la aportación de_ Clarín _al patrimonio
de nuestra cultura_.
_Fué su personalidad complejísima. No cabe analizarla en esta breve
reseña. Crítico severo, implacable, derribó muchas reputaciones
ficticias y alentó juveniles méritos. Cuentista incomparable, supo
apresar en la brevedad de unas páginas la emoción tierna o fuerte.
Novelista, ha dejado en_ La Regenta _una de nuestras mejores obras
modernas. Por último fué maestro, un maestro tan sugestivo como
apasionado, que derramaba en los espíritus jóvenes, con la sal de su
ingenio, la fecunda lluvia de su ciencia y la ternura de su corazón.
Los que han tenido la fortuna de ser discípulos de_ Clarín _guardan de
él un recuerdo imborrable_.


ÍNDICE

PÁG.
El Señor 7
¡Adiós, Cordera! 34
Cambio de luz 49
El Centauro 70
Rivales 77
Protesto 96
La yernocracia 108
Un viejo verde 116
Cuento futuro 127
Un Jornalero 165
Benedictino 178
La Ronca 196
La rosa de oro 210


EL SEÑOR
I
No tenía más consuelo temporal la viuda del capitán Jiménez que la
hermosura de alma y de cuerpo que resplandecía en su hijo. No podía
lucirlo en paseos y romerías, teatros y tertulias, porque respetaba
ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad,
y sus pocos recursos la impedían, con tanta fuerza como su deber,
malgastar en galas, aunque fueran del niño. Pero no importaba: en la
calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan
de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de
precocidad amorosa, húmedos, ideales, encantaba a cuantos le veían.
Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como
temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar
junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo
negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin
poder resistir la tentación, el buen místico, que tantas vencía, se
inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles,
que cual un genio familiar frecuentaba el templo.
Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la
iglesia, transeúntes de todas clases en la calle, no le consumían ni
marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sacábanles como
un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la
gratitud al general cariño, se enardecía en sus instintos de amor a
todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que
empezara a tener conciencia.
Su sonrisa, al agradecer, centuplicaba su belleza, y sus ojos acababan
de ser vivo símbolo de la felicidad inocente y piadosa al mirar en los
de su madre la misma inefable dicha. La pobre viuda, que por dignidad
no podía mendigar el pan del cuerpo, recogía con noble ansia aquella
cotidiana limosna de admiración y agasajo para el alma de su hijo, que
entre estas flores, y otras que el jardín de la piedad le ofrecía en
casa, iba creciendo lozana, sin mancha, purísima, lejos de todo mal
contacto, como si fuera materia sacramental de un culto que consistiese
en cuidar una azucena.
Con el hábito de levantar la cabeza a cada paso para dejarse acariciar
la barba, y ayudar, empinándose, a las personas mayores que se
inclinaban a besarle, Juan había adquirido la costumbre de caminar con
la frente erguida; pero la humildad de los ojos quitaba a tal gesto
cualquier asomo de expresión orgullosa.

II
Cual una abeja sale al campo a hacer acopio de dulzuras para sus
mieles, Juan recogía en la calle, en estas muestras generales de lo
que él creía universal cariño, cosecha de buenas intenciones, de ánimo
piadoso y dulce, para el secreto labrar de místicas puerilidades, a
que se consagraba en su casa, bien lejos de toda idea vana, de toda
presunción por su hermosura; ajeno de sí propio, como no fuera en el
sentir los goces inefables que a su imaginación de santo y a su corazón
de ángel ofrecía su único juguete de niño pobre, más hecho de fantasías
y de combinaciones ingeniosas que de oro y oropeles. Su juguete único
era su altar, que era su orgullo.
O yo observo mal, o los niños de ahora no suelen tener altares.
Compadezco principalmente a los que hayan de ser poetas.
El altar de Juan, _su fiesta_, como se llamaba en el pueblo en que
vivía, era el poema místico de su niñez, poema hecho, si no de piedra,
como una catedral, de madera, plomo, talco, y sobre todo, luces de
cera. Teníalo en un extremo de su propia alcoba, y en cuanto podía,
en cuanto le dejaban a solas, libre, cerraba los postigos de la
ventana, cerraba la puerta, y se quedaba en las tinieblas amables,
que iba así como taladrando con estrellitas, que eran los puntos de
luz amarillenta, suave, de las velas de su santuario, delgadas como
juncos, que pronto consumía, cual débiles cuerpos virginales que
derrite un amor, el fuego. Hincado de rodillas delante de su altar,
sentado sobre los talones, Juan, artista y místico a la vez, amaba
su obra, el tabernáculo minúsculo con todos sus santos de plomo, sus
resplandores de talco, sus misterios de muselina y crespón, restos de
antiguas glorias de su madre cuando brillaba en el mundo, digna esposa
de un bizarro militar; y amaba a Dios, el Padre de sus padres, del
mundo entero, y en este amor de su misticismo infantil también adoraba,
sin saberlo, su propia obra, las imágenes de inenarrable inocencia,
frescas, lozanas, de la religiosidad naciente, confiada, feliz,
soñadora. El universo para Juan venía a ser como un gran nido que
notaba en infinitos espacios; las criaturas piaban entre las blandas
plumas pidiendo a Dios lo que querían, y Dios, con alas, iba y venía
por los cielos, trayendo a sus hijos el sustento, el calor, el cariño,
la alegría.
Horas y más horas consagraba Juan a su altar, y hasta el tiempo
destinado a sus estudios le servía para su _fiesta_, como todos los
regalos y obsequios en metálico, que de vez en cuando recibía, los
aprovechaba para la _corbona_ o el gazofilacio de su iglesia. De sus
estudios de catecismo, de las fábulas, de la historia sagrada y aun de
la profana, sacaba partido, aunque no tanto como de su imaginación,
para los sermones que se predicaba a sí mismo en la soledad de su
alcoba, hecha templo, figurándose ante una multitud de pecadores
cristianos. Era su púlpito un antiguo sillón, mueble tradicional en
la familia; que había sido como un regazo para algunos abuelos caducos
y último lecho del padre de Juan. El niño se ponía de rodillas sobre
el asiento, apoyaba las manos en el respaldo, y desde allí predicaba
al silencio y a las luces que chisporroteaban, lleno de unción,
arrebatado a veces por una elocuencia interior que en la expresión
material se traducía en frases incoherentes, en gritos de entusiasmo,
algo parecido a la _glosolalia_ de las primitivas iglesias. A veces,
fatigado de tanto sentir, de tanto perorar, de tanto imaginar, Juan de
Dios apoyaba la cabeza sobre las manos, haciendo almohada del antepecho
de su púlpito; y, con lágrimas en los ojos, se quedaba como en éxtasis,
vencido por la elocuencia de sus propios pensares, enamorado de aquel
mundo de pecadores, de ovejas descarriadas que él se figuraba delante
de su cátedra apostólica, y a las que no sabía cómo persuadir para que,
cual él, se derritiesen en caridad, en fe, en esperanza, habiendo en el
cielo y en la tierra tantas razones para amar infinitamente, ser bueno,
creer y esperar. De esta precocidad sentimental y mística apenas sabía
nadie; de aquel llanto de entusiasmo piadoso, que tantas veces fué
rocío de la dulce infancia de Juan, nadie supo en el mundo jamás: ni su
madre.

III
Pero sí de sus consecuencias; porque, como los ríos van a la mar, toda
aquella piedad corrió naturalmente a la Iglesia. La pasión mística del
niño hermoso de alma y cuerpo fué convirtiéndose en cosa seria; todos
la respetaron; su madre cifró en ella, más que su orgullo, su dicha
futura; y sin obstáculo alguno, sin dudas propias ni vacilaciones de
nadie, Juan de Dios entró en la carrera eclesiástica; del altar de su
alcoba pasó al servicio del altar de veras, del altar _grande_ con que
tantas veces había soñado.
Su vida en el seminario fué una guirnalda de triunfos de la virtud,
que él apreciaba en lo que valían, y de triunfos académicos que,
con mal fingido disimulo, despreciaba. Sí; fingía estimar aquellas
coronas que hasta en las cosas santas se tejen para la vanidad; y
fingía por no herir el amor propio de sus maestros y de sus émulos.
Pero, en realidad, su corazón era ciego, sordo y mudo para tal casta
de placeres; para él, ser más que otros, valer más que otros, era
una apariencia, una diabólica invención; nadie valía más que nadie;
toda dignidad exterior, todo grado, todo premio eran fuegos fatuos,
inútiles, sin sentido. Emular glorias era tan vano, tan soso, tan
inútil como discutir; la fe defendida con argumentos le parecía
semejante a la fe defendida con la cimitarra o con el fusil. Atravesó
por la filosofía escolástica y por la teología dogmática sin la sombra
de una duda; supo mucho, pero a él todo aquello no le servía para
nada. Había pedido a Dios, allá cuando niño, que la fe se la diera de
granito, como una fortaleza que tuviese por cimientos las entrañas de
la tierra, y Dios se lo había prometido con voces interiores, y Dios no
faltaba a su palabra.
A pesar de su carrera brillante, excepcional, Juan de Dios, con humilde
entereza, hizo comprender a su madre y a sus maestros y padrinos que
con él no había que contar para convertirle en una _lumbrera_, para
hacerle famoso y elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. Nada
de púlpito; bastante se había predicado a sí mismo desde el sillón de
sus abuelos. La altura de la _cátedra_ era como un despeñadero sobre
una sima de tentación: el orgullo, la vanidad, la falsa ciencia estaban
allí, con la boca abierta, monstruos terribles, en las obscuridades
del abismo. No condenaba a nadie; respetaba la vocación de obispos y
de Crisóstomos que tenían otros, pero él no quería ni medrar ni subir
al púlpito. No quiso pasar de coadjutor de San Pedro, su parroquia.
"¡Predicar! ¡ah! sí--pensaba.--Pero no a los creyentes. Predicar...
allá... muy lejos, a los infieles, a los salvajes; no a las Hijas de
María que pueden enseñarme a mí a creer y que me contestan con suspiros
de piedad y cánticos cristianos: predicar ante una multitud que me
contesta con flechas, con tiros, que me cuelga de un árbol, que me
descuartiza."
La madre, los padrinos, los maestros, que habían visto claramente
cuán natural era que el niño de aquella _fiesta_, de aquel altar,
fuera sacerdote, no veían la última consecuencia, también muy natural,
necesaria, de semejante vocación, de semejante vida... el martirio:
la sangre vertida por la fe de Cristo. Sí, ése era su destino, ésa su
elocuencia viril. El niño había predicado, jugando, con la boca; ahora
el hombre debía predicar, de una manera más seria, por las bocas de
cien heridas...
Había que abandonar la patria, dejar a la madre; le esperaban las
misiones de Asia; ¿cómo no lo habían visto tan claramente como él su
madre, sus amigos?
La viuda, ya anciana, que se había resignado a que su Juan no fuera
_más que santo_, no fuera una columna muy visible de la Iglesia, ni un
gran sacerdote, al llegar este nuevo desengaño, se resistió con todas
sus fuerzas de madre.
"¡El martirio no! ¡La ausencia no! ¡Dejarla sola, imposible!"
La lucha fué terrible; tanto más, cuanto que era lucha sin odios, sin
ira, de amor contra amor: no había gritos, no había malas voluntades;
pero sangraban las almas.
Juan de Dios siguió adelante con sus preparativos; fué procurándose la
situación propia del que puede entrar en el servicio de esas avanzadas
de la fe, que tienen casi seguro el martirio... Pero al llegar el
momento de la separación, al arrancarle las entrañas a la madre viva...
Juan sintió el primer estremecimiento de la religiosidad humana, fué
caritativo con la sangre propia, y no pudo menos de ceder, de sucumbir,
como él se dijo.

IV
Renunció a las misiones de Oriente, al martirio probable, a la poesía
de sus ensueños, y se redujo a buscar las grandezas de la vida buena
ahondando en el alma, prescindiendo del espacio. _Por fuera_ ya no
sería nunca nada más que el coadjutor de San Pedro. Pero en adelante
le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que
le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido.
"No siendo un mártir de la fe, ¿qué era él? Nada." Supo lo que era
melancolía, desequilibrio del alma, por la primera vez. Su estado
espiritual era muy parecido al del amante verdadero que padece el
desengaño de un único amor. Le rodeaba una especie de vacío que le
espantaba; en aquella nada que veía en el porvenir cabían todos los
misterios peligrosos que el miedo podía imaginar.
Puesto que no le dejaban ser mártir, verter la sangre, tenía terror al
enemigo que llevaría dentro de sí, a lo que querría hacer la sangre que
aprisionaba dentro de su cuerpo. ¿En qué emplear tanta vida? "Yo no
puedo ser, pensaba, un ángel sin alas; las virtudes que yo podría tener
necesitaban espacio; otros horizontes, otro ambiente: no sé portarme
como los demás sacerdotes, mis compañeros. Ellos valen más que yo, pues
saben ser buenos en una jaula."
Como una expansión, como un ejercicio, buscó en la clase de trabajo
profesional que más se parecía a su vocación abandonada una especie
de consuelo: se dedicó principalmente a visitar enfermos de dudosa
fe, a evitar que las almas se despidieran del mundo sin apoyar la
frente el que moría en el hombro de Jesús, como San Juan en la
sublime noche eucarística. Por dificultades materiales, por incuria
de los fieles, a veces por escaso celo de los clérigos, ello era que
muchos morían sin todos los Sacramentos. Infelices heterodoxos de
superficial incredulidad, en el fondo cristianos; cristianos tibios,
buenos creyentes descuidados, pasaban a otra vida sin los consuelos
del _oleum infirmorum_, sin el aceite santo de la Iglesia..., y como
Juan creía firmemente en la espiritual eficacia de los Sacramentos, su
caridad fervorosa se empleaba en suplir faltas ajenas, multiplicándose
en el servicio del Viático, vigilando a los enfermos de peligro y a
los moribundos. Corría a las aldeas próximas, adonde alcanzaba la
parroquia de San Pedro; aun iba más lejos, a procurar que se avivara
el celo de otros sacerdotes en misión tan delicada e importante. Para
muchos esta especialidad del celo religioso de Juan de Dios no ofrecía
el aspecto de grande obra caritativa; para él no había mejor modo de
reemplazar aquella otra gran empresa a que había renunciado por amor a
su madre. Dar limosna, consolar al triste, aconsejar bien, todo eso lo
hacía él con entusiasmo...; pero lo principal era lo otro. Llevar _el
Señor_ a quien lo necesitaba. Conducir las almas hasta la puerta de la
salvación, darles para la noche obscura del viaje eterno la antorcha
de la fe, el Guía Divino... ¡el mismo Dios! ¿Qué mayor caridad que ésta?

V
Mas no bastaba. Juan presentía que su corazón y su pensamiento
buscaban vida más fuerte, más llena, más poética, más ideal. Las
lejanas aventuras apostólicas con una catástrofe santa por desenlace
le hubieran satisfecho; la conciencia se lo decía: aquella poesía
bastaba. Pero esto de acá no. Su cuerpo robusto, de hierro, que parecía
predestinado a las fatigas de los largos viajes, a la lucha con los
climas enemigos, le daba gritos extraños con mil punzadas en los
sentidos. Comenzó a observar lo que nunca había notado antes, que sus
compañeros luchaban con las tentaciones de la carne. Una especie de
remordimiento y de humildad mal entendida le llevó a la aprensión de
empeñarse en sentir en sí mismo aquellas tentaciones que veía en otros
a quien debía reputar más perfectos que él. Tales aprensiones fueron
como una sugestión, y por fin sintió la carne y triunfó de ella, como
los más de sus compañeros, por los mismos sabios remedios dictados por
una santa y tradicional experiencia. Pero sus propios triunfos le daban
tristeza, le humillaban. Él hubiera querido vencer sin luchar; no saber
en la vida de semejante guerra. Al pisotear a los sentidos rebeldes, al
encadenarlos con crueldad refinada, les guardaba rencor inextinguible
por la traición que le hacían; la venganza del castigo no le apagaba
la ira contra la carne. "Allá lejos--pensaba--no hubiera habido esto;
mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía."

VI
Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya cerca del obscurecer, por la
plaza, muy concurrida de San Pedro, sintió el choque de una mirada que
parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios
de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío
sublime, como si fuera precursor de una muerte de delicias: o todo iba
a desvanecerse en un suspiro de placer universal, o el mundo iba a
transformarse en un paraíso de ternuras inefables. Se detuvo; se llevó
las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia, una muy honda,
que le había dicho que _allá lejos_ se habría satisfecho brindando
con la propia sangre al amor divino, ahora le decía, no más clara: "O
aquello o esto." Otra voz, más profunda, menos clara, añadió: "Todo es
uno." Pero "no"--gritó el alma del buen sacerdote--: "Son dos cosas;
ésta más fuerte, aquélla más santa. Aquélla para mí, ésta para otros."
Y la voz de antes, la más honda, replicó: "No se sabe."
La mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un tanto y siguió
conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un recuerdo
mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, _con la
imaginación_, a agua de colonia, y vió sus manos blancas y pulidas
extendiéndose sobre un grupo de fieles para que se las besaran. Él era
un misacantano, y entre los que le besaban las manos perfumadas, las
puntas de los dedos, estaba un niña rubia, de abundante cabellera de
seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de inocente
picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor.
Aquéllos eran los que acababan de mirarle. La niña era ya una joven
esbelta, no muy alta, delgada, de una elegancia como enfermiza, como
una diosa de la fiebre. El amor por aquella mujer tenía que ir mezclado
con dulcísima caridad. Se la debía querer también para cuidarla. Tenía
un novio que no sabía de estas cosas. Era un joven muy rico, muy
fatuo, mimado por la fortuna y por sus padres. Tenía la mejor jaca de
la ciudad, el mejor tílburi, la mejor ropa; quería tener la novia más
bonita. Los diez y seis años de aquella niña fueron como una salida
del sol, en que se fijó todo el mundo, que deslumbró a todos. De los
diez y seis a los diez y ocho la enfermedad que de años atrás ayudaba
tanto a la hermosura de la rubia, que tanto había sufrido, desapareció
para dejar paso a la juventud. Durante estos dos años, Rosario, así
se llamaba, hubiera sido en absoluto feliz... si su novio hubiese
sido otro; pero el de la mejor jaca, el del mejor coche la quiso por
vanidad, para que le tuvieran envidia; y aunque para entrar en su
casa (de una viuda pobre también, como la madre de Juan, también de
costumbres cristianas) tuvo que prometer seriedad, y muy pronto se vió
obligado a prometer próxima y segura coyunda, lo hizo aturdido, con
la vaga conciencia de que no faltaría quien le ayudara a faltar a su
palabra. Fueron sus padres, que querían algo mejor (más dinero) para su
hijo.
El pollo se fué a viajar, al principio de mala gana; volvió y al
emprender el segundo viaje ya iba contento. Y así siguieron aquellas
relaciones, con grandes intermitencias de viajes, cada vez más largos.
Rosario estaba enamorada, padecía... pero tenía que perdonar. Su madre,
la viuda, disimulaba también, porque si el caprichoso galán dejaba a su
hija el desengaño podía hacerla mucho mal; la enfermedad, acaso oculta,
podía reaparecer, tal vez incurable. A los diez y ocho años Rosario era
la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros,
grandes y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos
ojos...; pero ya no era el sol que salía. Estaba acaso más interesante
que nunca, pero al vulgo ya no se lo parecía. "Se seca"--decían
brutalmente los muchachos que la habían admirado, y pasaban ahora de
tarde en tarde por la solitaria plazoleta en que Rosario vivía.

VII
Entonces fué cuando Juan de Dios tropezó con su mirada en la plaza de
San Pedro. La historia de aquella joven llegó a sus oídos, a poco que
quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos, sacerdotes y todo.
Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la más larga.
La enfermedad volvía. Rosario luchaba; salía con su madre porque no
dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba temporadas de ocho y quince
días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían, más ahora con la nueva
amargura del amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo
iba comprendiendo; su madre también, pero se engañaban mutuamente.
Fingían creer en la palabra y en el amor del que no volvía. Las cartas
del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor, dejaban ver la
frialdad, la distracción con que _se redactaban_. Cada carta era una
alegría al llegar, un dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y
los consejos higiénicos del médico podían causar en aquel organismo
débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba deshecho
cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un rompimiento que aconsejaba la
dignidad, porque cada una a su modo, temían una catástrofe. Había, lo
decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos malo dejarse
matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañar al público, a los
maliciosos que acechaban.
Rosario, cuando la salud lo consentía, trabajaba junto a su balcón,
con rostro risueño, desdeñando las miradas de algunos adoradores que
pasaban por allí; pero no el trato del mundo como en los mejores días
de sus amores y de su dicha. A veces la verdad podía más que ella y se
quedaba triste y sus miradas pedían socorro para el alma...
Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de Dios, que para ir a muchas
partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que vivía Rosario. Era
una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre
esbelta, que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las
de vaga niebla, se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo
lo que tenía a su sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que
tenía al pie como a su amparo.

VIII
Juan de Dios no dió nombre a lo que sentía, ni aun al llegar a verlo en
forma de remordimiento. Al principio aturdido, subyugado con el egoísmo
invencible del placer, no hizo más que gozar de su estado. Nada pedía,
nada deseaba; sólo veía que ya había para qué vivir, sin morir en Asia.
Pero a la segunda vez que por casualidad su mirada volvió a encontrarse
con la de Rosario, apoyada con tristeza en el antepecho de su balcón,
Juan tuvo miedo a la intensidad de sus emociones, de aquella sensación
dulcísima, y aplicó groseramente nombres vulgares a su sentimiento. En
cuanto la palabra interior pronunció tales nombres, la conciencia se
puso a dar terribles gritos, y también dictó sentencia con palabras
terminantes, tan groseras e inexactas como los nombres aquéllos. "Amor
sacrílego, tentación de la carne." "¡De la carne!" Y Juan estaba
seguro de no haber deseado jamás ni un beso de aquella criatura: nada
de aquella _carne_, que más le enamoraba cuanto más se desvanecía.
"¡Sofisma, sofisma!", gritaba el moralista oficial, el teólogo...
y Juan se horrorizaba a sí mismo. No había más remedio. Había que
confesarlo. ¡Esto era peor!
Si la plasticidad tosca, grosera, injusta con que se representaba a
sí propio su sentir era ya cosa tan diferente de la verdad inefable,
_incalificable_ de su pasión, o lo que fuera, ¿cuánto más impropio,
injusto, grosero, desacertado, incongruente había de ser el juicio que
_otros_ pudieran formar al _oirle_ confesar lo que sentía, pero sin
_oirle_ sentir? Juan, confusamente, comprendía estas dificultades:
que iba a ser injusto consigo mismo, que iba a alarmar excesivamente
al padre espiritual... ¡No cabía explicarle la cosa bien! Buscó un
compañero discreto, de experiencia. El compañero no le comprendió. Vió
el pecado mayor, por lo mismo que era _romántico_, _platónico_. "Era
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