El Señor y los demás son Cuentos - 02

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que el diablo se disfrazaba bien; pero allí andaba el diablo."
Al oir de labios ajenos aquellas imposturas que antes se decía él a
sí mismo, Juan sintió voces interiores que salían a la defensa de
su idealidad herida, profanada. Ni la clase de penitencia que se le
imponía, ni los consejos de higiene moral que le daban, tenían nada
que ver con su _nueva vida_: era otra cosa. Cambió de confesor y
no cambió de sentencia ni de pronósticos. Más irritada cada vez la
conciencia de la justicia en él, se revolvía contra aquella torpeza
para entenderla. Y, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió el rumbo
de su confesión; presentaba el caso con nuevo aspecto, y los nuevos
confesores llegaron a convencerse de que se trataba de una tontería
sentimental, de una ociosidad pseudomística, de una cosa tan insulsa
como inocente.
Llegó día en que al abordar este capítulo el confesor le mandaba pasar
a otra materia, sin oirle aquellos _platonismos_. Hubo más. Lo mismo
Juan que sus sagrados confidentes, llegaron a notar que aquel ensueño
difuso, inexplicable, coincidía, si no era causa, con una disposición
más refinada en la moralidad del penitente: si antes Juan no caía en
las tentaciones groseras de la carne, las sentía a lo menos; ahora,
no... jamás. Su alma estaba más pura de esta mancha que en los mejores
tiempos de su esperanza de martirio en Oriente. Hubo un confesor, tal
vez indiscreto, que se detuvo a considerar el caso, aunque se guardó de
convertir la observación en receta. Al fin, Juan acabó por callar en el
confesonario todo lo referente a esta situación de su alma; y pues él
sólo en rigor podía comprender lo que le pasaba, porque lo sentía, él
solo vino a ser juez y espía y director de sí mismo en tal aventura.
Pasó tiempo, y ya nadie supo de la tentación, si lo era, en que Juan
de Dios vivía. Llegó a abandonarse a su adoración como a una delicia
lícita, edificante.
De tarde en tarde, por casualidad siempre, pensaba él, los ojos de la
niña enferma, asomada a su balcón de la rinconada, se encontraban con
la mirada furtiva, de relámpago, del joven místico, mirada en que había
la misma expresión tierna, amorosa de los ojos del niño que algún día
todos acariciaban en la calle, en el templo.
Sin remordimiento ya, saboreaba Juan aquella dicha sin porvenir, sin
esperanza y sin deseos de mayor contento. No pedía más, no quería más,
no podía haber más.
No ambicionaba correspondencia que sería absurda, que le repugnaría
a él mismo, y que rebajaría a sus ojos la pureza de aquella mujer a
quien adoraba idealmente como si ya estuviera allá en el cielo, en
lo inasequible. Con amarla, con saborear aquellos rápidos choques
de miradas tenía bastante para ver el mundo iluminado de una luz
purísima, bañándose en una armonía celeste llena de sentido, de
vigor, de promesas ultraterrenas. Todos sus deberes los cumplía con
más ahinco, con más ansia; era un refresco espiritual sublime, de una
virtud mágica, aquella adoración muda, inocente adoración que no era
idolátrica, que no era un fetichismo, porque Juan sabía supeditarla al
orden universal, al amor divino. Sí; amaba y veneraba las cosas por su
orden y jerarquía, sólo que al llegar a la niña de la rinconada de las
Recoletas, el amor que se debía a todo se impregnaba de una dulzura
infinita que transcendía a los demás amores, al de Dios inclusive.
Para mayor prueba de la pureza de su idealidad, tenía el dolor que le
acompañaba. ¡Ah, sí! Padecía ella, bien lo observaba Juan, y padecía
él. Era, en lo profano (¡qué palabra!--pensaba Juan), como el amor a la
Virgen de las Espadas, a la Dolorosa. En rigor, todo el amor cristiano
era así: amor doloroso, amor de luto, amor de lágrimas.

IX
"Bien lo veía él; Rosario iba marchitándose. Luchaba en vano, fingía
en vano." Juan la compadecía tanto como la amaba. ¡Cuántas noches, al
mismo tiempo, estarían ella y él pidiendo a Dios lo mismo: que volviera
aquel hombre por quien se moría Rosario!--"Sí, se decía Juan, que
vuelva; yo no sé lo que será para mí verle junto a ella, pero de todo
corazón le pido a Dios que vuelva. ¿Por qué no? Yo no aspiro a nada;
yo no puedo tener celos; yo no quiero su cuerpo, ni aun de su alma más
que lo que ella da sin querer en cada mirada que por azar llega a la
mía. Mi cariño sería infame si no fuera así."--Juan no maldecía sus
manteos; no encontraba una cadena en su estado; no, cada vez era mejor
sacerdote, estaba más contento de su destino. Mucho menos envidiaba
al clero protestante. Un discípulo de Jesús casado... ¡Ca! Imposible.
Absurdo. El protestantismo acabaría por comprender que el matrimonio
de los clérigos es una torpeza, una fealdad, una falsedad que
desnaturaliza y empequeñece la idea cristiana y la misión eclesiástica.
Nada; todo estaba bien. Él no pedía nada para sí; todo para ella.
Rosario debía estar muy sola en su dolor. No tenía amigas. Su madre no
hablaba con ella de la pena en que pensaban siempre las dos. El mundo,
la _gente_, no compadecía, espiaba con frialdad maliciosa. Algunas
voces de lástima humillante con que los vecinos apuntaban la idea de
que Rosario se quedaba sin novio, enferma y pobre, más valía, según
Juan, que no llegasen a oídos de la joven.
Sólo él compartía su dolor, sólo él sufría tanto como ella misma. Pero
la ley era que esto no lo supiera ella nunca. El mundo era así. Juan no
se sublevaba, pero le dolía mucho.
Días y más días contemplaba los postigos del balcón de Rosario,
entornados. El corazón se le subía a la garganta: "era que guardaba
cama; la debilidad la había vencido hasta el punto de postrarla."
Solía durar semanas aquella tristeza de los postigos entornados;
entornados, sin duda, para que la claridad del día no hiciese daño a
la enferma. Detrás de los vidrios de otro balcón, Juan divisaba a la
madre de Rosario, a la viuda enlutada, que cosía por las dos, triste,
meditabunda, sin levantar cabeza. ¡Qué solas estaban! No podían
adivinar que él, un transeúnte, las acompañaba en su tristeza, en su
soledad, desde lejos... Hasta sería una ofensa para todos que lo
supieran.
Por la noche, cuando nadie podía sorprenderle, Juan pasaba dos, tres,
más veces por la rinconada; la torre poética, misteriosa, o sumida
en la niebla, o destacándose en el cielo como con un limbo de luz
estelar, le ofrecía en su silencio místico un discreto confidente; no
diría nada del misterioso amor que presenciaba ella, canción de piedra
elevada por la fe de las muertas generaciones al culto de otro amor
misterioso. En la casa humilde todo era recogimiento, silencio. Tal vez
por un resquicio salía del balcón una raya de luz. Juan, sin saberlo,
se embelesaba contemplando aquella claridad. "Si duerme ella, yo velo.
Si vela... ¿quién le diría que un hombre, al fin soy un hombre, piensa
en su dolor y en su belleza espiritual, de ángel, aquí, tan cerca... y
tan lejos; desde la calle... y desde lo imposible? No lo sabrá jamás,
jamás. Esto es absoluto: jamás. ¿Sabe que vivo? ¿Se ha fijado en mí?
¿Puede sospechar lo que siento? ¿Adivinó ella esta compañía de su
dolor?" Aquí empezaba el pecado. No, no había que pensar en esto. Le
parecía, no sólo sacrílega, sino ridícula, la idea de ser querido... a
lo menos así, como las mujeres solían querer a los hombres. No, entre
ellos no había nada común más que la pena de ella, que él había hecho
suya.

X
Una tarde de julio un acólito de San Pedro buscó a Juan de Dios, en su
paseo solitario por las alamedas, para decirle que corría prisa volver
a la iglesia para administrar el Viático. Era la escena de todos los
días. Juan, según su costumbre, poco conforme con la general, pero sí
con las amonestaciones de la Iglesia, llevaba, además de la Eucaristía,
los Santos Óleos. El acólito que tocaba la campanilla delante del
triste cortejo, guiaba. Juan no había preguntado _para quién era_; se
dejaba llevar. Notó que el farol lo había cogido un caballero y que los
cirios se habían repartido en abundancia entre muchos jóvenes conocidos
de buen porte. Salieron a la plaza y las dos filas de luces rojizas que
el bochorno de la tarde tenía como dormidas, se quebraron, paralelas,
torciendo por una calle estrecha. Juan sintió una aprensión dolorosa;
no podía ya preguntar a nadie, porque caminaba solo, aislado, por medio
del arroyo, con las manos unidas para sostener las Sagradas Formas.
Llegaron a la plazuela de las Descalzas, y las luces, tras el triste
lamento de la esquila, guiándose como un rebaño de espíritus, místico
y fúnebre, subieron calle arriba por la de Cereros. En los Cuatro
Cantones, Juan vió una esperanza: si la campanilla seguía de frente,
bajando por la calle de Platerías, bueno; si tiraba a la derecha,
también; pero si tomaba la izquierda... Tomó por la izquierda, y por la
izquierda doblaban los cirios desapareciendo.
Juan sintió que la aprensión se le convertía en terrible
presentimiento, en congoja fría, en temblor invencible. Apretaba
convulso su sagrada carga para no dejarla caer; los pies se le
enredaban en la ropa talar. El crepúsculo en aquella estrechez, entre
casas altas, sombrías, pobres, parecía ya la noche. Al fin de la calle,
larga, angosta, estaba la plazuela de las Recoletas. Al llegar a ella
miró Juan a la torre como preguntándole, como pidiéndole amparo...
Las luces tristes descendían hacia la rinconada, y las dos filas se
detuvieron a la puerta a que nunca había osado llegar Juan de Dios en
sus noches de vigilia amorosa y sin pecado. La comitiva no se movía;
era él, Juan, el sacerdote, el que tenía que seguir andando. Todos le
miraban, todos le esperaban. Llevaba a Dios.
Por eso, porque llevaban en sus manos _el Señor_, la salud del alma,
pudo seguir, aunque despacio, esperando a que un pie estuviera bien
firme sobre el suelo para mover el otro. No era él quien llevaba el
Señor, era el Señor quien le llevaba a él: iba agarrado al sacro
depósito que la Iglesia le confiaba como a una mano que del cielo le
tendieran. "¡Caer, no!" pensaba. Hubo un instante en que su dolor
desapareció para dejar sitio al cuidado absorbente de no caer.
Llegó al portal, inundado de luz. Subió la escalera, que jamás había
visto. Entró en una salita pobre, blanqueada, baja de techo. Un
altarcico improvisado estaba enfrente, iluminado por cuatro cirios.
Le hicieron torcer a la derecha, levantaron una cortina; y en una
alcoba pequeña, humilde, pero limpia, fresca, santuario de casta
virginidad, en un lecho de hierro pintado, bajo una colcha de flores
de color de rosa, vió la cabeza rubia que jamás se había atrevido a
mirar a su gusto, y entre aquel esplendor de oro vió los ojos que le
habían transformado el mundo mirándole sin querer. Ahora le miraban
fijos, a él, sólo a él. Le esperaban, le deseaban; porque llevaba el
bien verdadero, el que no es barro, el que no es viento, el que no es
mentira. ¡Divino Sacramento! pensó Juan que, a través de su dolor, vió
como en un cuadro, en su cerebro, la última Cena y al apóstol de su
nombre, al dulce San Juan, al bien amado, que desfalleciendo de amor
apoyaba la cabeza en el hombro del Maestro que les repartía en un poco
de pan su cuerpo.
El sacerdote y la enferma se hablaron por la vez primera en la vida.
De las manos de Juan recibió Rosario la Sagrada Hostia, mientras a los
pies del lecho, la madre, de rodillas, sollozaba.
Después de comulgar, la niña sonrió al que le había traído aquel
consuelo. Procuró hablar, y con voz muy dulce y muy honda dijo que le
conocía, que recordaba haberle besado las manos el día de su primera
misa, siendo ella muy pequeña; y después, que le había visto pasar
muchas veces por la plazuela.
--"Debe usted de vivir por ahí cerca..."
Juan de Dios contemplaba tranquilo, sin vergüenza, sin remordimiento,
aquellos pálidos, aquellos pobres músculos muertos, aniquilados.
"He aquí _la carne_ que yo adoraba, que yo adoro", pensó sin miedo,
contento de sí mismo en medio del dolor de aquella muerte. Y se acordó
de las velas como juncos que tan pronto se consumían ardiendo en su
altar de niño.
Rosario misma pidió la Extremaunción. La madre dijo que era lo
convenido entre ellas. Era malo esperar demasiado. En aquella casa
no asustaban como síntomas de muerte estos santos cuidados de
la religión solícita. Juan de Dios comprendió que se trataba de
cristianas verdaderas, y se puso a administrar el último sacramento sin
preparativos contra la aprensión y el miedo; nada tenía que ver aquello
con la muerte, sino con la vida eterna. La presencia de Dios unía en un
vínculo puro, sin nombre, aquellas almas buenas. Este tocado último, el
supremo, lo hizo Rosario sonriente, aunque ya no pudo hablar más que
con los ojos. Juan la ayudó en él con toda la pureza espiritual de su
dignidad, sagrada en tal oficio. Todo lo meramente humano estaba allí
como en suspenso.
Pero hubo que separarse. Juan de Dios salió de la alcoba, atravesó la
sala, llegó a la escalera... y pudo bajarla porque llevaba _el Señor_
en sus manos. A cada escalón temía desplomarse. Haciendo eses llegó
al portal. El corazón se le rompía. La transfiguración de allá arriba
había desaparecido. Lo humano, puro también a su modo, volvía a
borbotones.
"¡No volvería a ver aquellos ojos!" Al primer paso que dió en la
calle, Juan se tambaleó, perdió la vista y vino a tierra. Cayó sobre
las losas de la acera. Le levantaron; recobró el sentido. El _oleum
infirmorum_ corría lentamente sobre la piedra bruñida. Juan, aterrado,
pidió algodones, pidió fuego; se tendió de bruces, empapó el algodón,
quemó el líquido vertido, enjugó la piedra lo mejor que pudo. Mientras
se afanaba, el rostro contra la tierra, secando la losa, sus lágrimas
corrían y caían, mezclándose con el óleo derramado. Cesó el terror. En
medio de su tristeza infinita se sintió tranquilo, sin culpa. Y una voz
honda, muy honda, mientras él trabajaba para evitar toda profanación,
frotando la piedra manchada de aceite, le decía en las entrañas:
"¿No querías el martirio por amor Mío? Ahí le tienes. ¿Qué importa en
Asia o aquí mismo? El dolor y Yo estamos en todas partes."


¡ADIÓS, CORDERA!

¡Eran tres: siempre los tres! Rosa, Pinín y la _Cordera_.
El _prao_ Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde
tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus
ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a
Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista,
con sus _jícaras_ blancas y sus alambres paralelos, a derecha e
izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo
mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo,
inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea
y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fué atreviéndose con él,
llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca
de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que
le recordaba las _jícaras_ que había visto en la rectoral de Puao. Al
verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto,
y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba
con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos
de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el
viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para
Rosa los _papeles_ que pasaban, las _cartas_ que se escribían por los
_hilos_, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo
ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá,
tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba?
Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su
misterio.
La _Cordera_, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que,
relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda
comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del
telégrafo, como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta,
inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que
había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos,
sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer
de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como
quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona,
llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más
sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de _llindarla_,
como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín
tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la _Cordera_, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con
atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad
necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse
sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el
deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía
que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo
le había picado la mosca.
"El _xatu_ (el toro), los saltos locos por las praderas adelante...
¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la
inauguración del ferrocarril. La primera vez que la _Cordera_ vió pasar
el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte,
corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose,
más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera
vecina. Poco a poco se fué acostumbrando al estrépito inofensivo.
Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una
catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en
pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo;
más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y
desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más
agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo
mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les
hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después
fué un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó
mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa,
acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro
de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente
pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el _prao_
Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban
ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los
rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y
los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y
luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado,
hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la
altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles
y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros,
empezaban a brillar algunas estrellas en lo más obscuro del cielo
azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta,
teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria
Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy
estrepitosos, sentados cerca de la _Cordera_, que acompañaba el augusto
silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban
los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la
misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto,
de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la _Cordera_, la vaca
abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La _Cordera_
recordaría a un poeta la _zavala_ del Ramayana, la vaca santa; tenía
en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados
y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído,
contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios
falso. La _Cordera_, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede
decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en
sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y
para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la _Cordera_ los
imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había
tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva.
Años atrás, la _Cordera_ tenía que salir _a la gramática_, esto es, a
apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas
de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía
pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la
guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos
esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas
las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un
camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el
narvaso para _estrar_ el lecho caliente de la vaca faltaba también,
a Rosa y a Pinín debía la _Cordera_ mil industrias que la hacían más
suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la
cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo
de la _nación_, y el interés de los Chintos, que consistía en robar a
las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente
indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal
conflicto, siempre estaban de parte de la _Cordera_, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego, y como loco,
a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le
albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita,
diciendo, a su manera:
--Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la _Cordera_ tenía la mejor pasta de vaca sufrida
del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier
compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y
horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en
incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * * * *
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un _corral_
propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que
eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera
vaca, la _Cordera_, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la
segunda se vió obligado, para pagar atrasos al _amo_, el dueño de la
_casería_ que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de
sus entrañas, la _Cordera_, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a
los dos años de tener la _Cordera_ en casa. El establo y la cama del
matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas
de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel
hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del
destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
"Cuidadla, es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre
moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la _Cordera_; el regazo,
que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba
al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta
necesaria no había que decir palabra a los _neños_. Un sábado de julio,
al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando
la _Cordera_ por delante, sin más atavío que el collar de esquila.
Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes.
El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la
_Cordera_. "Sin duda, _mío pá_ la había llevado al _xatu_." No cabía
otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana;
creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos
pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al obscurecer, Antón y la _Cordera_ entraban por la _corrada_ mohinos,
cansados y cubiertos de polvo. El padre no dió explicaciones, pero los
hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él
se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño.
Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela.
Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado
pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y
desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta
en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá, pensaba, que
yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la _Cordera_ en lo que
vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo,
volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre
la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor
trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el
de Chinta a quedarse sin la _Cordera_; un vecino de Carrió que le había
rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le
dió el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho
de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos
enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso...
Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó
como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado;
Antón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y
zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
* * * * *
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no
sosegaron. A media semana se _personó_ el mayordomo en el _corral_ de
Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel
con los _caseros_ atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso
lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una
merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.
El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño
miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos
del mercado. La _Cordera_ fué comprada en su justo precio por un
rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su
establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila.
Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como
puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la _Cordera_,
que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!"--pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
"Ella ser, era una bestia, ¡pero sus hijos no tenían otra madre ni otra
abuela!"
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