El Señor y los demás son Cuentos - 10

Total number of words is 4779
Total number of unique words is 1564
36.8 of words are in the 2000 most common words
51.0 of words are in the 5000 most common words
57.2 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba
allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante,
llevaba a los labios, relamiéndose _a priori_.
Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oir el canto del
ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento,
exclamó:
--¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino,
¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!
Abel bebió también. Mediaron el frasco.
Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró
entristeciéndose.
A Caín, la alegría le dió esta vez por adular como vil cortesano.
Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:
--Lo que falta... lo beberemos mañana. El otro frasco... es tuyo; te lo
llevas a tu casa esta noche.
Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos
burlones llenos de chispas.
A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa,
cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la
vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto,
diciendo:
--Estos frascos... este benedictino... regalo de rey...
--De rey...
--Este benedictino... lo guardaba yo...
--Para _su día_...
--Justo; su día... era el día de la boda de _la mayor_. Porque lo
natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después... cuando ya
no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los
noviazgos..., guardaba los frascos..., para la boda de _la segunda_.
Suspiró Abel.
Se puso muy serio Caín.
--Mi última esperanza era Nieves..., y a ésa por lo visto no la tira
el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado..., pero ya es
ridículo..., ya...--Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que
quería, que era: _lasciate ogni speranza_. En fin, ¿cómo ha de ser?--Ya
sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.
Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza
y los viejos meditaban. Abel tembló. Fué un escalofrío de la miseria
futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el
mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había
costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y
alimentarlas bien para presentarlas en el _mercado_ del matrimonio! Y
todo en balde. Ahora..., él mismo veía el triste papel que sus hijas
hacían ya en los bailes, en los paseos... Las veía en aquel momento
ridículas, feas por anticuadas y risibles..., y las amaba más, y las
tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba.
Caín pensaba en las pobres _Contenciosas_ también; y se decía que
Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole efecto...
Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó
efectivamente.
* * * * *
Murió D. Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de Trujillo.
Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre como ellas, a
un barrio de los más humildes. Por algún tiempo desaparecieron del
_gran mundo_, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron Caín y otros
pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su padre y
su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco
fué dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado _a la mística_,
y las demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas
aquellas catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia
de su peculio y de su egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido
olvidándolas, no sin dejarlas antes en poder del sanísimo consejo de
que "se dejaran de bambollas... y cosieran para fuera". Caín se olvidó
de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a
no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba.
Parecía cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de
aventurero galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia
ajena si quiere ser feliz y conservarse?
Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía
caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los paseos
no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos. Daban
codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de las
faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa pierna.
Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban bajo la falda
negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban fuerza,
expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados
que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos
del deseo contenido o mal satisfecho.
Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las de
Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto, acompañadas, a
distancia, de una criada más joven que ellas. Se las empieza a ver en
todas partes. No faltan jamás en las apreturas de las novenas famosas
y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como antes. Después
empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola con la
criada. Se la ve al obscurecer atravesar a menudo el paseo de los
hombres y de las artesanas.
Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle solitaria. La
saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con los ojos. Caín
se turba. Nota que Nieves _se ha parado_ también, ya no envejece y
se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona rebelde. Está
alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de sus
desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las
novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo
como un pimiento, y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde,
a la oración, la ve de lejos, hablando en el postigo de una iglesia
de monjas con un capellán muy elegante, de quien Caín sospechaba
horrores. Desde entonces sigue la pista a la solterona, esbelta e
insinuante. "Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro que no están
para escoger mucho." Caín cada vez que encuentra a Nieves la detiene
ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías
escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está
como nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba
pellizcos.
--¿A ti yo? ¡Nunca! A tus hermanas, sí. No sé si tienes dura o blanda
la carne.--Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a correr
como una "locuela"..., enseñando los bajos blanquísimos, y el pie
primoroso.
Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el portal de
su casa, de la casa del propio Caín.
--Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le
necesito. Suben y le pide dinero; poco, pero ha de ser en el acto. Es
cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un miserable... que
no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar. Caín la consuela.
Le da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos,
sollozando y con un ataque de nervios no del todo fingido.
Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los
remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de
trastornarse como ella, que, creyéndose más frío, menos joven de lo que
en rigor era todavía por dentro, no vió el peligro de aquel contacto.
"No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo.
Fué cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua,
disparatada...; pero poderosa... latente."
* * * * *
Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se decía el
solterón empedernido:
--De todas maneras la chica... estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En
este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fué lo otro.
Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse,
y pedirme algo _que la arrancara el pensamiento_..., y... ¡diablo
de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la _biblioteca_...,
y dar precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de
benedictino!...
¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las comedias,
para que tengan más pimienta, más picardía... Bebió ella. ¡Cómo se
puso! Bebí yo... ¿qué remedio? obligado.
"¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de
benedictino le había guardado su padre años y años para el día que
casara su hija!... ¡No fué mala boda!" Y el último pensamiento de
Caín al dormirse ya no fué para la _menor_ de las _Contenciosas_ ni
para el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fué
para los socios viejos del Casino que le llamaban _platónico_; "¡él,
_platónico_!"


LA RONCA

Juana González era _otra dama joven_ en la compañía de Petra Serrano,
pero además era _otra_ doncella de Petra, aunque de más categoría que
la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativamente
estipulados, obligaba a Juana, en ciertos servicios que tocaban en
domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora, y la que
la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico,
muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso
en las tablas.
Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho,
y cuando se vió, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte,
a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto
cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana,
conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio
piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre
muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella,
no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja.
En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el
lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo
era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada
más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada
cual suplía los quehaceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin
descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por
seguir a su mujer.
El tiempo que Juana tenía que estar separada de su marido, procuraba
estar al lado de la Serrano. En el teatro, en el cuarto de la primera
dama, se veía casi siempre a su humilde compañera y casi criada, la
González. La última mano al tocado de Petra siempre la daba Juana; y
en cuanto no se la necesitaba iba a sentarse, casi acurrucada, en un
rincón de un diván, a oir y callar, a observar, sobre todo; que era
su pasión aprender en el mundo y en los libros todo lo que podía.
Leía mucho, juzgaba a su manera, sentía mucho y bien; pero de todas
esas gracias sólo sabía Pepe Noval, su marido, su confidente, único
ser del mundo ante el cual no le daba a ella mucha vergüenza ser
una mujer ingeniosa, instruida, elocuente y soñadora. A solas, en
casa, se lucían el uno ante el otro; porque también Noval tenía sus
habilidades: era un gran trágico y un gran cómico; pero delante del
público y de los compañeros no se atrevía a desenvolver sus facultades,
que eran extrañas, que chocaban con la rutina dominante. Profesaba
Noval, sin grandes teorías, una escuela de naturalidad escénica, de
sinceridad patética, de jovialidad artística, que exigía, para ser
apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en el gusto
y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y
de los críticos. Ni el marido de Juana tenía la pretensión de sacar a
relucir su arte recóndito, ni Juana mostraba interés en que la gente se
enterase de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir
y ver mucho. Las pocas veces que Noval había ensayado representar a
su manera, separándose de la rutina, en que se le tenía por un galán
cómico muy aceptable, había recogido sendos desengaños: ni el público
ni los compañeros apreciaban ni entendían aquella clase de naturalidad
en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a su concha, a su
humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba
haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el
Otelo de su invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había
ideado. Ella también era mejor cómica en casa que en las tablas. En el
teatro y ante el mundo entero, menos ante su marido, a solas, tenía un
defecto que venía a hacer de ella una lisiada del arte, una sacerdotisa
_irregular_ de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a
varias personas que se dignaban callar para escucharla, a Juana se le
ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal,
velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular,
que tenía una especie de gracia inexplicable para muy pocos, y que
el público en general sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces
el papel, en determinados momentos, se amoldaba al defecto fonético
de la González, y en la sala había un rumor de sorpresa, de agrado,
que el público no se quería confesar, y que despertaba leve murmullo
de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga, que daba a Juana
más pena que alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía
siendo una discreta actriz de las más modestas, excelente amiga, nada
envidiosa, servicial, agradecida, pero casi, casi _imposibilitada_ para
medrar y llamar la atención de veras. Juana por sí, por sus pobres
habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel menosprecio
compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su
marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la
González sentía como una espina la ceguera del público, que, por
rutina, era injusto con Noval; por no ser lince.
* * * * *
Una noche entró en el cuarto de la Serrano el crítico a quien Juana, a
sus solas, consideraba como el único que sabía comprender y sentir lo
bueno y mirar su oficio con toda la honradez escrupulosa que requiere.
Era D. Ramón Baluarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno de
los pocos ídolos literarios a quien Juana tributaba culto secreto,
tan secreto, que ni siquiera sabía de él su marido. Juana había
descubierto en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que consiste
en identificar nuestra moralidad con nuestra pluma, gracia suprema
que supone el verdadero dominio del arte, cuando éste es reflexivo,
o un candor primitivo, que sólo tuvo la poesía cuando todavía no
era cosa de literatura. No escandalizar jamás, no mentir jamás, no
engañarse ni engañar a los demás, tenía que ser el lema de aquella
sinceridad literaria que tan pocos consiguen y que los más ni siquiera
procuran. Baluarte, con tales condiciones, que Juana había adivinado a
fuerza de admiración, tenía pocos amigos verdaderos, aunque sí muchos
admiradores, no pocos envidiosos e infinitos partidarios, por temor a
su imparcialidad terrible. Aquella imparcialidad había sido negada,
combatida, hasta vituperada, pero se había ido imponiendo; en el
fondo, todos creían en ella y la acataban de grado o por fuerza: ésta
era la gran ventaja de Baluarte; otros le habían superado en ciencia,
en habilidad de estilo, en amenidad y original inventiva; pero los
juicios de don Ramón continuaban siendo los definitivos. Aparentemente
se le hacía poco caso; no era académico, ni figuraba en la lista de
eminencias que suelen tener estereotipadas los periódicos, y, a pesar
de todo, su voto era el de más calidad para todos.
Iba poco a los teatros, y rara vez entraba en los saloncillos y en los
cuartos de los cómicos. No le gustaban cierta clase de intimidades,
que haría dificilísima su tarea infalible de justiciero. Todo esto
encantaba a Juana, que le oía como a un oráculo, que devoraba sus
artículos... y que nunca había hablado con él, de miedo, por no
encontrar nada digno de que lo oyera aquel señor. Baluarte, que
visitaba a la Serrano más que a otros artistas, porque era una de
las pocas _eminencias_ del teatro, a quien tenía en mucho y a quien
elogiaba con la conciencia tranquila, Baluarte jamás se había fijado
en aquella joven que oía, siempre callada, desde un rincón del cuarto,
ocupando el menor espacio posible.
La noche de que se trata, D. Ramón entró muy alegre, más decidor que
otras veces, y apretó con efusión la mano que Petra, radiante de
expresión y alegría, le tendió en busca de una enhorabuena que iba a
estimar mucho más que todos los regalos que tenía esparcidos sobre las
mesas de la sala contigua.
--Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien. Se ha querido usted lucir
en su beneficio. Eso es naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida;
muy bien.
No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Petra no veía su imagen en el
espejo, de puro orgullo; de orgullo no, de vanidad, casi convertida
de vicio en virtud por el agradecimiento. No había que esperar más
elogios; D. Ramón no se repetía; pero la Serrano se puso a rumiar
despacio lo que había oído.
A poco rato, D. Ramón añadió:
--¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola quien está de enhorabuena:
he visto ahí un muchacho, uno pequeño, muy modesto, el que tiene con
usted aquella escena incidental de la limosna...
--Pepito, Pepe Noval...
--No sé cómo se llama. Ha estado admirable. Me ha hecho ver todo un
teatro como debía haberlo y no lo hay... El chico tal vez no sabrá lo
que hizo..., pero estuvo de veras inspirado. Se le aplaudió, pero fué
poco. ¡Oh! Cosa soberbia. Como no le echen a perder con elogios tontos
y malos ejemplos, ese chico tal vez sea una maravilla...
Petra, a quien la alegría deslumbraba de modo que la hacía buena y no
la dejaba sentir la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón de
Juana, que estaba como la grana, con la mirada extática, fija en D.
Ramón Baluarte.
--Ya lo oyes, Juana; y cuenta que el señor Baluarte no adula.
--¿Esta señorita?...
--Esta señora es la esposa de Pepito Noval, a quien usted tan
justamente elogia.
Don Ramón se puso algo encarnado, temeroso de que se creyera en un
ardid suyo para halagar vanidades. Miró a Juana, y dijo con voz algo
seca:
--He dicho la pura verdad.
Juana sintió mucho, después, no haber podido dar las gracias.
Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había convertido en afonía.
No le salía la voz de la garganta. Pensó, de puro agradecida y
entusiasmada, algo así como aquello de "Hágase en mí según tu
palabra"; pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso pálida, saludó
muy a lo zurdo; por poco se cae del diván... Murmuró no se sabe qué
gorjeos roncos...; pero lo que se llama hablar, ni pizca. ¡_Su_ D.
Ramón, el de sus idolatrías solitarias de lectora, admirando a su Pepe,
a su marido de su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No, no la había.
Baluarte, en noches posteriores, reparó varias veces en un joven que
entre bastidores le saludaba y sonreía, como adorándole: era Pepe
Noval, a quien su mujer se lo había contado todo. El chico sintió
el mismo placer que su esposa, más el incomunicable del amor propio
satisfecho; pero tampoco dió las gracias al crítico, porque le pareció
una impertinencia. ¡Buena falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi
agradecimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle, adorarle al paso,
bien; pero hablarle, ¡quiá!
* * * * *
Murió Pepe Noval de viruelas, y su viuda se retiró del teatro, creyendo
que para lo poco que habría de vivir, faltándole Pepe, le bastaba con
sus mezquinos ahorrillos. Pero no fué así; la vida, aunque tristísima,
se prolongaba; el hambre venía, y hubo que volver al trabajo. Pero
¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la soledad, habían impreso
en el rostro, en los gestos, en el ademán, y hasta en toda la figura
de aquella mujer, la solemne pátina de la pena moral, invencible, como
fatal, trágica; sus atractivos de modesta y taciturna, se mezclaban
ahora en graciosa armonía con este reflejo exterior y melancólico de
las amarguras de su alma. Parecía, además, como que todo su talento
se había trasladado a la acción; parecía también que había heredado
la habilidad recóndita de su marido. La voz era la misma de siempre.
Por eso el público, que al verla ahora al lado de Petra Serrano otra
vez se fijó más, y desde luego, en Juana González, empezó a llamarla y
aun a alabarla con este apodo: _La Ronca_. _La Ronca_ fué en adelante
para público, actores y críticos. Aquella voz velada, en los momentos
de pasión concentrada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las
circunstancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta
gracia, pero un defecto. A la pobre le faltaba el _pito_, decían los
compañeros en la jerga brutal de bastidores.
Don Ramón Baluarte fué desde luego el principal mantenedor del gran
mérito que había mostrado Juana en su segunda época. Ella se lo
agradeció como él no podía sospechar: en el corazón de la sentimental y
noble viuda, la gratitud al hombre admirado, que había sabido admirar
a su vez al pobre Noval, al adorado esposo perdido, tal gratitud, fué
en adelante una especie de monumento que ella conservaba, y al pie del
cual velaba, consagrándole al recuerdo del cómico ya olvidado por el
mundo. Juana, en secreto, pagaba a Baluarte el bien que le había hecho
leyendo mucho sus obras, pensando sobre ellas, llorando sobre ellas,
viviendo según el espíritu de una especie de _evangelismo_ estético,
que se desprendía, como un aroma, de las doctrinas y de las frases del
crítico artista, del crítico apóstol. Se hablaron, se trataron; fueron
amigos. La Serrano los miraba y se sonreía; estaba enterada; conocía
el entusiasmo de Juana por Baluarte; un entusiasmo que, en su opinión,
iba mucho más lejos de lo que sospechaba Juana misma... Si al principio
los triunfos de la González la alarmaron un poco, ella, que también
progresaba, que también aprendía, no tardó mucho en tranquilizarse; y
de aquí que, si la envidia había nacido en su alma, se había secado con
un desinfectante prodigioso: el amor propio, la vanidad satisfecha;
Juana, pensaba Petra, siempre tendrá la irremediable inferioridad
de la voz, siempre será _La Ronca_; el capricho, el alambicamiento
podrán encontrar gracia a ratos en ese defecto..., pero es una placa
resquebrajada, suena mal, no me igualará nunca.
En tanto, la González procuraba aprender, progresar; quería subir mucho
en el arte, para desagraviar en su persona a su marido olvidado; seguía
las huellas de su ejemplo; ponía en práctica las doctrinas ocultas de
Pepe, y además se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte, de su
ídolo estético; y por agradarle a él lo hacía todo; y hasta que llegaba
la hora de su juicio, no venía para Juana el momento de la recompensa
que merecían sus esfuerzos y su talento. En esta vida llegó a sentirse
hasta feliz, con un poco de remordimiento. En su alma juntaba el amor
del muerto, el amor del arte y el amor del maestro amigo. Verle casi
todas las noches, oirle de tarde en tarde una frase de elogio, de
animación, ¡qué dicha!
* * * * *
Una noche se trataba con toda solemnidad en el saloncillo de la
Serrano la ardua cuestión de quiénes debían ser los pocos artistas del
teatro Español a quien el Gobierno había de designar para representar
dignamente nuestra escena en una especie de certamen teatral que
celebraba una gran corte extranjera. Había que escoger con mucho
cuidado; no habían de ir más que las eminencias que fuera de España
pudieran parecerlo también. Baluarte era el designado por el ministro
de Fomento para la elección, aunque oficialmente la cosa parecía
encargada a una Comisión de varios. En realidad, Baluarte era el
árbitro. De esto se trataba; en otra compañía ya había escogido; ahora
había que escoger en la de Petra.
Se había convenido ya, es claro, en que iría al certamen, exposición
o lo que fuese, Petra Serrano. Baluarte, en pocas palabras, dió a
entender la sinceridad con que proclamaba, el sólido mérito de la
actriz ilustre. Después, no con tanta facilidad, se decidió que
la acompañara Fernando, galán joven que a su lado se había hecho
eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes
de la compañía, Baluarte y otros dos o tres literatos, íntimos de
la _casa_. Hubo un momento de silencio embarazoso. En el rincón de
siempre, de antaño, Juana González, como en capilla, con la frente
humillada, ardiendo de ansiedad, esperaba una sentencia en palabras o
en una preterición dolorosa. "¡Baluarte no se acordaba de ella!" Los
ojos de Petra brillaban con el sublime y satánico esplendor del egoísmo
en el paroxismo. Pero callaba. Un infame, un envidioso, un _cómico_
envidioso, se atrevió a decir:
--Y... ¿no va _La Ronca_?
Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar, como si en el mundo no
hubiera más que una balanza y una espada, y no hubiera corazones, ni
amor propio, ni nervios de artista, dijo al punto, con el tono más
natural y sencillo:
--¿Quién, Juanita? No; Juana ya sabe dónde llega su mérito. Su talento
es grande, pero... no es a propósito para el empeño de que se trata. No
puede ir más que lo primero de lo primero.
Y sonriendo, añadió:
--Esa voz que a mí me encanta muchas veces..., en arte, en puro arte,
en arte de exposición, de rivalidad, la perjudica. Lo absoluto es lo
absoluto.
No se habló más. El silencio se hizo insoportable, y se disolvió la
reunión. Todos comprendieron que allí, con la apariencia más tranquila,
había pasado algo grave.
Quedaron solos Petra y Baluarte. Juana había desaparecido. La Serrano,
radiante, llena de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía deber
a un Baluarte, le dijo, por ver si le hacía feliz también halagando su
vanidad:
--¡Buena la ha hecho usted! Estos _sacerdotes_ de la crítica son
implacables. Pero criatura, ¿usted no sabe que le ha dado un golpe
mortal a la pobre Juana, ¿No sabe usted... que ese desaire... la mata?
Y volviéndose al crítico con ojos de pasión, y tocándole casi el rostro
con el suyo, añadió con misterio:
--¿Usted no sabe, no ha comprendido que Juana está enamorada...,
loca..., perdida por su Baluarte, por su ídolo; que todas las noches
duerme con un libro de usted entre sus manos; que le adora?
* * * * *
Al día siguiente se supo que _La Ronca_ había salido de Madrid, dejando
la compañía, dejándolo todo. No se la volvió a ver en un teatro hasta
que años después el hambre la echó otra vez a los de provincias, como
echa al lobo a poblado en el invierno.
Don Ramón Baluarte era un hombre que había nacido para el amor, y
envejecía soltero, porque nunca le había amado una mujer como él quería
ser amado. El corazón le dijo entonces que la mujer que le amaba como
él quería era _La Ronca_, la de la fuga. ¡A buena hora!
Y decía suspirando el crítico al acostarse:
--¡El demonio del _sacerdocio_!


LA ROSA DE ORO

Una vez era un papa que a los ochenta años tenía la tez como una
virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud
del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas
sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por
un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un
pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por
las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo
bizantino en pintura, llevaba la vida este papa esmaltada en oro,
pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser
obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran
hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos
de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad,
de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha,
de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.
Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se
desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El Señor y los demás son Cuentos - 11
  • Parts
  • El Señor y los demás son Cuentos - 01
    Total number of words is 4509
    Total number of unique words is 1557
    37.0 of words are in the 2000 most common words
    52.2 of words are in the 5000 most common words
    59.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 02
    Total number of words is 4860
    Total number of unique words is 1632
    34.9 of words are in the 2000 most common words
    49.5 of words are in the 5000 most common words
    56.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 03
    Total number of words is 4746
    Total number of unique words is 1585
    35.0 of words are in the 2000 most common words
    49.3 of words are in the 5000 most common words
    55.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 04
    Total number of words is 4816
    Total number of unique words is 1695
    34.6 of words are in the 2000 most common words
    49.3 of words are in the 5000 most common words
    56.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 05
    Total number of words is 4885
    Total number of unique words is 1621
    35.6 of words are in the 2000 most common words
    48.7 of words are in the 5000 most common words
    55.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 06
    Total number of words is 4808
    Total number of unique words is 1608
    37.2 of words are in the 2000 most common words
    50.9 of words are in the 5000 most common words
    56.5 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 07
    Total number of words is 4682
    Total number of unique words is 1599
    34.1 of words are in the 2000 most common words
    46.9 of words are in the 5000 most common words
    53.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 08
    Total number of words is 4718
    Total number of unique words is 1531
    35.8 of words are in the 2000 most common words
    49.5 of words are in the 5000 most common words
    55.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 09
    Total number of words is 4783
    Total number of unique words is 1687
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    49.7 of words are in the 5000 most common words
    56.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 10
    Total number of words is 4779
    Total number of unique words is 1564
    36.8 of words are in the 2000 most common words
    51.0 of words are in the 5000 most common words
    57.2 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El Señor y los demás son Cuentos - 11
    Total number of words is 3354
    Total number of unique words is 1163
    35.8 of words are in the 2000 most common words
    49.9 of words are in the 5000 most common words
    56.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.