El Señor y los demás son Cuentos - 04

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ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir,
sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. "Puesto
que había Dios, todo estaba bien."
Un reloj dió la hora. Ya debía de ser de día. Miró hacia la ventana.
Por las rendijas no entraba luz. Dió un salto, saliendo del lecho,
abrió un postigo y... el sol había abandonado a la aurora, no la
seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió la
hora. El sol _debía_ estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se
había caído al abismo. "¡Estoy ciego!", pensó Arial, mientras un sudor
terrible le inundaba el cuerpo y un escalofrío, azotándole la piel, le
absorbía el ánimo y el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.
* * * * *
Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus
hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor;
tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía valor para todo. "_Seguía_
habiendo Dios, y todo estaba bien." Antes que la pena de contar su
desgracia a los suyos, sintió la ternura infinita de la piedad cierta,
segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.

"Salid sin duelo, lágrimas, corriendo."

Tuvo serenidad para pensar, dando al verso de Garcilaso un sentido
sublime.
"¿Cómo decirles que no veo... si en rigor sí veo? Veo de otra manera;
veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo el amor. Ellos sí que no
me verán a mí..."
Hubo llantos, gritos, síncopes, abrazos locos, desesperación sin fin
cuando, a fuerza de rodeos, Arial declaró su estado. Él procuraba
tranquilizarlos con consuelos vulgares, con esperanzas de sanar, con
el valor y la resignación que tenía, etcétera, etc.; pero no podía
comunicarles la fe en su propia alegría, en su propia serenidad
íntimas. No le entenderían, no podían entenderle; creerían que los
engañaba para mitigar su pena. Además, no podía, delante de extraños,
hacer el papel de estoico, ni de Sócrates o cosa por el estilo. Más
valía dejar al tiempo el trabajo de persuadir a las _tres cuerdas de la
lira_, a aquella madre, a aquellos hijos, de que el amo de la casa no
padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido la luz; porque
había descubierto otra. Ahora veía por dentro.
* * * * *
Pasó el tiempo, en efecto, que es el lazarillo de ciegos y de linces, y
va delante de todos abriéndoles camino.
En la casa de Arial había sucedido a la antigua alegría el terror, el
espanto de aquella desgracia, dolor sin más consuelo que el no ser
desesperado, porque los médicos dejaron vislumbrar lejana posibilidad
de devolver la vista al pobre ciego. Más adelante la esperanza se fué
desvaneciendo con el agudo padecer del infortunio todavía nuevo; y todo
aquel sentir insoportable, de excitación continua, se trocó para la
mujer y los hijos de D. Jorge en taciturna melancolía, en resignación
triste: el hábito hizo tolerable la desgracia; el tiempo, al mitigar
la pena, mató el consuelo de la esperanza. Ya nadie esperaba en que
volviera la luz a los ojos de Arial, pero todos fueron comprendiendo
que podían seguir viviendo en aquel estado. Verdad es que más que el
desgaste del dolor por el roce de las horas, pudo en tal lenitivo la
convicción que fueron adquiriendo aquellos pedazos del alma del enfermo
de que éste había descubierto, al perder la luz, mundos interiores en
que había consuelos grandes, paz, hasta alegrías.
Por santo que fuera el esposo adorado, el padre amabilísimo, no podría
fingir continuamente y cada vez con más arte la calma dulce con que
había acogido su desventura. Poco a poco llegó a persuadirlos de que él
seguía siendo feliz, aunque de otro modo que antes.
Los gastos de la casa hubo que reducirlos mucho, porque la mina del
trabajo, si no se agotó, perdió muchos de sus filones. Arial siguió
publicando artículos y hasta libros, porque su hija escribía por él, al
dictado, y su hijo leía, buscaba datos en las bibliotecas y archivos.
Pero las obras del insigne crítico de estética pictórica, de historia
artística, fueron tomando otro rumbo: se referían a asuntos en que
intervenían poco los testimonios de la vista.
Los trabajos iban teniendo menos color y más alma. Es claro que, a
pesar de tales expedientes, Arial ganaba mucho menos. Pero, ¿y qué?
La vida exigía ahora mucho menos también; no por economía sólo,
sino principalmente por pena, por amor al ciego, madre e hijos se
despidieron de teatros, bailes, paseos, excursiones, lujo de ropa y
muebles ¿para qué? ¡_Él_ no había de verlo! Además, el mayor gasto de
la casa, la educación de la querida pareja, ya estaba hecho; sabían lo
suficiente, sobraban ya los maestros.
En adelante, amarse, juntarse alrededor del hogar y alrededor del
cariño, cerca del ciego, cerca del fuego. Hacían una piña en que Arial
pensaba por todos y los demás veían por él. Para no olvidarse de las
formas y colores del mundo, que tenía grabado en la imaginación como un
infinito museo, D. Jorge pedía noticias de continuo a su mujer y a sus
hijos: ante todo de ellos mismos, de los cabellos de la _dominante_,
del bozo que le había apuntado al chico..., de la primera cana de la
madre. Después noticias del cielo, de los celajes, de los verdores de
la primavera... "¡Oh! después de todo, siempre es lo mismo. ¡Como si lo
viera!"
"Compadeced a los ciegos de nacimiento, pero a mí no. La luz del sol no
se olvida: el color de la rosa es como el recuerdo de unos amores; su
perfume me lo hace ver, como una caricia de la _dominante_ me habla de
las miradas primeras con que me enamoró su madre. Y ¡sobre todo, está
ahí la música!"
Y D. Jorge, a tientas, se dirigía al piano, y como cuando tocaba a
obscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba ahora, sin cerrarlos, al
mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las melodías que
improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían decir
algo, muy obscuramente... Para él, para D. Jorge, eran bien claras,
más que nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había
creado para sus adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en
solfa, una teología en dos o tres octavas.
Don Jorge hubiera querido, para intimar más, mucho más, con los suyos,
ya que ellos nunca se separaban de él, no separarse él jamás de
ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en sus ideas, en su
dulcísima creencia...; pero un rubor singular se lo impedía. Hablar
con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida,
de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían
entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que
los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más
espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma
pensadora y tierna--¡es cosa tan personal, tan inefable!--Prefería
entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí!
Beethoven, Mozart, Händel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les
decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma
otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio
sagrado... La poesía no tiene, dentro ni fuera, fondo ni superficie;
toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo...;
la luz material se queda en la superficie, como la explicación
intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin
comunicarnos su esencia...
Pero la música que todas estas cosas decía a todos, según Arial, no
era la suya, sino la que tocaba su hijo. El cual se sentaba al piano
y pedía a Dios inspiración para llevar al alma del padre la alegría
mística con el beleño de las notas sublimes; Arial, en una silla baja,
se colocaba cerca del músico para poder palparle disimuladamente de
cuando en cuando: al lado de Arial, tocándole con las rodillas, había
de estar su compañera de luz y sombra, de dicha y de dolor, de vida y
muerte..., y más cerca que todos, casi sentada sobre el regazo, tenía
a la _dominante_...; y de tarde en tarde, cuando el amor se lo pedía,
cuando el ansia de vivir, comunicándose con todo de todas maneras, le
hacía sentir la nostalgia de la visión, de la luz física, del _verbo
solar_..., cogía entre las manos la cabeza de su hija, se acariciaba
con ella las mejillas... y la seda rubia, suave, de aquella flor con
ideas en el cáliz, le metía en el alma con su contacto todos los rayos
de sol que no había de ver ya en la vida... ¡Oh! En su espíritu, sólo
Dios entraba más adentro.


EL CENTAURO

Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial,
se educó, si aquello fué educarse, hasta los quince años, como el
diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo
por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en
todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor
padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven
recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla
antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los
_Trofeos_; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia
al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador,
de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una
pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos
descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl
y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de
Violeta componiendo su tocado.
Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto
imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus
poetas favoritos, los modernos, los franceses, que andaban a vueltas
con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y
en inspiración de su musa _plástica_ y afectadamente sensualista.
A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías,
llegó Violeta a sentir, y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad
y fuerza, su manía seudoclásica.
Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido
para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extravagantes,
ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle
de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en
España, y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.
A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyóme digno de oir
las intimidades de su locura pagana. No fué porque yo hiciera ante ella
alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por
haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba
a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos
pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor
tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita
peinada por Praxísteles, había el fósforo necesario para hacer un
poeta _parnasiano_ de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba
aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino
molde, qué elocuente _estatuaria_!
Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme
tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos,
traducidos de sus imprudentes lecturas...
Ello fué que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de
la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece
que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que
sueña la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de
un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que
empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:
"Yo estoy enamorada de un imposible."
Pero seguía de esta suerte:
"Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica
es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene
pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde
muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las
cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y
todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos,
de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media
docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de
madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme
entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles
de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con
deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos,
cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie
de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que
conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el
extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los
ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.
"Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas
y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la
reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia,
como yo los quería. Fuí creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté
de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales
de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de
mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos, pero me libraron de su
malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron
ridículo por pobre, por débil, por hablador y sutil. El caballo no
bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía,
cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística
se entrega al esposo ideal, y desprecia por mezquinos y deleznables
los amores terrenos, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis
adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen del
hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con
amor, pero tiene también la crín fuerte y negra, a que se agarran mis
manos crispadas por la pasión salvaje; y tiene los robustos humeantes
lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio
y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos
lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por
el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles
cascos del animal, al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me
da el imperio; y es dulce, con voluptuosidad infinita, el contraste de
su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto,
con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los
halagos de sus ojos..."
Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras, y hermosísima en su
exaltación; miróme en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a
un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:
"¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus
pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante, si
insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el
hombre...; en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme...
Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad,
lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en brazos... ¡Absurdo! Mi
Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco
humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera
encendería más y más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de los
cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi
fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé, tendida sobre la
espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que
corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el
torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia
dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste..."
Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por
una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza,
suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola
con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su desprecio.
Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de nuestra
confidencia, contento con que ella, por tener cerrados los ojos, como
he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo
menos mitológico, como un gallo, por ejemplo.
* * * * *
Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a
la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me
presentó a su marido, el Conde de La Pita, capitán de caballería,
hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal,
grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del _arma_, como
él dice, pero equivocándose, porque al decir el _arma_, alude a su
caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él
no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces
alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades
de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser
Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y,
en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama,
suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba
ayer, disimulando un suspiro: "Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me
quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este
mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el Conde
y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra."
¡Pobre Violeta; le parece _poco Centauro_ su marido!


RIVALES

¿No ha llegado a notar el discreto lector que en las letras
contemporáneas de los países que mejores y más espirituales las tienen,
brillan por algún tiempo jóvenes de gran talento, de alma exquisita,
promesas de genio, que poco a poco se cansan, se detienen, se
obscurecen, vacilan, dejan de luchar por el primer puesto y consienten
que otros vengan a ocupar la atención y a gozar iguales ilusiones,
y a su vez experimentar el mismo desencanto? Un crítico perspicaz,
fijándose en tal fenómeno, ha creído explicarlo atribuyéndolo a la poca
fuerza de esas almas, genios abortados, superiores en cierto sentido
(si no se atiende al resultado, a la obra acabada), a los mismos genios
que tienen la virtud... y el _límite_ de la idea fija, del propósito
exclusivo y constante, pero inferiores en voluntad, en vigor, en
facultades generales, en suma.
Leyendo al autor que eso dice, Víctor Cano cerró el volumen en que lo
dice y se puso a pensar por su cuenta:
"Algo habrá de esto; pero yo, mejor que genios abortados, llamaría
a esos hombres, como cierto novelista ruso, _genios sin cartera_.
Como otros espíritus escogidos, renuncian al placer, al mundo y sus
vanidades, y renuncian a la acción, al buen éxito, a los triunfos del
orgullo y del egoísmo, en nuestras letras contemporáneas hay quien no
conserva, en la gran bancarrota espiritual moderna, en el naufragio
de ideas y esperanzas, más que un vago pero acendrado amor a la tenue
poesía del bien moral profundo, sin principios, sin sanciones, por
dulce instinto, por abnegación melancólica y lánguidamente musical
pudiera decirse. Al ver o presentir la nada de todo, menos la
nobleza del corazón, ¿qué alma sincera insiste en luchar por cosas
particulares, por empresas que, ante todo, son egoístas, por triunfos
que, por de pronto, son de la vanidad? No se renuncia a la gloria por
aquello del _genio no comprendido_, ni se insiste, como en los tiempos
de los Heine y los Flaubert, en señalar con sarcasmos el abismo que
separa al _artista_ del _philistin_ o del _burgués_, sino que, como
Carlos V junto a la tumba de Carlomagno, se grita: _Perdono à tutti_;
y se declara a todos hermanos en la ceniza, en el polvo, en el viento,
y se mata en el alma la ilusión literaria, la contumacia artística,
y se renuncia a ser genio, porque ser genio cuesta mucho trabajo,
y no es lo mismo ser genio que ser bueno, que ser humilde, que es
lo que hay que ser; porque hay dos clases de humildes: los que hace
Dios, que son los primeros, mejores y más seguros, y los que se hacen
a sí mismo, a fuerza de pensar, de sentir, de observar, de amar y
renunciar y _prescindir_. Sí, hoy existen hombres, especie de trapenses
disfrazados, que se tonsuran la aureola del genio como se rasura el
monje, y que no dan más aprecio al bien efímero de que se despojan, la
gloria, que el humilde religioso al cabello que ve caer a sus pies.
No importa que estos modernos sectarios de la _prescindencia_ sigan
figurando en el mundo, escribiendo poemas, novelas, ensayos; todo eso
es apariencia, tal vez un modo de ganar el pan y las distracciones;
pero en el fondo ya no hay nada; no hay deseo, no hay plan, no hay
orden bello de vida que aspira a un fin determinado; no hay nada de lo
que había, por ejemplo, en el sistemático Goethe, que metió el mundo
en su cabeza para poder ser egoísta pensando en lo que no era él;
por eso se ve que tales hombres siguen figurando entre los artistas,
entre los escritores; parece que siguen aspirando al primer puesto...
sin facultades suficientes. Acaso no las tengan, pero no les importa;
ni aunque las tuvieran las emplearían con la constancia, la fe, el
entusiasmo, el orden que ellas exigen; por despreciar la fama hasta
consienten que se crea que aun aspiran a ella. Insisten en escribir,
por ejemplo, porque no saben hacer otra cosa; por inercia, porque es el
pretexto mejor para pensar y sentir... y sufrir."
"Y si no, aquí estoy yo--seguía pensando Víctor, pero esto más _piano_
para no _oirse_ a sí mismo, si era posible;--aquí estoy yo, que no
seré genio, pero soy algo, y renuncio también a la _cartera_, a la
gloria que empezaba a sonreirme, aunque buenos sudores y berrinches me
costaba."
Y no creía decirse esto a humo y pajas y por vanagloria, sino que
tenía la vanidad de fundarlo en hechos. Cierto era que en aquel mes
de mayo que acababa de pasar había entregado a un editor un libro;
pero ¿cómo lo había entregado? Como quien mete un hijo en el hospicio.
El editor era novel, pobre, no tenía amigos en la prensa ni apenas
corresponsales; Cano había dado la obra por cuatro cuartos, a condición
de que no se le molestara exigiéndole propaganda; no quería _faire
l'article_; nada de reclamos, nada de regalos a los críticos, nada de
sueltecitos autobiográficos; allá iba el libro, que viviera si podía.
No podría; ¿cómo había de poder? El autor era conocido; cuatro o cinco
novelas suyas habían llamado la atención; no pocos periódicos las
habían puesto en los cuernos de la luna; el público se había interesado
por aquel estilo, por aquella manera; había sido un poco de fiebre
momentánea de novedad. Al publicarse el último volumen ya habían
insinuado algunos malévolos la idea de decadencia; se había hablado
de extravío, de atrofia, de estancamiento, de esperanzas fallidas, y,
lo que era peor, se había mostrado claro, _matemático_, el cansancio,
el hastío, ante lo conocido y repetido. Víctor, en vez de buscar un
desquite, una reparación en su obra reciente, con una especie de
coquetería refinada, con el placer del _Heautontimorumenos_, se había
esmerado en escribir de suerte que su libro tuviera que parecerle al
vulgo vulgar, anodino. Era un libro moral, sencillo, desprovisto de la
pimienta psicológica que en los anteriores había sabido emplear con
tanto arte como cualquier _jeune maître_ francés. En rigor, aquella
ausencia de tiquis miquis decadentistas, de misticismos diabólicos, era
un refinamiento de voluptuosidad espiritual; la pretensión de Víctor
era sacarle nuevo y delicadísimo jugo al oprimido limón de la moral
corriente, como se llama con estúpido menosprecio a la moral producida
siglo tras siglo por lo más selecto del pensamiento y del corazón
humanos.
Como él esperaba, su libro, sincero, noble, leal a la tradición de
la sana piedad humana, no llamó la atención, porque nadie se tomó
el trabajo de ayudar al buen éxito; dijeron de él cuatro necedades
los críticos semigalos que creían seguir la moda con su desfachatado
materialismo, con su procaz hedonismo de burdel y su estilo, de falso
_neurosismo_; pero ni la crítica digna, la que no hace alarde de ser
cínica y de no pagar al sastre ni a la patrona, ni el público imparcial
y desapasionado dieron cuenta de sí.
Aunque Víctor esperaba este resultado; aunque, en rigor, lo había
provocado él mismo, sometiéndose a una especie de experimento en que
quería probar el temple de su alma y la grosera estofa del sentido
estético general en su patria, tuvo que confesarse que en algunos
momentos de abandono sintió indignación ante la frialdad con que
era acogida una obra que comenzaba por ser edificante, un rasgo de
reflexión sana, continente.
Se consolaba de este desfallecimiento del ánimo, de esta contradicción
entre sus ideas y anhelos de abnegación, de _prescindencia_ efectiva,
y la realidad de sus preocupaciones, de su vanidad herida de artista
quisquilloso, pensando que la tal flaqueza era cosa de la parte baja
de su ser, de centros viles del organismo que no había podido dominar
todavía de modo suficiente la hegemonía del alma cerebral, del _yo_ que
reinaba desde la cabeza. Como gritan el hambre, el miedo, la lascivia
en el cuerpo del asceta, del héroe, del casto, gritaba en él, a su
juicio, la vanidad artística; pero el remedio estaba en despreciarla,
en ahogar sus protestas.
* * * * *
Y lo mejor era ausentarse; salir de Madrid, de aquellas cuatro calles
y de los cuatro rincones de murmuración seudoliteraria; huir, olvidar
las letras de molde, vivir, en fin, de veras. Empezaba el verano, la
emigración general. Se metió en el tren. ¿Adónde iba? A cualquier
parte; al Norte, al mar. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Dejaba a la
casualidad que le prendiese el alma por donde quisiera. En una fonda
de una estación, a la luz del petróleo, al amanecer, ante una mesa
fría cubierta de hule, entre el ruido y el movimiento incómodos,
antipáticos, de las prisas de los viajeros, vió de repente lo que iba a
hacer aquel verano, si el azar lo permitía: iba a amar. Era lo mejor;
la ilusión más ilusoria, pero, por lo mismo, más llena del encanto
de la hermosa apariencia de la buena realidad. El amor era lo que
mejor imitaba el mundo que debía haber. Enfrente de él, ante una gran
taza de café con leche, una mujer meditaba a la _orilla_ de aquel mar
ceniciento, con los ojos pardos muy abiertos, las cejas muy pobladas,
de arco de Cupido, en tirantez nerviosa, como conteniendo el peso de
pensamientos que caían de la frente. No pensaba en el café, ni en el
lugar donde estaba, ni en nada de cuanto tenía alrededor. Sonó fuera
una campana, y la dama levantó los ojos y miró a Víctor, que se dió por
enamorado, en lo que cabía, de aquella mujer, que de fijo no pensaba
como un cualquiera. El marido de aquella señora la dió un suave codazo,
que fué como despertarla; se levantaron, salieron, y Víctor se fué
detrás. Estaba resuelto a seguir a la dama meditabunda, metiéndose en
el mismo coche que ella, si era posible, por lo menos en el mismo tren,
aunque no fuera el suyo y tuviera que dejar en otra línea el equipaje y
los enseres de primera necesidad que llevaba más cerca. Por fortuna, la
dama viajaba en el mismo tren en que Víctor venía, en un coche contiguo
al suyo. Cano tomó sus bártulos, cambió de departamento, y entró, con
gran serenidad, donde el matrimonio desconocido. Nadie notó el cambio
ni la persecución iniciada. A pesar del naciente amor, Víctor se durmió
un poco, porque la madrugada le sumía siempre en un sopor de muerte.
Mil veces se lo había dicho a sí mismo: "Yo moriré al salir el sol."
Cuando despertó, la mañana ya había entrado en calor; la luz alegraba
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