El Señor y los demás son Cuentos - 03

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Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era
fúnebre. La _Cordera_, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como
siempre, _sub specie æternitatis_, como descansaría y comería un minuto
antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín
yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban
con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era
aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el
que les llevaba su _Cordera_.
El viernes, al obscurecer, fué la despedida. Vino un encargado del
rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y
el comisionado, y se sacó a la _quintana_ la _Cordera_, Antón había
apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo
le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las
excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de
Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos _xarros_
de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué,
si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros
bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva,
trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos,
pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de _cucho_,
recuerdo para ellos sentimental de la _Cordera_ y de los propios
afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto.
En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos:
hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la
excitación del vino, cayó como en un marasmo; cruzó los brazos, y entró
en el _corral_ obscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos,
el triste grupo del indiferente comisionado y la _Cordera_, que iba
de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
--¡Bah, bah, _neños_, acá vos digo; basta de _pamemes_!--Así gritaba de
lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja obscura que hacían casi negra los altos
setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la _Cordera_, que
parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el _tintán_
pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los
chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
--¡Adiós, _Cordera_!--gritaba Rosa deshecha en llanto--. ¡Adiós,
_Cordera_ de _mío_ alma!
--¡Adiós, _Cordera_!--repetía Pinín, no más sereno.
--Adiós--contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su
lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de
julio en la aldea...
* * * * *
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa
fueron al _prao_ Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para
ellos, triste; aquel día, el Somonte sin la _Cordera_ parecía el
desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un
furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos,
vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.
--¡Adiós, _Cordera_!--gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca
abuela.
--¡Adiós, _Cordera_!--vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los
puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las
picardías del mundo:
--La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los
curas... los indianos.
--¡Adiós, _Cordera_!
--¡Adiós, _Cordera_!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos
de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su
compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus
apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
--¡Adiós, _Cordera_!...
--¡Adiós, _Cordera_!...
* * * * *
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía
la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los
vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por
ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el _prao_ Somonte sola,
esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos
amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la
trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas,
pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de
pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles,
al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que
dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande,
al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a
su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oir entre el estrépito de las
ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
--¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, _Cordera_!
--¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de _mío_ alma!...
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo.
Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma,
carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana
viendo al tren perderse a los lejos, silbando triste, con silbido que
repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el _prao_
Somonte.
--¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, _Cordera_!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con
qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh! bien hacía la _Cordera_ en
no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba
todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como
un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas
del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era
canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oir, muy lejana, la
voz que sollozaba por la vía adelante:
--¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, _Cordera_!


CAMBIO DE LUZ

A los cuarenta años era D. Jorge Arial, para los que le trataban
de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una
_acerada_ medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los
suyos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben
estirar las horas, llenándolas de substancia, de útiles quehaceres.
Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud
de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que
veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían
en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía D. Jorge algo
que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba
él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las
cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo
había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma,
era que ni pintado para su modo de ser.
Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni soñaba con ellas, y
hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas,
le costaba gran esfuerzo imaginarlas y _sentirlas_. Las pequeñas y
disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como verbi gracia,
la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los
buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos,
veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y
popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre
entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos.
Y por fin, su dicha grande, seria, era una casa, su mujer, sus
hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas _rubias_,
_doradas_, _mi lira_, como los llamaba al pasar la mano por aquellas
frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que
sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.
Aquella esposa y aquellos hijos, una pareja; la madre hermosa, que
parecía hermana de la hija, que era un botón de oro de quince abriles,
y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de su madre y de su
hermana, y ésta, la _dominante_, como él decía, parecían, en efecto,
estrofa, antistrofa y epodo de un himno perenne de dicha en la virtud,
en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad.
"Todos sois mis hijos, pensaba D. Jorge, incluyendo a su mujer; todos
nacisteis de la espuma de mis ensueños." Pero eran ensueños con
dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran jóvenes,
estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el
apetito, comían que devoraban, sin llegar a glotones, pero pasando
con mucho de ascetas. Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos como
convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño
que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo
en los trajes de la _dominante_. Y mucho más que en cubrir y adornar
el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su
cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más
esmeradas que podía; y como éste es artículo de lujo entre nosotros,
en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la
enseñanza de su pareja, se le iba a D. Jorge una gran parte de su
salario y otra no menos importante de su tiempo, pues él dirigía todo
aquel negocio tan grave, siendo el principal maestro y el único que no
cobraba. No crea el lector que apunta aquí el pero de la dicha de D.
Jorge; no estaba en las dificultades económicas la espina que guardaba
para sus adentros Arial, siempre apacible. Costábale, sí, muchos
sudores juntar los cabos del presupuesto doméstico; pero conseguía
triunfar siempre, gracias a su mucho trabajo, el cual era para él una
sagrada obligación, además, por otros conceptos más filosóficos y
_altruístas_, aunque no más santos, que el amor de los suyos.
Muchas eran sus ocupaciones, y en todas se distinguía por la
inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero. Siguiendo una
vocación, había llegado a cultivar muchos estudios, porque ahondando
en cualquier cosa se llega a las demás. Había empezado por enamorarse
de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo
pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico,
fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad
física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la _verdad
plástica_, que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los
pinceles. No se sintió gran maestro, no vió en sí un intérprete de esas
dos grandes formas de la belleza que se llaman _idealismo y realismo_,
no se encontró con las fuerzas de Rafael ni de Velázquez, y, suavemente
y sin dolores del amor propio, se fué transformando en un pensador y
en amador del arte; y fué un sabio en estética, un crítico de pintura,
un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador
del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y
maestrías a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las
voces de su vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fué
sacando sin violencia ni _simonía_ provecho para la hacienda, cosa tan
poética como la que más al mirarla como el medio necesario para tener
en casa aquella dicha que tenía, aquellos amores, que, sólo en botas,
le gastaban un dineral.
Al verle ir y venir, y encerrarse para trabajar, y después correr con
el producto de sus encerronas a casa de quien había de pagárselo;
siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la realidad ambiente,
de la vida que se le imponía con toda su seriedad, pero no tristeza,
nadie, y menos sus amigos y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado
detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.
* * * * *
Pero la había. Y no se podía hablar de ella. Primero, porque era un
deber guardar aquel dolor para sí; después, porque hubiera sido inútil
quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido, y más valía así.
Cuando en presencia de D. Jorge se hablaba de los incrédulos, de los
escépticos, de los poetas que _cantan_ sus dudas, que se quejan de la
musa del _análisis_, Arial se ponía de mal humor, y, cosa rara en él,
se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba D. Jorge.
"Ésos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio
entristecen a los demás y pueden contagiarse. El que no tenga fe, el
que dude, el que vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa
flaqueza." Una vez, repetía Arial en tales casos, un discípulo de San
Francisco mostraba su tristeza delante del maestro, tristeza que nacía
de sus escrúpulos de conciencia, del miedo de haber ofendido a Dios; y
el santo le dijo: "Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los
demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con
Él a solas."
A solas procuraba arreglar sus cuentas don Jorge, pero no le salían
bien siempre, y ésta era su pena. Sus estudios filosóficos, sus
meditaciones y sus experimentos y observaciones de fisiología, de
anatomía, de química, etc., etc., habían desenvuelto en él, de modo
excesivo, el espíritu del análisis empírico; aquel enamoramiento de la
belleza plástica, aparente, visible y palpable, le había llevado, sin
sentirlo, a cierto materialismo intelectual, contra el que tenía que
vivir prevenido. Su corazón necesitaba fe, y la clase de filosofía y
de ciencia que había profundizado le llevaban al dogma materialista de
_ver y creer_. Las ideas predominantes en su tiempo entre los sabios
cuyas obras él más tenía que estudiar; la índole de sus investigaciones
de naturalista y fisiólogo y crítico de artes plásticas, le habían
llevado a una predisposición reflexiva que pugnaba con los anhelos más
íntimos de su sensibilidad de creyente.
Don Jorge sentía así: "Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios,
todo está mal. Mi mujer, mi hijo, la _dominante_, la paz de mi casa, la
belleza del mundo, el _divino_ placer de entenderla, la tranquilidad
de la conciencia... todo eso, los mayores tesoros de la vida, si no
hay Dios, es polvo, humo, ceniza, viento, nada... Pura apariencia,
congruencia ilusoria, sustancia fingida; positiva sombra, dolor sin
causa, pero seguro, lo único cierto. Pero si hay Dios, ¿qué importan
todos los males? Trabajos, luchas, desgracias, desengaños, vejez,
desilusión, muerte, ¿qué importan? Si hay Dios, todo está bien, si no
hay Dios, todo está mal."
Y el amor de Dios era el vapor de aquella máquina siempre activa; el
amor de Dios, que envolvía, como los pétalos encierran los estambres,
el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la conciencia
tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave
asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que
le rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.
Pero a lo mejor, en el cerebro de aquel místico vergonzante, místico
activo y alegre, estallaba, como una _estúpida_ frase hecha, esta
duda, esta pregunta del materialismo lógico de su ciencia de analista
empírico:
"¿Y si no hay Dios? Puede que no haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La
ciencia de los _hechos_ no prueba a Dios..."
Don Jorge Arial despreciaba al pobre diablo _científico_,
_positivista_, que en el fondo de su cerebro se le presentaba con este
_obstruccionismo_; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable,
y discutía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el
terreno de la _fría lógica_, de la mera _intelectualidad_... y otras
veces no.
Ésta era la pena, éste el tormento del señor Arial.
Es claro que gritase lo que gritase el materialista escéptico, el que
ponía a Dios en tela de juicio, D. Jorge seguía trabajando de firme,
afanándose por el pan de su hijos y educándolos, y amando a toda su
casa y cumpliendo como un justo con la infinidad de su deberes...;
pero la espina dentro estaba. "Porque, si no hubiera Dios, decía
el corazón, todo aquello era inútil, apariencia, idolatría", y el
_científico_ añadía: "¡Y cómo puede no haberlo!..."
Todo esto había que callarlo, porque hasta ridículo hubiera parecido
a muchos, confesado como un dolor cierto, serio, grande. "Cuestión de
nervios" le hubieran dicho. "Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios
va a castigar por darse un tormento inútil cuando todo le sonríe."
Y en cuanto a los _suyos_, a quienes más hubiera D. Jorge querido
comunicar su pena, ¿cómo confesarles la causa? Si no le comprendían
¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y qué
peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de
tener tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de
las horas que no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo.
Ante el mundo su existencia corría con la monotonía de un destino
feliz; para sus adentros su vida era una serie de batallas; ¡días de
triunfo!--¡oh, qué voluptuosidad espiritual entonces!--seguidos de
horrorosos días de derrota, en que había que fingir la ecuanimidad de
siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir los mismos deberes.
* * * * *
Para la mujer, los hijos y los amigos y discípulos queridos de D.
Jorge, aquel dolor oculto llegó a no ser un misterio, no porque
adivinaran su causa, si no porque empezaron a sentir sus efectos; le
sorprendían a veces preocupado sin motivo conocido, triste; y hasta en
el rostro y en cierto desmayo de todo el cuerpo vieron síntomas del
disgusto, del dolor evidente. Le buscaron causa y no dieron con ella.
Se equivocaron al atribuirla al temor de un mal _positivo_, a una
aprensión, no desprovista de fundamento por completo. Lo peor era que
el miedo de un mal, tal vez remoto, tal vez incierto, pero terrible si
llegaba, también les iba invadiendo a ellos, a la noble esposa sobre
todo, y no era extraño que la aprensión que ellos tenían quisieran
verla en las tristezas misteriosas de D. Jorge.
Nadie hablaba de ello, pero llegó tiempo en que apenas se pensaba en
otra cosa; todos los _silencios_ de las animadas chácharas en aquel
nido de alegrías, aludían al temor de una desgracia, temor cuya
presencia ocultaban todos como si fuese una vergüenza.
Era el caso que el trabajo excesivo, el abuso de las vigilias, el
constante empleo de los ojos en lecturas nocturnas, en investigaciones
de documentos de intrincados caracteres y en observaciones de
menudísimos pormenores de laboratorio, y acaso más que nada, la gran
excitación nerviosa, habían debilitado la vista del sabio, miope antes,
y ahora incapaz de distinguir bien lo cercano... sin el consuelo
de haberse convertido en águila para lo distante. En suma; no veía
bien ni de cerca ni de lejos. Las jaquecas frecuentes que padecía
le causaban perturbaciones extrañas en la visión: dejaba de ver los
objetos con la intensidad ordinaria; los veía y no los veía, y tenía
que cerrar los ojos para no padecer el tormento inexplicable de esta
parálisis pasajera, cuyos fenómenos subjetivos no podía siquiera
puntualizar a los médicos. Otras veces veía manchas ante los objetos,
manchas móviles; en ocasiones puntos de color, azules, rojos... muy
a menudo, al despertar especialmente, lo veía todo tembloroso y como
desmenuzado... Padecía bastante, pero no hizo caso: no era aquello lo
que le preocupaba a él.
Pero a la familia, sí. Y hubo consulta, y los pronósticos no fueron muy
tranquilizadores. Como fué agravándose el mal, el mismo D. Jorge tomó
en serio la enfermedad, y, en secreto, como habían consultado por él,
consultó a su vez, y la ciencia le metió miedo para que se cuidara y
evitase el trabajo nocturno y otros excesos. Arial obedeció a medias y
se asustó a medias también.
Con aquella nueva vida a que le obligaron sus precauciones higiénicas,
coincidió en él un paulatino cambio del espíritu que sentía venir
con hondo y obscuro deleite. Notó que perdía afición al análisis
del laboratorio, a las preciosidades de la miniatura en el arte, a
las delicias del pormenor en la crítica, a la claridad plástica en
la literatura y en la filosofía: el arte del dibujo y del color le
llamaba menos la atención que antes; no gozaba ya tanto en presencia
de los cuadros célebres. Era cada día menos activo y más soñador. Se
sorprendía a veces holgando, pasando las horas muertas sin examinar
nada, sin estudiar cosa alguna concreta; y, sin embargo, no le acusaba
la conciencia con el doloroso vacío que siempre nos delata la ociosidad
verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas meditaciones no era
perdido.
Una noche, oyendo a un famoso sexteto de ínclitos profesores
interpretar las piezas más selectas del repertorio clásico, sintió
con delicia y orgullo que a él le había nacido algo en el alma para
comprender y amar la gran música. La sonata de Kreutzer, que siempre
había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo
tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras,
de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla,
noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades
armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas;
aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental,
le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió
experimentar Moisés ante la zarza ardiendo.
Vino después un oratorio de Händel a poner el sello religioso más
determinado y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo
sentimiento de humildad le inundó el alma; notó humedad de lágrimas
bajo los párpados y escondió de las miradas profanas aquel tesoro de
su misteriosa religiosidad estética, que tan pobre hubiera sido como
argumento en cualquier discusión lógica y que ante su corazón tenía la
voz de lo inefable.
En adelante buscó la música por la música, y cuando ésta era buena y
la ocasión propicia, siempre obtuvo análogo resultado. Su hijo era
un pianista algo mejor que mediano; empezó Arial a fijarse en ello,
y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de las
teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos; es decir,
creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música.
Gozó oyendo a su hijo las obras de los maestros. Como sus ratos de ocio
iban siendo cada día mayores, porque los médicos le obligaban a dejar
en reposo la vista horas y horas, sobre todo de noche, D. Jorge, que
no sabía estar sin ocupaciones, discurrió, o mejor, fué haciéndolo sin
pensarlo, sin darse cuenta de ello, tentar él mismo fortuna, dejando
resbalar los dedos sobre las teclas. Para aprender música como Dios
manda era tarde; además, leer en el pentágrama hubiese sido cansar la
vista como con cualquiera otra lectura. Se acordó de que en cierto
café de Zaragoza había visto a un ciego tocar el piano primorosamente.
Arial, cuando nadie le veía, de noche, a obscuras, se sentaba delante
del Erard de su hijo, y cerrando los ojos, para que las tinieblas
fuesen absolutas, por instinto, como él decía, tocaba a su manera
melodías sencillas, mitad reminiscencias de óperas y de sonatas, mitad
invención suya. La mano izquierda le daba mucho que hacer y no obedecía
al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no exigieran de
ella grandes prodigios, no se portaba mal. _Mi música_ llamaba Arial
a aquellos conciertos solitarios, música _subjetiva_ que no podía ser
agradable más que para él, que soñaba, y soñaba llorando dulcemente
a solas, mientras su fantasía y su corazón seguían la corriente y el
ritmo de aquella melodía suave, noble, humilde, seria y sentimental en
su pobreza.
A veces tropezaban sus dedos, como con un tesoro, con frases breves,
pero intensas, que recordaban, sin imitarlos, motivos de Mozart y otros
maestros. Don Jorge experimentaba un pueril orgullo, del que se reía
después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas
pretensiones de músico que no sabe música, se decía: "Temen que me
vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco." A tanto llegaba ésta
que él sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en
su cerebro seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas,
de repente una melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación,
una voz de lo _explicable_ que le pedía llorando interpretación,
traducción lógica, literaria... Si no hubiera Dios, pensaba entonces
Arial, estas combinaciones de sonidos no me dirían esto; no habría este
rumor como de fuente escondida bajo hierba, que me revela la frescura
del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho que la música
habla de un mundo que _debía_ existir; yo digo que nos habla de un
mundo que _debe de_ existir.
Muchas veces hacía que su hija le leyera las lucubraciones en que
Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba un sentido muy profundo
que no había visto cuando, años atrás, las leía con la preocupación de
crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio
nebuloso y los tanteos místicos.
En tanto, el mal crecía, a pesar de haber disminuído el trabajo de los
ojos: la desgracia temida se acercaba.
Él no quería mirar aquel abismo de la noche eterna, anticipación de los
abismos de ultratumba.
"Quedarse ciego, se decía, es como ser enterrado en vida."
* * * * *
Una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora
pudo en él más que la prudencia, y a hurtadillas de su mujer y de sus
hijos escribió y escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era
el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico;
el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor,
movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y
ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las
ideas. Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, D. Jorge se
acostó... sin dejar de trabajar, trabajando para el obispo, como él
decía cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus
ideas, éstas seguían gritando, engranándose, produciendo pensamiento
que se perdía, que se esparcía inútilmente por el mundo. Ya sabía él
que este tormento febril era peligroso, y ni siquiera le halagaba la
vanidad como en los días de la petulante juventud. No era más que un
dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al calor de las
sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse, se hizo placentera, se
dejó embriagar, como en una orgía, de corazón y cabeza, y sintiéndose
arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con
delicia se vió sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una
especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las
entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las
vibraciones musicales: el timbre sonoro era, además, la luz.
Aquella luz prendió en el espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta
vez miedo a la locura. Con calma, con lógica, con profunda intuición,
sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables
fuertes de la ciencia atea; vió entonces la realidad de lo divino, no
con evidencia matemática, que bien sabía él que ésta era relativa y
condicional y precaria, sino con evidencia _esencial_; vió la verdad
de Dios, el creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una
voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico,
arranque místico; y don Jorge, por la primera vez después de muchos
años, sintió el impulso de orar como un creyente, de adorar con el
cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágrimas
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