El Señor y los demás son Cuentos - 06

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notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió
el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección
octava, del título décimo del libro segundo del Código de Comercio
vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en papel
común, al príncipe de los apóstoles.
Y el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado
por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la
barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de
cambio que él había mandado al cielo.
Era el protesto.
Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el _otro negocio_.
Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir
del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las
demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y
canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.

IV
Cuando despertó D. Fermín, vió a la cabecera de su cama al
maestrescuela, que le sonreía complaciente y aguardaba su despertar,
para recordarle la promesa de pagar toda la obra de fábrica de una
nueva y costosísima institución piadosa.
--Dígame usted, amigo don Mamerto--preguntó Zaldúa, cabizbajo y
cejijunto como el San Pedro que no había aceptado la letra--, ¿debe
creerse en aquellos sueños que parecen providenciales, que están
compuestos con imágenes que pertenecen a las cosas de nuestra
sacrosanta religión, y nos dan una gran lección moral y sano aviso para
la conducta futura?
--¡Y cómo si debe creerse!--se apresuró a contestar el canónigo, que
en un instante hizo su composición de lugar, pero trocando los frenos
y equivocándose de medio a medio, a pesar de que era tan listo--.
Hasta el pagano Homero, el gran poeta, ha dicho que los sueños vienen
de Júpiter. Para el cristiano vienen del único Dios verdadero. En la
Biblia tiene usted ejemplos respetables del gran valor de los sueños.
Ve usted primero a Josef interpretando los sueños de Faraón, y más
adelante a Daniel explicándole a Nabucodonosor...
--Pues este Nabucodonosor que tiene usted delante, mi señor don
Mamerto, no necesita que nadie le explique lo que ha soñado, que harto
lo entiende. Y como yo me entiendo, a usted sólo le importa saber que
en adelante pueden usted y todo el cabildo, y cuantos hombres se visten
por la cabeza, contar con mi amistad..., pero no con mi bolsa. Hoy no
se fía aquí, mañana tampoco.
Pidió D. Mamerto explicaciones, y a fuerza de mucho rogar logró que D.
Fermín le contase el sueño del protesto.
Quiso el maestrescuela tomarlo a risa; pero al ver la seriedad del
otro, que ponía toda la fuerza de su fe supersticiosa en atenerse a la
lección del protesto, quemó el canónigo el último cartucho diciendo:
--El sueño de usted es falso, es satánico; y lo pruebo probando que es
inverosímil. Primeramente, niego que haya podido hacerse en el cielo
un protesto..., porque es evidente que en el cielo no hay escribanos.
Además, en el cielo no puede cumplirse con el requisito de extender el
protesto antes de la puesta del sol del día siguiente..., porque en
el cielo no hay noche ni día, ni el sol se pone, porque todo es sol, y
luz, y gloria, en aquellas regiones.
Y como D. Fermín insistiera en su superchería, moviendo a un lado y
a otro la cabeza, don Mamerto, irritado, y echándolo a rodar todo,
exclamó:
--Y por último... niego... el portador. No es posible que su alma de
usted se presentara a cobrar la letra... ¡porque los usureros no tienen
alma!
--Tal creo--dijo D. Fermín, sonriendo muy contento y algo socarrón--; y
como no la tenemos, mal podemos perderla.
Por eso, si viviera el cura aquel de mi parroquia, le demostraría
que yo no puedo perder nada. Ni siquiera he perdido el dinero que he
empleado en cosas devotas, porque la fama de santo ayuda al crédito.
Pero como ya he gastado bastante en anuncios, ni pago esa obra de
fábrica... ni aprendo la oración de San Antonio.


LA YERNOCRACIA

Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco,
gran filósofo _fin de siècle_ y padre de familia no tan _filosófico_,
pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la
modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un
hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado que a
Napoleón o a Julio César.
Y me decía Aurelio Marco:
--Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti,
eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres;
me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma
el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan
el _pathos_[1] falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el
hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual,
instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas
excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta
ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa
abstracción fría que se llama _los demás_, el prójimo, al cual se le
dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta;
ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de
nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia
del egoísmo, colmo de la _autolatría_; porque el egoísmo vulgar se
contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la
gloria, el egoísmo heroico..., busca la adoración de los demás: que el
mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable...
claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del
egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.
Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino cauto; creo en el
progreso; lo que niego es que hayamos llegado, así, en masa, como obra
social, al _altruismo_ sincero. El día que cada cual quisiera a sus
conciudadanos de verdad, como se quiere a sí mismo, ya no hacía falta
la política, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso;
y por elipsis o hipocresía, como quieras llamarlo, convenimos todos en
que cuando hablamos de sacrificios por amor al país... mentimos, tal
vez sin saberlo; es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad.
--Pero... entonces--interrumpí--, ¿dónde está el progreso?
--A ello voy. La evolución del amor humano no ha llegado todavía más
que a dar el primer paso sobre el abismo moral insondable del amor _a
otros_. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un
moribundo que ve cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran
valor espiritual el esfuerzo de amar _de veras_ a lo que no es yo mismo!
--¡Qué lenguaje, Aurelio!
--No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en
el amor de los demás lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto,
sino por el camino... del cordón umbilical...; las madres han llegado
a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser
madres, los padres-madres, hemos llegado también, por la misteriosa
unión de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiar es
el único progreso serio, grande, _real_, que ha hecho hasta ahora la
_sociología positiva_. Para los demás círculos sociales, la coacción,
la pena, el convencionalismo, los _sistemas_, los equilibrios, las
fórmulas, las hipocresías necesarias, la _razón de Estado_, lo del
_salus populi_ y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la
familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa
que puede unir las piedras para los cimientos del edificio social
futuro. Repara cómo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es
decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera
de este amor quedan los solterones empedernidos y los muchísimos mal
casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena
nadie habla de corregir los defectos domésticos con _ríos de sangre_,
ni de _reformar_ sacrificando miembros _podridos_, ni se conoce en
el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia
_real_ donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.
¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto no se ha
comprendido bien todavía!
--Pero... ¿y la yernocracia?
--Ahora vamos. La yernocracia ha venido después del _nepotismo_,
debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un
falso progreso, por venir fuera de su sitio; un egoísmo disfrazado de
altruismo familiar. Así y todo, en ciertos casos, el nepotismo ha sido
simpático, por lo que se parecía al verdadero amor familiar; simpático
del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro
había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de los Papas,
acaso principalmente, fué por esto una _sinceridad_ disfrazada, se
llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido
del lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepotismo significaría
la influencia política del amor a los hijos de los hijos, porque en
buen latín _nepos_, es el nieto; pero en latín de baja latinidad,
_nepos_ pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el
_nepotismo_ fué la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta
gran categoría, y había que compensarle con otros honores.
Nuestra hipocresía social no consiente la _filiocracia_ franca, y
después del nepotismo, que era o un disfraz de la _filiocracia_ o un
disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia..., que es el gobierno de
la hija, matriz sublime del amor paternal.
¡La hija, mi Rosina!
* * * * *
Calló Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las imágenes que
le traía la asociación de ideas.
Cuando volvió a hablar, noté que en cierto modo había perdido el hilo,
o por lo menos, volvía a tomarlo de atrás, porque dijo:
--El nepotismo es, generalmente, cuando se trata de verdaderos
sobrinos, la familia refugio, la familia imposición; algo como el
dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance
de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos
o que perdimos; el sobrino finge amor en los días de decadencia; el
sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero
amor familiar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser
egoísmo, o miedo, o precaución, o pago de servicios: egoísmo.
Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en
el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integérrimo,
independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no
pudo en los días tristes de su vejez extrema abstenerse de solicitar
el favor cortesano. Sufría, dice un historiador, el horrible mal _de
piedra_, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que,
según él decía, "sus parientes no se aprovecharían de los bienes de
la Iglesia", no cesaban de torturarle, obligándole continuamente a
trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases;
y el grande hombre tenía que hacer antesalas y sufrir desaires y
burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de
pretendiente murió en París en 1704. Ése es un caso de _nepotismo_
que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fué puro, sus
sobrinos eran sobrinos.
--Pero... ¿y la yernocracia?
--A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres años y
medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo... con alma.
Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como Júpiter maneja
el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de
edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre mí
la excomunión de un ángel. Es carne de mi carne, ungida con el óleo
sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora,
rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores,
pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero aún no
nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle
pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos
de la educación. A los dos años se erguía en su silla de brazos, a la
hora de comer, y no cejaba jamás en su empeño de ponerse en pie sobre
el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones,
metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable
_educación_... pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer,
no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que
a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a _Maolito_,
su novio, un vecino de siete años, mucho más hermoso que yo y sin
barbas que piquen al besarle.
_Maolito_ es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí,
y entre cucharada y cucharada le admira, le adora... y le palpa,
untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está
enamorada a su manera, a lo ángel, de _Maolito_.
Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más
_apasionado_ y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que
siempre me rindo...
--Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga
ministo y general a Maolito, que quere a mí...
--No, tonta--interrumpió _Maolito_, que tiene la precocidad de todos
los españoles--; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea
ministro y que me haga a mí subsecretario.
* * * * *
Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando
consigo mismo:
--¡Oh, qué remordimientos sentí oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi
Rosina! ¡Yo no podía ser rey ni ministro! Mis ensueños, mis escrúpulos,
mis aficiones, mis estudios, mi filosofía, me habían apartado de la
ambición y sus caminos; era inepto para político, no podía ya aspirar
a nada... ¡Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser hábil, por ser
ambicioso, por no tener escrúpulos, por tener influencia, distrito,
cartera, y sacrificarme por el país, plantear economías, reorganizarlo
todo, salvar a España y hacer a _Maolito_ subsecretario!

NOTAS:
[1] Pongo yo la _h_, ya que la habían de poner los cajistas, pero bien
sabe Dios que sobra.


UN VIEJO VERDE

Oid un cuento... ¿Que no le queréis naturalista? ¡Oh, no!, será
_idealista_, imposible... romántico.
* * * * *
Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta en un rayo de luz verde,
y al conjuro, surgieron como convocadas, de una lontananza ideal, las
hadas invisibles de la armonía, las notas misteriosas, gnomos del
aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor
inmortal, poesía eternamente insepulta, como larva de un héroe muerto
y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que
vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de
la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un
contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico del arte, iba
dominando a los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la
sala, subiendo de las butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con
su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en todos el suave
adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza rítmica.
El sol de fiesta de Madrid penetraba, disfrazado de mil colores, por
las altas vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como
polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados
de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los matices de los
graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de gallo,
al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco,
y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores,
a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que
anunciaban la primavera como las margaritas de un prado.
* * * * *
Desde un palco del centro oía la música, con más atención de la que
suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de
Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima, solemne, inmaculada,
con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban
de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en ébano.
Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y
las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce
armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos
canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con
sencillez y hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores,
estaba enamorada del modo de amar de algunos hombres. Era coqueta como
quien es coleccionista. Amaba a los escogidos entre sus amadores con la
pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y preciosos. Amaba,
sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena: para
ella un adorador antiguo era un _incunable_. A su lado tenía aquella
tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su _biblia
de Gutenberg_, es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos
platónicos obsequios se perdían para ella en la noche de los tiempos.
_Aquel señor_, porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta
años, la quería, sí, la quería, bien segura estaba, desde que Elisa
recordaba tener malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse
ella de largo ya la admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido
que se había puesto la primera vez que la había visto arrastrando
cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había llovido desde
entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era niña, y
si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo
porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas,
a hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día
más bella y cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de
ciertos buenos negocios de la familia.
_Aquel señor_ tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía
pretenderla. No sabía Elisa a punto fijo por qué; con gran discreción
y cautela había procurado indagar el estado de aquel misterioso
adorador, con quien no había hablado más que dos o tres veces en diez
años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la multitud,
acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era
casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio;
otros, que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso
de conciencia y ciertos compromisos legales...; ello era que a la de
Rojas le constaba que _aquel señor_ no podía pretender amores lícitos,
los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo había
dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.
Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar
el fuego de sus apasionados con miradas intensas, largas, profundas,
de las que a cada amador de los predilectos le tocaba una cada mes,
próximamente. _Aquel señor_, que al principio no había sido de los más
favorecidos, llegó, a fuerza de constancia y de humildad, a merecer
el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada ocasión en que
se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la
gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada,
dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola,
no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y
maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en
aquella mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún
fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia
en querer decir con la mirada, sólo con la mirada, todo esto que en
aquel momento quiso ella pensar y sentir con toda seriedad: "Toma mi
alma; te beso el corazón con los ojos en premio a tu amor verdadero,
compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien,
este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que
es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este instante y
de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen
mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores." Y _casi_
firmaron los ojos: Elisa, _tu_ Elisa. Algo debió de comprender _aquel
señor_; porque se puso muy pálido y, sin que lo notara nadie más que
la de Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la cabeza en una
columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas, se
marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente, Elisa recibió,
bajo un sobre, estas palabras: "¡Mi divino imposible!" Nada más; pero
era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y
si esto por una temporada la asustó y la obligó a esquivar las miradas
ansiosas de _aquel señor_, poco a poco volvió a la acariciada costumbre
y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó adorar y pagó
con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada. Llegó
la ocasión de ver el personaje _imposible_, pretendientes no mal
recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad
y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que
Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba
de lejos, sin poder decir palabra, sin poder _defenderse_, viese nueva
gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que
no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no
podía pretender. Lo que no sabía Elisa era que _aquel señor_ no veía
las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas, creía no
estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes, cada año que
pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia para
tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la
de Rojas comprendió que _aquel señor_ ya no la buscaba; y sólo cuando
se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para
admirarla, siempre con discreto disimulo, por no _poder otra cosa_,
porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto crecía en Elisa la
dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de aquéllos lo
empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres ojos
que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria,
absoluta, eterna.
Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego, poner en
peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin
pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que
admiraba, lo que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador
_incunable_ animarse un poco, poner gesto de satisfacción, de esperanza
loca, disparatada, ella, que no tenía por tan absurdas como él mismo
tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en _probarle_, como el
bronce de un cañón, para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría,
semiburlesca.
* * * * *
La tarde de mi cuento era solemne para _aquel señor_; por primera vez
en su vida el azar le había puesto en un palco, codo con codo, junto a
Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa
estaba con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a
alguno de los caballeros que acompañaban al _otro_. La de Rojas se
sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de
aquel hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a
llorar a solas _sin saber por qué_, o hablar mucho y destrozar el
alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas
que no sentía, despreciando lo digno de amor..., en fin, como otras
veces. Tenía una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando
formalmente no podría decir nada digno de la _Elisa ideal que aquel
hombre_ tendría en la cabeza. Sabía que era él un artista, un soñador,
un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión... que ella, _a
pesar de todo_, hablaba como _las demás_, punto más punto menos. En
cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y tampoco creía
digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal ocasión él,
que había sabido callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca del techo, un cristal
verde, vino a caer sobre el grupo que formaban Elisa y su adorador,
tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo
sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de
luz que los unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz
que simboliza el arco iris. El hombre no pensó más que en esto, en
la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se
dijo: "Debo de parecer una muerta", y de un salto gracioso salió de
la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y en la sombra.
_Aquel señor_ no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme,
fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él. Seguía Beethoven en el
uso de la orquesta, y no era discreto hablar mucho ni en voz alta. A
las bromas de sus compañeros, el enamorado caballero no contestó más
que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también
la extraña apariencia que la luz verde daba al caballero aquel.
La de Rojas sintió una tentación invencible, que después reputó
criminal, de decir, en voz bastante alta para que su adorador pudiera
oirla, _un chiste_, un retruécano, o lo que fuese, que se le había
ocurrido, y que para ella y para él tenía más alcance que para los
demás.
Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz
caballero que se moría por ella..., y dijo, como para los de su palco
sólo, pero segura de ser oída por él:
--Ahí tenéis lo que se llama... _un viejo verde_.
Las amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia.
El _viejo verde_, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta
que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad
para no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a verle.
Pasaron años y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor
_proporción_ de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después
del matrimonio, sus ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos,
fueron en busca del amor más antiguo, del _imposible_. Tardó mucho en
olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia
más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera
sentir la desaparición de su culto. Se vió Elisa como un _dios en
el destierro_. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía
humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre
fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados.
"_¡Aquel señor_ sí que me quería, aquél sí que me adoraba!"
Una noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas,
visitaba el cementerio civil, que también sirve para los protestantes,
en cierta ciudad marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín,
que yo llamaré santo, como le llamaría religioso el derecho romano, en
el declive de una loma que muere en el mar. La luz de la luna besaba el
mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones de letra
gótica, en inglés o en alemán.
En un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna,
Elisa leyó, sin más luz que aquélla de la noche clara, al rayo de
la luna llena, sobre el mármol negro del nicho, una breve y extraña
inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba en español y
decía: "_Un viejo verde_."
De repente sintió la seguridad absoluta de que _aquel viejo verde_ era
el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su
remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las
poquísimas veces que _aquel señor_ la había oído hablar, había sido en
ocasión en que ella describía aquel _cementerio protestante_ que ya
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